Fuente: https://www.lamarea.com/2021/05/28/el-cocido-de-mi-madre/
«La nostalgia, el recuerdo, puede ser una ventanita que nos sirva para ser mejores hoy. Aprovechémosla para honrar a ese crío que una vez fuimos y que nunca, nunca, nunca se unió a los matones que prometían protección», escribe Ignacio Pato.
Tengo unos vecinos que muy habitualmente cocinan falafel. El olor sube por el patio interior y se cuela en casa. Es una sensación muy agradable, no solo por el aroma de los garbanzos hidratados, sino por aquello a lo que me evocan: el paso previo al cocido que hacía mi madre muchos sábados al mediodía.
Por un momento vuelvo a abrir la puerta de casa de mis padres sudando, con mechones negros del flequillo pegados sobre la frente, con una mochililla a la espalda, una sudadera colgando del antebrazo y espinilleras en piernas de cuatro pelos. Vengo de jugar al fútbol en la liga de coles del barrio. Suenan vallenatos, M80 o Juan Pardo. Todavía estoy más cerca de la edad en que le probé un sorbo de cerveza a mi padre y dije que no tomaría semejante asquerosidad jamás que de beberme quince botellines con mis amigos. De eso y de no tener tiempo para nada, de retrasar whatsapps a gente querida porque antes hay que sacar un trabajo precario adelante, de este secuestro mental que es poco más o menos que si te llamo y me lío no voy a poder pagar el alquiler. Nos ha jodido que te quieres sentar a mesa puesta a por ese cocido. Quedarte, de hecho, a vivir un rato más en un recuerdo que proteges cerrando los ojos.
Un ERE es un proceso que no le deseo a nadie. Se trata de un despido colectivo empeorado porque es sostenido en el tiempo, aproximadamente un mes. El espectáculo del sálvese quien pueda y la ficción de normalidad son difícilmente aguantables por cualquier persona honesta o sensible sin experimentar ansiedad, frustración o decepción. Se calla mucho, pero se verbaliza otro tanto. Uno de los comentarios que más me hirió fue uno bienintencionado: “habéis hecho algo mágico”, dijo una superiora –que por supuesto allí se quedaba– sobre un trabajo a día de hoy borrado. El cocido de mi madre tampoco era magia.
Era trabajo no pagado, por mucho que Proust le pusiera literatura. También el suavizante de las sábanas. Trabajo, remunerado pero trabajo, eran los filetes empanados del comedor, el cloro de la piscina y la lejía del instituto. Podemos soñar con viajar al pasado pero la máquina del tiempo también necesita mecánicos y tanto a Adam Smith como a Marx, mientras escribían sobre la mano invisible o la plusvalía, alguien les hacía la cena.
No autoengañarme me parece una de las varias maneras de respetarme. No envidio la vida de renuncia de mi abuela y mis tías abuelas sometidas por ese terrorismo emocional incuantificable que fue la moral católica fascista. De la lumbre al ultramarinos a misa. Ni a mi abuelo dejando de estudiar porque le obligaban, para seguir, a afiliarse al frente de juventudes falangista. Pagándome ilusionado el primer cuatrimestre de matrícula de una carrera universitaria que tenía que abrir tantas puertas. Se me cae el alma al suelo cada vez que tengo que suavizarle una situación que no va del todo bien. Tampoco me generan envidia las vidas de mis padres, a pesar del trabajo, los hijos y la hipoteca. Que eso no vaya a volver me da menos angustia que dejarme llevar y convertirme en alguien que proyecta el propio miedo contra los demás.
No salí de un ERE suspirando por volver a tener la cara llena de churretes de Mikolápiz, sino apuntalando mi convicción de la necesidad de estar sindicados. No quiero vivir en un pueblo maquillando que los fondos buitres me expulsan de la ciudad. No voy a mirar mal a quien corre en el metro porque me transmita agobio, sino a pensar mal del jefe que le obliga a ello. No quiero fronteras cerradas, porque sencillamente no voy a aceptar un marco discriminatorio contra iguales. Han sido y son los movimientos feministas, antirracistas, vecinales, por el derecho a la vivienda o los sindicatos los que se baten el cobre por una estabilidad y seguridad auténtica y radicalmente colectivas.
Se les ha despreciado y reprimido, literalmente, por ello, porque esa es la amenaza hacia arriba y la esperanza aquí abajo. Suya es la osadía propositiva en todo caso, por pasar a la acción por un beneficio común y no quedarse en la enunciación de un lamento sin articular. El valor político del hacer, de nuevo, contra la intuición de rentabilidad personal del lo que nadie se atrevió a decir.
Hacer pie, volver a experimentar ritmos a escala humana, y por supuesto una garantía material de vida son fundamentales si no eres rico o sociópata. La cuenta del banco, los afectos, los minutos, la pantalla, la legitimidad pública, gustar para poder seguir trabajando, la opresión en el pecho, oposiciones a la desesperada, la sobredimensión del poco tiempo de ocio que tenemos para no herirnos de más. Todo es ya, todo es la hostia, todo es increíble, todo es insostenible. Somos casi 50 millones sintiendo algo seguramente muy parecido. Ni el gol de Iniesta.
Me alerta el envoltorio atractivo del repliegue. Ese que suelta palabras grandilocuentes a la vez que va estrechando su comunidad afectiva, su tribu. En otras coordenadas ideológicas se ha hablado, por ejemplo, de PAUers. Quien en un trabajo lo haría todo por su familia, por la casa que tiene que mantener, no tiene por qué ser precisamente sinónimo instantáneo de buen compañero. Quien satisfaga sus vínculos en un radio cada vez más pequeño necesitará menos alianzas humanas fuera.
Ser “de izquierdas” –aunque sea expresión vieja– no es un conjuro nominal que funcione así, con solo decirlo. No te pone en forma tener el carnet del gimnasio. Si hay una “izquierda identitaria” es esa. Por supuesto que es lícito mirar por lo propio, y más cuando las necesidades más básicas no están satisfechas, y claro que el cansancio y el desánimo son dos manchas de aceite cada vez más pringosas, pero que un malestar compartido no se disfrace de millones de refugios íntimos. Temo que sea rentable, a corto plazo, sacar los codos hacia donde no es, temo que los reveses, frustraciones o expectativas defraudadas, en ámbitos del pasional al laboral, nos sirvan de justificación para convertirnos en personas más desconfiadas, esquinadas, reaccionarias. Lo temo porque es fácil confundir fragilidad con desventaja.
Hay una especie de narcisismo en la niñez que encuentro precioso. Todo parece puesto ahí para ti, por primera vez o de la manera más intensa. Descubres sabores que estaban esperándote, casi vanos hasta que llegan a tu boca. Todo parece brillar más, hasta uno mismo. En la novela Rebeldes, que Susan E. Hinton escribió a los 16 años, Johnny Cade le da la vuelta al poema de Robert Frost Nada permanece dorado para pedirle algo a su amigo Ponyboy Curtis: “Stay gold, Ponyboy”. No le está exigiendo que pare el tiempo, sino que conserve esa luz. De la misma manera, la nostalgia, el recuerdo, puede ser una ventanita que nos sirva para ser mejores hoy. Aprovechémosla para honrar a ese crío que una vez fuimos y que nunca, nunca, nunca se unió a los matones que prometían protección. El niño que nunca hizo eso ni cuando el miedo a un mundo incomprensible recorría su espalda.