Fuente: La Jornada Juan Pablo Duch 14.08.21
El primer y único presidente de ese país que dejó de existir sostiene, en su alegato, que no fue decisión suya disolver la Unión Soviética y que dos hechos, ajenos a su voluntad, desempeñaron un papel decisivo para precipitar el final: el fallido golpe de Estado de agosto y la reunión en diciembre de los dirigentes de las tres repúblicas eslavas –Rusia, Ucrania y Bielorrusia, en orden de influencia por extensión, población y tamaño de economía–, impulsada por Boris Yeltsin.
Por supuesto sólo la historia pondrá en el sitio que se merece cada uno de los protagonistas de la debacle soviética, pero parece indiscutible que el intento de golpe de Estado –cuyo aniversario 30 se cumplirá la semana entrante–, emprendido por el sector conservador de la dirigencia del Partido Comunista para impedir la firma de un nuevo pacto federal, fue el detonante de procesos irreversibles.
En todo caso, es claro que los golpistas terminaron su aventura con un estrepitoso fracaso: consiguieron exactamente lo contrario a lo que proclamaron tras ordenar al KGB encerrar por razones de salud
a Gorbachov en su residencia de verano en el mar Negro y sacar el Ejército a las calles de Moscú.
Apenas cuatro meses después, en lugar de la Unión de Estados Soberanos, confederación que estaban dispuestas a firmar nueve de las repúblicas soviéticas, surgieron 15 países independientes y, con el Partido Comunista prohibido por Yeltsin, se repudió el socialismo que emanó de la revolución bolchevique de 1917 y llegó el capitalismo que entregó a una minoría de privilegiados las riquezas de la Unión Soviética.
El destino dispuso que Gorbachov haya sobrevivido a los ocho miembros del Comité Estatal para la Situación Extraordinaria, que se creó para adelantar su muerte política.