Fuente: La Jornada Juan Pablo Duch 06.11.21
En los momentos más inciertos para su permanencia en el poder, por la ola de protestas multitudinarias que estalló el año pasado debido a su controvertida y enésima relección, recibió de su colega ruso, Vladimir Putin, respaldo político y financiamiento para aplacar el malestar de la población que empezaba a expresarse en huelgas en empresas públicas. El pago puntual de salarios y la represión consiguieron abortar la huelga general a la que había convocado la oposición.
A cambio, y para compensar el bofetón que dio al influyente sector de la élite gobernante en Moscú que promovió la candidatura de Viktor Barbariko, quien acabó en la cárcel por supuesta corrupción antes de ver su nombre inscrito en las boletas, Lukashenkose comprometió a dejar la presidencia bielorrusa y, maestro en el arte de dar atole con el dedo, nunca dijo que iba a soltar las riendas del poder.
El Kremlin, a regañadientes, admite que Lukashenko incumpla su palabra, e incluso se hace de la vista gorda en afrentas como el reciente secuestro en Moscú por los servicios secretos del vecino país, de un periodista de la edición bielorrusa de un rotativo ruso que, días después, apareció detenido en Minsk, ante el riesgo de que si se va ahora, como asegura el polémico gobernante, Bielorrusia, dará la espalda a Rusia.
Lukashenko volvió a referirse al tema hace un par de días –por videoconferencia, durante el acto de firma de un paquete de documentos para ahondar la integración económica de ambos países–, cuando anunció que en febrero Bielorrusia tendrá nueva Constitución.
Falta por ver de qué manera los autores del texto van a conjugar lo inconjugable, que es algo así como ceder el poder sin entregarlo, para someter a referendo una fórmula que cumpla los dos requisitos que planteó Lukashenko a los constitucionalistas: erigirlo en mandamás vitalicio y evitar el bochorno de exhibirlo en unas elecciones que sólo puede ganar de modo fraudulento.