Fuente: https://www.sinpermiso.info/textos/el-presidencialismo-frances-esa-necedad-politica Edwy Plenel 11/07/2020
Todos los pedagogos lo saben: la enseñanza es la repetición. Así pues, en Mediapart, no nos cansamos de repetir, tanto bajo la presidencia de Emmanuel Macron hoy como bajo aquella de Nicolas Sarkozy o François Hollande ayer, que el presidencialismo francés es el enemigo fundamental de una república democrática y social, tanto que no deja de socavarla desde dentro, de corromperla y de debilitarla.
El presidencialismo es para el régimen presidencial lo que el integrismo es para las religiones, lo que el absolutismo es para las monarquías, lo que el sectarismo es para las convicciones. No es el hecho de que haya una presidencia de la República, es que la República está en manos del presidente. Legado del bonapartismo francés, ese cesarismo que secularizó la monarquía por derecho divino sobre los escombros de una traicionada e inacabada revolución democrática, nuestro presidencialismo es un régimen de excepción que se ha convertido en la norma. Una norma cuyos excesos no han dejado de extenderse desde que, en los años de 1980, François Mitterrand transformó la presidencia en un baluarte de resistencia a las derrotas electorales y al descrédito popular.
Un « golpe de Estado permanente », había diagnosticado Mitterrand a principios de la V República, 20 años antes de renegar, por su propia práctica del poder, de esta formidable intuición. Nacida de una guerra civil, esta descolonización tan tardía como trágica, se convirtió en un trauma para una nación que vivía en un imperio, y este presidencialismo terminó simbolizando una política bélica, que divide y violenta, agota y empobrece. Una política entendida como una batalla incesante, con aliados y enemigos, unidos y derrotados, afines y corruptos, traidores y sumisos. En resumen, una política primitiva, virulenta o solapada, sin franqueza ni transparencia, maniobrada e interesada, en la que, con (muy) raras excepciones, los ideales terminan disolviéndose en las carreras.
Francia es una democracia de baja intensidad. Tiene la unción, no la convicción. La apariencia, no la esencia. Las palabras, no la cultura. Condición de una república social, la verdadera democracia es un ecosistema que presupone equilibrio, vitalidad y pluralidad, precauciones y participación, poder y contrapoder. En cambio, vivimos en el ámbito institucional de los desequilibrios, la brutalidad y el autoritarismo, la cortesía y la sumisión, el egoísmo y el narcisismo.
Todo esto produce un empobrecimiento político cuya escena mediática es un teatro infantilizante, ofreciendo el espectáculo de columnistas deseosos de sondear el estado de ánimo presidencial y transmitir las confidencias de aquellos que les rodean, entre la adulación y la mezquindad.
No podemos soportar más estas tonterías y cretinismo. Entonces, ¿debemos resignarnos a considerar normal que un presidente totalmente desmonetizado, cuya máscara tejida de malentendidos y engaños se cayó rápidamente durante el año siguiente a su elección el 7 de mayo de 2017, pueda cambiar el gobierno del país por su propia conveniencia y pobre comodidad? En una democracia inteligente y adulta, tales cambios serían el resultado de debates y elecciones colectivas, las de la mayoría parlamentaria o del partido mayoritario.
Forzarían balances y enfrentamientos, discusiones y alianzas, en definitiva, una política visible y manifiesta que ya no se limitaría a la oficina o al cerebro presidencial. En cambio, un presidente desacreditado puede reemplazar a un primer ministro popular (Édouard Philippe), aunque sólo sea por contraste, por una especie de alto funcionario (Jean Castex), es decir, un prefecto gubernamental, como los hay, en el persistente sometimiento de la justicia a través de sus fiscalías, prefectos judiciales (consulte nuestro análisis de la crisis de la PNF en francés – Fiscalía Nacional Financiera).
La Constitución de la V República permite al presidente electo tomar como rehén a la República y decretar que sus necesidades personales son de interés común. Al hacerlo, arruina la política precisamente como un bien común. El terreno electoral sigue escabulléndose bajo los pasos de los aprendices de brujo que se aprovechan y abusan de esta renuncia democrática.
Detrás de la inesperada agitación que produjo el improbable escenario de las elecciones presidenciales de 2017 se escondía un actor poderoso y constante: la abstención, esta secesión cívica que expresa el cansancio de un pueblo que no se deja engañar y que ya no tiene la intención de jugar el rol de sustituto en un juego del que está excluido. Alcanzó el 25,44% en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, y el 57,36% en la segunda vuelta de las elecciones legislativas. En 2019, ascendió el 49,88% en las elecciones europeas.
Con un 58,6% de abstención nacional, un índice sin precedentes, la segunda vuelta de las elecciones municipales (consulte nuestro dossier) ha servido de recordatorio para todo este mundo político que sólo piensa en las próximas elecciones presidenciales, mientras que el malestar democrático proviene de la desposesión de la soberanía popular por parte del poder del Elíseo.
Todos aquellos que, en la oposición del poder actual, siguen encerrándose en este juego presidencial pretendiendo que cambiarán la situación desde dentro, no hacen más que profundizar el abismo en el que la democracia francesa decae y se deteriora. Es imposible creer en su apuesta, si se la considera sincera, o darle crédito, si se sabe que tiene cierto interés, tanto es así que las tres últimas secuencias presidenciales han expuesto la corrupción de los ideales políticos, desdibujando todos los puntos de referencia para los ciudadanos.
Cómo no entender la creciente deserción electoral cuando tantas personalidades que hace tan sólo cuatro años se proclamaron socialistas, reivindicando su legitimidad de izquierdas, han apoyado recientemente a candidatos de derechas en sus ciudades, con el telón de fondo de una alianza entre la formación macronista LREM y la derecha conservadora LR.
En su decadencia lionesa, Gérard Collomb es el árbol que esconde el bosque, formado por numerosos ejecutivos, dirigentes, miembros de gabinetes, diputados, ministros, todos provenientes del Partido Socialista, que deambulan ahora por los callejones de un poder macronista cuya política no tiene nada que ver, nada en absoluto, con la izquierda, su historia, sus luchas, sus ideales. Esta realidad ha sido confirmada de manera constante por su deriva autoritaria y reaccionaria, desigual e identitaria frente a las convulsiones sociales, desde los chalecos amarillos hasta los jóvenes ecologistas, desde las huelgas contra la reforma de las pensiones hasta las movilizaciones contra el racismo, sin mencionar la protesta general contra la violencia policial, alentada y tolerada por el poder.
En su obra Ensayos, Montaigne evoca un pueblo misterioso que, al no saber pronunciar una sola palabra que es « no », ha caído en la servidumbre. Una forma irónica de introducir un discreto homenaje al tratado de su amigo Etienne de la Boétie, De la servitude volontaire, insurrección de la libertad contra la sumisión. Más tarde, fue añadido un inventivo y muy moderno subtítulo: Contr’Un. Contra el Grande Uno y el Grande Mismo, que convierte en delirantes a los poderes y sufrientes a los pueblos. Esta antigua historia sigue estando de actualidad: Gran Uno del poder personal y Grande Mismo de la identidad nacional (lea el artículo de Ellen Salvi sobre la deriva ideológica de Emmanuel Macron).
« La primera razón para la servidumbre voluntaria -escribió La Boétie-, es la costumbre ». Ese hábito que nos hace soportar el poder de uno como si fuera nuestro todo. Eso nos hace considerarlo grandiosos porque nos mantenemos de rodillas. « Así que decida no servir más y será libre –continúa el amigo de Montaigne-. No quiero que le haga daño, ni que lo sacuda, pero no lo apoye más, y lo verá, como un gran coloso al que se despoja de su base, caer por su propio peso y romperse ».
Versión y edición española : Irene Casado Sánchez.
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