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Diario íntimo de un preso republicano en una cárcel de Elche: «¡Cuánto se sacrificará la familia para traerle a uno para que coma!»
La Universidad Miguel Hernández publica uno de los pocos diarios que se conserva de un reo, Carlos Campello Díez, durante su estancia en la cárcel Reformatorio de Adultos de Alicante y en la Fábrica número 2 de Elche en la posguerra
Este no es un artículo más sobre las memorias que dejó para la posteridad un destacado combatiente que luchó hasta la muerte por sus ideales dejando atrás su paso tortuoso por las cárceles del enemigo. Esta es la reseña del diario de un preso común, alguien al que podríamos calificar de un tipo cualquiera que defendió, no en el frente, sino en una segunda línea de batalla, los valores democráticos de la II República, que al concluir la Guerra Civil fue detenido, juzgado y condenado a año y medio de cárcel, pena que cumplió en seis prisiones, desde la primera en una plaza de Toros de Teruel hasta la última, una fábrica de Elche. Un relato, en definitiva, de la cotidianidad carcelaria de un padre enamorado de su familia, una hija y su madre, a las cuales invoca en todo momento como motor de esperanza para sentir más cerca su salida.
«¡Cuánto se sacrificará la familia para traerle a uno para que coma! Sufro de pensarlo, pero mira, peor es que se muera uno de tuberculosis», escribía Carlos Campello Díez un 9 de marzo de 1940 en su diario, un documento de 42 páginas de su rutina, desde el 7 de marzo de 1940 hasta el 30 de abril de ese año, y que la cátedra Pedro Ibarra de la Universidad Miguel Hernández (UMH) de Elche acaba de hacer público gracias a la aportación de su hijo Jaume.
El hambre se convierte, desde el principio de su cautiverio narrado, en el principal tormento de este empleado de banca durante la II República al que no dejaron volver a ejercer tras su salida el 28 de junio de 1941. Una escasez de alimentos que llevaba arrastrando desde que fue preso en la plaza de toros de Teruel al poco de acabar la Guerra Civil, donde pasó 22 días. Le siguió la Prisión Militar de Monteolivete, la Cárcel Modelo de Valencia, durante cuatro meses, y el campo de concentración de Portaceli, donde estuvo más de medio año, según él mismo rememora en el texto.
En la prisión Reformatorio de Alicante se sitúa el punto de partida del cuaderno escrito a lápiz de Campello Díez, a quien la Justicia Militar franquista había condenado por luchar en el bando republicano, recuerda ahora Jaume, por ser uno de los encargados de las transmisiones del código Morse en el ejército. En la capital de provincia empieza a cambiar su suerte gracias a su «amada Asunción», a la que no veía desde hacía cinco meses y a quien, en su primera visita, le comenta, como él mismo escribe: «Le digo que he pasado mucha hambre y me dice que me envía una cesta con comida y ropa. Además, me dice también que iré a comer con Baltasar (el marido de la pastelera) un perol de costra. Bueno, esto ya es otra cosa, aquí me quitaré el hambre atrasada…».
Fábrica nº 2 de Elche
Poco después se haría realidad, en menos de una semana, otro de sus anhelos: su traslado a Elche, su ciudad natal, en aquel entonces con 46.684 habitantes registrados. En la prisión Fábrica número 2 –actual colegio de Candalix–, atestada en ese momento con 829 presos, según el padrón municipal al que ha tenido acceso el director de la cátedra, Miguel Ors, Campello experimenta toda una serie de emociones, desde la alegría inicial a la desesperación final al desconocer la fecha de su puesta en libertad:
«Si uno es contento de estar en su pueblo, también es un tormento saberse a un paso de la familia y no poder ir a ellos. Veo las palmeras y parecen decirme: ‘Descansa, ya estás entre nosotras, nosotras te cobijaremos, y cesa ya de sufrir y penar’. ¡Palmerales míos! ¡Qué de recuerdos y añoranzas me traéis! ¡Cuánto os he echado de menos en mis días de cárcel! Aquí, ya me siento más feliz a su sombra», señalaba con aires poéticos.
Su mujer, cuenta, se muestra en todo momento entregada de manera abnegada a un marido al que iba a visitar todos los días ataviada con una cesta de comida y de vez en cuando de ropa limpia. «Me ha traído media docena de pastelitos y me los he comido; me dice que estoy más gordo, y es natural debido a cómo me trata y lo poco que trabajo», apunta el 31 de marzo. El 26 de abril revela que si Asunción no le facilitase comida de fuera, la tendría que comprar en el economato puesto que «el rancho» que les dan en la cárcel «es insuficiente». Esta escasez le lleva en varias ocasiones a compartir su comida con otros presos a los que califica de amigos.
Llega el punto en el que Carlos le pide a su mujer de manera reiterada que deje de enviarle más alimentos, que ya se las apañaría, pero ella no ceja: «Le digo a mi Asunción que se cuide, pues en un mes y pico que llevo aquí la veo más delgada que al principio». En todas las visitas, esta joven pareja de unos 30 años de edad comparte confidencias e ilusiones por un futuro juntos en el cual se ven como «la familia más feliz del mundo» junto a su «nena», José Fina, de unos cinco años y aquejada entonces de un dolor en la pierna que traía de cabeza a sus padres.
Libertad y muerte
El último día de abril de 1940 llegó a su fin el diario de Carlos. Su familia desconoce los motivos, piensan que posiblemente siguió escribiendo hasta su salida de la cárcel el 28 de junio de 1941. Su puesta en libertad estuvo precedida de, al menos, una sanción de la penitenciaría que le dejó sin comida del exterior durante días de semanas de ansiedad y depresión: «Cada día pienso más en lo desgraciado que soy», llegó a plasmar; o de una fina ironía que se va repitiendo como vía de escape: «A día de hoy llevo 348 días entre todos los hoteles», puso, tras haberse quejado de tener que dormir una temporada en el suelo en una celda diminuta en la que solía haber piojos.
Lo que vino a continuación, recuerda su hijo de 74 años, no fue precisamente la vida de ensueño que había imaginado que alcanzaría estando entre rejas. Este ex reo se topó pronto con la represión del franquismo, que le negó «por rojo» su reincorporación a su puesto en el Banco Español de Crédito. Mientras montaba una fábrica de calzado con sus cuñados, nacieron sus otros dos hijos, Jaume y Mari Tere, dos consuelos para tratar de paliar el dolor de la temprana muerte de la pequeña José Fina «por una especie de parálisis que guardaba relación con lo de su pierna», recuerda con dificultad Jaume.
Carlos Campello Díez también se fue pronto de este mundo. Un cáncer de estómago le arrebató la vida en el año 1967, con 57 años. Sus últimas palabras escritas en su diario fueron: «Mañana empezamos mayo, el mes florido y hermoso, el mes que me casé, el mes bonito por excelencia, y será ya el segundo de mayo en la cárcel. ¡Qué me traerá mayo!». Su viuda, Asunción Miralles Amorós, única mujer de cinco hermanos, falleció en 1975, cuando retornaba a España la democracia que habían defendido, de diferente forma, su marido y ella. «Siempre estuvieron bien, fueron dos personas que se quisieron mucho», concluye Jaume.
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