Fuente: https://www.telesurtv.net/bloggers/Cada-vez-es-menos-20220303-0001.html?utm_source=planisys&utm_medium=NewsletterEspa%C3%B1ol&utm_campaign=NewsletterEspa%C3%83%C2%B1ol&utm_content=31 Ilka Oliva Corado 3 marzo 2022
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Las únicas veces que Caya de nía Chenta escuchó el sonido de los cascos de los caballos sobre los adoquines fueron las noches haciéndole compañía a la señora de la farmacia cuando sus hijos se iban de viaje a la capital. Entonces pedía favor a nía Chenta para que se la prestara para que se quedara a dormir con ella mientras regresaban. Así fue como Caya escuchó el sonido del agua potable recorriendo la tubería de pvc; en esa casa también vio por primera vez un inodoro, una pila y un refrigerador, una plancha eléctrica, un televisor a control remoto y una secadora de pelo.
Qué distinto el sonido del pueblo al de su aldea que quedaba perdida entre los cerros, adonde no llegaba el agua potable ni la luz eléctrica. Mientras las niñas del pueblo iban a la escuela, a Caya le tocaba ir a acarrear agua al nacimiento que quedaba a seis kilómetros de su casa. Se llevaba dos mulas y diez tinajas, cuatro en cada mula y dos que cargaba ella, una en la cabeza y otra en la cintura. Eso a las cuatro de la madrugada para regresar aclarando el día, poner a hervir el maíz, molerlo en el molino de mano y echar las tortillas para llevar desayuno a su papá y a sus hermanos que trabajaban de mozos en una finca.
Su mamá para mientras cuidaba a los tres hermanitos pequeños, dos gemelos de meses de nacidos y la hermanita de tres años a la que Caya le llevaba nueve. Su mamá le enseñó a hacer quesadillas y pan de arroz, marquesote y semitas que salía a vender al pueblo para ayudarse en la compra de sal, aceite, gas para el candil, jabón, baterías para el radio, azúcar y cal para cocer el maíz. En una de esas ventas fue que la conoció la señora de la farmacia que también le sugirió que comprara leche y que hicieran queso y crema para vender, que si quería ella podía ofrecerlos en la farmacia. Cada vez que subía al pueblo a vender, Caya se quedaba ayudándole en la limpieza de la casa. A cambio la señora le daba dinero unos días y otros le daba víveres, ropa usada, zapatos que iban dejando sus hijos para que se los diera a sus hermanos. Y un día para su cumpleaños le dio una máquina de coser usada, le dijo que podía comprar pedazos de tela y hacer delantales, bolsas de manta y remendar ropa, y que podía quedarse ahí en la casa cosiendo porque le ayudaba la luz eléctrica. Así fue como Caya de nía Chenta aprendió el oficio de la costura que le ayudó mucho para dar dinero a sus papás a quienes veía muy poco, entre que limpiaba la casa de la señora, salía a vender las quesadillas, hacía el queso y la crema y se ocupaba en la máquina de coser.
Una noche que se quedó a dormir en la casa de la señora de la farmacia le sucedió la desgracia. Uno de los hijos mayores regresó de la capital y la abusó mientras dormía. Le tapó la boca para que no gritara y la amenazó que si decía algo iba a contar en el pueblo que fue ella quien lo buscó y que él como era hombre no podía decirle que no. Así fue como Caya de nía Chenta quedó embarazada a los doce años. Cuando se lo explicó a sus papás no le creyeron, tampoco le creyó la señora de la farmacia que la culpó de abuso de confianza, que le dijo que cómo se atrevía siendo sirvienta a voltear a ver a sus hijos, que le echó en cara la ayuda, la máquina de coser y los zapatos usados que le regalaba para sus hermanos. Los papás la echaron de su casa, le dijeron que era una vergüenza para la familia y un mal ejemplo para su hermana menor. Con tres meses de embarazo Caya se fue de su aldea en Ahuachapán, El Salvador y cruzó la frontera hacia Guatemala. En Jalpatagua buscó trabajo en las tiendas, tocó puertas en casas, en bodegas de granos y consiguió trabajo haciendo limpieza en una cafetería.
No recuerda las veces que la abusó el dueño y la amenazó que si le decía algo a su esposa la echaría a la calle. Ahí en la cafetería tuvo a su hija, y a los dos meses, cuando sintió fuerza para poder caminar se fue del lugar, se paró a media calle con su hija en brazos y paró tráileres pidiendo que la llevaran a la capital. No tenía dinero, y de tráiler en tráiler llegó a la frontera entre México y Guatemala. En ese camino conoció la ingratitud, porque sin dinero la única forma de pago fue su cuerpo; ninguno se ofrecía a llevarla si no le daba algo a cambio y de la misma forma atravesó México en tráileres con su hija en brazos. Así fue como llegó a Estados Unidos después de cruzar por la línea del tren entre Sonora y Arizona, de eso ya veinticinco años.
Caya pone el agua a hervir en una olla pequeña, la medida justa para tres tazas de café. No se acostumbra al café instantáneo ni a las máquinas eléctricas; tiene que tomar su café hervido. Se cambió el nombre. Desde que llegó al país dijo que se llamaba María; le dicen Marry. No quería ningún recuerdo de la familia que la echó, su nombre tampoco. Tiene 22 años trabajando de costurera en una lavandería, vive en un apartamento que comparte con su hija Nuria y su nieto Paco. De los tres él es el único con papeles pues es ciudadano estadounidense, está en la escuela primaria. Ni su hija ni su nieto saben su historia ni por qué emigró, no conocen a los familiares de su mamá y su abuela. Solo saben que es salvadoreña y que cuando extraña su país hace quesadillas y pan de arroz que acompaña con café hervido, pero cada vez es menos.
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