Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/catalunya-el-adios-de-torra-y-el-retorno-del-autonomismo Daniel Escribano Àngel Ferrero 12/02/2020
Catalunya: El adiós de Torra y ¿el retorno del autonomismo?
¿Nos encontramos ante el principio del fin del ‘procés’ o frente a una nueva fase del mismo? La pregunta ha reaparecido estos días: unos la pronuncian con temor y otros, con esperanza, pero la incertidumbre afecta a todos por igual. Motivos para planteársela, en cualquier caso, no sobran, pues en las últimas semanas de enero se han sucedido una serie de hechos que han desembocado en el anuncio de convocatoria de unas elecciones anticipadas cuyos resultados son cualquier cosa menos fáciles de prever.
¿Se bifurca el procés?
La cadena de acontecimientos comienza el 3 de enero, con el acuerdo adoptado por una dividida Junta Electoral Central (JEC) en que dejaba sin efecto el acta de diputado del Parlament del actual ‘president’ de la Generalitat, Quim Torra, en aplicación de la condena por un supuesto delito de desobediencia dictada el pasado 19 de diciembre del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC), por la demora en retirar de las dependencias de la Generalitat y organismos dependientes de ella determinadas pancartas y símbolos, a requerimiento de la propia JEC. El día 4, el Parlament de Catalunya, en una sesión extraordinaria, decidió respaldar a Torra como diputado y presidente. No obstante, el 9 la Sala Tercera del Tribunal Supremo (TS) denegó la suspensión cautelarísima solicitada por la defensa de Torra contra el Acuerdo de la JEC, y el 23, la suspensión cautelar. El mismo día 23, la JEC acordó requerir al presidente del Parlament, Roger Torrent (ERC), la ejecución de su acuerdo del 3. Ante el dilema entre el contenido del acuerdo de la JEC y la ausencia de base jurídica que lo habilite para declarar la incompatibilidad de los electos una vez finalizado el proceso electoral —competencia que el Reglamento del Parlament (art. 18) atribuye al Pleno de éste—, el presidente del Parlament optó por dejar la decisión en manos del secretario general de la cámara, Xavier Muro, que, en la siguiente sesión del Pleno, el día 27, dio instrucciones a los servicios del Parlament para que hicieran efectiva la pérdida de la condición de diputado de Torra. Inmediatamente, el abogado de Torra Gonzalo Boye afirmó, en una serie de tuits, que el secretario del Parlament carece de competencia para dar instrucciones semejantes y colocó nuevamente la pelota en el tejado de Torrent, reponiendo que dicha decisión “debe ser adoptada por el Parlament a través de su máximo representante”. En cualquier caso, la Mesa de la cámara rechazó que se sometiera votación una petición de Junts per Catalunya (JxCat) que solicitaba dejar sin efecto la instrucción de Muro.
La sesión parlamentaria fue accidentada, suspendida abruptamente tras el anuncio del portavoz de JxCat, Albert Batet, de que su grupo no participaría en las votaciones, en protesta por la retirada del escaño a Torra. Por su parte, Lorena Roldán, portavoz de Cs (uno de los partidos que interpusieron el recurso que ha llevado al acuerdo de la JEC), tildó al president de “terrorista, corrupto y delincuente”. Mientras tanto, a las puertas del edificio, la tensión entre manifestantes y policía aumentaba por momentos. Lo que más destacaron los medios de comunicación fue que el vicepresidente de la Generalitat, el republicano Pere Aragonès, y otros diputados de su grupo no aplaudieran la intervención de Torra, en que solicitó al presidente del Parlament que garantizara sus “derechos de diputado” y se preguntó si “lo que acaba siendo simbólico son las votaciones del Parlament” (en alusión al argumento expuesto desde ERC, entre otros sectores, según el cual, como el artículo 67 del Estatuto de Autonomía sólo exige que el candidato a president sea diputado en el momento de la investidura pero no establece que tenga que mantener dicho cargo durante toda la legislatura, el mantenimiento del acta de diputado era una cuestión menor y “simbólica”). La fría reacción de los ‘consellers’ de ERC a la intervención del president condensaba en una imagen la división entre ERC y JxCat. Tras la retirada del acta de diputado a Torra, JxCat dio por perdida la confianza de ERC y, según algunos medios de comunicación, se barajó la expulsión del Gobierno de los consejeros republicanos, pero finalmente Torra descartó esa opción, a la que, según esas fuentes, también era contrario Carles Puigdemont. En lugar de ello, el 29 de enero el president leyó una declaración institucional, que cogió por sorpresa a sus socios de Gobierno, en que anunciaba que convocará elecciones cuando se hayan aprobado los presupuestos, esto es, sin fecha concreta.
Esta opción es la que parece favorecer políticamente más a JxCat, puesto que le permite ganar tiempo de cara a resolver sus problemas internos —se mantiene la división entre los partidarios de mantener el pulso con el Estado, cohesionados en torno a la figura de Puigdemont, y quienes aspiran a regresar al pactismo de la vieja Convergència Democràtica de Catalunya (CDC)— y, a la vez, encontrar un candidato viable para las elecciones. En este sentido, el conseller de Políticas Digitales y Administraciones Públicas, Jordi Puigneró, no se descartó cuando, en una entrevista concedida a RAC1, le preguntaron si se presentaría como candidato. Hoy como ayer, también siguen sonando los nombres del conseller de Territorio y Sostenibilidad, Damià Calvet, la portavoz de JxCat en el Congreso de los Diputados, Laura Borràs, la exconsellera de Presidencia, Elsa Artadi, la consellera de Empresa, Àngels Chacón, y la alcaldesa de Girona, Marta Madrenas, e incluso han vuelto a asomar los nombres del propio Puigdemont y hasta el mismísimo Artur Mas, cuya pena de inhabilitación impuesta por el TSJC por la consulta del 9 de noviembre de 2014 acaba el próximo 23 de febrero. El president exiliado es el principal activo electoral de que dispone actualmente el espacio de JxCat. Y la figura de Puigdemont se ajusta al tipo de campaña que planteará JxCat, cuyo principal argumento será la “resistencia” frente a la represión, por mucho que dicha resistencia sea, en gran parte, meramente retórica, como muestra la colaboración de los Mossos d’Esquadra con la Policía española en la represión de las manifestaciones contra la sentencia del procés o la incapacidad de Torra para cumplir el ultimátum que dio en diciembre de 2018 al conseller de Interior, Miquel Buch, para que tomara medidas tras diversos comportamientos irregulares de los Mossos d’Esquadra en sus actuaciones contra manifestaciones antifascistas. En cualquier caso, el próximo 29 de febrero está convocado un acto en Perpinyà en que participarán Puigdemont y la flamante eurodiputada Clara Ponsatí —cuya inmunidad parlamentaria les permite viajar a la ciudad sin temor a ser detenido por las autoridades francesas— que, entre otras cosas, servirá de termómetro para medir su apoyo.
Por lo demás, salvo la CUP, no se esperan demasiadas sorpresas en la elección de los candidatos a encabezar las listas de las próximas elecciones catalanas: ERC confiará, seguramente, en Aragonès —Torrent ya se ha descartado a sí mismo—, el PSC, en su secretario primero, Miquel Iceta, Catalunya en Comú y Cs, en sus respectivas portavoces parlamentarias, Jèssica Albiach —que encabezará las primarias— y Lorena Roldán, y el PP, en su presidente, Alejandro Fernández. Vox, que ya ha inaugurado su sede en Barcelona en medio de protestas, podría entrar por primera vez en la cámara catalana, pero también podría hacerlo, dependiendo de cómo discurra la campaña, Primàries Catalunya, la candidatura liderada por Jordi Graupera. La entrada de Primàries, de producirse, podría alterar la aritmética parlamentaria. Desde las redes sociales, se observa con preocupación cómo ha ido ganando espacio en ellas el Front Nacional de Catalunya (FNC) —que no debe confundirse con la organización histórica homónima, disuelta en ERC en 1990, pero cuyo nombre, en el contexto europeo actual, reviste unas resonancias lepenianas que no dejan lugar a dudas sobre su ideología—, pero lo cierto es que sus posibilidades reales no parecen ajustarse a su presencia virtual. Por ahora, el FNC cuenta solamente con una concejala en el municipio de Ripoll.
Sea como fuere, parece demasiado pronto como para hablar de posibilidades de coalición, que, con todo, comienzan a esbozarse en los planes de futuro de los partidos. De mantenerse como primera fuerza electoral, ERC podría explorar la posibilidad de un tripartito con Catalunya en Comú Podem y el PSC, pero las evidentes distancias políticas con este último respecto a la cuestión nacional siguen suponiendo un obstáculo. Por ahora, Aragonès ha descartado pactar con el PSC, y ya antes el presidente de la formación, Oriol Junqueras, había intentado fintar planteando la posibilidad de un tripartito entre republicanos, comunes y la CUP —a la que las encuestas auguran una subida—, pero estos últimos se resisten a entrar en un gobierno de estas características. De todos modos, en ocasiones anteriores JxCat ha sabido recortar las distancias que la separaban de los republicanos en campaña, y el contraste entre el radicalismo verbal de JxCat y el pragmatismo de ERC bien podría contribuir a que la historia se repitiera. En ese caso, ERC y JxCat se verían abocadas nuevamente a un matrimonio de conveniencia, quedando únicamente a despejar la duda de cuál de las dos sería la primera fuerza. De la elección del candidato dependerá el programa, y de éste —y, evidentemente, de los resultados—, las posibilidades de coalición. A grandes rasgos, la situación se presenta como una bifurcación: aunque el independentismo, ateniéndonos a las encuestas, mantendría su mayoría parlamentaria, una vía conduce a mantener —como se ha dado en llamarlo— “el embate democrático”; la otra, a una suerte de tregua con el Estado que, a su vez, se bifurcaría entre quienes la defienden con miras a que el independentismo recupere sus fuerzas, y quienes apuestan directamente por retomar la vieja idea de un nuevo “encaje” de Cataluña en el Estado español.
La reunión Sánchez-Torra
En un primer momento, el Gobierno español aprovechó la situación de crisis política en Cataluña para suspender la mesa de diálogo —aunque no la reunión del 6 de febrero entre Pedro Sánchez y Torra—. Así, el 30 de enero el presidente español anunció que esperaría a iniciar las sesiones de la mesa de diálogo político a que se hayan celebrado elecciones al Parlament. ERC lo denunció inmediatamente como un incumplimiento del acuerdo que permitió su abstención en la investidura de Sánchez. Ese mismo día el presidente español se reunió con Gabriel Rufián, presidente del grupo parlamentario de ERC en el Congreso, cuyos votos necesitará para aprobar presupuestos, rectificó y el Gobierno emitió un comunicado en que mostraba su “disposición” a reunir a la mesa de diálogo entre Gobiernos “antes de las elecciones catalanas”. Se da la circunstancia de que la negociación de ERC para la constitución de la mesa y sus resultados ya habían sido cuestionados por otros sectores del independentismo, en un adelanto de lo que podría ser la campaña para las elecciones al Parlament. Y es que lo sucedido sirvió para que en cuestión de horas ERC quedase expuesta a las críticas del resto del independentismo. En efecto, la suspensión de la mesa de diálogo habría servido al Gobierno español para alejar la situación unos meses e intentar rebajar los ataques de la derecha por ese flanco, por una parte, y esperar a la posible consolidación de un gobierno de otro color en Cataluña, sin JxCat o con un papel subalterno de ésta, por la otra. Pero, al mismo tiempo, también habría supuesto debilitar a ERC.
Este último desencuentro parece mostrar la escasa voluntad del Gobierno español en punto al diálogo político con la Generalitat, sobre todo desde que el año pasado aquél lo abandonara unilateralmente el año pasado. Tiene que ver con ello, por una parte, el desacuerdo de fondo en cuanto a la cuestión de la autodeterminación. Y es que la unidad política de los pueblos bajo administración española es un fundamento constitucional, impuesto por la elite política y militar del régimen franquista, que es previo a y está por encima de la voluntad de la ciudadanía. Lo condensó con toda claridad la actual vicepresidenta española Carmen Calvo, el pasado 28 de marzo: “nuestro país no tiene estructura jurídica para que nadie, con ningún referéndum en su territorio, rompa la unidad del Estado español”. Y, por otra parte, el PSOE carece de proyecto definido sobre la organización territorial del Estado y, por ello, de propuesta política alguna a largo plazo para Cataluña. A todo ello hay que añadir la inveterada oposición de la derecha, los aparatos del Estado, los principales medios de comunicación y de importantes sectores de su propio partido a resolver el conflicto mediante el diálogo.
La reunión entre ambos presidentes —a diferencia de las anteriores visitas de Sánchez a Barcelona— se celebró sin protestas, salvo una pequeña convocatoria de los CDR el día anterior en la plaza Sant Jaume. Torra reiteró su posición favorable a un acuerdo para que Cataluña ejerza el derecho de autodeterminación y a la aprobación de una ley de amnistía para los presos y procesados por las diversas causas del procés, tal y como habían acordado el 15 de enero el Gobierno catalán, JxCat, ERC, CUP, Assemblea Nacional Catalana (ANC) y Òmnium Cultural. Sánchez, por su parte, presentó un documento con 44 puntos en que propone la apertura de “vías de negociación y diálogo sobre el futuro de Cataluña” mediante una Mesa con el objetivo de “buscar soluciones políticas que reflejen los intereses de una amplia mayoría de catalanes”, en el marco “de la ley y el respeto a la seguridad jurídica”, y que debería constituirse “en el mes de febrero” (en el acuerdo suscrito entre el PSOE y ERC para facilitar la investidura de Sánchez se hablaba de un plazo de quince días desde la formación de Gobierno).
En realidad, las recetas del Gobierno español para la resolución del conflicto de soberanía subyacente en todo este asunto se reducen al retorno a la vieja política autonomista de “demandas de traspasos y desarrollos estatutarios”, ahora mediante la reactivación de la “Comisión Bilateral Generalitat-Estado” creada en el Estatuto de Autonomía de 2006 y congelada por el Gobierno del PP. En este marco, no podían faltar las referencias a un “nuevo sistema de financiación autonómica” que “cuente con la participación de los territorios, y que permita garantizar la lealtad y solidaridad entre territorios y la igualdad de todos los españoles, a la vez que asegurar la justa distribución de los recursos públicos y la capacidad de las CCAA para proveer los servicios y prestaciones sociales que son de su competencia”, una “senda más transitable” para la reducción del déficit público, “que no afecte a la creación de empleo ni al crecimiento económico”, después de que las políticas de ajuste iniciadas en 2010 limitaron seriamente la capacidad de creación de nuevos impuestos por parte de las CCAA y el Gobierno central les forzó a ajustar mediante la reducción del gasto, cuando son éstas quienes tienen la competencia sobre provisión de los principales servicios públicos sociales.
Tampoco podía faltar la mención al “cumplimiento de los compromisos de inversión” de la Administración general del Estado en Cataluña establecidos en la disposición adicional tercera del Estatuto, que establecía una cuantía equivalente al PIB relativo de Cataluña en el PIB español durante siete años y que sólo se cumplió en 2010, ya que el TC la consideró conforme a Constitución sólo al precio de negarle carácter vinculante para las Cortes Generales (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 138). No obstante, dicho cumplimiento se vincula a la aprobación de los presupuestos. Si no estaba lo suficientemente claro, el Gobierno lo recordó añadiendo la coletilla “como ya sucedía con el proyecto de PGE para 2019”, arrojando así un dardo a los partidos independentistas por haber votado a favor de las enmiendas a la totalidad de dichos presupuestos. Asimismo, tampoco genera excesiva confianza en las instituciones catalanas las cifras de inversión consignadas en los presupuestos del Estado, porque es frecuente que, en lo tocante a Cataluña, no lleguen a ejecutarse en su totalidad. En efecto, según datos de la Intervención General del Estado, entre 2015 y 2018 sólo se ejecutó el 65,9% del presupuesto en inversiones para Cataluña.
Otros puntos del documento gubernativo son la aceptación de las “delegaciones de la Generalitat en el exterior”, pero siempre que se ajusten “a los principios contenidos en la Ley de Acción y Servicio Exterior del Estado”, y varios compromisos con las instituciones catalanas. Entre ellos destaca el respeto en la “nueva Ley de Educación” del “modelo de escuela catalana” —cuestionado en el aspecto lingüístico durante los últimos años por el poder judicial y por la Ley orgánica “para la mejora de la calidad educativa” aprobada por el PP en 2013—, la concesión de un múltiplex a la Corporació Catalana de Mitjans Audiovisuals, que permitiría que sus canales pudieran recibirse en el País Valenciano, o el pago de “la compensación por el incremento de la plantilla de los Mossos d’Esquadra” hasta 2022. Finalmente, el Gobierno español también expresaba su voluntad de “evitar la judicialización de la política” y reducir “la conflictividad institucional”, declarando su disposición a “escuchar y atender demandas sobre resoluciones y textos legislativos pendientes de recurso o de sentencia”, si bien respetando “la independencia y las resoluciones del poder judicial”, en un redactado que desconoce que la mayoría de conflictos entre la Generalitat y la Administración general del Estado se dirimen en el TC, que no es un órgano judicial y que no se pronuncia de oficio salvo que se interponga un recurso de inconstitucionalidad, del que ha echado mano con profusión el Gobierno central durante los últimos años. Y, en lo tocante a los órganos estrictamente jurisdiccionales, el texto gubernativo también soslaya que el Gobierno puede influir en los procesos judiciales a través de la Fiscalía.
Con estos mimbres, todo parece indicar que la apuesta del Gobierno del PSOE por el diálogo político con la Generalitat llegará hasta donde llegue su necesidad de los votos de los partidos independentistas en las Cortes. Y, mutatis mutandis, lo mismo puede decirse de su socio de Gobierno. En este sentido, es elocuente la posición expuesta por el recientemente elegido presidente de Unidas Podemos en el Congreso, Jaume Asens, que, tan pronto como Sánchez anunció el aplazamiento de la primera reunión de la mesa, calificó dicha postura de “razonable”. Por ello, la rectificación del presidente español es también una desautorización de la posición, obediente y subalterna, de UP, como ya ocurrió con el acuerdo entre el PSOE y ERC para posibilitar la investidura de Sánchez, que constataba la existencia de un “conflicto político” entre las instituciones catalanas y los poderes centrales del Estado, calificación que corregía la reducción del conflicto a una crisis de “convivencia”, en el texto del preacuerdo de Gobierno suscrito entre el PSOE y UP.
El mismo día de la reunión, el Parlament aprobó una resolución presentada por JxCat en que, además de denunciar la represión judicial y administrativa y de reiterar las reivindicaciones ya expuestas de amnistía y autodeterminación, afirmaba la necesidad de una “mediación internacional” para “dotar de garantías a este diálogo” y “dar visibilidad a las negociaciones, así como velar por el cumplimiento de los acuerdos”. Al día siguiente, Torra declaró que, como ‘president’ de la Generalitat, estaba obligado a defender el mandato del Parlament, por lo que afirmó que la inclusión de la figura del mediador era de “obligado cumplimiento”. Un día después, la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, reincidió en la mencionada actitud subalterna del espacio de los comunes y UP respecto al PSOE, que parece que será la tónica de toda la legislatura. En una entrevista concedida a Catalunya Ràdio, la alcaldesa —que más parecía una delegada del Gobierno— afirmó que la mediación es una “forma imaginativa” pensada para el contexto “del Gobierno del Partido Popular”, pero no para el “escenario” actual, con “un gobierno del Estado que habla de conflicto político, de soluciones políticas, que ha aceptado una mesa bilateral”. Como si los Gobiernos del PSOE no tuvieran incumplimientos en su historial —lo reconoce el propio Gobierno en su documento de 44 puntos en lo tocante a la disposición adicional tercera del Estatuto—, como si los operadores jurídicos bajo su dependencia no hubieran jugado ningún papel en el juicio del procés en el TS y en el resto de causas derivadas en curso, o como si el PSOE no se hubiera alineado con la política represiva llevada a cabo por el PP cuando éste estaba al frente del Gobierno central.
¿Desjudicialización ha dicho?
En paralelo, junto a los pasillos y despachos del poder, y toda vez que la calle se aleja, los tribunales siguen siendo el otro escenario de esta fase del procés en estas últimas semanas. El 20 de enero empezaba en la Sala Penal de la Audiencia Nacional (AN) otro juicio relacionado con el ‘procés’, en este caso a la cúpula de los Mossos d’Esquadra durante la pasada legislatura, por supuestos delitos de rebelión y sedición con motivo de la concentración del 20 de septiembre de 2017 contra el registro en de la Secretaría General de la Vicepresidencia y del Departamento de Economía y Hacienda en Barcelona y del referéndum del 1 de octubre. A pesar de que la sentencia del TS del 14 de octubre del pasado año descartó el cargo de rebelión, la Fiscalía —un órgano que, como recordó el presidente español en campaña electoral, depende del Gobierno— lo mantiene para tres de los cuatro acusados: el exmayor de los Mossos d’Esquadra Josep Lluís Trapero, el exsecretario de Interior de la Generalitat Cèsar Puig, el exdirector de los Mossos Pere Soler, para los que solicita penas de once años de cárcel, mientras que acusa de sedición a la intendente y responsable del operativo de seguridad durante el registro del 20 de septiembre, Teresa Laplana. Además del sinsentido consistente en solicitar cargos de mayor gravedad para los responsables policiales que aquellos por los que han sido condenados sus jefes políticos, la acusación por rebelión supone también una vulneración del derecho a la defensa, por cuanto se prevé que, en su escrito de conclusiones definitivas, rebaje el cargo a sedición, pero para entonces las defensas habrán tenido que concentrarse en combatir la acusación de rebelión, mientras que no lo habrán podido hacer con el cargo definitivo de la acusación. Asimismo, y al igual que en el juicio en el TS, el proceso arranca con la vulneración del juez predeterminado por la ley, toda vez que la rebelión figura (cap. 1º del título XXI del libro segundo del Código Penal) en un capítulo separado de los delitos contra la Corona (cap. 2º del mismo título) y contra las instituciones del Estado y la división de poderes (cap. 3º), que son los delitos políticos de cuyo conocimiento atribuye la Ley Orgánica del poder judicial a la AN (art. 65.1.a). Y el pleno de la Sala Penal del propio tribunal especial resolvió, en auto de 2 de diciembre de 2008 (RJ 4), que “el delito de rebelión nunca ha sido competencia de esta Audiencia Nacional”. Tampoco está garantizado el derecho al juez imparcial, ya que la presidenta del tribunal, Concepción Espejel, casada con un agente de la Guardia Civil, es una conocida derechista que fue apartada del enjuiciamiento del caso Gürtel por su proximidad con el PP, ponente de la sentencia condenatoria del rapero Valtònyc y presidenta del tribunal que, el pasado 30 de enero, dictó el auto por el que, en contra de su propia jurisprudencia, considera no prescrita la responsabilidad civil de Gonzalo Boye (abogado de los presidentes Puigdemont y Torra y del propio Valtònyc), por unos hechos de 1988.
Por lo demás, del rigor técnico de las acusaciones da fe la imputación a Puig, que carecía de toda responsabilidad en el diseño de los operativos. A pesar de que, en el relato de la acusación, los Mossos iban a servir de fuerza armada para defender la declaración de independencia, todos los actos concretos de “rebelión” que se les imputan es no haber disuelto la concentración del 20 de septiembre y no no haber actuado como la Policía española y la Guardia Civil durante el 1 de octubre contra los ciudadanos que resistían pasivamente para defender las urnas del referéndum. También carecen de sentido las acusaciones a los Mossos d’Esquadra de pasividad ante el referéndum, toda vez que clausuraron, sin violencia, en torno a 99 colegios electorales e impidieron la apertura de otros 293, mientras que la suma de colegios clausurados por la Policía Nacional y la Guardia Civil fue de noventa. De la lógica inquisitorial del proceso dan fe algunas de las preguntas formuladas a Trapero como qué relación personal tenía con el president Puigdemont o qué opinión tenía de las normas que aprobaban el Parlament y el Gobierno catalán para llevar a cabo el referéndum. Si bien hasta la fecha la defensa ha rebatido de manera técnicamente brillante los argumentos de la acusación y no es esperable una estrategia de ruptura en un juicio a responsables policiales, es dudoso que el distanciamiento explícito del independentismo y de la acción del Gobierno catalán por parte de los acusados vaya a serles de utilidad en un juicio de carácter político y con intención ejemplarizante.
Por otra parte, el 28 de enero el Tribunal Constitucional (TC) dictó auto sobre el incidente de ejecución planteado por la Abogacía del Estado en torno a la sentencia del pasado 17 de julio que anulaba sendas resoluciones del Parlament de defensa del derecho de autodeterminación de Cataluña y reprobación de la monarquía española. El TC insta a la Fiscalía a que estudie “exigir la responsabilidad penal que pudiera corresponder” al presidente del Parlament, Roger Torrent, y los vicepresidentes Josep Costa y Eusebi Campdepadrós, ambos de JxCat, por haber admitido a trámite, los pasados 22 y 29 de octubre, sendas propuestas de resolución sobre las mencionadas cuestiones. Precisamente en la posición que adopte la Fiscalía podrá apreciarse el alcance de la voluntad expresada por el Gobierno español en punto a la desjudicialización del conflicto. Y, como hemos visto, poco se ha avanzado en este aspecto. Es más, entre la última semana de enero y la primera de febrero la Fiscalía se opuso a la concesión de sendos permisos penitenciarios al presidente de Òmnium Cultural, Jordi Cuixart, y al expresidente de la ANC Jordi Sànchez, alegando que no se han sometido “a un programa de tratamiento específico atendiendo a la naturaleza del delito por el que cumplen condena”. Teniendo en cuenta que el “delito” por el que han sido condenados es el de organizar una manifestación pacífica en protesta por el registro del 20 de septiembre de 2017 ordenado por el juzgado de instrucción número 13 de Barcelona, no es claro en qué se diferencia el “tratamiento” sugerido por la Fiscalía de un programa de reeducación ideológica para disidentes. Asimismo, y dejando de lado que la condena de Cuixart y Sànchez ha vulnerado, además de un sinfín de derechos fundamentales, el principio de legalidad penal, al parecer la Fiscalía desconoce el contenido del apartado segundo del artículo 24 de la Constitución, que reconoce el derecho de toda persona a no declararse culpable. Es cierto que la magistrada del Juzgado de Vigilancia Penitenciaria número cinco de Catalunya, tumbó la pretensión de la Fiscalía y concedió el permiso a Cuixart, pero ocurre que el poder judicial es formalmente independiente, mientras que la Fiscalía es un órgano jerarquizado dependiente del Ministerio de Justicia, de modo que sólo la posición de ésta es indicativa de la predisposición del Gobierno a “desjudicializar” el conflicto.
Que los tribunales siguen echando humo por el procés lo demuestra también el que los días 5 y 6 de febrero fueran juzgados en la Audiencia Provincial de Barcelona trece miembros de los Comités de Defensa de la República (CDR), por encadenarse ante el TSJC el 23 de febrero de 2018 en protesta por la usurpación por parte del Gobierno español de la Generalitat y el encarcelamiento de miembros del Gobierno y líderes sociales y en denuncia de la politización de las altas instancias judiciales españolas. La Fiscalía les acusa de “desórdenes públicos”, delito que, según su propio tenor literal (art. 557 CP), exige “actos de violencia sobre las personas o sobre las cosas” y cuya pena oscila entre seis meses y tres años. Pues bien, la Fiscalía no solamente hace caso omiso de la necesidad de que concurran actos de violencia para aplicar el tipo, sino que, además, sitúa en la mitad superior la petición de penas en el caso de la mayoría de los acusados, ya que solicita dos años y medio de cárcel para once de ellos (y un año para los dos restantes).
De haber una traducción gráfica, la hoja de ruta que surja de la mesa de negociación se asemejaría a esos mapas de navegación medieval donde la nave está amenazada por dragones, sirenas y otras criaturas fantásticas y terribles. Como eso está claro, o debería estarlo a estas alturas para todo el mundo, la pregunta es otra: ¿Estamos seguros de las intenciones de sus capitanes?
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