Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2022/06/04/definicion-de-la-modernidad-por-bolivar-echeverria/ JUNIO 4, 2022
DEFINICIÓN DE LA MODERNIDAD por Bolívar Echeverría
[Transcripción de la exposición del autor en la primera sesión del seminario La modernidad: versiones y dimensiones, 7 de febrero de 2005; en Contrahistorias, n.° 11, agosto de 2008.]
*
La novedad de lo moderno
Considero que podríamos partir de lo que es más evidente: la modernidad es la característica determinante de un conjunto de comportamientos que aparecen desde hace ya varios siglos por todas partes en la vida social y que el entendimiento común reconoce como discontinuos e incluso contrapuestos –ésa es su percepción– a la constitución tradicional de esa vida, comportamientos a los que precisamente llama “modernos”. Se trata además de un conjunto de comportamientos que estaría en proceso de sustituir esa constitución tradicional, después de ponerla en evidencia como obsoleta, es decir, como inconsistente e ineficaz. Puede ser vista también, desde otro ángulo, como un conjunto de hechos objetivos que resultan tajantemente incompatibles con la configuración establecida del mundo de la vida y que se afirman como innovaciones substanciales llamadas a satisfacer una necesidad de transformación surgida en el propio seno de ese mundo.
Tomados así, como un conjunto en el que todos ellos se complementan y fortalecen entre sí, ya de entrada estos fenómenos modernos presentan su modernidad como una tendencia civilizatoria dotada de un nuevo principio unitario de coherencia o estructuración de la vida social civilizada y del mundo correspondiente a esa vida, de una nueva “lógica” que se encontraría en proceso de sustituir al principio organizador ancestral, al que ella designa como “tradicional”.
Para precisar un poco más el asunto voy a mencionar al azar tres fenómenos en los que se manifiesta esta característica de lo moderno o en los que se muestra en acción esta “lógica” nueva, moderna.
Quisiera mencionar primera el fenómeno moderno que es tal vez el principal de todos ellos: me refiero al aparecimiento de una confianza práctica en la “dimensión” puramente “física” –es decir, no “metafísica”– de la capacidad técnica del ser humano; la confianza en la técnica basada en el uso de una razón que se protege del delirio mediante un autocontrol de consistencia matemática, y que atiende así de manera preferente o exclusiva al funcionamiento profano o no sagrado de la naturaleza y el mundo. Lo central en este primer fenómeno moderno está en la confianza, que se presenta en el comportamiento cotidiano, en la capacidad del ser humano de aproximarse o enfrentarse a la naturaleza en términos puramente mundanos y de alcanzar, mediante una acción programada y calculada a partir del conocimiento matematizado de la misma, efectos más favorables para él que los que podía garantizar la aproximación tradicional a lo otro, que era una aproximación de orden mágico. En la confianza en una técnica eficientista inmediata (“terrenal”), desentendida de cualquier implicación mediata (“celestial”) que no sea inteligible en términos de una causalidad racional-matemática.
Se trata de una confianza que se amplía y complementa con otros fenómenos igualmente modernos, como sería, por ejemplo, la experiencia “progresista” de la temporalidad de la vida y el mundo; la convicción empírica de que el ser humano, que estaría sobre la tierra para dominar sobre ella, ejerce su capacidad conquistadora de manera creciente, aumentando y extendiendo su dominio con el tiempo, siguiendo una línea temporal recta y ascendente que es la línea del progreso. Una versión espacial o geográfica de este progresismo está dada por otro fenómeno moderno que consiste en lo que puede llamarse la determinación citadina del lugar propio de lo humano. De acuerdo con esta práctica, ese lugar habría dejado de ser el campo, el orbe rural, y habría pasado a concentrarse justamente en el sitio del progreso técnico; allí donde se asienta, se desarrolla y se aprovecha de manera mercantil la aplicación técnica de la razón matematizante.
Como se ve, estamos ante una confianza práctica nueva que se impone sobre la confianza técnica ancestral –a la que se contrapone– en la capacidad mágica del ser humano de provocar la intervención en su vida de fuerzas sobrenaturales benévolas, de dar lugar a la acción favorable de los dioses o incluso, ya en última instancia, del propio Creador.
Este fenómeno moderno central implica un ateísmo en el plano del discurso reflexivo, el descreimiento en instancias metafísicas mágicas; trae consigo todo aquello que conocemos de la literatura sobre la modernidad acerca de la “muerte de Dios”, del “desencantamiento” (Entzauberung) del mundo, según Max Weber, o de la “desdeificación” (Entgotterung), según Heidegger. Es un fenómeno que consiste en una sustitución radical de la fuente del saber humano. La sabiduría revelada es dejada de lado en calidad de “superstición” y en lugar de ella aparece como sabiduría aquello de lo que es capaz de enterarnos la razón que matematiza la naturaleza, el “mundo físico”. Por sobre la confianza práctica en la temporalidad cíclica del “eterno retorno” aparece entonces esta nueva confianza, que consiste en contar con que la vida humana y su historia están lanzadas hacia arriba y hacia delante, en el sentido del mejoramiento que viene con el tiempo. Y aparece también el adiós a la vida agrícola como la vicia auténtica del ser humano –con su promesa de paraísos tolstoianos–, la consigna de que “el aire de la ciudad libera”, el elogio de la vida en la Gran Ciudad.
Un segundo fenómeno mayor que se puede mencionar como típicamente moderno tiene que ver con algo que podría llamarse la “secularización de lo político” o el “materialismo político”, es decir, el hecho de que en la vida social aparece una primacía de la “política económica” sobre todo otro tipo de “políticas” que uno pueda imaginar o, puesto en otros términos, la primacía de la “sociedad civil» o “burguesa” en la definición de los asuntos del Estado. Esto es lo moderno; es algo nuevo que rompe con el pasado, puesto que se impone sobre la tradición del “espiritualismo” político, es decir, sobre una práctica de lo político en la que lo fundamental es lo religioso o en la que lo político tiene primaria y fundamentalmente que ver con lo cultural, es decir, con la reproducción identitaria de la sociedad. El materialismo político, la secularización de la política, implicaría entonces la conversión de la institución estatal en una “supraestructura” de esa “base burguesa” o “material” en que la sociedad funciona como una lucha de propietarios privados por defender cada uno los intereses de sus respectivas empresas económicas. Esto es lo determinante en la vida del Estado moderno; lo otro, el aspecto más bien comunitario, cultural, de reproducción de la identidad colectiva, pasa a un segundo plano.
Pensemos ahora, en tercer lugar, en el individualismo, en el comportamiento social práctico que presupone que el átomo de la realidad humana es el individuo singular. Se trata de un fenómeno característicamente moderno que implica, por ejemplo, el igualitarismo, la convicción de que ninguna persona es superior o inferior a otra; que implica también el recurso al contrato, primero privado y después público, como la esencia de cualquier relación que se establezca entre los individuos singulares o colectivos; que implica finalmente la convicción democrática de que, si es necesario un gobierno republicano, éste tiene que ser una gestión consentida y decidida por todos los iguales. Es un fenómeno moderno que se encuentra siempre en proceso de imponerse sobre la tradición ancestral del comunitarismo, es decir, sobre la convicción de que el átomo de la sociedad no es el individuo singular sino un conjunto de individuos, un individuo colectivo, una comunidad, por mínima que ésta sea: una familia, por ejemplo; siempre en proceso de eliminar la diferenciación jerarquizante que se genera espontáneamente entre los individuos que componen una comunidad; de desconocer la adjudicación, que se hace en estas sociedades tradicionales pre-modernas, de compromisos sociales innatos al individuo singular y que lo trascienden. El individualismo se contrapone a todo esto: al autoritarismo natural que está en la vida pública tradicional, a que haya una jerarquía social natural, al hecho de que los viejos o los sabios, por ejemplo, tengan mayor valía en ciertos aspectos que los jóvenes, o bien de que los señores, los dueños de la tierra, sean más importantes o tengan más capacidad de decisión que los demás ciudadanos. El individualismo es así uno de los fenómenos modernos mayores; introduce una forma inédita de practicar la oposición entre individualidad singular e individualidad colectiva.
Éstos son tres ejemplos de ese conjunto de fenómenos modernos cuya modernidad consiste en afirmarse a sí mismos como radicalmente discontinuos respecto de una estructura tradicional del mundo social y como “llamados” a vencerla y a sustituirla.
En referencia a esos fenómenos quisiera llamar la atención brevemente sobre dos datos peculiares que ilustran el carácter problemático de esta presencia efectiva de la modernidad como una discontinuidad radicalmente innovadora respecto de la tradición.
Lo primero que habría que advertir sobre la modernidad como principio estructurador de la modernización “realmente existente” de la vida humana es que se trata de una modalidad civilizatoria que domina en términos reales sobre otros principios estructuradores no modernos o pre-modernos con los que se topa, pero que está lejos de haberlos anulado, enterrado y sustituido; es decir, la modernidad se presenta como un intento que está siempre en trance de vencer sobre ellos, pero como un intento que no llega a cumplirse plenamente, que debe mantenerse en cuanto tal y que tiene por tanto que coexistir con las estructuraciones tradicionales de ese mundo social. En este sentido, más que en el de Habermas, sí puede decirse que la modernidad que conocemos hasta ahora es “un proyecto inacabado”, siempre incompleto; es como si algo en ella la incapacitara para ser lo que pretende ser: una alternativa civilizatoria “superior” a la ancestral o tradicional. Este es un primer dato peculiar que a mi parecer hay que tener en cuenta en lo que toca a estos fenómenos modernos y su modernidad.
Lo segundo que llama la atención, desde mi punto de vista, es que la modernidad establecida es siempre ambigua y se manifiesta siempre de manera ambivalente respecto de la búsqueda que hacen los individuos sociales de una mejor disposición de satisfactores y de una mayor libertad de acción. Es decir, la modernidad que existe de hecho es siempre positiva, pero es al mismo tiempo siempre negativa. En efecto, si la modernidad se presenta como una ruptura o discontinuidad necesaria frente a lo tradicional es sin duda porque permite a los individuos singulares la disposición de mayor y mejor cantidad de satisfactores y el disfrute de una mayor libertad de acción. Ahora bien, lo interesante está en que la experiencia de esta “superioridad” resulta ser una experiencia ambivalente, puesto que si bien es positiva respecto de estas dos necesidades a las que pretende estar respondiendo, resulta al mismo tiempo negativa en lo que toca a la calidad de esos satisfactores y de esa libertad: algo de lo viejo, alguna dimensión, algún sentido de lo ancestral y tradicional queda siempre como insuperable, como preferible en comparación con lo moderno. La ambigüedad y la ambivalencia de los fenómenos modernos y su modernidad son datos que no deberían dejarse de lado en el examen de los mismos.
.
La modernidad y el “desafío” de la “neotécnica”
Quisiera pasar ahora a un segundo punto en estas reflexiones sobre el concepto de modernidad. Tal vez lo más conveniente para describir en qué consiste la modernidad sea relatar de dónde proviene, cuál es su origen, cuál es su base o fundamento, es decir, datar aunque sea de una manera general y aproximada su aparecimiento histórico. Tal vez así pueda percibirse o definirse mejor en qué consiste la modernidad de estos fenómenos modernos.
Hay que decir, en primer lugar, que en la historia del tratamiento de la modernidad se ha detectado una buena cantidad de fenómenos que pueden llamarse “temprano-modernos” o proto-modernos en épocas muy anteriores al siglo XIX, el “siglo moderno” por antonomasia. Y esto no sólo en los tiempos en los que suele ubicarse el inicio histórico de la modernidad, entre el siglo XV y el XVI. En el Renacimiento, según unos, con el surgimiento del “hombre nuevo” –respecto del “viejo” ser humano de la época medieval–, de ese hombre burgués que cree poder “hacerse a sí mismo” saliendo de la nada, reconquistar premeditadamente la densidad cualitativa de una identidad humana concreta que había sido sacrificada por los evangelizadores de Europa y su cristianismo radical, despreciativo del “mundo terrenal” y sus cualidades. Otros ven coincidir este aparecimiento de la modernidad con el descubrimiento de América, puesto que sería a partir de él qué el mundo deja de ser un universo cerrado y se abre hacia las fronteras infinitas, como dice Koyré. Hay quienes ubican ese comienzo mucho más acá en la historia y sostienen que la modernidad comienza verdaderamente con la Revolución industrial del siglo XVIII y que corresponde propiamente al siglo XIX, a la consolidación de la Gran Ciudad que tiene lugar entonces. Pero –y esto es sumamente interesante– hay también autores, como Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración, que llegan incluso a detectar una modernidad en ciernes ya en la época antigua de Occidente, subrayando así el carácter occidental de la modernidad en general. Se habla por ejemplo ele la presencia, dentro de la tradición que arranca de la mitología griega, de una figura como Prometeo, el titán que entrega el fuego a los hombres, que rompe el dominio monopólico ancestral de la casta sacerdotal sobre este medio de producción y la administración de su uso, “despertando así en el corazón de los mortales la esperanza” de que “las cosas cambien”, la miseria se mitigue; de que el tiempo deje de ser el tiempo siempre repetidor, cíclico, del “eterno retorno”. Al abrir nuevas posibilidades de uso para el fuego, Prometeo despierta la idea de una temporalidad ejue deja de ser cerrada y se abre hacia el futuro, inaugurando así un elemento esencial de los fenómenos modernos y ele su modernidad. O bien se destaca, como lo hacen Horkheimer y Adorno, la protomodernidad de una figura homérica como Odiseo, el héroe que hace ya un uso distanciado o “ilustrado” de la mitología arcaica y que es capaz de desdoblar su yo y ser un sujeto que dispone de sí mismo como objeto; que puede hablar consigo mismo de sí mismo como si fuera con otro y de otro, y de manipular de esta manera el momento conquistador de la naturaleza que hay en la renuncia (“Entsagung”) o posposición productivista del placer, en el autosacrificio de los individuos singulares. Para ellos, en el personaje Odiseo estaría ya el primer esbozo de un nuevo tipo de ser humano, un proto-burgués, un individuo identificable ya como moderno.
Otros más hablan de la tejné griega que se autopresenta míticamente en la figura de Dédalo, el artífice, el inventor por excelencia, el que, por ejemplo, entre tantas otras cosas, se ingenia un simulacro de vaca para que la reina Pasifae pueda engañar a la naturaleza y gozar del toro maravilloso regalado por Neptuno a Minos, su marido; el que sugiere el hilo guía para que Ariadna y Teseo escapen del laberinto después de matar al Minotauro; el que confecciona un par de alas, con la eficacia de las de un pájaro, para huir, volando por los aires, de la isla de Minos convertida en prisión. Es también el artista que rompe con el hieratismo canónico en las formas plásticas al hacer visible en ellas su causa eficiente. Con la figura de Dédalo aparece el primer hombre netamente “técnico”, el que se propone, inventa, calcula y diseña nuevos instrumentos imitando desde la perspectiva humana y para las dimensiones de lo humano la eficacia del comportamiento de la naturaleza. Conectada íntimamente con la figura ele Dédalo está, en el relato mítico, la de Teseo, el héroe fundador para los griegos atenienses –asesino involuntario de Egeo, su padre, el rey sagrado, y vencedor de Minos, garante de esa sacralidad a cambio de sangre de jóvenes griegos–; el descubridor de la legitimidad profana del poder político; el instaurador de la soberanía y autonomía de la polis por encima de la soberanía tradicional y divina de los reyes. En fin, no faltan indicios fascinantes que apuntan al hecho de que la modernidad de los fenómenos modernos se muestra ya en destellos en la época de los griegos.
Sin desechar los planteamientos anteriores, me parece, sin embargo, que resulta más explicativo de la modernidad reconocer su origen y fundamento en un momento histórico diferente, muy posterior al del aparecimiento de los fenómenos de la protomodernidad griega. Me refiero a un momento en la historia de la técnica que se ubicaría alrededor del siglo X de nuestra era y que ha sido puesto de relieve por Lewis Mumford en su obra Técnica y civilización, siguiendo la tradición de Patrick Geddes y en concordancia con Marc Bloch, Fernand Braudel y otros estudiosos de la tecnología medieval, como Lynn White, por ejemplo. Dicho entre paréntesis, sería ese momento histórico que queda presupuesto en el ensayo de W. Benjamin sobre la nueva obra de arte, cuando habla de una “segunda técnica” o una “técnica lúdica”. Se trata del momento histórico de una «revolución tecnológica», como le llaman estos autores, que se esboza ya en torno a ese siglo X, durante lo que Mumford llama la “fase eotécnica” en la historia de la técnica moderna, anterior a las fases “paleo-técnica” y “neo-técnica” reconocidas por su maestro Geddes. Una revolución tecnológica que sería tan radical, tan fuerte y decisiva –dado que alcanza a penetrar hasta las mismas fuentes de energía y la propia consistencia material (físico-química) del campo instrumental– que podría equipararse a la llamada “revolución neolítica”. Se trata de un giro radical que implica reubicar la clave de la productividad del trabajo humano, situarla en la capacidad de decidir sobre la introducción de nuevos medios de producción, de promover la transformación de la estructura técnica del aparataje instrumental. Con este giro, el secreto de la productividad del trabajo humano va a dejar de residir, como venía sucediendo en toda la era neolítica, en el descubrimiento fortuito o espontáneo de nuevos instrumentos copiados de la naturaleza y en el uso de los mismos, y va a comenzar a residir en la capacidad de emprender premeditadamente la invención de esos instrumentos nuevos y de las correspondientes nuevas técnicas de producción. Este sería entonces el momento de la revolución de la “eotécnica”, la “edad auroral” –dice Mumford– de la técnica moderna.
Lo principal de este recentramiento tecnológico está, desde mi punto de vista, en que con él se inaugura la posibilidad de que la sociedad humana pueda construir su vida civilizada sobre una base por completo diferente de interacción entre lo humano y lo natural, sobre una interacción que parte ele una escasez sólo relativa de la riqueza natural, y no como debieron hacerlo tradicionalmente las sociedades arcaicas, sobre una interacción que se movía en medio de la escasez absoluta de la riqueza natural o de la reticencia absoluta de la naturaleza ante el escándalo que traía consigo la humanización de la animalidad. A diferencia ele la construcción arcaica de la vida civilizada, en la que prevalecía la necesidad de tratar a la naturaleza –lo otro, lo extrahumano– como a un enemigo amenazante al que hay que vencer y dominar, esa construcción puede ahora, basada en esta nueva técnica, tratarla más bien como a un contrincante/colaborador, comprometido en un enriquecimiento mutuo. La conversión narcisista que defiende la “mismidad” amenazada del ser humano mediante la conversión de lo otro amenazante, la “Naturaleza”, en un puro objeto que sólo existe para servir de espejo a la autoproyección del Hombre como sujeto puro se volvería innecesaria en el momento mismo en que esa amenaza deja de existir para el ser humano gracias a la revolución tecnológica iniciada en el momento “eotécnico” de la historia tecnológica al que hace referencia Mumford.
A mi ver, con esa revolución de la neotécnica que se iniciaría en el siglo X aparece por primera vez en la historia la posibilidad de que la interacción del ser humano y lo otro no esté dirigida a la eliminación de uno de los dos sino a la colaboración entre ambos para inventar o crear precisamente dentro de lo otro formas hasta entonces inexistentes en él. La posibilidad de que el trabajo humano no se autodiseñe como un arma para dominar a la natui’aleza en el propio cuerpo humano y en la realidad exterior, de que la sujetidad humana no implique la anulación de la sujetidad –inevitablemente misteriosa– de lo otro.
El tránsito a la neotécnica implica la “muerte del Dios numinoso”, el posibilitador de la técnica mágica o neolítica; muerte que viene a sumarse a la “agonía” del “Dios religioso”, el protector de la comunidad política ancestral, una agonía que venía aconteciendo al menos por dos mil años con la mercantificación creciente de la vida social, es decir, con el sometimiento de las comunidades humanas a la capacidad de la “mano invisible del mercado” de conducir sus asuntos terrenales.
En una primera definición aproximada se podría decir qüe la modernidad consiste en la respuesta o re-acción aquiescente y constructiva de la vida civilizada al desafío que aparece en la historia de las fuerzas productivas con la revolución neotécnica gestada en los tiempos medievales. Sería el intento que la vida civilizada hace de integrar y así promover esa neotécnica (la “técnica segunda” o “lúdica” presupuesta por W. Benjamin) lo mismo en su propio funcionamiento que en la reproducción del mundo que ha levantado para ello. La modernidad sería esta respuesta positiva de la vida civilizada a un hecho antes desconocido que la práctica productiva reconoce cuando “percibe” en la práctica que la clave de la productividad del trabajo humano ha dejado de estar en el mejoramiento o uso inventivo de la tecnología heredada y ha pasado a centrarse en la invención de nuevas tecnologías; es decir, no en el perfeccionamiento casual de los mismos instrumentos sino en la introducción planificada de instrumentos nuevos. Cuando Dédalo reaparece, pero ya no como la figura esporádica de una excepción en el ámbito del trabajo y las artes, sino como la figura de la condición misma de su realización plena.
Se puede decir entonces que la modernidad no es la característica de un mundo civilizado que se encuentre ya reconstituido en concordancia con la revolución tecnológica post-neolítica, sino la de una civilización que se encuentra comprometida en un contradictorio, largo y difícil proceso de reconstitución; un proceso histórico de “muy larga duración” –usando un término de Braudel– que de ninguna manera tiene asegurado el cumplimiento de su meta. Ya desde el primer siglo del segundo milenio se gesta y comienza a prevalecer algo que –exagerando la fórmula de Freud– podríamos llamar “un malestar en la civilización”, una Stimmung o “estado de ánimo” que parece caracterizar a toda la vida civilizada del Occidente europeo. Un “malestar” que la afecta primero débilmente, pero después, a partir del siglo XVI o del siglo XVIII, de manera cada vez más aguda, hasta convertirse desde finales del siglo XIX en un horizonte anímico verdaderamente determinante de la experiencia cotidiana. Y es que la experiencia práctica que se expresa en este “malestar” es la de una forma social o una estructura institucional que se reproduce tradicionalmente porque sigue siendo indispensable para la vida, pero cuyo contenido se enrarece crecientemente, convirtiéndola en una especie de simple simulacro o imitación de lo que ella misma fue en el pasado. Tal sería el caso, por ejemplo, del cristianismo, un rasgo esencial de la civilización occidental pre-capitalista al que el Occidente moderno recurrió en sus primeros pasos –y al que sigue recurriendo hasta nuestros días, aunque sea en una versión ya caricaturesca– para ocultar, tras su enraizamiento en los usos y costumbres tradicionales, el hecho de que la “escasez absoluta” de la que él parte para justificar su moral ha dejado de ser “natural” con la neotécnica y se ha vuelto artificial, reproducida solamente para efectos de la acumulación capitalista. Este “malestar en la civilización” consiste en la experiencia práctica de que sin las formas tradicionales no se puede llevar una vida civilizada, pero que ellas mismas se han vaciado de contenido, han pasado a ser una mera cáscara hueca.
El contenido de la forma social consiste en la necesidad de la comunidad, transmitida a todos los miembros singulares de ella, de contribuir con el sacrificio de una parte de sí mismos a la lucha colectiva por afirmar la mismidad de la comunidad en el enfrentamiento a lo otro, a la naturaleza (y a los otros, los “naturales”). Las formas sociales no son otra cosa que órganos o medios de sublimación de un autosacrificio, de una represión productivista que en principio ha perdido ya su razón de ser.
Para precisar la idea de esta relación entre la forma y el contenido de las realidades institucionales tradicionales resulta útil observar, por ejemplo, aunque sea de paso, lo que se festeja actualmente en las ceremonias nupciales. En estas ceremonias se festeja el sacrificio que la comunidad social hace del polimorfismo sexual de sus individuos singulares, la forma que adopta la represión de la libertad de identificación sexual; un sacrificio que, siendo necesario sólo en las condiciones arcaicas de la construcción social, es aún consagrado y encomiado por ellas en los tiempos modernos como naturalmente necesario e incluso como deseable por parte de todos los que se van a someter a él. Por ejemplo, la condena impuesta sobre el varón de guerrear y producir “como hombre” o la condena impuesta sobre la hembra, de procrear y administrar la casa “como mujer”, esta doble condena que excluye (y castiga) otras opciones de identificación sexual o “de gender” sería el contenido de la forma institucional del matrimonio, una forma que presenta la pérdida ontológica de esos varones y hembras “proto-humanos”, de esos jóvenes de identidad sexual indecisa, como si fuera el ascenso a la “plena humanidad”, a esa humanidad que habría sido creada por Dios para ser sexualmente bipartita. El matrimonio como fundación de la familia, que es el átomo de las sociedades tradicionales, es una forma institucional del apareamiento humano que debe disimular el vaciamiento de su contenido en los tiempos modernos, lo deleznable que se vuelve cada vez más la necesidad de sacrificar el polimorfismo sexual, y que se ayuda para ese disimulo precisamente con el festejo de esa necesidad en la ceremonia nupcial. La experiencia del carácter insostenible y al mismo tiempo indispensable que adquieren las formas arcaicas del apareamiento humano en los tiempos modernos es sólo un ejemplo de ese ya casi milenario “malestar en la civilización”.
El “malestar en la civilización” muestra que la necesidad del sacrificio, sin haber desaparecido como correspondería a una vicia propiamente moderna, sí se ha debilitado; que la forma civilizatoria ancestral, aunque no esté aún deslegitimada plenamente, se ha vuelto ya profundamente cuestionable. Sugiere que la modernidad efectiva o realmente existente no acaba de aceptar o simplemente no puede aceptar su propia base, es decir, no termina de integrar la neotécnica –la “técnica segunda” o “lúdica”–, con los efectos de abundancia y emancipación que ello traería consigo; que no acaba de afirmarse plenamente sobre ella en lugar de seguir sustentándose sobre la técnica arcaica, neolítica o de conquista de la naturaleza. De esta inconsistencia de la modernidad realmente existente –obstaculizar la tendencia de aquello que la despertó– saldría precisamente la capacidad de supervivencia que tienen las formas sociales arcaicas o tradicionales.
.
La modernidad, el capitalismo y Europa
Pienso que si se quiere encontrar una explicación de esta inconsistencia de la modernidad históricamente establecida, hay que buscarla en la zona ele encuentro de la modernidad con el capitalismo. Para ello creo que es importante tener en cuenta una distinción que se remonta a la filosofía de Aristóteles y que nos permite hablar de una “modernidad potencial” o esencial, opuesta a la modernidad efectiva o realmente existente, a la que tanto mencionamos. Se podría decir que el aparecimiento de la neotécnica, de esta revolución tecnológica que arranca del siglo X, trae consigo algo así como un “desafío” que es echado sobre la vida civilizada, el desafío de hacer algo con ella: de rechazarla de plano o de aceptarla, promoverla e integrarla dentro de su propia realización, sometiéndose así a las alteraciones que ello introduciría en el proyecto civilizatorio que la anima en cada caso concreto.
Que en efecto se trata de un desafío se comprueba por el sinnúmero de transformaciones en el proceso de trabajo que se registran en esa época a todo lo ancho del planeta y que parecerían ser distintas reacciones que se dan en la vida civilizada a la transformación técnica espontánea de las fuerzas productivas. Los historiadores de la técnica relatan que son muchas las civilizaciones, en Oriente primero y después también en Occidente, que van a responder al desafío de la neotécnica, que van a actualizar la esencia de la modernidad, a hacer de ésta una modernidad realmente existente, y ello de maneras muy diferentes. Hay sin embargo, entre todas ellas, una que se concentra en el aspecto cuantitativo de la nueva productividad que la neotécnica otorga al proceso de trabajo humano y que será por esta razón la que promueva esa neotécnica de manera más abstracta y universalista, más distinguible y “exportable”, más evidente en el plano económico y más exitosa en términos histórico-pragmáticos. Será precisamente este “éxito histórico” de la respuesta occidental el que hará del Occidente romano cristiano un Occidente ya propiamente europeo y capitalista. Lugar de origen y centro de irradiación de la modernidad capitalista, la Europa “histórica” se identifica con lo moderno y lo capitalista; no hay que olvidar, sin embargo, que, aparte de ella, ha habido y hay otras Europas “perdedoras”, minoritarias, clandestinas o incluso inconscientes, dispuestas a intentar otras actualizaciones de lo moderno.
Ahora bien, la clave de este éxito de la respuesta productivista abstracta del Occidente cristiano al desafío de la neotécnica está –siguiendo el planteamiento de Fernand Braudel– en el encuentro fortuito de dos hechos de diferente orden, que se da en Europa y no en otros lugares del planeta. El primero es el de las dimensiones reducidas del mundo civilizado dentro del que se experimenta en la práctica la presencia de la revolución neotécnica; las dimensiones del “pequeño continente europeo”, como lo llama Braudel, facilitan la interconexión de los brotes de neotécnica que aparecen, en un espacio geográfico “manejable”. Se trata además de un escenario práctico dinamizado –como dice el mismo Braudel– por una “dialéctica” muy peculiar, la “dialéctica norte-sur” –“de amor-odio”– entre la Europa mediterránea y la del Mar del Norte.
La aceptación del reto neotécnico por parte del Occidente romano cristiano a partir de este movimiento que unifica los medios de producción del “pequeño continente europeo” mediante la peculiar dinámica de la “dialéctica norte-sur” contribuye determinantemente a que ella resulte más efectiva o más prometedora en el plano pragmático.
El otro hecho que converge fortuitamente en la explicación del éxito histórico pragmático de la respuesta occidental al impacto de la neotécnica sería la presencia ya considerable para entonces del comportamiento capitalista en su economía mercantil. De acuerdo no sólo a Braudel sino sobre todo a Marx, cuando habla de las “formas antediluvianas del capital”, el comportamiento capitalista existe ya en el orbe mediterráneo desde la época homérica. Ya desde entonces el capitalismo se encuentra determinando, si se quiere sólo desde afuera, desde el comercio y la usura, el proceso de producción y consumo de las sociedades europeas, imponiendo su impronta en ellas, convirtiéndolas a una fe productivista que ellas no conocían.
Así, pues, la coincidencia de estas dos cosas, la dinámica automotivada de unas fuerzas productivas de dimensiones relativamente menores y por ello fáciles de interconectar, por un lado, y la acción ya determinante del capitalismo primitivo en la economía mercantil, por otro, daría razón de que la re-acción del Occidente romano cristiano al aparecimiento de la neotécnica haya llegado a ser la actualización de la modernidad que encontró las mayores posibilidades de desarrollo en términos pragmáticos.
En Occidente, la neotécnica es convertida en la base de aquel incremento excepcional de la productividad de una empresa privada que lleva a la consecución de una ganancia extraordinaria, un tipo de ganancia que, como lo explica Marx en su Crítica de la Economía Política, es la meta pragmática más inmediata de la economía lo mismo mercantil que mercantil capitalista. Y aunque el empresario privado no dispone de una visión de conjunto de la economía, sí introduce innovaciones técnicas en su proceso de trabajo (y las mantiene en secreto el mayor tiempo posible) porque sabe que en la práctica ello le garantiza lograr una ganancia superior a la que obtienen normalmente los otros empresarios –“capitalistas” o no– con los que compite. La neotécnica es percibida así desde una perspectiva en la que ella no es otra cosa que el secreto de la consecución de una ganancia extraordinaria, la clave de un triunfo en la competencia mercantil que sólo podrá ser superado por un nuevo uso de esa misma clave.
Es importante subrayar que a partir de este peculiar empleo de la neotécnica se desata un proceso en el que ella, de un lado, y la economía capitalista, de otro, entran en una simbiosis de consecuencias epocales, simbiosis que alcanzará su nivel óptimo apenas a partir de la Revolución industrial del siglo XVIII. Se trata de una simbiosis que se venía ajustando durante un largo tiempo, madurando su organicidad, hasta que, al fin, en el siglo XVIII, se configuró como esa característica definitoria del modo de producción capitalista descrita por Marx como la “subsunción real del proceso de trabajo bajo el proceso de autovalorización del valor”. La modernidad, esta respuesta autorrevolucionaria que la civilización milenaria da al desafío que le lanza el aparecimiento de la neotécnica, queda de esta manera atada en Occidente al método con el que allí se formuló esa respuesta. Queda atada al órgano del que se sirvió para potenciar exitosamente el aspecto multiplicador de la neotécnica, queda confundida con el capitalismo. El capitalismo se transforma en un “servo padroné” de la modernidad; invitado por ella a ser su instrumento de respuesta al revolucionamiento de la neotécnica, se convierte en su amo, en el señor de la modernidad. Se puede decir entonces que, a partir de ese siglo, la modernidad “realmente existente”, primero en Europa “y después en el mundo entero”, es una actualización de la esencia de la modernidad a la que está justificado llamar “modernidad capitalista”.
El método capitalista discrimina y escoge entre las posibilidades que ofrece la neotécnica, y sólo actualiza o realiza aquellas que prometen ser funcionales con la meta que persigue, que es la acumulación de capital. Al hacerlo demuestra que sólo es capaz de fomentar e integrar la neotécnica de una manera unilateral y empobrecedora; la trata, en efecto, como si fuera la misma vieja técnica neolítica, sólo que potenciada cuantitativamente. En este sentido, recurrir a él implica no sólo dejar de lado sino incluso reprimir sistemáticamente el momento cualitativo que hay en la neotécnica, el desafío que está dirigido a la transformación de la “forma natural” –como la llamaba Marx– o correspondiente al “valor de uso” del proceso de reproducción de la riqueza objetiva de la sociedad. Implica también, por lo tanto, reprimir todo lo que atañe a la posibilidad de un nuevo trato de lo humano con lo otro, lo extrahumano o la naturaleza. La neotécnica está siendo vista como una técnica de apropiación, como una técnica actualizada por él como un instrumento más potente de conquista y dominio sobre la naturaleza, cuando -como veíamos- lo que ella posibilita es justamente la eliminación de todo tipo de relaciones que sean de dominio y de poder.
Puede decirse entonces que, en su versión capitalista –que es la que, proveniente de Europa, se ha impuesto en el planeta–, la modernidad, esto es, la revolución civilizatoria en la que se encuentra empeñada la humanidad durante esta ya larga historia, sigue una vía que pareciera haberla instalado en un regodeo perverso en lo contraproducente, en un juego absurdo que, de no ser por la profusión de sangre y lágrimas que ha costado, la llevaría, como en una película de Chaplin, a subir por una escalera mecánica que funciona en modo de descenso (y que es más rápida que ella).
.
La esencia de la modernidad y la modernidad “realmente existente”
Veamos esto un poco más de cerca. La reproducción del mundo de la vida, la producción/consumo de valores de uso, obedece a una lógica o un principio cualitativo que es propio de ella como realización de una comunidad concreta, de un sujeto social identificado. Frente a esta lógica “natural”, como la llama Marx, la “realización autovalorizadora del valor mercantil capitalista” posee un principio organizador diferente, que es no sólo extraño sino contradictorio respecto de ella.
Ahora bien, el modo capitalista de reproducción de la vida social implica un estado de subordinación o subsunción del principio de la “forma natural” de esa reproducción bajo el principio de la autovalorización mercantil capitalista. Nada se produce, nada se consume, ningún valor de uso puede realizarse en la vida práctica de la sociedad capitalista, si no se encuentra en función de soporte o vehículo de la valorización del valor, de la acumulación del capital. Y es precisamente este modo capitalista de reproducción de la vida y su mundo el que determina finalmente la respuesta de la civilización occidental al reto lanzado por el aparecimiento de la neotécnica. Interiorizada y promovida con este sentido en la vicia práctica de Occidente, la técnica nueva –esa técnica segunda o lúdica de la que hablaba Walter Benjamín– mira cómo su tendencia intrínseca a la abundancia resulta reducida y disminuida, y cómo su tendencia intrínseca a la emancipación resulta tergiversada e invertida.
En primer lugar, la modernidad capitalista genera justo lo contrario de aquello que se anunciaba con la neotécnica. La acumulación capitalista se sirve de ella, no para establecer el mundo de la abundancia o la escasez relativas, sino para reproducir artificialmente la escasez absoluta, la condición de esa “ley de la acumulación capitalista” según la cual el crecimiento de la masa de explotados y marginados es conditio sine qua non de la creación de la riqueza y de los deslumbrantes logros del progreso. Y en segundo lugar, la realización o efectuación capitalista de la modernidad culmina en el “fenómeno de la enajenación”, descrito por Marx y después por Lukács. El ser humano de la modernidad capitalista se encuentra sometido –“esclavizado”, diría Marx– bajo una versión metamorfoseada de sí mismo en la que él mismo existe, pero como valor económico que se autovaloriza. El ser humano se enajena como valor mercantil capitalista y se esclaviza bajo esa metamorfosis sustitutiva de sí mismo en la que se ha auto-endiosado como sujeto absoluto y cuya voluntad incuestionable obedece él mismo religiosamente. La promesa de emancipación del individuo singular, que se sugería como respuesta posible a la neotécnica, se ha efectuado, pero convertida en lo contrario, en el uso de la libertad como instrumento de una constricción totalitaria del horizonte de la vida para todos y cada uno de los seres humanos.
Si el mundo de la vida moderna es ambivalente, como habíamos mencionado al principio, ello se debe a que la sujetidad –el carácter de sujeto del ser humano– sólo parece poder realizarse en ella como una sujetidad enajenada, es decir, en ella la sujetidad de lo humano se autoafirma, pero sólo hacerlo en la medida en que, paradójicamente, se anula a sí misma. La modernidad capitalista es una actualización de la tendencia de la modernidad a la abundancia y la emancipación, pero es al mismo tiempo un “autosabotaje” de esa actualización, que termina por descalificarla en cuanto tal. Éste sería el secreto de la ambivalencia del mundo moderno, de la consistencia totalmente inestable, al mismo tiempo fascinante y abominable, de todos los hechos que son propios de la sociedad moderna. W. Benjamín tenía razón acerca de la modernidad capitalista y su historia: todo “documento de cultura” es también, simultáneamente, un “documento de barbarie”.
Para concluir, conviene dejar claro en todo esto un punto de especial importancia: la efectuación o realización capitalista de la modernidad se queda corta respecto de la modernidad potencial, no es capaz de agotar su esencia como respuesta civilizatoria al reto lanzado por la neotécnica, como realización de la posibilidad de abundada y emancipación que ella abre para la vida humana y su relación con lo otro. Es innegable que en la experiencia práctica de todo orden se hace vigente un conato, una tensión y una tendencia espontáneos, dirigidas hacia una efectuación de la esencia de la modernidad que sea diferente de su efectuación actual, capitalista, hacia una actualización no-capitalista de esa esencia. Son exigencias que parecen remitir a esa modernidad potencial o esencial como una entidad “denegada” en y por la modernidad “realmente existente” –entidad virtual o supuesta, sugerida “en negativo” dentro de ésta–, pero reacia a someterse a ella y a desaparecer.
Se plantean así una discordancia y un conflicto entre ambos niveles de la modernidad, el potencial, virtual o esencial y el efectivo, empírico o real; el primero, siempre insatisfecho, acosando al segundo desde los horizontes más amplios o los detalles más nimios de la vida; el segundo, intentando siempre demostrar la inexistencia del primero. Se abre también así, en la vida cotidiana, un resquicio por el que se vislumbra la utopía, es decir, la reivindicación de todo aquello de la modernidad que no está siendo actualizado en su actualización moderna capitalista.
* * *
NOTA:
1 «Este cortejar al cosmos, este intento de un matrimonio nuevo, inaudito, con las potencias cósmicas, se cumplió en el espíritu de la técnica. Pero como la avidez de ganancia de la clase dominante pretendió calmar con ella su ambición, la técnica traicionó a la humanidad e hizo del lecho nupcial un mar de sangre.»