Fuente: https://periodicogatonegro.wordpress.com/2020/07/18/desalojo/
Desde que vivo con la manada ya no sé lo que es “tener el rabo congelado como una estalactita (en invierno) o frito como un pedazo de hierro al rojo vivo (en verano)”, según el cachorro más grande. No lo entiendo bien, pero me gusta que diga eso mientras me acaricia el lomo. Él me rescató de la calle y la más chica me puso un nombre. Nina se llama, y yo, desde que la conozco, Perranegrasuperhérue, aunque me dicen “Negra”, “Negrita” o “Neíta” en el caso de Nina, que todo lo pronuncia diferente al resto de la manada.
Los cachorros y sus padres me hicieron un lugar en su cucha de chapa hacía ya tres veranos. El calor nos abrazaba hasta asfixiarnos. Yo no me daba cuenta si provenía de la cucha o del sol. Nina se acostaba a mi lado, panza abajo en el piso y me acariciaba con la punta de sus garras (bastante blandas, la verdad), clavándome sus ojos vidriosos hasta quedarse dormida.
Pero hoy nada de eso ocurrió. No me despertó ni la voz de la mamá tarareando canciones, ni el tintineo del papá preparando el mate (toman eso aunque hierva el aire). Recién clareaba el día, la manada aún dormía. Un ladrido me espabiló. Entonces pude sentirlos: unos ruidos como huecos nos rodeaban. Eran pies. Muchos, y pisaban con suavidad. Me sumé a los ladridos yo también, y así hicieron muchos otros. Un olor espeso se me pegó al paladar. Las humanas de todas las manadas empezaron a aullar, incluyendo la mía. Así amanecimos.
El humo se metía por todas partes, adentro mío pero también adentro de la cucha. Vi pasar al papá con el cachorro más grande cargado en su hombro y tosiendo como si el humo le estuviera estrujando el cuello. Corrió hacia la calle y el grito de la mamá atravesó como una navaja mis oídos: “¡Nina!”. Corrí, cabeceando contra el humo, hasta la otra habitación: la chapa del techo estaba encima del colchón de Nina y la mamá la empujaba con todas sus fuerzas hacia arriba. Gruñía y lloraba a la vez. En cuanto pudo levantarla un poco, vi el brazo de Nina colgando, con todos los dedos tiesos. La agarré con mis dientes como se debe hacer con cualquier cachorra y la saqué del colchón. La mamá se puso en cuatro patas, como yo, y cargó a Nina en su espalda. Nos arrastramos hacia la calle. El humo y lo negro que desprendía, me empujaban la garganta. Entonces ya no pude mantener mis ojos abiertos ni mis patas erguidas.
Cuando desperté, el cachorro más grande me tenía entre sus brazos y lloraba. Pobrecito. Le lamí la cara porque no podía verlo así. Me soltó y gritó “¡Negrita!” y después me acarició, sin dejar de llorar. El papá vino corriendo y me acarició también. Le caían lágrimas y permanecía en silencio, tenía la mirada como perdida. Vi que el terreno donde estaban las cuchas (no solo la nuestra) estaba totalmente quemado, y las otras manadas lloraban y se abrazaban mientras veían flamear lo que quedaba de humo.
Tuve miedo. Sólo podía oler lo gris que iba arremolinando la brisa nocturna. ¿Dónde estaba Nina?
“¡Neíta!”. Escucharla y correr hacia su voz fue cosa de un segundo. Nina me extendía los brazos, toda manchada de negro, igual que la mamá, que le sostenía una manta por la espalda. Empecé a lamer a la cachorra desesperadamente, tenía que limpiarla antes de que fuera tarde. Sus garritas me apretaron los pelos y la mamá nos abrazó a las dos. En ese momento volví a sentir el olor de Nina. Lo respiraba a grandes bocanadas, como limpiándome yo también.
Pero entonces empecé a oír más profundo y se me erizaron todos los pelos. Me solté de golpe. Eran los mismos ruidos huecos de esa madrugada, estaban otra vez ahí, por todas partes.
Los vi, vi sus botas negras y sus cuerpos angulosos llenos de armaduras y con palitos colgando de los costados. Algunos permanecían en grupo charlando como si no hubiera pasado nada, y otros les hacían preguntas a las personas de las manadas y anotaban cosas mientras ellas lloraban.
Esas eran las mismas botas que unas semanas atrás habían irrumpido también en la madrugada, tanto en nuestra cucha como en las otras, en todas las que ahora estaban quemadas. Habían roto los muebles y los platos, habían golpeado al cachorro grande. Se habían reído como hienas.
Cuando me di cuenta de que eran ellos, quise arrancarles las armaduras y escarbar adentro, para saber de qué estaban hechos. Mi gruñido comenzó a retumbar. Perros y perras de otras manadas se pusieron a mi lado y se sumaron al gruñido. Mientras nos alineábamos, intercambiábamos miradas cómplices: reconocíamos nuestras voces de esa misma mañana.
La gente de las manadas entendió. La mamá llamó al cachorro grande y le dijo que se fuera a un lugar y cuidara a Nina. Otras la imitaron.
Nosotras gruñíamos al unísono, preparándonos para atacar. Los bichos de las botas y las armaduras empezaron a retroceder, rectos, como erizados del miedo, mientras sacaban sus palitos.
La mamá juntó algunas piedras del piso y se alineó atrás nuestro. No fue la única. “¡Ellos provocaron el incendio!”, rugió. Era la señal que esperábamos.
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