Fuente: Umoya num. 98 – 1er trimestre 2020 Patricia Luceño
Las artes y las culturas africanas y afrodescendientes están repletas de mujeres que ponen su individualidad al servicio de la colectividad, recordándonos que «ninguna causa la ha ganado una mujer sola».
La contribución de las mujeres africanas al soporte de sus respectivas comunidades, tanto en materia laboral como económica o de cuidados, a su pacificación, la sostenibilidad medioambiental o la distribución de la riqueza es indiscutible. Esta sección de la revista Umoya lo ha demostrado con un sinfín de relatos; algunos de ellos, articulados por nombres propios; otros, la mayoría, por colectividades. Las abuelas del SIDA; el keniata «cinturón verde» (promovido por Wangari Maathai); las trabajadoras de la manteca de karité, ubicadas especialmente en Burkina Faso y Mali, o las zungueiras que recorren de sol a sol las calles de Angola son solo algunos ejemplos de la larga tradición e historia de las movilizaciones femeninas en África.
Su compleja casuística y el exotismo con que vestimos estas narraciones hacen que frecuentemente olvidemos que esas movilizaciones, además de femeninas, son también feministas. Y es que la victimización que los relatos occidentales vinculan a las africanas, caracterizadas, además, por unas circunstancias de pobreza y analfabetismo, despolitiza una forma de vida que, por distinta a la occidental, no es menos reivindicativa ni certera. Los feminismos africanos desplazan el foco de la opresión por género a una discriminación multicausal e interseccional, en la que cobran una relevancia troncal otros aspectos como el étnico, el social, económico, religioso… Asimismo, huyen de la individualidad para centrarse en la lucha grupal, de discursos heterogéneos y muchas veces de confluencia mixta. Esta variedad de tipologías -en su mayoría, ni siquiera registradas-, la importancia de la emancipación comunitaria para la emancipación de las mujeres y la escasa teorización hacen que las corrientes feministas africanas parezcan disolverse a ojos del Norte Global.
A pesar de ello, no son pocas las doctrinas originarias de África ni tampoco las autoras que han filosofado y las han registrado. Entre las primeras, podemos hablar de motherism, motherhood, feminismo africano, mujerismo, stiwanism, misovire o nego-feminism.
Entre las segundas, se torna indispensable el trabajo de la sierraleonesa Filomina Chioma Steady, quien destaca como una de las características fundamentales de las corrientes feministas africanas la necesaria comprensión del modo de vida del continente, poniendo de manifiesto el imperialismo y el -¡paradoja!- paternalismo inherente a buena parte del feminismo occidental, que dibuja a las mujeres africanas como sujetos pasivos y apolíticos y, en base a ello, se erige como su salvador. Steady, como contrapunto, destaca todos los roles que tienen que asumir las féminas africanas y el tridente de opresión al que se enfrentan: raza, sexo y clase. «El verdadero feminismo es una abnegación de la protección masculina y la determinación de ser útil y autosostenible. La mayoría de las mujeres negras en África y en la diáspora han desarrollado estas características, aunque no siempre por opción», expone.
Lo que nos recuerda eso de que «las blancas que critican el feminismo blanco perpetúan el privilegio blanco», que explica Claire Heuchan, y que nos alienta a no olvidar el patente racismo institucional que, al margen de nuestras pretensiones, nos adhiere una serie de privilegios de los que no nos podemos desprender. Es por ello que es crucial dejar de colonizar el espacio propio de las personas racializadas, que se bastan y se sobran para narrar su desigualdad.
Con un contundente «No es país para negras», la donostiarra Silvia Albert Sopale, de ascendencia ecuatoguineana por parte materna y nigeriana por parte paterna, ha conjugado en los teatros de España su experiencia como afrodescendiente en un país aún hoy -al menos, en el plano mental- muy blanco con las experiencias de la Guinea de los años sesenta. «Historias que unen a España con Guinea para siempre. Que se deben recordar, que deberían ser estudiadas en las escuelas, contadas en cuentos, en películas. Historias que ayudarían a que este fuese un país más amable», defiende.
Una experiencia racista en el país en que nació que comparte con Desirée Bela-Lobedde, quien en el libro Ser mujer negra en España (PLAN B, 2018) traslada un relato autobiográfico marcado por el género, la raza y el cabello. Y es que la juntaletras, defensora de una descolonización dicotómica (mente y cuerpo), es también activista estética: «Vivimos en una sociedad que marca unos cánones de belleza occidentales por los cuales, cuanto más clara la piel y liso el pelo, más aceptadas seremos. Eso se traduce en una presión y una violencia que ejercemos nosotras mismas sobre nuestros cuerpos por una cuestión de asimilación».
Unas formas de violencia que también evidencia la historia identitaria de Sandra Nnom, personaje ficticio con el que Lucía Mbomío pone en el mapa la divergencia cultural de muchas mujeres racializadas, con unas raíces que se hunden en varios continentes para, al final, no arraigar en ninguno o hacerlo en todos a la vez. Lo hace en Hija del camino (Grijalbo, 2019).
Una realidad de aquí, pero también de allí; de hoy, pero también de ayer. Ya en 1982, con El color púrpura, galardonado con el Pulitzer un año más tarde, la afrodescendiente estadounidense Alice Walker daba a luz al que sería uno de los clásicos de la biblioteca feminista universal. En esta novela, el vaivén epistolar entre dos hermanas muestra la doble opresión «patriarcado negro-racismo blanco» en el marco de la primera mitad del siglo XX.
Esta selección de nombres propios no es sino parcial e infinitamente inconclusa, pues las artes y las culturas africanas y afrodescendientes están repletas de mujeres que ponen su individualidad al servicio de la colectividad: Esther Mbabazi, Chimamanda Ngozi Adichie, Charlene A. Carruthers, Maryse Condé, NoViolet Bulawayo, Ama Ata Aidoo, Ayòbámi Adébáyò, Theresa Traore Dahlberg, Rosebell Kagumire, Everjoice Win… (Los puntos suspensivos encierran un mundo). Son ellas las que nos recuerdan que, en la lucha feminista como en cualquier otra, «ninguna causa la ha ganado una mujer sola», como explica Marcela Lagarde, antropóloga e investigadora mexicana. «Las causas feministas son colectivas y no pueden lograrse individualmente. Si una mujer cambia, cambia ella, pero si cambiamos todas, cambia el género».