David Harvey: «El capitalismo no es la solución, es el problema»

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Observatorio de la crisis – 08/07/2020

Es posible que cuando salgamos de los tormentos infligidos por COVID-19, nos encontremos con un panorama político en el que la reforma del capitalismo esté presente.

Incluso antes de que el virus atacara habían algunos indicios que proponían una mutación. Los líderes empresariales que se reunieron en Davos, por ejemplo, oyeron algunas voces que les alertaban que debían reducir la obsesión por los beneficios y el descuido por los impactos sociales y medioambientales que produce el capitalismo. Ante la creciente irritación pública, se les aconsejó que se protegieran en alguna forma de «ecocapitalismo» o “capitalismo con conciencia”.

Tras cuarenta años de políticas neoliberales, con la embestida del virus se ha puesto en evidencia el lamentable estado de la salud pública. La austeridad aplicada a todo lo que no sean gastos militares o subsidios a las grandes corporaciones (aunque sean inmensamente ricas) ha dejado un sentir amargo y un creciente malestar entre la ciudadanía. Por el contrario, la adopción de medidas por parte del estado para hacer frente a la pandemia ha producido cierta esperanza entre la población.

El gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, ha dicho recientemente que cuando salgamos de la actual crisis “no sólo se requerirá reimaginar el horizonte económico, social y político, sino que también deberemos reconciliar el interés del pueblo con el poder político”. Para los que hemos vivido la pesadilla provocada por el virus en Nueva York esta declaración, que implica la intervención del Estado, parece lógica.

Desgraciadamente, la salida de la crisis que propone Cuomo va en otro sentido. El gobernador demócrata decidió que para “reimaginar” la economía y las relaciones sociales era necesario reclutar a un selecto club de multimillonarios integrado por Michael Bloomberg (para organizar los análisis), Bill Gates (para coordinar las iniciativas de educación) y el ex CEO de Google, Eric Schmidt (para recalibrar las comunicaciones y las funciones gubernamentales).

Al parecer, la oleada democrática que se ha hecho evidente en la calle aún no ha llegado con suficiente fuerza a las cúpulas del poder político. Para Cuomo, la reconstrucción y reimaginación del sistema debe amoldarse a las necesidades del capital y a lo que decida una élite capitalista “progre”.

Las ciudades que necesitamos

Durante una larga historia de gobiernos burgueses, en Estados Unidos ha habido periodos de reformas; a principios del siglo XX con gobiernos liberales, el New Deal en los años treinta con Roosevelt y la llamada Gran Sociedad con Johnson en los años sesenta. Parece que ahora, de nuevo, las clases dominantes están construyendo un consenso para otra reforma cosmética del sistema.

En ese contexto, se está pensando en reconstruir la vida urbana a fin de promover no sólo formas más racionales –y ecológicas– de desarrollo económico, sino también formas más adecuadas de organizar la vida cotidiana.

Además de causar un daño directo incalculable a la calidad de la vida cotidiana, el coronavirus también ha revelado la enorme cantidad de podredumbre que hay bajo el brillo superficial el consumismo ostentoso, del individualismo indulgente y de las intervenciones arquitectónicas extravagantes.

Con este espíritu, las reflexiones del Consejo Editorial del New York Times (NYT) sobre «Las ciudades que necesitamos» invita a hacer algunos comentarios. El tema central es bastante simple: “Alguna vez las ciudades funcionaron. Pero, ahora no funcionan. Tenemos que cambiarlas”.

Detrás de esto hay una visión algo nostálgica de una época en la que «las ciudades norteamericanas eran el motor del progreso económico de la nación, el escaparate de su riqueza y cultura, el objeto de la fascinación y admiración mundial».

Para el NYT, “en aquellos buenos tiempos las ciudades proporcionaban las claves para liberar el potencial humano; pues tenían una infraestructura de escuelas y colegios públicos, bibliotecas y parques, agua potable limpia y segura y buenos sistemas de transporte publico”, a pesar de que estaban “deformadas por el racismo, desangradas por las ganancias de las élites y afectadas por la contaminación y las enfermedades”, pero, por encima de todo, esas ciudades “ofrecían oportunidades”.

Según el NYT, ahora el virus a puesto al descubierto que «nuestras áreas urbanas están encadenadas por demarcaciones invisibles e impermeables de enclaves de riqueza y privilegio, de bloques separados por terrenos baldíos y viejos edificios donde los trabajos son escasos y la vida es muy dura y a menudo demasiado corta».

La esperanza de vida en los suburbios más pobres es de sólo sesenta años, en comparación con los noventa años de los barrios más ricos. Para aclarar este punto, el NYT publicó mapas con las diferencias de esperanza de vida en las ciudades de EEUU.

¿Todos juntos ahora?

Es indiscutible que las oportunidades de la vida dependen del código postal de donde uno nace. La letanía de fracasos del sistema es demasiado larga y está lejos de ser invisible, como observa el New York Times.

Durante el último medio siglo la infraestructura de las ciudades se ha deteriorado considerablemente. Las escuelas públicas ya no preparan a los estudiantes. Los trenes subterráneos no son confiables. El agua tiene plomo en proporción alarmante. La falta de viviendas asequibles exige extensos y tediosos viajes para los trabajadores de bajos salarios en un transporte público que falla continuamente. Miles de personas sin hogar acampan en las calles, en los autobuses y en el Metro. El mapa de las oportunidades educativas muestra las diferencias de ingresos y de riqueza, lo que sirve para cristalizar y profundizar las divisiones raciales y de clase.

La conclusión del Consejo Editorial del NYT es que «los ricos necesitan mano de obra y los pobres necesitan capital. Y la ciudad necesita de todos». Y todos “deberíamos unirnos para crear una urbanización más satisfactoria y equitativa”.

Esta es una conclusión absurda porque lo que hace es confirmar la primacía de las estructuras económicas que están en la raíz de la mayoría de los problemas de la vida urbana contemporánea.

Sin duda, los ricos necesitan mano de obra porque es la mano de obra la que los hace ricos. Pero es el capital el que se ha llevado la riqueza producida por los trabajadores.

Es el capital el que ha reducido el trabajo a la precariedad, a propiciado los desplazamientos tecnológicos, la desindustrialización y los demás males que dejan a las ciudades con una población incapaz de sobrevivir sin recurrir a la caridad de los bancos de alimentos y de los vales de comida. Es el capital el que produce una población que no puede pagar el alquiler y mucho menos pagar una hipoteca.

En los 80 Ronald Reagan sentenció «el estado no es la solución a nuestros problemas, el estado es el problema». Bueno, yo pienso que hasta que no nos demos cuenta de que «el capital no es la solución de nuestros problemas, porque el capital es el problema” estaremos perdidos.

El capital construye Hudson Yards y no viviendas asequibles para los que tratan de sobrevivir con menos de 40.000 dólares al año. Mientras los capitalistas puedan hacer esto, todo intento de reforma, por muy bienintencionado que sea, se verá absorbido por los ciclos de acumulación del capital en beneficio de unos pocos.

El capital seguirá funcionando independientemente de las inhumanas consecuencias sociales y ecológicas que produce, dejando a una importante parte de población en situación de atroz pobreza .

Una melodía familiar

El New York Times, en una exhortación llena de esperanza, apuesta por unos seres angelicales y desinteresados: «reducir la segregación requiere que los americanos ricos compartan, pero no necesariamente que se sacrifiquen» dice el Consejo Editorial del periódico.

La receta para los editorialistas es, «construir vecindarios más diversos y desconectar las instituciones públicas de la riqueza privada…. en última instancia, estas políticas enriquecerán la vida de todos los estadounidenses haciendo que las ciudades en las que viven y trabajan sean de nuevo un modelo para todo el mundo”.

Tengo ochenta y cuatro años, y he escuchado este tipo de cosas demasiadas veces antes como para tomarlas en serio. En 1969, me mudé a un Baltimore segregado un año después de que gran parte de la ciudad fuera incendiada tras el asesinato de Martin Luther King.

No tardé mucho en cansarme de esa “sentida moralidad” – del tipo que el New York Times resucita– la «ética» de aquellos que ingenuamente creen que todo saldrá bien si los ricos de buena voluntad reconocieran que nuestros destinos están entrelazados, por qué todos estamos juntos en esta ciudad.

Escribí un libro sobre toda esta experiencia, Social Justice and the City, en el que traté como abordar a largo plazo del problema urbano del capitalismo. Aquí nos hallamos, cincuenta años más tarde, y pareciera que estamos listos para repetir ingenuamente una creencia que comete exactamente el mismo iluso error.

En aquel entonces estaba muy claro que el mercado capitalista –que requiere de la escasez para funcionar– era el principal culpable de este sórdido drama humano. Pensar en esos términos ayudó a explicar por qué casi todas las políticas concebidas para el alivio de la desigualdad urbana terminan siendo crucificadas por una contradicción subyacente.

Si nos dedicamos a la «renovación urbana» nos limitaremos solo a desplazar la pobreza de los centros de lujo (ya por 1872 Engels explicó que esta era la única solución que la burguesía tenía para los problemas urbanos). Ahora, si no aplicamos esta “solución” y nos quedamos de brazos cruzados veremos cómo se produce una continua decadencia de la ciudades.

«Disimular el gueto» –como se llamó entonces– no ha funcionado en ninguna parte. Y la dispersión de la población pobre tampoco ha funcionado. Este último enfoque puede dispersar un poco el gueto, pero no reduce los niveles de pobreza ni disminuye la discriminación racial.

La frustración con tales resultados llevó a la conclusión política de que los pobres deben cargar con la culpa de su lamentable condición, y por eso viven encerrados en distintas «culturas de la pobreza». La única respuesta adecuada, dijo Daniel Patrick Moynihan, es una «negligencia benigna».

Esta apreciación presagiaba el tropo neoliberal de la responsabilidad personal y del espíritu emprendedor, una idea que culpa a las víctimas, y que la vez evade el tipo de preguntas incómodas por los fracasos de los políticos reformistas. Pocos especialistas examinaron las fuerzas que gobiernan el corazón del sistema económico capitalista. (Moynihan resulta, por cierto, ser el mentor político y modelo de Cuomo).

Turismo emocional

En esos días hay todo tipo de soluciones ideadas para enfrentar los graves problemas urbanos… excepto las que combatan la economía de mercado. Sin embargo, es la economía de mercado la que produce inevitablemente una espiral de empobrecimiento como la a revelado crudamente por la pandemia.

Si el 40% de los 30 millones de personas – que ahora están desempleadas – ganaban menos de 40.000 dólares al año, seguramente hay que reconocer la bancarrota del capitalismo contemporáneo en cuanto a la satisfacción de las necesidades humanas básicas.

La política neoliberal de responsabilidad personal y formación de “capital humano” que se desarrolló en la década de 1970 sólo ha demostrado ser una buen y conveniente método de dominación de la clase capitalista. Esta estrategia le permitió huir de los fracasos reformistas de la década de 1960, mientras que se llenaban a manos llenas las faltriqueras.

Es vital, por lo tanto, someter la base de nuestra sociedad a un examen riguroso y crítico. Esta es una tarea inmediata. Pero permítanme decir primero lo que esta tarea no implica.

A principios de los años 70, llegue a la conclusión que no se trata de otra investigación empírica de las condiciones sociales de nuestras ciudades. De hecho, cartografiar la patente de inhumanidad del hombre en nuestra sociedad puede resultar contraproducente. Lo digo en el sentido que esta actitud permite al liberal o la progresista pretender que ellos están contribuyendo a una solución cuando en realidad lo que están haciendo es salvar al capital. Este tipo de empirismo es irrelevante, aunque pueda hacernos ganar un Premio Nobel.

Ya hay suficiente información disponible para proporcionar todas las pruebas que necesitamos. Nuestra tarea no está en ese campo. Ni tampoco en lo que puede llamarse «masturbación moral», característico de montaje masoquista que muestran los medios de comunicación sobre las injusticias diarias a las que se somete la población urbana.

No sirve de nada golpearnos el pechos y compadecernos antes de replegarnos a nuestro espacio de confort. Esto también es contrarrevolucionario, ya que sólo sirve para expiar la culpa sin obligarnos a enfrentar los problemas fundamentales, y mucho menos a hacer algo al respecto.

Tampoco es una solución el turismo emocional que nos lleva a trabajar “por los pobres por un tiempo» con la esperanza de que podamos ayudarles a mejorar su suerte (ofreciéndonos, por ejemplo de voluntarios en un comedor de beneficencia o haciendo donaciones a un banco de alimentos ,aunque esto puede ser útil a corto plazo).

¿Y qué pasa si ayudamos a una comunidad escolar a construir un lugar de recreo durante un verano? Lamentablemente sólo descubriremos que la escuela va seguir deteriorando en el próximo otoño. Estos son los caminos que no llevan a ninguna parte. Simplemente sirven para desviarnos de la tarea esencial que tenemos entre manos.

Un nuevo marco

La tarea inmediata es ni más ni menos que la construcción consciente de un nuevo marco político que aborde la cuestión de la desigualdad, a través de una crítica profunda y exhaustiva de nuestro sistema económico y social.

Necesitamos movilizarnos colectivamente para formular conceptos, categorías, teorías y argumentos, que podamos aplicar a la tarea de lograr una transformación social.

Estos conceptos y categorías no pueden ser formulados con abstracción de la realidad social. Deben ser forjados de manera realista con respecto a los eventos y acciones que se desarrollan a nuestro alrededor.

Las pruebas empíricas, los expedientes y las experiencias adquiridas en la comunidad pueden y deben utilizarse. Y la ola de empatía política que está creciendo en todos aquellos que han vivido la amenaza mortal de la pandemia debe ser transformada en energía y organización revolucionaria. Esa ola no llegará a nada si no se consolida.

Se dice que el virus no discrimina. ¡Pues no es cierto! La mayoría de la población tiene que lidiar con dos terribles opciones; por un lado el desalojo de su vivienda y la inanición por el desempleo o, por el otro, mantenerse de los servicios básicos con riesgo para sus vidas en beneficio de la ciudad y las redes de cuidado de los más ricos, y todo esto trabajando por un mísero salario.

¿En qué código postal residen esos trabajadores? ¿Qué proporción de ellos son gente de color, inmigrantes latinos y latinas? ¿ Poseen portátiles sus niños?

Hay una angustiosa continuidad de miseria durante el último siglo y medio. Seguramente es hora de romper con esta larga y bien conocida historia. Necesitamos hacer una ruptura con el sistema, y trazar la creación de formas de urbanización más democráticas y socialmente justas, animadas por una economía política distinta y una estructura diferente de relaciones sociales.

Las disparidades que propugnaron los levantamientos urbanos de la década de 1960 todavía están con nosotros. De hecho, son heridas más profundas que nunca. Unos pocos meses más de encierro y es casi seguro que los levantamientos volverán. Pero recuerden: «el capital no es la solución, es el problema».

* Este artículo fue escrito en mayo, antes de que comenzaran las protestas en curso.

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