Hace casi cincuenta años, el presidente republicano Richard Nixon renunció después de que el escándalo de Watergate socavara completamente la viabilidad de su Gobierno. La última gota fue la publicación de grabaciones donde Nixon pide a sus principales asistentes en la Casa Blanca que la CIA bloquee una investigación del FBI sobre la irrupción en el edificio Watergate, haciendo falsos argumentos sobre “seguridad nacional”.
El robo en la sede del Comité Nacional Demócrata en el edificio Watergate en Washington D.C. tuvo lugar el 17 de junio de 1972, cuando Nixon buscaba su reelección contra el candidato presidencial demócrata, el senador George McGovern. Los cinco ladrones, todos exempleados de la CIA, ahora trabajaban para la campaña de reelección de Nixon. Fueron enviados en su misión para obtener inteligencia por dos funcionarios de la Casa Blanca, E. Howard Hunt y G. Gordon Liddy, que habían sido contratados por Nixon para llevar a cabo investigaciones secretas y llevar a cabo “trucos sucios” contra sus críticos y opositores políticos.
Después de la reelección aplastante de Nixon, la investigación sobre el robo de Watergate comenzó a acercarse a la Casa Blanca. Hunt, Liddy y los cinco ladrones fueron condenados y amenazados con largas penas de prisión. El abogado de la Casa Blanca, John Dean, comenzó a cooperar con la investigación. Renunciaron los principales asesores de Nixon, H. R. Haldeman y John Ehrlichman, junto con el fiscal general Richard Kleindeinst.
El descubrimiento de que Nixon había instalado en secreto un sistema de grabación en el Despacho Oval que grababa sus conversaciones con sus ayudantes desató una tormenta legal y política. Cuando el fiscal especial del caso Watergate, Archibald Cox, presionó para obtener acceso a las cintas, Nixon lo despidió, y el fiscal general Eliot Richardson y su adjunto, William Ruckelshaus, renunciaron en protesta, en lo que se conoció como la “masacre del sábado por la noche”.
Nixon se vio obligado a nombrar a un nuevo fiscal para el caso Watergate, Leon Jaworski, quien logró que un gran jurado compuesto por siete antiguos altos funcionarios de la Administración de Nixon lo imputaran por cargos criminales relacionados con allanamiento y encubrimiento, y el propio Nixon fue nombrado como un “cómplice no acusado”.
Finalmente, el 24 de julio de 1974, la Corte Suprema falló en el caso Estados Unidos vs. Nixon que el “privilegio ejecutivo” que reclamaba el presidente para salvaguardar la privacidad de sus conversaciones con sus principales asesores estaba subordinado al derecho del fiscal especial del caso Watergate a proseguir su investigación criminal. La decisión judicial fue seguida rápidamente por la adopción de artículos para un juicio político contra Nixon por parte del Comité Judicial de la Cámara de Representantes.
Una vez publicadas, las cintas proporcionaron pruebas irrefutables de que Nixon dirigió el encubrimiento sobre Watergate. Una delegación de los principales republicanos del Congreso visitó la Casa Blanca para decirle al presidente que sería acusado, condenado por el Senado y destituido de su cargo.
En la noche del 8 de agosto de 1974, Nixon pronunció un discurso televisado a nivel nacional anunciando que renunciaría, y al día siguiente renunció y fue sucedido por el vicepresidente Gerald Ford.
El escándalo de Watergate formó parte de una crisis política de más de una década en EE.UU., que incluyó el asesinato del presidente John F. Kennedy en 1963, en el que se encubrió el papel de agencias como la CIA; el movimiento masivo por los derechos civiles en el sur combinado con rebeliones urbanas de trabajadores negros y jóvenes; las protestas masivas contra la guerra de Vietnam; y una poderosa ofensiva de la clase trabajadora estadounidense por alzas salariales.
La crisis llegó al punto de ruptura con los tumultuosos acontecimientos de 1968: la ofensiva del Tet en Vietnam, el anuncio del presidente Lyndon Johnson de que no buscaría la reelección, los asesinatos de Martin Luther King, Jr. y Robert F. Kennedy, la violencia policial contra los manifestantes contra la guerra fuera de la Convención Nacional Demócrata en Chicago y, finalmente, la elección de Nixon, quien afirmó poseer un “plan secreto” para poner fin a la guerra, pero en realidad continuó el baño de sangre durante otros cuatro años.
A lo largo de su primer mandato, Nixon y sus colaboradores más cercanos estaban aterrorizados por el crecimiento de la oposición de masas en el país, particularmente de los jóvenes y la clase trabajadora. Después de una manifestación contra la guerra con un millón de personas a Washington en noviembre de 1969, el entonces fiscal general John Mitchell le dijo a su esposa Martha que las escenas en las calles eran “como la Revolución rusa” y que los críticos de la guerra eran “peores que los comunistas”.
La causa del caso Watergate contra Nixon fue este temor del malestar político desde abajo, no de sus oponentes en el Partido Demócrata.
A lo largo de la crisis del Watergate, la Workers League (Liga Obrera), precursora del Partido Socialista por la Igualdad (EE. UU.), publicó informes detallados sobre la crisis y avanzó la demanda de un movimiento político independiente de la clase trabajadora para obligar a Nixon a abandonar el cargo. Dijimos que la clase obrera no debía permitir que la burguesía estadounidense resolviera la crisis a través de métodos que protegieran su monopolio político (el sistema bipartidista) y las instituciones represivas del Estado capitalista.
Después de que Ford asumiera el cargo y declarara el final de “nuestra larga pesadilla nacional”, indultó a Nixon para que no hubiera una mayor exposición de sus crímenes. Los representantes de la patronal tanto demócratas como republicanos y los medios corporativos dieron un suspiro de alivio. “El sistema funciona”, declararon.
Esto fue prematuro, por decir lo menos. Si bien Watergate marcó el primer giro realmente significativo de un presidente estadounidense hacia métodos criminales para socavar los procedimientos constitucionales fundamentales, no iba a ser el último. Impulsada por una crisis económica cada vez más profunda, la clase dominante estadounidense recurrió continuamente a métodos violentos y autoritarios para atacar a la clase trabajadora y amenazar los derechos democráticos.
El presidente demócrata Jimmy Carter intentó aplastar la huelga nacional de los mineros del carbón en 1978 mediante la invocación de la Ley Taft-Hartley. Fracasó, pero su acción preparó el terreno para el despido masivo por parte de Ronald Reagan de 11.000 controladores aéreos en huelga del sindicato PATCO en agosto de 1981.
En 1986-87, la erupción del escándalo Irán-Contra implicó directamente a la Casa Blanca de Reagan en una conspiración para violar una ley que prohibía enviar ayuda a los escuadrones de la muerte fascistas conocidos como la “Contra” en la guerra terrorista contra el Gobierno sandinista nacionalista de izquierda en Nicaragua. El director de esta operación, el teniente coronel Oliver North, también estaba a cargo de preparar planes secretos para detener a los opositores políticos en caso de una guerra a gran escala en Centroamérica. En lugar de presentar cargos contra o procesar a Reagan, los demócratas en el Congreso encubrieron su responsabilidad y las implicaciones más amplias de la conspiración estatal contra los derechos democráticos.
Con la elección del demócrata Bill Clinton en 1992, el Partido Republicano hizo uso de un fiscal especial pero no para investigar los crímenes, sino para fabricar pruebas que apoyaran un golpe político. Una investigación sobre Whitewater, una inversión inmobiliaria fallida en Arkansas, finalmente se transformó en una investigación salaz de la vida personal de Clinton, que culminó en su juicio político en 1998.
Si bien el Senado se negó a condenarlo, el juicio político preparó el escenario para la elección robada de 2000, en la que la Corte Suprema votó 5-4 en el caso Bush vs. Gore para poner fin al recuento de votos en Florida y otorgarle la presidencia a George W. Bush. Esta decisión extraordinaria no fue impugnada por el Partido Demócrata.
Muchos de los argumentos y procedimientos utilizados por los republicanos para robar las elecciones, aunque se limitaron al estado de Florida, anticiparon los métodos utilizados por Trump y el Partido Republicano en todo el país en 2020. El juez Antonin Scalia argumentó en el fallo de Bush v. Gore que la Constitución no le concede en ninguna parte al pueblo estadounidense el derecho de elegir al presidente. Afirmó que son las asambleas legislativas estatales las que tienen el derecho a seleccionar a los electores presidenciales, sin tener en cuenta el resultado del voto popular.
Durante la intentona golpista de Trump de 2020-2021, la crisis prolongada de la democracia estadounidense alcanzó un nuevo y explosivo punto de intensidad. Trump declaró que no respetaría los resultados de las elecciones a menos que demostraran que él las había ganado.
Después de su derrota, por el amplio margen de siete millones de votos, se negó a ceder e intensificó su impulso para anular el resultado. El 6 de enero de 2021, Trump instigó un asalto violento al Capitolio por parte de sus partidarios, buscando bloquear que el Congreso certificara su derrota electoral.
Los acontecimientos de 2024 marcan un hito más en la ruptura de la democracia estadounidense. Las instituciones que supuestamente salvaron al país en 1974 ahora están alineadas con el aspirante a dictador. El Partido Republicano, que le dijo a Nixon en 1974 que no había salida, hoy no es más que un instrumento del culto fascista de Trump.
Este 1 de julio, la Corte Suprema, que había votado unánimemente contra un presidente dictatorial en 1974, votó 6-3 a favor de la inmunidad de Trump de cualquier repercusión legal por sus acciones. La mayoría del tribunal dictaminó que cualquier orden dada por un presidente a sus subordinados del poder ejecutivo, como las instrucciones que Nixon dio a Haldeman, Ehrlichman y la CIA en 1974, está sujeta a inmunidad legal. Cuando una jueza disidente señaló que un presidente tan empoderado podía ordenar el asesinato de un rival político o un golpe militar con impunidad, la mayoría desestimó su preocupación.
En 1974, el juez William Rehnquist, un reaccionario de línea dura, se recusó del voto 8-0 sobre el fallo del caso EE.UU. vs. Nixon debido a su papel como exfuncionario del Gobierno de Nixon. En 2024, Clarence Thomas y Samuel Alito se negaron a recusarse en la votación a favor de Trump, aunque la esposa de Thomas desempeñó un papel importante en el intento de golpe del 6 de enero, mientras que Alito se preparaba para emitir un fallo judicial a favor del golpe en caso de que tuviera éxito.
En cuanto al Partido Demócrata, su prioridad es continuar e intensificar la guerra entre Estados Unidos y la OTAN con Rusia en Ucrania, respaldar el genocidio israelí en Gaza, prepararse para la guerra con Irán, y continuar la acumulación militar estadounidense en la región de Asia-Pacífico contra China. Esto es lo que ha animado todas sus maniobras este año, culminando con la salida del presidente Biden de la contienda electoral, la postulación de la vicepresidenta Kamala Harris como candidata presidencial y su selección del gobernador de Minnesota, Tim Walz, un veterano que fue militar por 24 años y es partidario de las guerras en Ucrania y Gaza, como su compañero de fórmula.
En su primera entrevista desde que renunció como candidato demócrata, el presidente Biden le dijo a CBS esta semana que “no confía en absoluto” en que habrá una transferencia pacífica del poder en enero de 2025 si Trump es derrotado en las elecciones de noviembre. El propio Trump ha sostenido que solo reconocerá un resultado que sea “justo”, es decir, en el que se lo declare ganador.
La declaración de Biden es tanto una admisión de la realidad política como una declaración de bancarrota política. Durante los tres años que siguieron al golpe del 6 de enero, Biden y los demócratas bloquearon cualquier esfuerzo serio para llevar a Trump ante la justicia por sus crímenes, considerando que sus principales prioridades eran preservar el sistema bipartidista capitalista y asegurar la colaboración de los republicanos en un programa bipartidista de guerra contra Rusia y China. A través de sus ataques reaccionarios contra los niveles de vida, los empleos y los derechos democráticos de los trabajadores estadounidenses, son responsables del resurgimiento de la posición política del demagogo fascista.
(Para un examen más detallado de estos eventos, consulte el análisis de este escritor del 6 de junio de 2005: Watergate en perspectiva histórica: ¿Por qué la Casa Blanca criminal de hoy no enfrenta un desafío similar?)
(Artículo publicado originalmente en inglés el 8 de agosto de 2024)