Fuente: Umoya num. 89 – 4º trimestre 2018 Joaquín Robledo
Para la chavalería actual, el asunto parece otra cosa; pero, para los que ya tenemos una edad, el acrónimo ‘NBA’ nos evoca un descubrimiento un descubrimiento y un sueño. Corría el año 86 del
siglo pasado cuando Fernando Martín dejaba la competición española de baloncesto para jugar en un equipo de aquella aún ignota liga estadounidense. Lo que hoy a cualquier adolescente -joven, incluso- le puede saber a poco, entonces fue un hito: fue el primer español en jugar en la NBA, el primer europeo en haberlo alcanzado sin haber pasado previamente en su etapa formativa por alguna universidad de los EE.UU.
La NBA contaba por entonces cuarenta años de edad. Tal vez, la misma chavalería reseñada antes se sorprendería si supiera que inicialmente en esta competición solo participaban hombres de raza blanca. Nada que ver con la actualidad, cuando el 80% de los jugadores son de raza negra. El primero de ellos fue Earl Lloyd y su debut se remonta a 1950, cinco años antes de que Rosa Parks se negase a ceder el asiento de un autobús –como mandaba la ley en Alabama cuando un blanco se lo requirió. No le fue fácil al bueno de Lloyd. La palabra ‘segregación’ con todas sus connotaciones definía la realidad de su estatus. Pero volvamos a Fernando Martín. Si nos ceñimos a los términos estadísticos y lo analizásemos con los ojos del hoy, se podría decir que el efímero paso del madrileño por la NBA fue un fracaso. Si ampliamos la perspectiva, no sería exagerado
llamarle pionero. La diferencia entonces entre el juego aparentemente el mismo, las mismas reglas y eso…- que se desarrollaba allí y el de aquí era, desde cualquier punto de vista, descomunal. Atreverse a dar el salto, una osadía.
EE.UU. en la actualidad sigue siendo una referencia –la referencia-
baloncestística pero las distancias con el resto del mundo se han acortado. Como las distancias físicas también lo han hecho, cualquier niño que juegue al deporte de la canasta aspira a jugar allí. La NBA, que siempre tuvo la pátina de ser ‘la mejor liga de baloncesto del mundo’, consciente de ese acercamiento, fue capaz de acomodarse a las circunstancias para seguir siéndolo y abrió de par en par sus puertas. Ya no esextraño, de hecho es habitual, que jugadores no estadounidenses formen parte de cualquiera de los equipos de la competición.
Dos años antes de la llegada del mayor de los Martín, otro pionero, el nigeriano Akeem –la ‘H’ del nombre se añadiría más adelante- Abdul Olajuwon se convertía en el primer africano en enrolarse en aquella liga y comenzaba a cimentar una carrera que le convertiría en uno de los iconos universales del deporte de la canasta. Cuatro años antes, en 1980, Olajuwon había dejado su Lagos natal para incorporarse a la Universidad de Houston. En las rondas de elección de la NBA fue seleccionado como nº 1. Y no en un año cualquiera, fue elegido (sirva el dato para exponer su dimensión como jugador) por delante de Michael Jordan. Desde entonces, en torno a una cuarentena de africanos han participado en aquella gran liga. Nigeria se lleva la palma, de allá decena y media de jugadores partieron a la NBA siguiendo la estela de Hakeem. No es extraño que sea de Nigeria de dónde más jugadores africanos han llegado a esta cima baloncestística. La comunidad nigeriana en los EE.UU. es de gran dimensión. En primer lugar, el idioma facilita las cosas; en segundo, existe una élite económica que permite a muchos de sus miembros acudir a universidades estadounidenses.
Pero si a alguien se le puede considerar pionero fue al segundo africano en militar en la NBA, el sudanés (hoy, sursudanés) Manute Bol. Llegó por pura casualidad. Un primo suyo, afincado en los EE.UU. comentó que tenía un pariente que medía más de 2 metros 30 centímetros. Con ese dato, claro, le fueron a buscar. El bueno de Manute se sorprendió. Dijo que no era tan alto, que su abuelo medía más. Aprendió rápido, aunque su primera experiencia fue desalentadora: intentó realizar un mate y perdió algunos dientes al golpearse con el aro (sí, ese mismo aro al que usted y yo no llegamos con la mano ni saltando). Debutó en la NBA en 1985 y allí permaneció durante once años.
Entre medias, una cuarentena de africanos han encontrado espacio ntre los mejores. Unos con mayor fortuna, algunos con aportaciones intrascendentes; unos formados directamente en los EE.UU., otros, previo paso por el continente europeo; ninguno directamente desde un equipo africano.
El último exponente es el joven maliense Cheick Diallo. Acaba de cumplir los 20 años y ya está en su segunda temporada en la gran liga. Todo se ha producido a velocidad de vértigo. Cheik nació en la ciudad de Kayes, a más de 500 km de Bamako, la capital, en dirección
noroeste. Ese territorio del Mali rural no es un sitio fácil. El deporte sirve como vía de escape y, entre todos ellos, el fútbol es el juego de preferencia.
Diallo también se vio atrapado por el balompié. Pero el chaval no dejaba de crecer y a los 13 años decidió, aconsejado por su padre, probar con el baloncesto. Tidiane Drame –alma mater de “Mali Hope Foundation”, una asociación que posibilita a jóvenes baloncestistas estudiar en Estados Unidos con becas deportivas- encontró un diamante por pulir. Diallo aprovechó la oportunidad. Solo dos años después, emprendió la ruta que le llevaría a cruzar el Atlántico. Ahora va camino de ser una estrella, pero su aspiración va más allá:
convertirse en ejemplo, abrir una puerta a la esperanza en un
territorio, su ciudad de origen, donde a veces es más fácil para un niño conseguir un arma que un balón.