Fuente: La Jornada Juan Pablo Duch 28.08.21
La llegada al poder del movimiento Talibán, proclamado gobierno de facto en la mayor parte del territorio, convierte Afganistán en fuente potencial de conflictos en toda la región. Muchos integrantes de sus milicias son islamitas radicales originarios de los países ex soviéticos colindantes, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán, donde se extiende el descontento de la población hacia los clanes que gobiernan y adquieren impulso las corrientes más drásticas del Islam.
A la vez, no todas las facciones del movimiento aceptan supeditarse al sector –entre comillas– moderado del Talibán, y mucho armamento de Estados Unidos y sus aliados cayó en manos de quienes ocuparon sus bases abandonadas. Además, el Talibán representa sólo a los pastunes, que son 42 por ciento de la población del país, y si no forma un gobierno de coalición con los tayikos (27 por ciento), los uzbekos (9 por ciento) y otras minorías, habrá nuevos combates entre afganos que, con ayuda foránea, pueden propiciar la creación de una Alianza del Norte-2 y reditar la guerra civil de los años 90.
Son algunos factores que por sí solos –ya no se diga combinados– generan alarma máxima en los gobernantes de los países del espacio postsoviético que tienen frontera con Afganistán, temerosos de que el caos que empieza a reinar en Kabul –los atentados en las cercanías del aeropuerto sólo acentúan el descontrol– se extienda a sus dominios.
Rusia y China, que buscan entenderse con el Talibán sin reconocerlo aún como gobierno legítimo, refuerzan su cooperación militar, el primero con los países que forman parte de su flanco meridional, incluido Kirguistán, que no colinda con Afganistán, y el segundo con el fronterizo Tayikistán. Mientras están dispuestos a contribuir a que Afganistán no se vuelva un dolor de cabeza para ellos, comparten con los gobernantes ex soviéticos de Asia central la sensación de preocupación extrema.