Fuente: La Jornada/Jorge Eduardo Navarrete 06.02.2020
El proceso de destitución de Trump en el Senado estadunidense fue el gran espectáculo político del periodo. Al escribir estas líneas no ha concluido, al menos de manera formal. Aparecerán horas después de que se divulguen las votaciones por mayoría calificada del pleno senatorial, que condenarán o exonerarán al acusado de cada uno de los cargos –abuso de autoridad y obstrucción del Senado– aprobados por la Cámara de Representantes. Todo mundo piensa que será exonerado por la mayoría republicana. Esta mayoría decidió, primero, no admitir nuevas pruebas ni convocar a otros testigos que informaran mejor la decisión de los legisladores. Apenas en la víspera de la votación se permitió a los senadores explicar el sentido de su voto. Se sabía que los argumentos expuestos a lo largo del juicio –o de la farsa, según algunos analistas– muy difícilmente llevarían a alguien a alterar su posición, dictada por la línea partidista.
El caso presentado por los representantes demócratas, coordinados por Adam Schiff, fue convincente y demoledor. Demostró, más allá de toda duda razonable, la veracidad y contundencia de los cargos formulados. Fue respondido por los abogados del presidente con diversas variaciones de un argumento único: la defensa y ampliación del privilegio ejecutivo. Encontré dos análisis lúcidos del proceso de impeachment. En Whatever He Wants
(Lo que él quiera
), de Fintan O’Toole, en el New York Review of Books, se muestra como en cada fase del juicio en el Senado se colocó a la mayoría republicana al servicio de los deseos del presidente
. En “Trump’s Inevitable Aqquital and the Threat to American Democracy” (La inevitable exoneración de Trump y la amenaza a la democracia estadunidense
), de John Cassidy, en The New Yorker, se alude al riesgo de que un presidente exonerado actúe al margen de la legalidad de manera más flagrante y sistemática. La desbalanceada iniciativa a favor de Israel y el desmantelamiento de reglamentos de cuidado ambiental en Estados Unidos son ejemplos tempranos.
La alarma mundial por el coronavirus de Wuhan se agudizó entre finales de enero y principios de febrero, conforme aumentaban, día a día, la prevalencia y (en rangos moderados) la letalidad de la epidemia. De entrada, hay que tener en cuenta que hubo también una epidemia de desinformación –esparcida más en las redes que en los medios– en la que resulta difícil distinguir los elementos provenientes de la insuficiencia de información cierta, de la ignorancia y de objetivos políticos. La revelación de que algunas autoridades, en Wuhan y localidades vecinas y en la provincia de Hubei, hayan demorado en forma deliberada la difusión de noticias quizá haya entorpecido algunos esfuerzos de control y prevención. Desde fines de enero, sin embargo, la OMS ha emitido regularmente sus reportes diarios sin inconveniente, limitación o reserva.
El primer reporte (20 de enero) registró 282 casos confirmados: 278 en China (258 en Hubei), y cuatro en otros países (Tailandia dos, y Japón y Corea uno); decesos, seis. Tras una quincena (4 de febrero), los casos confirmados sumaron 20 mil 630; 20 mil 471 en China (13 mil 522 en Hubei) y 159 en otros 23 países (88 del Pacífico occidental, 27 de Europa, 24 del Sudeste asiático, 15 de América del Norte (Estados Unidos 14 y Canadá uno), y cinco del Mediterráneo oriental); decesos, 426. Junto con la prevalencia, incidencia y mortalidad de la epidemia, preocupan ahora sus consecuencias económicas. De frenar con fuerza el crecimiento de China –esperado en 6.1 or ciento este año– afectaría la economía y el comercio globales, los precios de la energía y los productos básicos y podría ser el detonador de una recesión prolongada y generalizada. Controlar la epidemia y limitar sus consecuencias parece la tarea global del momento.
Los caucus demócratas de Iowa el 3 de febrero –más allá del candidato al que finalmente favorezcan: Buttigieg o Sanders– significaron un desastre no mitigado para el partido opositor y otro día de fiesta para Donald Trump. La prisa por mostrar avances en el uso de medios digitales y resultados tempranos llevó a utilizar aparatos y procedimientos no probados, a conteos erróneos y a una tempestad de fake news en las redes. La asistencia a los caucus fue inferior a la de ocasiones pasadas y mucho mayor la dispersión de los apoyos. En medio del desconcierto, Gallup anunció que Trump obtenía una aprobación de 49 por ciento, la más alta de su mandato. Se requería certidumbre y se obtuvo confusión y desilusión. El peor comienzo para una campaña cuesta arriba.