Fuente: A Fondo num.1/2018/Gustavo Duch.
El hambre es campesina
En el informe Compañía de aceite de palma tiene el apoyo de fondos de desarrollo, elaborado por la organización GRAIN, aparecen fotografiadas dos nóminas de las mensualidades de los recolectores de las plantaciones que la empresa Feronia gestiona en la República Democrática del Congo. Una corresponde a un trabajador que fue
contratado por doce días. La nómina del segundo marca un total de diecisiete días trabajados. Cada día trabajado se multiplica por un total de 1.751,78 CDF, la moneda local. Es decir, al cambio estamos hablando de un salario total mensual por jornadas de más de ocho horas recogiendo y cargando los frutos de la palma que oscila entre 21 y 30 dólares. A veces este pago se sustituye por la entrega de 8 litros de aceite de palma y 8 pastillas de jabón de palma. Feronia está controlando fraudulentamente estas tierras, y las personas que allí
tenían sus cultivos para vivir ahora solo tienen dos opciones: trabajar para quienes los expulsaron o emigrar.
Quienes ganan en esta operación son multinacionales como Unilever, principal cliente de Feronia, que con el aceite de palma produce su margarina Flora o su crema de marisco Knorr.
En mi libro, Secretos, relatos de mucha gente pequeña, explico que el joven Prince tuvo que marchar de su casa, en Ghana, cuando su padre se suicidó al ver que su trabajo de productor de tomates no permitía alimentar a la familia. Disponía de dos hectáreas de tierra para este cultivo y junto con su mujer los vendían bastante bien en
el mercado de su ciudad, Navrongo, hasta que el gobierno, siguiendo instrucciones impuestas desde muy lejos, eliminó los aranceles a los tomates importados. Desde entonces el mercado está inundado de latas de tomates en conserva a precios por debajo del tomate local. Muchas de estas latas proceden de la región de la Pulla, en Italia, donde, tres años después de salir de Ghana, Prince trabaja como jornalero explotado, cosechando precisamente tomates. (…)
Estas situaciones son las causas del hambre y tienen un punto en común: quienes han salido perjudicados son campesinas y campesinos que han perdido su derecho a vivir de la producción de alimentos. Sufren hambre porque (también) les han robado su soberanía alimentaria.
Disponiendo de esta información, conociendo muchos más casos en muchos más países, como pude constatar en la VII Conferencia Internacional de La Vía Campesina celebrada en junio pasado, tengo que decir que no me sorprenden los datos que en octubre presentó la FAO respecto a la situación del hambre al mundo. El hambre ha vuelto a crecer y ya afecta a más de 815 millones de personas, es decir, una de cada diez, aproximadamente. Y uno de los motivos es que las políticas para erradicar el hambre, si es que verdaderamente existen, olvidan que al menos el 70% de las personas con dificultades para asegurarse los mínimos nutricionales son campesinas. Las respuestas no están en aumentar la tecnología alimentaria, ni la productividad, ni siquiera en la mejora de los sistemas de distribución alimentaria, lo que se necesita es un enfoque diferente que responda a la pregunta correcta. ¿Qué hacer (o dejar de hacer) para que las personas que nos proveen de alimentos tengan una vida
digna y suficiente?