Fuente: https://www.sinpermiso.info/textos/el-codigo-penal-de-la-democracia-militante-espanola-1995-2015 Daniel Escribano
Tras casi dos décadas funcionando con un Código Penal franquista desde la aprobación de la Constitución, en 1995 las Cortes españolas elaboraron uno nuevo, que sus impulsores calificaron deCódigo Penal de la democracia (Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre). Sin embargo, la mayoría de los “delitos” que Löwenstein (1) consideraba propios de una democracia militante han permanecido y los cambios respecto al Código de 1973 en lo tocante a los delitos de opinión han sido escasos. Desapareció la apología de los “delitos contra la seguridad del Estado”, pero se mantuvo, y ahora como delito, la del delito en general (art. 18).
Además, una reforma de 2000 (Ley Orgánica 7/2000, de 22 de diciembre) reintrodujo el tipo específico de apología del “terrorismo”, con el nombre de “enaltecimiento” (art. 578) y penas de cárcel de entre uno y dos años, que la reforma de 2015 de este artículo ha aumentado hasta tres (Ley Orgánica 2/2015, de 30 de marzo) y que tienen que imponerse en su mitad superior cuando las expresiones enjuiciadas se hayan publicado en medios de comunicación o Internet. Huelga decir que el “Código Penal de la democracia” militante ha mantenido el delito de injurias al jefe del Estado —con penas de entre seis meses y dos años de cárcel, si son “graves”, y multa de seis a doce meses, si son de naturaleza “leve” (art. 490.3)—, que, además, ahora se extienden a las “Cortes Generales o a una asamblea legislativa de comunidad autónoma” (art. 496), al “Gobierno de la nación, al Consejo General del Poder Judicial, al Tribunal Constitucional, al Tribunal Supremo, o al Consejo de Gobierno o al Tribunal Superior de Justicia de una comunidad autónoma” (art. 504.1). Si no bastaba con esta retahíla de instituciones sobreprotegidas penalmente, la mencionada reforma de 2000 añadió a “los Ejércitos, clases o cuerpos y fuerzas de seguridad” (art. 504.2). Así, pues, se recuperaba y ampliaba el tipo introducido por la Ley de 23 de marzo de 1906. Igualmente, el “Código Penal de la democracia”, en la línea militante descrita por Löwenstein, ha mantenido el delito de “ultrajes a España”, también introducido por aquella Ley, agregando ahora a “sus comunidades autónomas o a sus símbolos o emblemas” (art. 543).
Los defensores de la tesis de que el Estado español no es una “democracia militante” porque su Constitución no contiene preceptos como los de los artículos 9.2 y 21.2 de la Ley Fundamental de la RFA soslayan que en 2002 las Cortes españolas aprobaron una ley que anunciaba la declaración de ilegalidad y disolución de los partidos políticos cuya actividad “vulnere los principios democráticos, particularmente cuando con la misma persiga deteriorar o destruir el régimen de libertades o imposibilitar o eliminar el sistema democrático” (Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de partidos políticos, arts. 9.2 y 10.2.c). Si entre “deteriorar o destruir el régimen de libertades o imposibilitar o eliminar el sistema democrático” y causar “perjuicio” al “orden fundamental democrático-liberal” (art. 21.2 de la Ley Fundamental RFA), o entre anunciar la declaración de ilegalidad de un partido político y calificarlo de “anticonstitucional”, hay alguna diferencia, a nosotros se nos escapa. O acaso el criterio para calificar a una democracia de militante sea que las restricciones de derechos fundamentales se consignen en la Constitución, de modo que el sistema político cuyo ordenamiento jurídico relegue a la legislación infraconstitucional dichas restricciones queda exonerado de dicho adjetivo…
Con todo, debe reconocerse que el máximo intérprete de la Constitución española sí se ha mostrado más sensible a los principios de las democracias no militantes, si bien sólo en lo atinente a la libertad de expresión del negacionismo de genocidios. En efecto, si en 1995 el legislador penal español, en la línea de las “democracias militantes”, tipificó como delito la difusión de “ideas o doctrinas que nieguen o justifiquen” los casos históricos de genocidio “o pretendan la rehabilitación de regímenes o instituciones que amparen prácticas generadoras de los mismos” (art. 607.2), el Tribunal Constitucional (TC) consideró contraria a las libertades de opinión e investigación reconocidas en el artículo 20 de la Constitución la inclusión en el precepto del verbo negar (sentencia 235/2007, de 7 de noviembre). No obstante, el delito de negación del genocidio se reintrodujo en 2015 (Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo), en el artículo que define los denominados delitos de odio (510), pero no la penalización de las doctrinas propugnadoras de la “rehabilitación de regímenes o instituciones” que han amparado procesos de genocidio, tipificación que no había sido declarada inconstitucional por el TC. Además, con el pretexto de que parte del contenido del apartado segundo del artículo 607 de la primera versión del “Código Penal de la democracia” se había trasladado al artículo 510, el antiguo artículo 607.2 fue derogado y la difusión de doctrinas defensoras de la “rehabilitación de regímenes o instituciones” amparadores de genocidios, despenalizada.
Código Penal y religión
Mención especial merecen los tipos penales relacionados con las religiones. Aquí también se da una sobreprotección penal, nuevamente en detrimento de los derechos fundamentales y del principio de igualdad jurídica. Los Códigos Penales de 1822, 1848 y 1850 y otras normas especiales del período establecieron, lisa y llanamente, el catolicismo obligatorio, llegando al paroxismo de despojar de la nacionalidad a quien apostatara (art. 233 CP 1822) o de tipificar como delito la mera defensa de “que se permita el culto de cualquier otra” religión (art. 30.2 del Real Decreto de 2 de abril de 1852). En lo tocante al Código Penal progresista de 1870, aún mantuvo graves restricciones de la libertad de expresión en materia religiosa y moral, las más notorias de las cuales eran el mantenimiento de los tipos penales de “escarnio” de “alguno de los dogmas ó ceremonias de cualquiera religion que tenga prosélitos en España” (art. 240.3); la “profanación” de “objetos destinados al culto” (art. 240.4); la exposición, “por medio de la imprenta y con escándalo”, de “doctrinas contrarias á la moral pública” (art. 457), o la calificación como “asociaciones ilícitas” de las “contrarias á la moral pública” (art. 198.1). Además, la retahíla de preceptos del Código de 1848 que protegían a la doctrina y parafernalia católicas (arts. 133, 481, 482), más que desaparecer, se refundían en el nuevo delito de realización (“con escándalo”) de actos que “ofendieren el sentimiento religioso” (art. 241) o, como falta, la “perturbación” de “los actos de un culto” y la “ofensa” mediante cualquier modo no previsto en estos artículos de “los sentimientos religiosos de los concurrentes” (art. 586.1). También persistían delitos singularizados para proteger a la figura del “ministro de cualquier culto” en ejercicio de sus funciones, incluso de actos meramente verbales (art. 240.1), y la “celebracion de las funciones religiosas” de perturbaciones o interrupciones (art. 239). Igualmente, se mantenían conceptos como “ofensa” al “pudor ó las buenas costumbres” (art. 456), incluso en la forma de “estampas ó grabados” (art. 586.2).
En lo tocante a la Segunda República, el laicismo no pasó de la Constitución (art. 3), toda vez que el Código Penal de 1932 mantuvo todos y cada uno de los “delitos” en materia religiosa y moral del Código de 1870, incluso textualmente, limitándose el legislador a rebajar las penas. Y, en el caso del régimen actual, la laicidad no ha llegado ni siquiera a aquélla. En efecto, la Constitución de 1978, a pesar de declarar que “[n]inguna confesión tendrá carácter estatal”, anuncia inmediatamente que los poderes públicos “tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones” (art. 16.3). Además, en un auténtico despropósito pedagógico, el artículo que supuestamente reconoce el derecho a la educación eleva a la categoría de derecho, y de rango constitucional, la práctica de las confesiones religiosas de adoctrinar a los niños, con el pretexto del pseudoderecho parental a que “sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones” (art. 27.3), lo que es incompatible con el aprendizaje teóricamente veraz y empíricamente fundamentado de la lógica de los fenómenos físicos, químicos o biológicos y con el grueso de la filosofía desde la Ilustración. Este adefesio constitucional supone una regresión en toda regla respecto a la Constitución de la República, que anunciaba la enseñanza “laica” y basada “en ideales de solidaridad humana” (art. 48). Los privilegios de la Iglesia católica anunciados en la Constitución de 1978 se concretaron en los cuatro acuerdos suscritos entre el Estado español y el Vaticano el 3 de enero de 1979, entre los que destacan los siguientes: la restricción de la libertad de cátedra para proteger a la doctrina cristiana (art. I del Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales), que tiene que ofrecerse obligatoriamente en todos los centros de enseñanza e impartida por personal designado por el obispado (art. III); el derecho de la Iglesia a establecer centros docentes no universitarios (art. IX) y organizar cursos en las universidades públicas (art. V); el sostenimiento con recursos públicos de la Iglesia católica y una miríada de exenciones fiscales para ésta (arts. I, III y IV del Acuerdo sobre asuntos económicos), o la asunción del calendario festivo cristiano como calendario festivo oficial (art. III del Acuerdo sobre asuntos jurídicos). Como apunta el constitucionalista Javier Pérez Royo, estos acuerdos, suscritos formalmente tras la promulgación de la Constitución, son fácticamente preconstitucionales, ya que se negociaron antes de que ésta se promulgara y tenían como objetivo que la Iglesia católica mantuviera “parte de la situación de privilegio de la que había gozado durante el régimen del general Franco”.
En lo tocante al tratamiento penal de los actos contrarios a las religiones, si el Código de 1973 se inscribía en el marco establecido por los Códigos anteriores al de 1870, el de la democracia militante sigue a este último: mantiene el delito de “escarnio” de “dogmas, creencias, ritos o ceremonias” de una “confesión religiosa”, siempre que tenga como objetivo “ofender los sentimientos” de sus “miembros” (art. 525). Este precepto, además de restringir gravemente la libertad de expresión, es una muestra de los privilegios de que gozan las religiones, por cuanto ninguna otra creencia dispone de protección penal de su ideología ni de su parafernalia. En segundo lugar, el tipo presenta un problema grave de taxatividad, dada la subjetividad de lo que hay que entender por ofensa e intención, y es susceptible de convertir en delictivas numerosas obras literarias y cinematográficas, el grueso de la filosofía contemporánea y el propio método científico. Asimismo, al legislador penal de un Estado que se declara aconfesional no le basta con un artículo que proteja los “sentimientos religiosos” y necesita otro que tipifica como delito un concepto que sólo tiene sentido en las ideologías religiosas: el de “profanación” (art. 524). Debe destacarse que los hechos tipificados en estos dos artículos no implican violencia. Asimismo, el Código Penal de la democracia militante “aconfesional” dedica un artículo específico (el 523) a la protección de “los actos, funciones, ceremonias o manifestaciones de las confesiones religiosas” reconocidas legalmente contra interrupciones, perturbaciones o acciones destinadas a impedir que se lleven a cabo, tanto si los hechos se producen con “violencia, amenaza” o “tumulto” como si se realizan por “vías de hecho”. De entrada, debe criticarse que no se excluyan del precepto las acciones no violentas, crítica extensible a la redacción del apartado cuarto del artículo 514, que castiga el hecho de impedir o perturbar “el legítimo ejercicio de las libertades de reunión o manifestación” de cualquier tipo. Pero es aun más rechazable, desde el punto de vista del principio de igualdad, la concesión de una protección singularizada a las reuniones y manifestaciones de carácter religioso, hasta el extremo de imponer penas más altas a quienes interrumpan, perturben o impidan actos de dicha naturaleza: entre seis meses y seis años de prisión, contra penas de entre tres y seis meses y multa de seis a doce meses, cuando se obstruyen reuniones o manifestaciones no religiosas.
Notas
1) Karl Löwenstein, «Militant democracy and fundamental rights, II», The American Political Science Review, vol. 31, núm. 4, agosto de 1937, pp. 644-655.
(Una versión anterior texto se publicó en la revista Catarsi el 5 de mayo de 2020).
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