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AMERICA LATINA en movimiento – 11/06/2021
Traducción del inglés: Arrezafe
Estrategia y dogma
Para decretar la abolición de la tradicional esclavitud en sus posesiones del Caribe, los ingleses previeron un tipo de esclavitud que los nuevos esclavos desearían. El 10 de junio de 1833, un miembro del Parlamento, Rigby Watson, resumió claramente la idea:
«Para hacerlos trabajar y crearles el gusto por los lujos y las comodidades, primero se les debe enseñar a desear, poco a poco, aquellos objetos que pueden alcanzarse mediante el trabajo. Existe una constante que va de la posesión de lo necesario hasta el deseo de los lujos que, una vez alcanzados éstos, se volverán necesidades en todas las clases sociales. Esta es la clase de evolución por la que han de pasar los negros, y este es el tipo de educación al que deben estar sujetos».
En 1885, el senador Henry Dawes de Massachusetts, reconocido como un experto en cuestiones indígenas, informó sobre su última visita a los territorios Cheroqui que aún quedaban. Según este informe:
«…no había una familia en toda esa nación que no tuviera un hogar propio. No había pobres ni esa nación debía un dólar a nadie. Los cheroquis construyeron su propia capital, sus escuelas y sus hospitales. Sin embargo, el defecto del sistema es evidente. Han llegado tan lejos como como han podido porque la propiedad de sus tierras es común… No existe egoísmo entre ellos, algo básico para la civilización. Hasta que este pueblo no decida aceptar que sus tierras deben ser divididas entre sus ciudadanos para que cada uno pueda poseer la tierra que cultiva, no harán muchos progresos…»
Naturalmente, la opinión de los administradores del éxito ajeno prevalecerá y las tierras cheroquis serán divididas y generosamente ofrecidas a sus habitantes en forma de propiedad privada. Exactamente la misma receta privatizadora llevada a cabo en México por Dictador Porfirio Díaz contra el sistema de producción comunal para emular el éxito estadounidense, cuyo mérito fue dejar sin tierras al ochenta por ciento de la población rural, lo que conduciría años después en la Revolución Mexicana.
En 1929, Samuel Crowther, periodista patrocinado por la United Fruit Company (y amigo de Henry Ford), informó que en América Central:
«la gente trabaja sólo cuando se les obligaba. No están acostumbrados, porque la tierra les da lo poco que necesitan… Así pues, el deseo por las cosas materiales es algo que debe cultivarse… Nuestra publicidad tiene el mismo efecto que en Estados Unidos y está calando en la gente común, porque cuando aquí se desecha una revista, la gente recoge sus páginas publicitarias para decorar las paredes de las chozas de paja. He visto los interiores de las cabañas completamente cubiertos de páginas de revistas estadounidenses… Todo esto está surtiendo efecto en el despertar del deseo de consumo en la gente».
Samuel Crowther consideraba El Caribe como un lago del imperio estadounidense, protector y guía del destino de sus países para gloria y desarrollo de todos.
La por entonces reciente derrota política de la Confederación proesclavista se desquitó con varios triunfos culturales e ideológicos. Todos ellos pasaron inadvertidos. En tiempo récord se levantaron cientos de monumentos a los «héroes» derrotados, se hicieron películas idealizando a los defensores de la esclavitud, y las teorías sobre la raza superior en peligro de extinción inundaron los escritorios de políticos y generales.
Una de estas victorias secretas consistió en idealizar a los amos y demonizar a los esclavos. En lenguaje moderno, los patrones y los asalariados. Por eso, generación tras generación, Estados Unidos celebrará el Memorial Day (en memoria de los caídos en las guerras) y el Veterans Day (en honor a los excombatientes de esas guerras imperialistas), todo en nombre de la defensa y la libertad, una copia exacta de la retórica de los esclavistas del sur que se expandieron sobre territorios indios, mexicanos y ultramarinos y forjaron el nuevo imperio estadounidense.
Memorial Day es un título abstracto, Veterans Day es algo más concreto. Pero para los trabajadores no habrá Día de los Trabajadores, y menos aún el primero de mayo, día en que el mundo entero recuerda la masacre de trabajadores que, en Chicago y en todo el país, reclamaban el derecho a las ocho horas laborales. Para olvidar tan inconveniente detalle, el presidente Grover Cleveland hará oficial el Labor Day (Dia del trabajo), en septiembre, casi en las antípodas de mayo, como si existiese trabajo sin trabajadores. Esto supondrá otro solapado triunfo de los esclavistas derrotados en la Guerra Civil dos décadas atrás: los negros, los pobres, los de abajo, los que trabajan, no sólo son holgazanes inferiores –y a decir del futuro presidente Theodore Roosevelt, perfectamente idiotas–, sino que también son muy peligrosos, sobre todo por su número y por esa costumbre de proponer sindicatos. Los amos (estadounidenses blancos), los de arriba, los sacrificados en el altar del champagne, son quienes crean trabajo con sus inversiones. Son quienes, cada tanto, deben ser protegidos por sus protegidos: las iglesias y los militares (en Estados Unidos mediante el culto al veterano de guerra «protector de nuestra libertad», y en América Latina mediante los militares encargados de corregir los errores de las democracias mediante sangrientas dictaduras).
Para la vieja tradición esclavista, para los amos de lo que el viento se llevó, pero que siempre vuelve, los verdaderos responsables del progreso, de la estabilidad, de la paz y de la civilización son los amos de las plantaciones, los empresarios de las industrias que controlan y benefician principalmente al sistema dominante. Son la élite del pueblo elegido y representan todo eso que los sucios y mal hablados esclavos (ahora blancos asalariados venidos de la pobre Europa) quieren destruir.
Los orígenes del consumismo como expresión alternativa del esclavismo, fueron rápidamente ocultados por aparentes derrotas, como la sufrida en la Guerra civil estadounidense. Tras el trauma nazi en la admirada Alemania de Hitler, las potencias colonialistas del norte occidental (retaguardias y garantes de transnacionales como la United Fruit Company, Standard Oil, Exxon Mobil, Chevron, BP, Shell, Nestlé, ITT, Ford, Pepsi, etc.) abandonaron la antigua retórica que justificaba sus invasiones e intervenciones por la inferioridad racial de los países negros y mestizos. Mientras las potencias colonialistas se encontraban ocupadas en la guerra, una docena de países latinoamericanos, desde Argentina hasta Guatemala, recuperaron sus democracias.
Eso fue hasta que la nueva «ayuda» de Washington terminó por imponer una nueva ola de dictaduras junto a la zanahoria del consumo como un acto de fe, como un dogma indiscutible sobre cualquier otra dimensión humana.
Micropolítica y desmovilización
Durante la Guerra fría, las potencias noroccidentales, vencedoras de la Segunda Guerra, borraron de sus discursos la palabra negros y la sustituyeron por comunistas. Este enroque lingüístico tenía la ventaja de que podía ser aplicado a cualquiera y a piacere, sin importar su color de piel y así, de paso, se evitaba un lenguaje inconveniente para que los imperios –que no querían ya ser denominados como tales– pudieran continuar haciendo lo mismo que habían hecho en los últimos siglos. Gracias a la militarización de los países latinoamericanos por parte de Washington, en menos de dos décadas se frustraron todas las revoluciones democráticas en la región y una decena de dictaduras fueron reinstaladas en esos países para asegurar el «orden en el caos» (pieza lingüística heredada del período en que los indios y los negros eran el problema), ahora bajo la doctrina de la Seguridad Nacional y en defensa de la libertad y la democracia.
La nueva excusa de una lucha contra el comunismo, por otra parte irrelevante en la región, se complementó con otro sustituto del racismo anterior: las naciones subdesarrolladas tenían “culturas enfermas” y “raíces torcidas”. A todo aquel que decidió reivindicar las culturas colonizadas, como mi amigo Eduardo Galeano, se le calificó de «perfecto idiota latinoamericano» y se le responsabilizó por el subdesarrollo de esos países e incluso del reiterado argumento de la vieja escuela expansionista de Estados Unidos sobre territorios indios, mexicanos y luego ultramarinos de que «fuimos atacados primeros y tuvimos que defendernos», fue arrojado sobre los colonizados como un bombardeo más, como una enfermedad psicológica de los otros, los subdesarrollados, los pobres, que están como están porque se autocompadecen. Del imperialismo y de las múltiples intervenciones militares y económicas, de los bloqueos y de los saqueos llevados a cabo por las poderosas corporaciones privadas, nada.
En Estados Unidos, la comunidad hispana ni siquiera pudo tener un Malcolm X. Cualquiera que se aproximara lo más mínimo, cualquiera que pensara diferente y se atreviera a publicarlo fue demonizado como “comunista” o “antiamericano”. Los “coloridos híbridos” fueron adoctrinados con discursos acerca el éxito, la libertad y la democracia, sin importar en absoluto que la amplia mayoría de ellos alcanzara nunca ni la una ni la otra, sino un rosario de dogmas ideológicos y propagandísticos colmados de odio contra sus hermanos y hermanas que permanecieron en las repúblicas bananeras, un odio mayor aún contra los pobres del sur, esos “ilegales que quieren invadir esta gran nación”.
No siempre fue así. Hace un siglo, en Estados Unidos hubo organizaciones como la American Anti-Imperialist League [Liga Antiimperialista Americana] que protestaron contra las intervenciones en Cuba, y Filipinas y hasta tse posicionaron a favor de Augusto Sandino en Nicaragua. Entre los antiimperialistas hubo escritores como Mark Twain, feministas como Jane Addams y hasta un millonario como Andrew Carnegie. Más recientemente, la guerra en Vietnam provocó diversas protestas y movilizaciones que, aunque tuvieron algún efecto, pronto fueron neutralizadas por la reacción neoconservadora a base de millones de dólares y una poderosa red logística enraizada en las grandes corporaciones, en varias iglesias y en el gobierno.
Ahora, estos movimientos son prácticamente inexistentes, aún cuando las movilizaciones por una mayor justicia racial se hayan incrementado. Un factor decisivo ha sido la desmovilización de la conciencia internacional, como la que en su momento resumió el boxeador Mohammed Alí:
“¿Por qué me exigen que me ponga un uniforme y vaya a tirar bombas sobre gente morena en Vietnam mientras que los negros en Louisville son tratados como perros y se les niegan los derechos humanos básicos?”
Por el contrario, hay promocionados raperos que ahora venden una conveniente rebeldía, una rebeldía de cocaína y tóxicas obscenidades, personajes, creados ad hoc por el sistema que, en sus canciones, no paran de presumir de los millones de dólares que poseen y de los que los perdedores carecen. Todo ello parece tratarse de otra multimillonaria campaña de los servicios secretos, de esas tan conocidas y abundantes en el pasado. Ahora, los movimientos antirracistas de Estados Unidos no organizan marchas ni protestas contra el racismo internacional de las grandes potencias mundiales que interfieren a placer en las naciones más débiles. Como si ya no hiciera falta. Este divorcio es estratégico, como la fragmentación de la sociedad y del pensamiento, distraído en problemas micropolíticos.
A veces la vergüenza y la maldad se visitan y posan juntas para la mentira. Pero la hemeroteca, implacable, se encargará de desmontar la farsa. En la primera foto, Bob Menéndez (senador demócrata cubano-americano) sonríe, mientras Yotuel (ex Orisha) hace la L de libertad.
Nada nuevo. Poco antes de la Revolución Americana, los gobernadores lo tenían claro, y en sus epístolas dejaron constancia de cómo, para evitar que negros, indios y blancos pobres continuasen conviviendo y trabajando peligrosamente unidos, se inoculó el odio racial. Así, los blancos pobres llegaron a distinguir más claramente el color de piel de sus vecinos, pero no la opresiva condición social a la que pertenecían ambos. Se liquidaron las rebeliones de los oprimidos sustituyéndolas por el odio racial promovido desde arriba por los opresores.
La otra estrategia, en este caso cuidadosamente planificada, consistió en secuestrar legítimas reivindicaciones. En el siglo XIX, Rebecca Latimer Felton, feminista, educadora y senadora en 1922, revindicó el linchamiento en masa de los negros para que no hicieran caer en tentación a las doncellas blancas. En el siglo XX el publicista y manipulador de la opinión publica, Edward Bernays, secuestró el movimiento feminista para vender más cigarrillos con sus “antorchas de libertad” [mujeres fumando en la publicidad]. Más recientemente, se reivindicaron y financiaron desde Washington los otrora peligrosos movimientos indígenas, ahora en contra de los gobiernos desobedientes como en Ecuador y Bolivia. En el resto del continente, la CIA secuestró movimientos rebeldes financiando “sindicatos libres”, colectivos de estudiantes disidentes, libros y medios de centro izquierda, fundando y financiando cursos universitarios para “crear líderes responsables”.
La primera senadora de Estados Unidos fue una descarada supremacista blanca. Rebecca Latimer Felton fue la última propietaria de esclavos del Congreso de los Estados Unidos y abierta defensora del linchamiento.
La misma estrategia de dividir-y-secuestrar continúa reproduciéndose hoy entre «grupos rebeldes». Para resolver el viejo conflicto racial, se olvida la injusticia internacional, que aunque históricamente se sustentó en el racismo, siempre sirvió a intereses menos coloridos. Ciertos aspectos de la retórica supremacista blanca se sustituyeron por el odio nacionalista. Causas micropolíticas (derecho a usar este o aquel baño, apoyo a la matemática negra discriminada en la NASA, derecho de los homosexuales a ser soldados) pueden ser justas y necesarias, pero han perdido la conciencia global, la visión del injusto marco general en el que se insertan sus demandas.
El consumismo es otra fragmentación y confinamiento del pensamiento, de las emociones y los deseos en un estrecho marco que, no sólo impide pensar en los otros pueblos que lo sufren, sino que imposibilita cualquier cambio individual en los pueblos que supuestamente se benefician de ese tóxico y adictivo anestésico. De manera similar, el racismo y el clasismo internacional se reproducen en catástrofes olvidadas, como los derramamientos de petróleo en países pobres de África o de América latina. Se reproduce en el olvido de la opinión pública de la destrucción medioambiental y del cambio climático causado por las potencias mundiales y sufrido, sobre todo, por los países pobres. Se reproduce en el odio por los desplazados de las guerras promovidas por «dictaduras amigas» y por una economía que desecha a los seres humanos cuando ya no le sirven. Se reproduce en el siempre convenientemente fomentado odio entre los de abajo, que no logran acceder al consumo prometido por el dogma y la publicidad.