Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2022/06/07/el-juego-la-fiesta-y-el-arte-por-bolivar-echeverria/
EL JUEGO, LA FIESTA Y EL ARTE por Bolívar Echeverría
Exposición en la FLACSO (Quito), Febrero de 2001.
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Quisiera recordar aquí una distinción conceptual que puede tener alguna utilidad en las discusiones relativas al arte y su problematización antropológica. Deriva de una comprensión crítica de lo que es la vida cotidiana en la modernidad actual y se trata de la distinción entre lo que sería propiamente la experiencia que tiene lugar en la fiesta como una ceremonia ritual, y la experiencia a la que nos lleva el arte como conversión de la vida cotidiana en un drama escénico. Se trata, en dos palabras, de la distinción entre fiesta y arte.
Cabe preguntarse en qué sentido puede ser interesante esta distinción, y pienso que lo puede ser dado el hecho de que una buena parte del arte que conocemos como “moderno” ubica su actividad en la frontera que separa o que une al arte con la fiesta. En efecto, desde finales del siglo XIX, los artistas que más le exigían a su arte se embarcaron en una exploración sin precedentes de las posibilidades de provocar experiencias estéticas; una exploración radical, verdaderamente revolucionaria, que intentó sacudirse el encargo que le había hecho la modernidad capitalista: el de atar esa experiencia estética a la apropiación cognoscitiva de la realidad; que intentó articular su creación con niveles más radicales de la relación entre lo humano y lo otro, en los de la actividad humana no es principalmente una actividad de apropiación. Señalamos de paso el acto paradójico que llevó al que conocemos como “arte moderno” a reconocerse a sí mismo bajo ese nombre, cuando él en verdad implica justamente un rebasamiento de la modernidad establecida. Una de las principales vías seguidas por el “arte moderno” en esta exploración fue la que ha llevado y lleva intermitentemente a los artistas de ciertas “vanguardias” a plantear la necesidad de una combinación o complementación de lo que sería la experiencia estética, en cuanto tal, con la experiencia festiva o ritual, propiamente dicha.
En un cierto sentido, la revolución formal parece dirigida toda ella a romper de una manera u otra con la definición tradicional, clásica, del arte como una actividad de representación, como una construcción de escenarios en los que el creador, en tanto que emisor puro, haciendo uso de diferentes materiales y técnicas, ofrece al espectador, en tanto que receptor puro, un objeto que, desprendido del mundo de la vida, contiene una imagen del mismo (de ese mundo de la vida). En una buena parte del arte que se tiene a sí mismo por moderno hay, en mayor o menor medida, el intento de revivir la pertenencia orgánica del arte a la vida; de eliminar su carácter de representación de la vida y convertirlo en una transformación de la vida de un orden parecido al que tiene la transformación de la vida que ocurre en una ceremonia festiva.
Arte y ritual, arte y ceremonia festiva tienden a combinarse e incluso a confundirse en algunas de las principales corrientes o en algunos de los niveles esenciales de la exploración formal llevada a cabo por el arte llamado “moderno” o “de las vanguardias”.
Intentemos entonces acercarnos a esa zona de la experiencia social en donde el arte se presenta efectivamente como una performance que contribuye a la creación de esa vivencia radical a la que conocemos como experiencia festiva.
En ciertos circunstancias histórico-sociales, para que se produzca efectivamente una experiencia estética parece ser necesario que exista algo así como un lugar y un momento excepcionales, de orden ceremonial-festivo, en medio de los cuales ella pueda destacar. Una situación dentro de la cual ciertos hechos y palabras de apariencia igualmente ritual llegan sin embargo a cautivar a la comunidad gracias al modo especial en que ha sido trabajada la forma de los mismos. La experiencia festiva y la experiencia estética parecen no sólo combinarse, sino incluso requerirse, exigirse recíprocamente. ¿En qué medida esto es así? ¿En qué medida efectivamente lo festivo y lo estético tienen entre sí una vinculación de interioridad o llegan incluso, en ciertos casos, a ser una y la misma cosa? Este es el tema que quisiera abordar a continuación.
Cuando se considera aquello que vuelve peculiar a la existencia humana en medio de los demás seres, debe tener necesariamente en cuenta que sólo para el ser humano existe algo así como una temporalidad y una historicidad. Sólo el ser humano se plantea el cambio, las modificaciones que trae el curso del tiempo, como una situación, como algo frente a lo cual él tiene que reaccionar y tomar ciertas disposiciones. Sólo el ser humano reconoce la temporalidad del tiempo, sólo él hace del cambio temporal, que conduce lo mismo a la vida que a la muerte, la ocasión de un optar, de ejercer una elección libre, que acepta e integra ese cambio de una manera o de otra diferente. Pero además, sólo el ser humano dota de una determinada forma a esta temporalidad, la vive como la dimensión posibilitante de una cierto acontecer concreto, como una temporalidad identificada, teñida por la vida singular que se desenvuelve a lo largo de los cambios impuestos por el tiempo; como una temporalidad que se vuelve propiamente una historicidad.
La temporalidad de la existencia humana plantea a todo intento de darle forma, a todo proyecto concreto de una colectividad para dar cuenta de ella, integrándola en la estructura mítica de su lengua, una curiosa tarea que la antropología ha podido reconocer en todas las versiones de lo humano, por más diferentes que sean unas de otras. La historicidad debe dar sentido a la temporalidad dentro de lo que podríamos llamar una tensión bipolar. El ser humano entiende su propia existencia como una transcurrir que se encuentra, tensado como la cuerda de un arco, entre lo que sería sería el tiempo cotidiano y lo que sería el tiempo de los momentos extraordinarios; entre el tiempo de una exisetncia conservadora, que enfrenta las alteraciones introducidas por el flujo temporal mediante una acción que restaura y repite las formas que han venido haciéndola posible, y el tiempo de una existencia innovadora, que enfrenta esas alteraciones mediante la invención de nuevas formas para sí misma, que vienen a sustituir a las tradicionales. Si no hubiera esta polaridad, contraposición y tensión, no existiría la temporalidad humana. El tiempo extraordinario ya sea como tiempo del momento de la catástrofe o del de la plenitud, es el tiempo en el que la identidad o la existencia misma de una comunidad entra absolutamente en cuestión; es el tiempo de la posibilidad efectiva del aniquilamiento, de la destrucción de la identidad del grupo o es también el tiempo de la plenitud, es decir, el tiempo de la realización paradisíaca, en el que las metas y los ideales de la comunidad pueden cumplirse. Este tiempo extrardinario, en el que el ser o no ser de la comunidad se pone realmente en cuestión, se contrapone al otro tiempo, al de la vida cotidiana, dominada por la práctica rutinaria, es decir, por un estar en el mundo que toma por natural la existencia de la comunidad y su identidad, que está protegido de todo exceso, sea éste catastrófico o paradisíaco. Podríamos decir, entonces, que el tiempo extraordinario es aquel en el que el código general de lo humano y la subcodificación específica de una identidad cultural, que dan sentido y permiten el funcionamiento efectivo de una sociedad, están siendo fundados o re-fundados en la práctica, que están tratados en ella como si estuvieran en trance sea de desaparecer o de reconstituirse. A diferencia de él, el tiempo de la cotidianidad rutinaria es, en cambio, aquel en que el proceso de reproducción de una sociedad tiene lugar en torno al predominio de una efectuación o ejecución no cuestionantes del sentido del mundo establecido en el código general de lo humano y su subcodificación particular. Puede afirmarse que esta contraposición, según lo muestra la investigación antropológica que parte de Mauss y se prolonga en Bataille y sobre todo en Eliade, parece ser una condición fundamental de la existencia humana, que es reconocible en la estructura más profunda de su comportamiento.
Si nos atenemos a esta idea, podemos dar un paso más y decir que la vida cotidiana de los seres humanos sólo se constituye como tal en la medida en que, en ella, el cumplimiento de las disposiciones que están en el código, tiene lugar no sólo como una aplicación ciega de las mismas sino como una ejecución en la que tiene lugar de manera muy especial aquello que Jakobson llamó la función metalingüística o metasémica, que diríamos nosotros; es decir, la función de cuestionar aquello que está realizando, de plantearse las condiciones de posibilidad del sentido de lo que hace y dice en su práctica rutinaria. Por esta razón, la cotidianidad humana sólo puede concebirse como una combinación o un entrecruzamiento muy peculiar del tiempo de la rutina, es decir del tiempo en el que todo acontece automáticamente, en que el cumplimiento del código es ciego, por un lado, y el tiempo de la ruptura, por otro: el tiempo del juego, de la fiesta, del arte. Si no hay esta peculiar combinación, en mayor o menor escala, en toda una vida individual, en un año o en un mismo instante, de estas dos versiones del tiempo cotidiano; si no hay una combinación de la rutina con la ruptura de la rutina no existe propiamente una cotidianidad humana. Lo que me interesa subrayar es esta exigencia peculiar de la temporalidad humana, la de una dualidad constitutiva del tiempo de lo cotidiano.
La cotidianidad humana no puede ser concebida como el mero proceso de puesta en práctica del programa que está diseñado en el código, y que permite la reproducción de una sociedad, o en el subcódigo, y que da identidad, concretiza o singulariza a cada una de las grupos sociedades. La cotidianidad humana sólo puede concebirse como una combinación, conflictiva en sí misma, de la ejecución automática del programa con una ruptura que podríamos llamar “reflexiva” de la misma. Ahora bien, ¿cómo puede concebirse el tiempo de esta ruptura? Considero que es posible hacerlo como el tiempo de la irrupción, en el plano de lo imaginario, del tiempo extraordinario dentro del tiempo de la rutina; el tiempo de la rutina abre lugares o deja espacios para que en él se inserte, se haga presente ese tiempo extraordinario sin el cual la temporalidad humana no podría existir. La ruptura es eso justamente: un aparecimiento, un estallamiento, en medio de la imaginación de la existencia rutinaria, de lo que es propiamente el tiempo de la realización plena de la comunidad o el tiempo de la aniquilación de la misma: el momento de la luminosidad absoluta o el momento de la tiniebla absoluta.
Dentro de esta complejidad de lo cotidiano es precisamente donde quisiera intentar una distinción de las diferentes posibilidades que hay para que tenga lugar esa ruptura: la del juego, la de la fiesta y la del arte. Esas posibilidades son de diferente naturaleza, aunque en muchos casos –como en el del arte moderno al que nos referíamos– la combinación de estos distintos tipos de ruptura resulta difícil de desanudar en la descripción. La diferenciación conceptual debe partir del reconocimiento de un rasgo común: en todas ellas, desde la ruptura más elemental que es el juego hasta la más elaborada que es el arte, lo que se persigue obsesivamente es una sola experiencia cíclica, la de la anulación y el restablecimiento del sentido del mundo de la vida, la de la destrucción y re-construcción de la «naturalidad» de lo humano, de la necesidad de su presencia contingente.
El juego, por ejemplo, la ruptura que muestra la versión más abstracta de la intención autocrítica de la cultura, consigue que se inviertan, aunque sea por un instante, los papeles que el azar, por un lado, como caos o carencia absoluta de orden, y la necesidad, por otro, como norma o regularidad absoluta, desempeñan en su contraposición. El placer lúdico consiste en esto precisamente: en la experiencia de la imposibilidad de establecer si un hecho dado debe su presencia a una concatenación causal de otros hechos anteriores (la preparación de un deportista, el conocimiento de un apostador, por ejemplo) o justamente a lo contrario, a la ruptura de esa concatenación causal (la “mala suerte” del contrincante, la “voluntad de Dios”). Es el placer que trae la experiencia de una pérdida fugaz de todo soporte; la instantánea convicción de que el azar y la necesidad pueden ser, en un momento dado, intercambiables. En la rutina irrumpe de pronto la duda acerca de si la necesidad natural de la marcha de las cosas –y, junto con ella, de la “segunda naturaleza”, de la forma social de la vida, que se impone como incuestionable– no será justamente su contrario, la carencia de necesidad, lo aleatorio (J. Huizinga).
Algo diferente opera en el caso de la ruptura festiva; la irrupción del momento extraordinario es en este caso mucho más compleja. Lo que en ella entra en juego no es ya solamente el hecho de la necesidad o naturalidad del codigo, sino la consistencia concreta del mismo, es decir, la cristalización, como subcodificación singular del código de lo humano, de la estrategia de supervivencia del grupo social en una situación histórica determinada. La ceremonia ritual, el momento en que culmina la experiencia festiva, es el vehículo de este tipo peculiar de ruptura de la rutina: ella destruye y reconstruye en un sólo movimiento todo el edificio del valor de uso dentro del que habita una sociedad; impugna y ratifica en un sólo acto todo el conjunto de definiciones cualitativas del mundo de la vida; deshace y vuelve a hacer el nudo sagrado que ata la vigencia de los valores orientadores de la existencia humana a la aquiescencia que lo otro, lo sobrehumano, les otorga. (Cailloix: 1950, p. 125.) Se trata de una ruptura sumamente peculiar puesto que implica todo un momento de abandono o puesta en suspenso del modo rutinario de la existencia concreta.
Tal vez lo más característico y decisivo de la experiencia festiva que tiene lugar en la ceremonia ritual resida en que sólo en ella el ser humano alcanza “realmente” la percepción de la objetividad del objeto y de la sujetividad del sujeto. Curiosamente, la experiencia de lo perfecto, de lo pleno, acabado y rotundo –del platónico “mundo de las ideas”–, sería una experiencia que el ser humano no alcanza en el terreno de la rutina, de la vida práctica, productivo/consuntiva y procreadora, en el momento de la mera efectuación de lo estipulado por el código. Para tener la vivencia de esa plenitud de la vida y del mundo de la vida –para perderse a sí mismo como sujeto en el uso del objeto y para ganarse a sí mismo como tal al ser puesto por el otro como objeto– parecería necesitar la experiencia de “lo sagrado” o, dicho en otros términos, el traslado a la dimensión de lo imaginario, el paso “al otro lado de las cosas” (K. Kerényi). Instalado hasta físicamente en este otro escenario, el ser humano de la experiencia festiva y ceremonial alcanza al objeto en la pureza de su objetidad y se deja ser también en la pureza de su subjetidad.
En la ceremonia ritual, la experiencia del trance es indispensable para la constitución de la ruptura festiva. Si no hay este traslado, si el paso de la conciencia rutinaria a la conciencia de lo extraordinario no se da mediante una sustitución de lo real por lo imaginario, no hay propiamente una experiencia festiva. Por ello, no hay sociedad humana que desconozca o prescinda del disfrute de ciertas substancias potenciadoras de la percepción, incitadoras de la alucinación. La existencia humana –que implica ella misma una transnaturalización, un violentamiento que trasciende el orden de lo natural– parece necesitar de este peculiar “alimento de los dioses” (Bataille). Gracias a él, que violenta su existencia orgánica, obligándola a dar más de sí, a rebasar lo requerido por su simple animalidad, puede abandonar ocasionalmente el terreno de la conciencia objetiva, internarse en ámbito de lo fantástico y percibir algo que de otra manera le estaría siempre vedado.
Conectada con la experiencia festiva de la ceremonia ritual de una manera muy especial –y también, por supuesto, a través de ésta, con la experiencia lúdica–, la experiencia estética es sin embargo completamente diferente de ella. Con la experiencia estética, el ser humano intenta traer al escenario de la conciencia objetiva, normal, rutinaria, aquella experiencia que tuvo, mediante el trance, en su visita a la materialización de la dimensión imaginaria. Lo que intenta revivir en ella es justamente la experiencia de la plenitud de la vida y del mundo de la vida; pero pretende hacerlo, no ya mediante el recurso a esas ceremonias, ritos y substancias destinados a provocar el trance o traslado a ese «otro mundo» ritual y mítico, sino a través de otras técnicas, dispositivos e instrumentos que deben ser capaces de atrapar esa actualización imaginaria de la vida extraordinaria, de traerla justamente al terreno de la vida funcional, rutinaria, e insertarla en la materialidad pragmática de “este mundo”. La experiencia estética tiene lugar en algo semejante a una conversión de la vida y el mundo de la vida en un drama escénico global; en la recomposición o reconstitución de la vida cotidiana en torno al momento de la ruptura o a la interferencia del tiempo extraordinario en medio del tiempo de la rutina.
La experiencia estética es a tal grado indispensable en la vida cotidiana de la sociedad humana, que se genera constantemente en ella, y de manera espontánea. Tiene lugar en algo semejante a una conversión de la serie de actos y discursos propios de la vida rutinaria en episodios y mitos de un drama escénico global; a una transfiguración de todos los elementos del mundo de esa vida en los componentes de la escenificación de ese drama, de ese hecho “proto-teatral”. De esta manera, estetizada, la experiencia de la acción cotidiana implica la percepción de sus movimientos como un hecho “proto-dancístico”, así como la del tiempo de los mismos como un hecho “proto-musical”; la del espacio de sus desplazamiento como un hecho “proto-arquitectural” y la de los objetos que lo ocupan como hechos plásticos de distinta especie: “proto-escultóricos”, “proto-pictóricos”, etcétera.
En principio, vistas las cosas así, todos los seres humanos, en la medida en que son capaces de provocar experiencias estéticas, son artistas. Incluso, en ocasiones de excepcional miseria, la producción social de experiencias estéticas puede prescindir del trabajo profesional de “los artistas”. Por su vocación excepcional, por la técnica que domina, por los medios que tiene a su disposición, el artista es aquel miembro de la comunidad que es especialmente capaz de proporcionar a los demás oportunidades de experiencia estética; de alcanzar para los otros aquello que todos y cada uno de los seres humanos pretenden alcanzar cuando estetizan sus vidas singulares: componer las condiciones necesarias para que tenga lugar la integración de la plenitud imaginaria del mundo en el terreno de la vida ordinaria; recomponer la vida cotidiana en torno al momento de la interferencia del tiempo de lo extraordinario en el tiempo de la rutina.
Pude decirse, por lo tanto, que la experiencia estética se encuentra sin duda conectada con la experiencia tanto festiva como ceremonial de lo extraordinario o “sagrado”, que una y otras están profundamente relacionadas; aunque es preciso insistir en que se trata sin embargo de dos tipos de experiencia completamente diferentes.
Termino así mi contribución a esta mesa redonda: ha sido el planteamiento de una distinción –que puede parecer un tanto bizantina, pero que quizá no lo sea en verdad– entre lo que acontece en la ceremonia festiva y lo que tiene lugar en la estetización de la vida cotidiana.