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«Cegados por su arrogancia e incapaces de afrontar la realidad de su poder menguante»
«Hemos saqueado el mundo, desnudando la tierra con nuestra voracidad… Hemos estado impulsados por la codicia, si su enemigo es rico; por la ambición, si es pobre… Destrozamos, masacramos, nos apoderamos de todo con falsos pretextos y, lo presentamos como la construcción de un gran imperio. Y cuando a nuestro paso no queda nada, más que un desierto, a eso lo llamamos paz romana» .
Tácito, historiador romano.
El terrible estado del imperio estadounidense
Chris Hedges
Transcripción: Arrezafe
El imperio estadounidense está llegando a su fin. Agobiada por crecientes déficits, los devastadores efectos de la desindustrialización y los acuerdos comerciales mundiales, la economía estadounidense está siendo consumida por las guerras en el Medio Oriente y la vasta expansión militar en todo el mundo.
Nuestra democracia ha sido secuestrada y destruida por corporaciones que constantemente exigen más recortes de impuestos, más desregulación e impunidad frente a los masivos fraudes financieros y el continuo saqueo de billones del tesoro estadounidense en forma de rescates.
El país ha perdido el poder y el respeto necesarios para inducir a los aliados en Europa, América Latina, Asia y África a cumplir sus órdenes. Agrega a esto la creciente destrucción causada por el cambio climático y tendrás la receta para una distopía emergente.
La gestión de este descenso en los niveles más altos de las instituciones está en manos de una caterva heterogénea de imbéciles, estafadores, ladrones, oportunistas y generales guerreros. Y sí, el partido democrático incluido.
El imperio seguirá su curso renqueando, perdiendo influencia, hasta que el dólar caiga como moneda de reserva mundial, hundiendo a Estados Unidos en una depresión paralizante y forzando instantáneamente una reducción masiva de nuestra maquinaria militar. A menos que se produzca una revuelta popular repentina y generalizada, cosa que no parece probable, la espiral de la muerte parece imparable, lo que significa que Estados Unidos, tal como lo conocemos, ya no existirá en una década o dos como máximo.
El vacío global que dejaremos atrás lo llenará China, ya consolidada como un gigante económico y militar. O quizás sea un mundo multipolar conformado por Rusia, China, India, Brasil, Turquía, Sudáfrica y algunos otros estados. O tal vez dicho vacío se colme, como escribe el historiador Alfred Mccoy, por una serie de corporaciones transnacionales, fuerzas militares multilaterales, como la OTAN, y un liderazgo financiero internacional, auto-proclamado en Davos y Bilderberg, que forjará un nexo supranacional para reemplazar a cualquier nación o imperio.
En todos los campos, desde financiero y la inversión en infraestructura, hasta la tecnología avanzada, incluidas las supercomputadoras, el armamento espacial y la guerra cibernética, China nos están superando rápidamente. En abril de 2015, el Departamento de Agricultura de EEUU predijo que la economía estadounidense crecería en torno a un 50 por ciento durante los próximos 15 años, mientras se prevé que la economía de China se triplique y supere a la de EEUU hacia el 2030.
China se convirtió en la segunda economía más grande del mundo en 2010, el mismo año en que devino la principal nación manufacturera del mundo, dejando al margen a Estados Unidos que había dominado la manufactura mundial durante un siglo. El Departamento de Defensa emitió un sobrio informe evaluando los riesgos en un mundo posterior a la primacía estadounidense. En dicho informe se constata que el ejército estadounidense, y cito, «ya no disfruta de una posición inexpugnable frente a otros estados competidores, ya no puede generar una superioridad militar local, constante y sostenida en ultramar». Mccoy predice que el colapso se producirá en 2030.
Los imperios en decadencia abrazan un suicidio casi voluntario. Cegados por su arrogancia e incapaces de afrontar la realidad de su poder menguante, se retiran a un mundo de fantasía donde la dura realidad ya no es tenida en cuenta. Sustituyen la diplomacia, el multilateralismo y la política con amenazas grandilocuentes unilaterales y el instrumento contundente de la guerra. Este autoengaño colectivo hizo que Estados Unidos cometiera el mayor error estratégico de su historia, el que dictó la muerte al imperio: la invasión de Afganistán e Irak. Los arquitectos de la guerra en la Casa Blanca de George W Bush y la variedad de idiotas útiles de la prensa y del mundo académico que la animaron sabían muy poco sobre los países invadidos, eran asombrosamente ingenuos sobre los efectos de una guerra a gran escala y fueron sorprendidos por un feroz retroceso.
Sostuvieron que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva, aunque no existían evidencias válidas que apoyaran dicha afirmación. Insistieron en que la democracia se implantaría en Bagdad y se extendería por Oriente Medio. Aseguraron a la población que las tropas estadounidenses serían recibidas como libertadoras por iraquíes y afganos agradecidos. Prometieron que los ingresos petroleros cubrirían el costo de la reconstrucción. Insistieron en que los ataques militares, audaces y rápidos, restablecerían la hegemonía estadounidense en la región y el dominio en el mundo, pero hicieron lo contrario, tanto que, como Brzezinski apuntó, la decisión de emprender esta guerra unilateral contra Irak precipitó una deslegitimación generalizada de la política exterior estadounidense.
Los historiadores del imperio señalan a estos fiascos militares, característicos de todos los imperios tardíos, como micromilitarismo. Los atenienses estaban inmersos en este micromilitarismo cuando, durante la guerra del Peloponeso, invadieron Sicilia sufriendo la pérdida de 200 barcos y miles de soldados, desencadenando revueltas en todo el imperio. Gran Bretaña hizo lo propio en 1956 cuando atacó a Egipto por una disputa sobre la nacionalización del Canal de Suez y tuvo que retirarse, humillada y precipitadamente, dando lugar a una serie de líderes nacionalistas árabes, como Gamal Abdel Nasser de Egipto, y socavando el poder británico sobre sus pocas colonias restantes. Ninguno de dichos imperios se recuperó.
Mientras en su ascenso los imperios suelen ser juiciosos e incluso racionales en su aplicación de la fuerza armada para conquistar y controlar los dominios de ultramar, los imperios en decadencia se inclinan hacia desproporcionadas demostraciones de fuerza, soñando con audaces golpes militares mediante los cuales recuperar, de alguna manera, el prestigio y el poder perdidos, escribe Mccoy. Generalmente irracionales, incluso desde un punto de vista imperial, estas microoperaciones militares pueden producir hemorragicos gastos o humillantes derrotas que solo aceleran el decadente proceso en marcha.
Pero los imperios necesitan más que fuerza para dominar a otras naciones, necesitan de una mística. Esta mística, siempre una máscara para el saqueo imperial, la represión y la explotación, seduce a algunas élites nativas que se muestran dispuestas a cumplir las órdenes del poder imperial, o al menos a permanecer pasivas, proporciona una pátina de civilización e incluso de nobleza para así justificar en casa el coste en sangre y dinero necesarios para mantener el imperio.
El sistema de gobierno parlamentario que, en apariencia, Gran Bretaña implantó en sus colonias, la introducción de deportes británicos, como el polo, el cricket y las carreras de caballos, junto con los vistosos uniformes de los virreyes y el boato de la realeza, estaban cimentados sobre lo que los colonos consideraban la invencibilidad de su armada y su ejército. Inglaterra pudo mantener unido este imperio desde 1815 hasta 1914 antes de verse obligada a una retirada constante.
La inflamada retórica de Estados Unidos sobre la democracia, la libertad y la igualdad, junto con el baloncesto, el béisbol y Hollywood, así como nuestra propia deificación del ejército, cautivaron y atemorizaron a gran parte del mundo a raíz de la Segunda Guerra Mundial. Por supuesto, tras el telón la CIA utilizaba su arsenal de trucos sucios orquestando golpes de Estado, amañando elecciones, perpetrando asesinatos, practicando oscuras campañas de propaganda, sobornos, chantajes, intimidación y, por supuesto, tortura.
Pero, ya nada de esto funciona. Las fotografías de abusos físicos y humillaciones sexuales perpetradas contra los prisioneros árabes en Abu Ghraib inflamaron al mundo musulmán, alimentaron a Al Qaeda y luego a Isis nutriendo sus filas. El asesinato de Osama Bin Laden –estaba desarmado, se llama asesinato–, y de una serie de líderes yihadistas, incluido el ciudadano estadounidense Aanwar al-Awlaki, fue una clara burla del estado de derecho.
Los cientos de miles de muertos y millones de refugiados que huyen de nuestras debacles en el Oriente Medio, junto con la amenaza casi constante de drones aéreos militarizados, nos muestran como terroristas de estado. Hemos repetido en Oriente Medio la propensión del ejército estadounidense a las atrocidades generalizadas, la violencia indiscriminada, las mentiras y los errores de cálculo fatales que llevaron a nuestra derrota en Vietnam.
La brutalidad ejercida en el extranjero va acompañada de una creciente brutalidad en el país. La policía militarizada mata a tiros a personas pobres de color, en su mayoría desarmadas, y colma las cárceles de un sistema penitenciario que alberga a un asombroso 25 por ciento de la población reclusa del mundo, aunque los estadounidenses representan tan solo el cinco por ciento de la población mundial.
Muchas de nuestras ciudades, así como el transporte público, están en ruinas. Nuestro sistema educativo, en severo declive, está siendo privatizado. La adicción a los opioides, el suicidio, los tiroteos masivos, la depresión y la obesidad mórbida plagan a una población que ha caído en una profunda desesperación. La extrema desilusión y la ira que condujeron a la elección de Donald Trump, una reacción al golpe de estado corporativo y la pobreza que aflige al menos a la mitad del país, han destruido el mito de una democracia efectiva.
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