¿Atados de pies y manos?

Fuente: https://www.climatica.lamarea.com/nuestra-placa-de-petri-5-sara-mesa/

¿Existe una sensación de derrota en torno a la lucha climática? La escritora Sara Mesa reflexiona sobre ello en una nueva entrega de #NuestraPlacadePetri.
Una señora mayor observa a jóvenes durante una manifestación por el clima, en Madrid. Foto: Eduardo Robaina

 

17 de febrero de 2020Al leer lo que escribes sobre las tres cuestiones que actualmente ningún científico puede refutar (que el planeta sufre un acelerado aumento de su temperatura, que la causa es el abuso de los combustibles fósiles y que, en las próximas décadas, estas condiciones climáticas extremas se acentuarán), he recordado un desolador, pero quizá realistaartículo del filósofo John Gray de hace solo unos meses. Según Gray, aunque detuviéramos de manera drástica las emisiones de CO2 –cosa que, por otro lado, el sistema económico actual no contempla-, apenas se apreciaría repercusión sobre la emisión de gases de efecto invernadero, ni se podría evitar una alteración del clima que ya es irreversible.

De este modo, Gray califica de “pensamiento mágico” la postura defendida por muchos movimientos ecologistas actuales, pues, de acuerdo a lo expresado por los climatólogos, el calentamiento global seguirá adelante durante cientos y miles de años aunque cesaran sus causas más próximas. Además, detener o modificar el uso de combustibles fósiles tendría unas consecuencias geopolíticas desastrosas, llevaría a la ruina a numerosos países, acentuaría la fuerza de regímenes dictatoriales y ahondaría en la desigualdad social. No sé qué piensas sobre este artículo, pero recuerdo que cuando lo leí me sentí descorazonada, no porque Gray sea derrotista –en el fondo, creo que no lo es-, sino porque me generó la impresión de estar atada de pies y manos, de que nada de lo que podamos hacer como individuos tiene un impacto positivo real.

Creo que esta sensación de derrota se está extendiendo entre la población y se la estamos inculcando también a nuestros hijos. Recuerdo que a raíz de la reciente celebración en España de la Cumbre del Clima, además de las noticias que ya pudieran ver por televisión, en muchos colegios se apresuraron a poner videos a los niños para ilustrarlos sobre las consecuencias del cambio climático. Muchos de estos niños quedaron horrorizados y casi traumatizados porque comprendieron que el desastre ecológico les va a afectar a ellos más que a sus profesores o a sus madres y padres, pero el peso de esta verdad resultaba también paralizante al inocular, inadvertidamente, la idea de la irreversibilidad del desastre, la escasa capacidad de acción.

Esta misma parálisis, a menudo, la siento yo. Creo que ante la complejidad de los problemas ecológicos actuales, ante su enorme impacto y sus ya ineludibles consecuencias, lo que pueda hacer un escritor o una escritora es tan insignificante que renuncio a plantearme objetivos a gran escala. Otra cosa es la ‘pequeña escala’, por así llamarla, la que se vincula, más que a la lucha contra el cambio climático y por la preservación del planeta, al cultivo de la sensibilidad. Como muy bien apuntas, no podemos volvernos unos cínicos.

Sin embargo, gran parte de la literatura ficcional escrita al respecto tiene ese aire de derrota, de pesimismo y fin. Aunque, visto lo visto, ¿cómo podría ser de otra manera? No me extraña que en los últimos tiempos se hayan escrito y publicado tantas obras sobre distopías, apocalipsis y catástrofes, en la línea de La carretera de Corman McCarthy, cuyo tema, en el fondo, no deja de ser la supervivencia de nuestra especie. Pienso, por ejemplo, en novelas recientes tan distintas como Humo de José Ovejero, La mucama de Omicunlé, de Rita Indiana o Los Mandible de Lionel Shriver.

Me detendré un poco en este último título que, como todos los de Shriver, destaca por su carácter visionario y su talante crítico mordaz y poco complaciente. En Los Mandible se cuenta la historia de una saga familiar amenazada por un cambio de paradigma económico en el que el dólar deja de tener primacía y se devalúa hasta extremos inconcebibles. La primera consecuencia es la modificación paralela del sistema político, que se vuelve dictatorial y controlador, con cierre de fronteras incluido. Por si todo esto no fuese bastante, hay que sumar los problemas de superpoblación –en Los Mandible, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos centenarios siguen vivos aunque, lógicamente, ya no son productivos-, además del desempleo, la contaminación y la escasez de recursos. Un momento realmente ilustrativo de la catástrofe es cuando la familia se ve obligada a racionar el agua y el papel higiénico, bienes que en este nuevo contexto adquieren un valor incalculable. Es decir, el dinero ya no vale nada porque con él nada puede comprarse, mientras que lo verdaderamente necesario –el agua, el papel, los alimentos- está dejando de existir y ha de racionarse hasta el extremo. El siguiente peldaño en la bajada al infierno es, cómo no, la violencia: ¿quién se hace con el control de los bienes? Lo que salva el libro de Shriver de convertirse en deprimente es su tono sarcástico e incluso humorístico, pero al cerrarlo permanece la sensación de que lo narrado no es tan fantástico ni inverosímil como parecería a primera vista.

¿Sirven novelas como La carretera o Los Mandible para solucionar algo? No estoy muy segura, pero sí creo que sirven, o pueden servir, para modificar la sensibilidad y colocarnos en estado de alerta ante situaciones amenazantes que están apuntando ya pero que no siempre somos capaces de ver. Son una advertencia, una señal, que no debe pasar desapercibida. Son libros incómodos, sin duda, pero después de todo ¿no lo es casi toda la buena literatura?

A veces no somos conscientes de hasta qué punto los libros –o las películas, es decir, las narraciones ficcionales- nos afinan la sensibilidad y nos hacen más permeables a ciertas realidades, situándonos en esa “actitud de rebeldía permanente” que mencionas. Pienso, por ejemplo, en Mario Levrero, un autor al que adoro, y la obsesión, suya y de sus personajes, por los pájaros y en cómo esa plasmación literaria ahonda en algo que ya existía previamente en mí y que termina canalizando en otra cosa –acciones, libros-. Me explico mejor. Tanto en Diario de un canalla como en La novela luminosa, el narrador, claro trasunto del autor, observa desde su ventana en el primer caso a un pájaro –al que llama Pajarito- y, en el segundo, a una paloma muerta y el revuelo que crea en torno al resto de palomas que va a “velar” el cadáver. El resultado es una especie de diario de campo o diario naturalista donde el narrador consigna el aspecto, comportamiento, evolución, etc., de las aves que observa. Hay una sensibilidad tan excéntrica en esas descripciones pormenorizadas, una defensa tan sutil del arte de perder el tiempo, de detenerse, de desviar la atención hacia las cosas supuestamente secundarias o irrelevantes, que yo lo interpreto, personalmente, como una magnífica muestra de rebeldía. En mi patio también han caído pájaros heridos que he cuidado y observado en la distancia. ¿He prestado atención a estos pájaros por leer a Levrero o me enamoré de las historias de Levrero porque previamente ya estaba en mí esa disposición favorable hacia los pájaros? ¿Tiene que ver mi admiración levreriana con el hecho de que ahora me fije más en las noticias relacionadas con la desaparición de especies, los cambios en las rutas migratorias, las nuevas plagas que amenazan a las aves como consecuencia del cambio climático? ¿Por haber leído La rana de Shakespeare me he vuelto más sensible, o al menos he tomado conciencia, de estos mismos efectos en los anfibios? No lo descartaría.

En el caso de Cara de pan, inventé un personaje, el Viejo, que es aficionado a la ornitología y que se dedica a avistar pájaros urbanos en un parque de su ciudad, un personaje que, por otro lado, es descrito como un excéntrico y un excluido social. Tú comentas que quizá la mostración sutil en mi libro de los efectos del cambio climático podría contribuir a la formación de un lector crítico y yo pienso que, en efecto, eso ya está ahí latente desde el momento en que aficionarse a la ornitología y pasearse por un parque con unos prismáticos colgados del cuello se convierte hoy día, socialmente, en una rareza.

Cuando he presentado o firmado ejemplares de Cara de pan, algunos lectores me han preguntado específicamente por los pájaros, por mi conocimiento sobre pájaros –que es, por desgracia, muy elemental-, buscando confirmación sobre si es verdad que en un parque cualquiera de una ciudad española cualquiera puedan avistarse tantas especies diferentes. Es decir, de algún modo este aspecto, el de los pájaros, que parecería secundario en la historia, cobra importancia incluso más allá de lo que yo podría haber previsto, al menos para algunos lectores. La reivindicación del Viejo, de su dignidad intrínseca, es paralela así a la reivindicación de los pájaros, su esencia no domesticada, su importancia más allá del paisaje.

Así que, volviendo al artículo de Gray, ¿qué podemos hacer? Supongo que no mucho, pero entre el todo y la nada siempre queda algo. Y cuando digo algo, no lo digo de modo abstracto, sino de manera concreta, tangible, algo tan pequeño, por ejemplo, tan insignificante en apariencia, como los gorriones, los herrerillos y los carboneros. Detengámonos un momento en ellos, en su preocupante y progresiva desaparición por la destrucción de sus hábitats, el uso masivo de pesticidas, los cultivos intensivos y el aumento de las temperaturas, que favorece el incremento de mosquitos y, consecuentemente, la transmisión de enfermedades letales. Mi patio es muy pequeño, pero en la medida de mis posibilidades lo he llenado de plantas y semillas para crear un entorno confortable y te puedo asegurar que vienen muchos gorriones cada día. Podría hablar del ‘pequeño granito’ que esto aporta a un cambio mayor, pero sé que sería pecar de un ridículo optimismo y caer en el pensamiento mágico y cuasi infantil que denuncia Gray. El cambio que supone esta actitud no es más que un humilde cambio, pequeñísimo, que solo me afecta a mí, a mi sensibilidad, mi capacidad de observación y mi mirada. Hay cosas en las que no me fijaba antes y me fijo ahora, como en ese pajarillo que baja todas las mañanas a picotear en la hiedra su ‘tapita’ de pulgones -ese pajarillo que no es un gorrión y que por cierto no sé cómo se llama-. Si pulverizo con insecticida para acabar más rápido con los pulgones, deja de venir. En consecuencia, no pulverizo.

Desde este punto de vista, es innegable que determinadas historias o determinados libros pueden hacernos reflexionar –o tomar conciencia o generar sensibilidad- sobre realidades que no nos habíamos planteado previamente, incluso aunque el autor o la autora no lo planificaran a propósito. Las consecuencias tan desagradables desde un punto de vista práctico y diario que puede suponer la falta de agua y de papel higiénico a mí me las ha explicado mejor que cualquier ensayo Lionel Shriver a través de las peripecias de unos personajes ficcionales. Como decía mi admirada Flannery O’Connor, la cualidad peculiar del texto literario es su capacidad de encarnar experiencias. Leer novelas y cuentos no es solo acceder a conocimientos. Es, sobre todo, acceder a experiencias.

Para terminar, y por ir abriendo nuevas perspectivas a nuestra conversación, quiero volver al inicio de tu última intervención, cuando reflexionabas sobre cómo determinadas posturas –incluso las que están basadas en datos irrefutables- suelen ser vinculadas de forma unívoca con ideologías concretas. Esto me resulta preocupante porque refleja una forma de pensamiento simple y totalizador cada vez más generalizado, según el cual, si votas o sientes simpatía por un partido político, debes apoyar en bloque cada uno de los posicionamientos que este partido representa, tanto en ámbitos sociales como económicos, culturales, etc. Así, si por ejemplo te identificas con ideologías de izquierdas, deberías cambiar tus pautas de consumo con el fin de hacerlo más sostenible -esa etiqueta ya tan extendida que afecta a sectores tan distintos como la alimentación, la moda, la cosmética o los transportes- y apoyar con entusiasmo estas nuevas tendencias, sin considerar, quizá, que estas pautas de consumo suelen ser profundamente elitistas y a menudo no tienen en consideración factores relacionados con la desigualdad económica y la clase social. De modo que a mí, que me horrorizan los modos de producción de la industria alimentaria –los que describe, por ejemplo, Jonathan Safran Foer en su ensayo Comer animales-, no me genera ninguna opinión en contra que una familia que apenas cobra la renta mínima de inserción -¡o ni eso!- compre huevos o carne producidos por esta industria cruel. Quiero decir, creo necesario que cualquier familia pueda proveerse de las suficientes proteínas para la correcta alimentación sus hijos aunque sea a costa de generar sufrimiento extra a los animales. ¿En qué ideología me sitúo al decir esto? Realmente no lo sé, pero como ámbito de indagación literaria me parece que se abren unas posibilidades riquísimas.

Cada viernes publicamos una entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, una serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques. Recopilamos los textos aquí.

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