Fuente: https://frenteantiimperialista.org/el-dia-que-atilio-boron-entrevisto-a-noam-chomsky/ Atilio Boron
Nota previa del entrevistador
Esta entrevista fue motivada por mi participación en algunos debates de los años 90, centrados en las perspectivas de la transición democrática en Argentina y el resto de Latinoamérica. Dado que el supuesto implícito para las corrientes dominantes de la ciencia política era que Estados Unidos era la democracia más antigua del mundo y el modelo mejor logrado de este régimen político, me pareció una oportunidad única poder consultar la opinión del profesor Noam Chomsky sobre este asunto. En la conversación previa yo le había manifestado que mis críticas a los “transitólogos” era que estos colegas obviaban el hecho de que los Padres Fundadores de Estados Unidos jamás quisieron instaurar en ese país un régimen democrático. Es más, les recordaba que la palabra “democracia” no figura ni una sola vez en el texto originario de la Constitución de los Estados Unidos (redactado en 1787) ni en ninguna de sus 27 enmiendas posteriores. Explorar esta temática fue, por lo tanto, lo que orientó mi conversación con el académico estadounidense que se sintetiza a continuación1.
Como parte de las celebraciones organizadas este año con motivo de cumplirse el 175º aniversario de la fundación de la Universidad de Buenos Aires, Noam Chomsky fue invitado a dictar en el marco de la cátedra “Futuros Posibles”, un seminario sobre problemas de linguística y dos conferencias públicas sobre temas de economía y política. La revista Doxa le solicitó al titular de dicha cátedra, el profesor Atilio Boron, que le hiciera una entrevista al ilustre visitante. Lo que sigue es una síntesis de la misma.
En su conferencia dictada en el Teatro General San Martín usted abordó varios temas de crucial relevancia para el análisis de los capitalismos democráticos. Uno de ellos, pocas veces explorado, remite a la concepción imperante sobre el pueblo que subyace a diseños institucionales aparentemente respetuosos de la soberanía popular en estados caracterizados por una larga tradición democrática. Este es un tema negado por las versiones dominantes de la “transitología”, que parecen ignoran la existencia de esas visiones elitistas y definitivamente “antipopulares” y que postulan, en cambio, una inverosímil armonía de intereses y de cosmovisiones entre los desiguales signatarios del pacto de la transición democrática. ¿Podría elaborar un poco más su argumento?
Sí, naturalmente. Creo que el sesgo conservador del mainstream de la ciencia política norteamericana se ha vuelto cada vez más acusado y esta inclinación no podía estar ausente de los debates actuales sobre los procesos de democratización. Como usted seguramente sabe, las ideas radical-democráticas que comenzaron a florecer hace cerca de 250 años en Europa perturbaron grandemente a “los hombres de calidad superior”, como ellos gustaban llamarse a sí mismos. Por eso, si bien estaban dispuestos a concederle derechos al pueblo esto sólo era concebible dentro de ciertos límites y, por supuesto, bajo el nombre de “pueblo” no incluían a la chusma confusa e ignorante. Claro está que esta postura no era demasiado compatible con la doctrina del “gobierno por consenso” plasmada en la obra de John Locke. Para paliar esta contradicción uno de los más distinguidos filósofos morales del siglo XVIII, Francis Hutcheson, sostuvo que el “consenso de los gobernados” no se viola cuando los dirigentes imponen planes que son rechazados por el público si es que, posteriormente, las masas “estúpidas y prejuiciosas” consienten de todo corazón lo que se hizo en su nombre.
Tiempo después, los problemas causados por la chusma en Inglaterra se extendieron a las rebeldes colonias de Norteamérica. Las Padres Fundadores emularon los sentimientos de los “hombres de calidad superior” de Gran Bretaña y lo transmitieron casi con las mismas palabras. Uno de ellos aclaró que al hablar del público en realidad se refería tan sólo a la parte racional del mismo; esto excluía a los ignorantes y al vulgo, incapaces tanto de juzgar los diversos modos de gobierno como de empuñar responsablemente sus riendas. Pero fue Alexander Hamilton quien planteó el tema con toda su crudeza: el pueblo es “la gran bestia” que debe ser domada. Por eso aconsejaba enseñar a los farmers independientes y díscolos de las rebeldes colonias americanas –aún recurriendo a la fuerza en caso de necesidad– que los ideales contenidos en los panfletos revolucionarios no debían ser tomados al pie de la letra. En suma: la gente común no debía ser representada por otros de su misma clase sino por la aristocracia, los comerciantes, los abogados y otros de probada responsabilidad y patriotismo en el manejo de los asuntos del estado.
Sin embargo, como usted sabe Estados Unidos aparecen en la literatura de la ciencia política –inclusive en la de inspiración socialista: recordemos las observaciones de Antonio Gramsci en “Americanismo y Fordismo”– como la experiencia más exitosa de democratización capitalista: la carencia de un pasado feudal y la temprana constitución de un estado burgués basado en el sufragio universal explican tanto la solidez y perdurabilidad de sus instituciones democráticas como, siguiendo a Werner Sombart, la ausencia de un partido socialista de masas capaz de cuestionar la legitimidad del orden capitalista y, por ende, la hegemonía burguesa. Pero por lo que usted acaba de decir el diseño institucional de la república norteamericana no parece haber sido demasiado democrático que digamos.
Claro que no, pese a que el discurso dominante y los textos escolares digan lo contrario. El caso de Estados Unidos es de la mayor importancia si es que queremos comprender el funcionamiento efectivo de la democracia en el mundo de hoy y, probablemente, el de mañana. Esto, por varias razones: primero, por la enorme gravitación de Estados Unidos en el concierto internacional; segundo, por la estabilidad de sus instituciones democráticas; tercero, porque este país fue lo más próximo a una tabula rasa que uno puede encontrar en el sistema internacional. Las sociedades indígenas fueron en gran medida eliminadas y, en un grado pocas veces visto en la historia, su orden sociopolítico fue conscientemente diseñado y puesto en práctica. Al estudiar la historia uno no puede construir experimentos, pero Estados Unidos son lo más parecido a un “caso ideal” de estado capitalista democrático que podría encontrarse en el mundo.
El principal diseñador de este orden sociopolítico fue un astuto pensador político: James Madison. En los debates de la Constitución Madison sostuvo que si en Inglaterra las elecciones fuesen abiertas –es decir, sin restricciones en el derecho al sufragio– la propiedad de los grandes terratenientes se vería amenazada. Una legislación agraria seguramente sería votada, transfiriendo la tierra a quienes no la poseen. El sistema constitucional, según Madison, debía precisamente velar para evitar que se cometiese una injusticia como ésa y, de paso, “asegurar los intereses permanentes del país que no son otros que los derechos de propiedad.” Por consiguiente, la responsabilidad principal del gobierno era la de “proteger a la minoría opulenta contra la mayoría”. Éste ha sido el principio fundamental de la democracia estadounidense desde sus orígenes hasta nuestros días.
Usted dibuja una imagen de Madison poco conocida entre nosotros. En general su nombre está más bien asociado al Federalista Nº 10 –y su preocupación obsesiva por controlar los efectos perniciosos de las facciones– que a argumentos de tipo aristocráticos o abiertamente reaccionarios como los que acaba de exponer.
Ocurre lo mismo en Estados Unidos. Repare usted en lo siguiente: conocemos bien las opiniones que para el gran público expresara Madison en los Federalist Papers . Sin embargo, sus intervenciones en el debate constitucional son mucho menos conocidas. La última publicación de las mismas tuvo lugar en … ¡1838! No pueden ser conocidas sino por quienes están dispuestos a hacer una búsqueda bibliográfica muy exhaustiva en algunas de las grandes bibliotecas norteamericanas. En las discusiones públicas Madison hablaba de los derechos de las minorías en general; pero era más que evidente que la que debía ser protegida de la “tiranía de la mayoría” era la minoría de los opulentos. Previó más que ningún otro que la amenaza de la democracia iría a ser cada vez más grave a medida que aumentara el número de quienes se hallaban sometidos a duras penurias económicas y que secretamente ansiaban una distribución más igualitaria de los bienes terrenales. Por eso Madison estaba preocupado ante el vigor de ese “espíritu igualitario” que él advertía en Estados Unidos y los peligros que encerraba el sufragio universal al depositar el poder sobre la propiedad en las manos de quienes no poseían propiedad alguna. Su “solución” consistió en mantener el poder político en el seno de quienes “provienen y representan la riqueza de la nación”, manteniendo al resto de la sociedad fragmentada y desorganizada.
Con todo, debo aclarar que al presentar la raíz madisoniana de nuestra actual democracia estoy cometiendo una cierta injusticia, al menos en un aspecto: al igual que Adam Smith y otros fundadores del liberalismo clásico Madison era, por su talante y su mentalidad, precapitalista y hasta anticapitalista. Esperaba que los gobernantes fuesen “estadistas ilustrados” y “filósofos benevolentes”, cuya sabiduría les permitiría un mejor discernimiento de los verdaderos intereses de la nación. Ellos ciertamente deberían refinar y ampliar las visiones públicas, protegiendo los intereses del país ante las tentaciones de las mayorías democráticas, pero siempre guiados por las luces claras de la razón y la benevolencia. Madison pronto aprendería que la “minoría opulenta” no se comportaba con la altura de miras que de ella se esperaba. Más bien, actuaba siguiendo aquello que Adam Smith había descripto poco tiempo antes como la “máxima vil” de los señores: “todo para nosotros y nada para los demás”. Ya en 1792 Madison advertía que los deberes públicos habían sido reemplazados por el interés privado, llevando a una “verdadera dominación de los pocos bajo la aparente libertad de los muchos”.
¡Este Madison resulta todavía menos familiar que el anterior!
Tampoco es conocido por los norteamericanos. Es cierto que muchas cosas han cambiado en los últimos 200 años, pero si algo ocurrió con las advertencias de Madison fue que ellas se tornaron cada vez más pertinentes, asumiendo nuevos significados con el establecimiento de grandes tiranías privadas que a lo largo de este siglo adquirieron poderes extraordinarios. A la luz de esta realidad se desarrollaron nuevas doctrinas para imponer novedosas formas de “democracia política”. Uno de los más influyentes manuales de relaciones públicas (el de Edward Bernays) asevera que la manipulación consciente y deliberada de las masas es un elemento importante de la sociedad democrática, para lo cual se requiere de un persistente esfuerzo propagandístico. En la misma línea se encuentra la obra de Harold Laswell, uno de los fundadores de la ciencia política norteamericana, quien en la Enciclopedia de las Ciencias Sociales, en su artículo sobre “opinión pública” sostiene que las minorías inteligentes deben reconocer la “estupidez e ignorancia de las masas” y no sucumbir ante ningún tipo de dogmatismo democrático. Las masas deben ser controladas, por su propio bien, y en las sociedades democráticas, donde la aplicación de la fuerza es más improbable, los gerentes deben recurrir “a una nueva técnica de control, especialmente mediante la propaganda”.
De todos modos, pese a la sofistificación y eficacia práctica de las técnicas propagandísticas, los avances democráticos conquistados a lo largo de este siglo han sido, vistos desde una perspectiva histórica, impresionantes. ¿Qué fue lo que, afortunadamente, “no funcionó bien”?
Lo que ocurre es que la “gran bestia” es difícil de domar. Reiteradamente dijo que el problema había sido resuelto, y que “el fin de la historia” había sido alcanzado, dando cumplimiento a una suerte de “utopía de los señores”. Un momento clásico de esta celebración lo encontramos en los orígenes de la doctrina “neoliberal” a comienzos del siglo xix cuando David Ricardo, Thomas Malthus y otras grandes figuras de la economía política clásica anunciaron al mundo que la nueva ciencia había comprobado, con la certeza de las leyes de Newton, que lo único que hacemos al tratar de ayudar a los pobres es perjudicarlos, y que el mejor presente que podemos hacer a las masas sufrientes es liberarlas de la ilusión de creer que tienen un derecho a vivir. La nueva ciencia demostró que la gente no tiene más derechos que aquellos que pueden obtenerse en un mercado de trabajo desregulado. Hacia 1830 estas nuevas doctrinas habían triunfado en Inglaterra, y las clases populares fueron forzadas a internarse por el sendero de un experimento utópico que –tal como lo observara Karl Polanyi en una obra clásica– habría de convertirse en un cruento acto de reforma e “ingeniería social” que cobraría miles y miles de vidas humanas. Sin embargo, un problema inesperado vino a enturbiar las previsiones de la nueva ciencia: las “masas estúpidas” llegaron a la conclusión de que si ellas no tenían derecho a vivir, la clase dominante no tenía derecho a gobernar. El ejército británico tuvo que ser convocado de urgencia para reprimir toda clase de desórdenes y rebeliones, y poco después una amenaza más grave aún se hizo presente cuando los obreros comenzaron a organizarse, exigiendo leyes fabriles y una legislación social que los protegiera de la brutalidad del experimento neoliberal y, más tarde, reclamando por nuevos derechos. La ciencia, que afortunadamente parece ser muy flexible, adoptó nuevas formas en la medida en que la opinión de la elite cambió ante el carácter incontrolable de la protesta popular, descubriendo que el “derecho a vivir” debía ser preservado bajo un nuevo tipo de contrato social.
Pese a lo cual la ideología del “fin de las ideologías”, o del “fin de la historia” renace desde sus cenizas…
Sí… En Estados Unidos también la década de 1890 fue testigo de similares actitudes. Después, en los “rugientes años veinte”, muchos confiaban que el movimiento obrero había sido definitivamente aplastado y que la utopía de los señores se había concretado sobre las ruinas de la protesta obrera. Sin embargo, los festejos fueron prematuros, y pocos años después la gran bestia se escapó otra vez de la jaula e inclusive Estados Unidos –la sociedad gobernada por los capitalistas par excellence– fueron forzados por las luchas populares a garantizar derechos que hacía tiempo habían sido conquistados en sociedades mucho más autocráticas.
Después de la Segunda Guerra Mundial los empresarios lanzaron una gigantesca ofensiva propagandística dedicada a recuperar el terreno perdido. Hacia finales de los años cincuenta prevalecía la sensación de que este objetivo había sido logrado y Daniel Bell aseguraba que habíamos llegado al “fin de las ideologías”. Pocos años antes, y en su carácter de editor de la revista de negocios Fortune, Bell había manifestado su admiración ante la inédita intensidad de las campañas propagandísticas lanzadas por los empresarios con el propósito de erradicar las actitudes socialdemócratas que persistían durante los años de la posguerra. Pero, una vez más, la celebración fue prematura. Los acontecimientos de los años sesenta demostraron que la gran bestia se revolvía en su jaula, despertando otra vez el temor a la democracia entre los “hombres responsables”. Fue por ello que la Comisión Trilateral, fundada por David Rockefeller en 1973, dedicó su primer gran estudio al examen de la crisis de la democracia en Occidente precisamente en los momentos en que grandes sectores de nuestras sociedades pujaban por entrar en la arena pública. Los ingenuos podrían haber pensado que ésto era un paso en dirección de la democracia, pero la Comisión entendió que el mismo era en realidad un “exceso democrático” y confiaba que fuese posible restaurar los días en que Truman era capaz de gobernar Estados Unidos con la cooperación de un pequeño número de abogados de Wall Street y banqueros. Esto era una muestra apropiada de lo que la Trilateral entendía por “moderación democrática”.
Vale la pena recordar que el “fin de la historia” y la “perfección última de las instituciones” –en este caso del capitalismo de libre mercado y la democracia liberal– fueron proclamadas en numerosas oportunidades, y en todos los casos la historia se encargó de desmentir tales “verdades”. Sin negar la existencia de sórdidas continuidades, creo que un espíritu moderadamente optimista puede todavía descubrir un lento progreso a lo largo de estos dos siglos y medio. En las sociedades industriales avanzadas, y a menudo no sólo en ellas, las luchas populares pueden ahora comenzar desde un nivel superior y a menudo con mayores expectativas que aquellas que existían en los “alegres años de la década de 1890”, los “rugientes años veinte” e, inclusive, en los años cincuenta y sesenta. Y la solidaridad internacional puede asumir nuevas y más constructivas formas en la medida en que la gran mayoría de la población del planeta llega a la convicción de que sus intereses son esencialmente los mismos y que pueden defenderse y consolidarse de mejor manera si es que se trabaja cooperativamente. Hoy no existen más razones que las que jamás hubo en el pasado para creer que somos víctimas inermes de leyes sociales misteriosas e insondables, en lugar de estar gobernados por las decisiones que grupos muy poderosos toman dentro de instituciones que deberían estar controladas por la voluntad de los hombres y mujeres de nuestra época. Instituciones humanas que deben enfrentar el test de la legitimidad y que si no lo aprueban pueden y deben ser reemplazadas por otras más libres y justas, tal como ha ocurrido en el pasado.
(Publicado en Correo del Alba, el 4 de junio de 2021)
- Extraído del libro Tras el Búho de Minerva. Mercado contra democracia en el capitalismo de fin de siglo. Editado por el Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, año 2000 ↩