Fuente: https://www.sinpermiso.info/textos/150-aniversario-de-la-comuna-de-paris-la-guerra-civil-en-francia Karl Marx 14/03/2021150 aniversario de la Comuna de París: La guerra civil en Francia
El 4 de septiembre de l870, cuando los obreros de París proclamaron la República, casi instantáneamente aclamada de un extremo a otro de Francia sin una sola voz disidente, una cuadrilla de abogados arribistas, con Thiers como estadista y Trochu como general, se posesionaron del Hôtel de Ville. Por aquel entonces estaban imbuidos de una fe tan fanática en la misión de París para representar a Francia en todas las épocas de crisis históricas que, para legitimar sus títulos usurpados de gobernantes de Francia, consideraron suficiente exhibir sus credenciales vencidas de diputados por París. En nuestro segundo manifiesto sobre la pasada guerra, cinco días después del encumbramiento de estos hombres, os dijimos ya quiénes eran. Sin embargo, en la confusión provocada por la sorpresa, con los verdaderos jefes de la clase obrera encerrados todavía en las prisiones bonapartistas y los prusianos avanzando a toda marcha sobre París, la capital toleró que asumieran el Poder bajo la expresa condición de que su solo objetivo sería la defensa nacional. Ahora bien, París no podía ser defendido sin armar a su clase obrera, organizándola como una fuerza efectiva y adiestrando a sus hombres en la guerra misma. Pero París en armas era la revolución en armas. El triunfo de París sobre el agresor prusiano habría sido el triunfo del obrero francés sobre el capitaíista francés y sus parásitos dentro del Estado. En este conflicto entre el deber nacional y el interés de clase, el Gobierno de Defensa Nacional no vaciló un instante en convertirse en un gobierno de traición nacional.
Su primer paso consistió en enviar a Thiers a deambular por todas las Cortes de Europa para implorar su mediación, ofreciendo el trueque de la República por un rey. A los cuatros meses de comenzar el asedio de la capital, cuando se creyó llegado el momento oportuno para empezar a hablar de capitulación, Trochu, en presencia de Jules Favre y de otros colegas de ministerio, habló en los siguientes términos a los alcaldes de París reunidos:
«La primera cuestión que mis colegas me plantearon, la misma noche del 4 de septiembre, fue ésta: ¿Puede París resistir con alguna probabilidad de éxito un asedio de las tropas prusianas? No vacilé en contestar negativamente. Algunos de mis colegas, aquí presentes, ratificarán la verdad de mis palabras y la persistencia de mi opinión. Les dije — en estos mismos términos — que, con el actual estado de cosas, el intento de París de afrontar un asedio del ejército prusiano, sería una locura. Una locura heroica — añadía –, sin duda alguna; pero nada más. . . Los hechos (dirigidos por él mismo) no han dado un mentís a mis previsiones».
Este precioso y breve discurso de Trochu fue publicado más tarde por M. Corbon, uno de los alcaldes allí presentes.
Así, pues, la misma noche en que fue proclamada la República, los colegas de Trochu sabían ya que su «plan» era la capitulación de París. Si la defensa nacional hubiera sido algo más que un pretexto para el gobierno personal de Thiers, Favre y Cía.,los advenedizos del 4 de septiembre habrían abdicado el 5, habrían puesto al corriente al pueblo de París sobre el «plan» de Trochu y le habrían invitado a rendirse sin más o a tomar su destino en sus propias manos. En vez de hacerlo así, esos infames impostores optaron por curar la locura heroica de París con un tratamiento de hambre y de cabezas rotas, y por engañarle mientras tanto con manifiestos grandilocuentes, en los que se decía, por ejemplo, que Trochu, «el gobernador de París, jamás capitulará» y que Jules Favre, ministro de Asuntos Exteriores, «no cederá ni una pulgada de nuestro territorio ni una piedra de nuestras fortalezas». En una carta a Gambetta, este mismo Jules Favre confesó que contra lo que ellos se «defendían» no era contra los soldados prusianos, sino contra los obreros de París. Durante todo el sitio, los matones bonapartistas a quienes Trochu, muy previsoramente, había confiado el mando del ejército de París, no cesaban de hacer chistes desvergonzados, en sus cartas íntimas, sobre la bien conocida burla de la defensa (véase, por ejemplo, la correspondencia de Alphonse Simon Guiod, Comandante en Jefe de la artillería del ejército de París y Gran Cruz de la Legión de Honor, con Suzanne, general de división de artillería, correspondencia publicada en el Journal Officiel de la Comuna)[39]. Por fin, el 28 de enero de 1871,[40] los impostores se quitaron la careta. Con el verdadero heroísmo de la máxima abyección, el Gobierno de Defensa Nacional, al capitular, se convirtió en el Gobierno de Francia integrado por prisioneros de Bismarck, papel tan bajo, que el propio Luis Bonaparte, en Sedán, se arredró ante él. Después de los acontecimientos del 18 de marzo, en su precipitada huída a Versalles, los capitulards [capituladores][41] dejaron en las manos de París las pruebas documentales de su traición, para destruir las cuales, como dice la Comuna en su Proclama a las provincias, «esos hombres no vacilarían en convertir a París en un montón de escombros bañado por un mar de sangre».[42]
Además, algunos de los dirigentes del Gobierno de Defensa tenían razones personales especialísimas para buscar ardientemente este desenlace.
Poco tiempo después de sellado el armisticio, M. Milliere, uno de los diputados por París a la Asamblea Nacional, fusilado más tarde por orden expresa de Jules Favre, publicó una serie de documentos judiciales auténticos demostrando que Favre, que vivía en concubinato con la mujer de un borracho residente en Argel, había logrado, por medio de las más descaradas falsificaciones cometidas a lo largo de muchos años, atrapar en nombre de los hijos de su adulterio una cuantiosa herencia, con la que se hizo rico; y que en un pleito entablado por los legítimos herederos, sólo pudo conseguir salvarse del escándalo gracias a la connivencia de los tribunales bonapartistas. Como estos escuetos documentos judiciales no podían descartarse fácilmente, por mucha energía retórica que se desplegara, Jules Favre, por primera vez en su vida, contuvo la lengua, y aguardó en silencio a que estallase la guerra civil, para entonces denunciar frenéticamente al pueblo de París como a una banda de criminales evadidos y amotinados abiertamente contra la familia, la religión, el orden y la propiedad. Y este mismo falsario, inmediatamente después del 4 de septiembre, apenas llegado al Poder, puso en libertad, por simpatía, a Pic y Taillefer, condenados por estafa bajo el propio Imperio, en el escandaloso asunto del periódico Etendard [43]. Uno de estos caballeros, Taillefer, que tuvo la osadía de volver a París durante la Comuna, fue reintegrado inmediatamente a la prisión. Y entonces Jules Favre, desde la tribuna de la Asamblea Nacional, exclamó que París estaba poniendo en libertad a todos los presidiarios.
Ernesto Picard, el Joe Miller del Gobierno de Defensa Nacional, que se nombró a sí mismo ministro de Hacienda de la República después de haberse esforzado en vano por ser ministro del Interior del Imperio, es hermano de un tal Arturo Picard, individuo expulsado de la Bourse [Bolsa] de París por tramposo (véase el informe de la Prefectura de Policía del 31 de julio de 1867) y convicto y confeso de un robo de 300.000 francos, cometido cuando era gerente de una de las sucursales de la Société Générale [44], rue Palestro número 5 (véase el informe de la Prefectura de Policía del 11 de diciembre de 1868). Este Arturo Picard fue nombrado por Ernesto Picard redactor jefe de su periódico l’Electeur libre [45]. Mientras los especuladores vulgares eran despistados por las mentiras oficiales de esta hoja financiera ministerial, Arturo Picard andaba en un constante ir y venir del Ministerio de Hacienda a la Bourse, para negociar en ésta con los desastres del ejército francés. Toda la correspondencia financiera cruzada entre este par de nunca bien ponderados hermanitos cayó en manos de la Comuna.
Jules Ferry, quien antes del 4 de septiembre era un abogado sin pleitos, consiguió, como alcalde de París durante el sitio, hacer una fortuna amasada a costa del hambre colectiva. El día en que tenga que dar cuenta de sus malversaciones, será también el día de su sentencia.
Como se ve, estos hombres sólo podían encontrar tickets of-leave entre las ruinas de París. Hombres así eran precisamente los que Bismarck necesitaba. Hubo un barajar de naipes y Thiers, hasta entonces inspirador secreto del gobierno, apareció ahora como su presidente, teniendo por ministros a ticket-of-leave men.
Thiers, ese enano monstruoso, tuvo fascinada durante casi medio siglo a la burguesía francesa por ser él la expresión intelectual más acabada de su propia corrupción como clase. Ya antes de hacerse estadista había revelado su talento para la mentira como historiador. La crónica de su vida pública es la historia de las desdichas de Francia. Unido a los republicanos hasta 1830, cazó una cartera bajo Luis Felipe, traicionando a Laffitte, su protector. Se congració con el rey a fuerza de atizar motines del populacho contra el clero — durante los cuales fueron saqueados la iglesia de Saint Germain l’Auxerrois y el palacio del arzobispo — y actuando de espía ministerial y luego de partero carcelario de la duquesa de Berry[46]. La matanza de republicanos en la rue Transnonain y las leyes infames de septiembre contra la prensa y el derecho de asociación que la siguieron, fueron obra suya.[47]Al reaparecer como jefe del Gobierno en marzo de 1840, asombró a Francia con su plan de fortificar a París.[48] A los republicanos, que denunciaron este plan como un complot siniestro contra la libertad de París, les replicó desde la tribuna de la Cámara de Diputados:
Cuando el rey Bomba,[49] en enero de 1848, probó sus fuerzas contra Palermo, Thiers, que entonces llevaba largo tiempo sin cartera, volvió a levantarse en la Cámara de Diputados: «Todos vosotros sabéis, señores diputados, lo que está pasando en Palermo. Todos vosotros os estremecéis de horror (en el sentido parlamentario de la palabra) al oir que una gran ciudad ha sido bombardeada durante cuarenta y ocho horas. ¿Y por quién? ¿Acaso por un enemigo exterior que pone en práctica los derechos de la guerra? No, señores diputados, por su propio gobierno. ¿Y por qué? Porque esta ciudad infortunada exigía sus derechos. Y por exigir sus derechos, ha sufrido cuarenta y ocho horas de bombardeo. . . Permitidme apelar a la opinión pública de Europa. Levantarse aquí y hacer resonar, desde la que tal vez es la tribuna más alta de Europa, algunas palabras (sí, cierto, palabras) de indignación contra actos tales, es prestar un servicio a la humanidad. . . Cuando el regente Espartero, que había prestado servicios a su país (lo que nunca hizo el señor Thiers), intentó bombardear Barcelona para sofocar su insurrección, de todas partes del mundo se levantó un clamor general de indignación».
Dieciocho meses más tarde, el señor Thiers se contaba entre los más furibundos defensores del bombardeo de Roma por un ejército francés.[50] La falta del rey Bomba debió consistir, por lo visto, en no haber hecho durar el bombardeo más que cuarenta y ocho horas.
Pocos días antes de la Revolución de Febrero, irritado por el largo destierro de cargos y pitanza a que le había condenado Guizot, y venteando la inminencia de una conmoción popular, Thiers, en aquel estilo pseudoheroico que le ha valido el apodo de Mirabeau-mouche (Mirabeau-mosca), declaraba ante el parlamento: «Pertenezco al partido de la revolución, no sólo en Francia, sino en Europa. Yo desearía que el Gobierno de la revolución permaneciese en las manos de hombres moderados. . . , pero aunque el Gobierno caiga en manos de espíritus exaltados, incluso en las de los radicales, no por ello abandonaré mi causa. Perteneceré siempre al partido de la revolución». Vino la Revolución de Febrero. Pero, en vez de desplazar al ministerio Guizot para poner en su lugar un ministerio Thiers, como este hombrecillo había soñado, la revolución sustituyó a Luis Felipe con la República. En el primer día del triunfo popular se mantuvo cuidadosamente oculto, sin darse cuenta de que el desprecio de los obreros le resguardaba de su odio. Sin embargo, con su proverbial valor, permaneció alejado de la escena pública, hasta que las matanzas de Junio[51] le dejaron el camino expedito para su peculiar actuación. Entonces, Thiers se convirtió en la mente inspiradora del Partido del Orden[52] y de su República Parlamentaria, ese interregno anónimo en que todas las fracciones rivales de la clase dominante conspiraban juntas para aplastar al pueblo, y también conspiraban las unas contra las otras en el empeño de restaurar cada cual su propia monarquía. Entonces, como ahora, Thiers denunció a los republicanos como el único obstáculo para la consolidación de la República; entonces, como ahora, habló a la República como el verdugo a Don Carlos: «Tengo que asesinarte, pero es por tu bien». Ahora, como entonces, tendrá que exclamar al día siguiente de su triunfo: L’Empire est fait — el Imperio está hecho. Pese a sus prédicas hipócritas sobre las libertades necesarias y a su rencor personal contra Luis Bonaparte, que se había servido de él como instrumento, y había dado una patada al parlamentarismo (fuera de cuya atmósfera artificial nuestro hombrecillo queda, como él sabe muy bien, reducido a la nada), encontramos su mano en todas las infamias del Segundo Imperio: desde la ocupación de Roma por las tropas francesas hasta la guerra con Prusia, que él atizó arremetiendo ferozmente contra la unidad alemana, no por considerarla como un disfraz del despotismo prusiano, sino como una usurpación contra el derecho arrogado por Francia de mantener desunida a Alemania. Aficionado a blandir a la faz de Europa, con sus brazos enanos, la espada de Napoleón I, del que era un limpiabotas histórico, su política exterior culminó siempre en las mayores humillaciones de Francia, desde el Tratado de Londres de 1840[53] hasta la capitulación de París en 1871 y la actual guerra civil, en la que lanza contra París, con permiso especial de Bismarck, a los prisioneros de Sedán y Metz[54]. A pesar de la versatilidad de su talento y de la variabilidad de sus propósitos, este hombre ha estado toda su vida encadenado a la rutina más fósil. Se comprende que las corrientes subterráneas más profundas de la sociedad moderna permanecieran siempre ocultas para él; pero hasta los cambios más palpables operados en su superficie repugnaban a aquel cerebro, cuya energía había ido a concentrarse toda en la lengua. Por eso, no se cansó nunca de denunciar como un sacrilegio toda desviación del viejo sistema proteccionista francés. Siendo ministro de Luis Felipe, se mofaba de los ferrocarriles como de una loca quimera; y desde la oposición, bajo Luis Bonaparte, estigmatizaba como una profanación todo intento de reformar el podrido sistema militar de Francia. Jamás en su larga carrera política, se le halló responsable de una sola medida de carácter práctico por más insignificante que fuera. Thiers sólo era consecuente en su codicia de riqueza y en su odio contra los hombres que la producen. Cogió su primera cartera, bajo Luis Felipe, pobre como una rata y cuando la dejó era millonario. Su último ministerio, bajo el mismo rey (el 1 de marzo de 1840), le acarreó en la Cámara de Diputados una acusación pública de malversación a la que se limitó a replicar con lágrimas, mercancía que maneja con tanta prodigalidad como Jules Favre u otro cocodrilo cualquiera. En Burdeos, su primera medida para salvar a Francia de la catástrofe financiera que la amenazaba fue asignarse a sí mismo un sueldo de tres millones al año, primera y última palabra de aquella «república ahorrativa», cuyas perspectivas había pintado a sus electores de París en 1869. El señor Beslay, uno de sus antiguos colegas de la Cámara de Diputados de 1830, que, a pesar de ser un capitalista, fue un miembro abnegado de la Comuna de París, se dirigió últimamente a Thiers en un cartel mural: «La esclavización del trabajo por el capital ha sido siempre la piedra angular de su política y, desde el día en que vio la República del Trabajo instalada en el Hôtel de Ville, usted no ha cesado un momento de gritar a Francia: ‘¡Esos son unos criminales!'» Maestro en pequeñas granujadas gubernamentales, virtuoso del perjurio y de la traición, ducho en todas esas mezquinas estratagemas, maniobras arteras y bajas perfidias de la guerra parlamentaria de partidos; siempre sin escrúpulos para atizar una revolución cuando no está en el Poder y para ahogarla en sangre cuando empuña el timón del Gobierno; lleno de prejuicios de clase en lugar de ideas y de vanidad en lugar de corazón; con una vida privada tan infame como odiosa es su vida pública, incluso hoy, en que representa el papel de un Sila francés, no puede por menos de subrayar lo abominable de sus actos con lo ridiculo de su jactancia.
La capitulación de París, que se hizo entregando a Prusia no sólo París sino toda Francia, vino a cerrar la larga cadena de intrigas traidoras con el enemigo que los usurpadores del 4 de septiembre habían empezado aquel mismo día, según dice el propio Trochu. De otra parte, esta capitulación inició la guerra civil, que ahora tenían que librar con la ayuda de Prusia, contra la República y contra París. Ya en los mismos términos de la capitulación estaba contenida la encerrona. En aquel momento, más de una tercera parte del territorio estaba en manos del enemigo; la capital se hallaba aislada de las provincias y todas las comunicaciones estaban desorganizadas. En estas circunstancias era imposible elegir una representación auténtica de Francia, a menos que se dispusiera de mucho tiempo para preparar las elecciones. He aqui por qué el pacto de capitulación estipulaba que habría de elegirse una Asamblea Nacional en el término de 8 días; así fue como la noticia de las elecciones que iban a celebrarse no llegó a muchos sitios de Francia hasta la vispera de éstas. Además, según una cláusula expresa del pacto de capitulación, esta Asamblea había de elegirse con el único objeto de votar la paz o la guerra, y para concluir en caso de necesidad un tratado de paz. La población no podía dejar de sentir que los términos del armisticio hacían imposible la continúación de la guerra y de que, para sancionar la paz impuesta por Bismarck, los peores hombres de Francia eran los mejores. Pero, no contento con estas precauciones, Thiers, ya antes de que el secreto del armisticio fuera comunicado a los parisinos, se puso en camino para una gira electoral por las provincias, con el objeto de galvanizar y resucitar el Partido Legitimista[55], que ahora, unido a los orleanistas, habría de ocupar la vacante de los bonapartistas, inaceptables por el momento. Thiers no tenía miedo a los legitimistas. Imposibilitados para gobernar a la moderna Francia y, por tanto, desdeñables como rivales, ¿qué partido podía servir mejor como instrumento de la contrarrevolución que aquel partido cuya actuación, para decirlo con palabras del mismo Thiers (Cámara de Diputados, 5 de enero de 1833), «había estado siempre circunscrita a los tres recursos de invasión extranjera, guerra civil y anarquía»? Ellos, por su parte, creían firmemente en el advenimiento de su reino milenario retrospectivo, por tanto tiempo anhelado. Ahí estaban las botas de la invasión extranjera pisoteando a Francia; ahí estaban un Imperio caído y un Bonaparte prisionero; y ahí estaban los legitimistas otra vez. Evidentemente, la rueda de la historia había marchado hacia atrás, hasta detenerse en la Chambre introuvable de 1816[56]. En las asambleas de la República de 1848 a 1851, estos elementos habían estado representados por sus cultos y expertos campeones parlamentarios; ahora irrumpían en escena los soldados de filas del partido, todos los Pourceaugnacs[57] de Francia.
En cuanto esta Asamblea de los «rurales»[58] se congregó en Burdeos, Thiers expuso con claridad a sus componentes, que había que aprobar inmediatamente los preliminares de paz, sin concederles siquiera los honores de un debate parlamentario, única condición bajo la cual Prusia les permitiría iniciar la guerra contra la República y contra París, su baluarte. En realidad, la contrarrevolución no tenía tiempo que perder. El Segundo Imperio había elevado a más del doble la deuda nacional y había sumido a todas las ciudades importantes en deudas municipales gravosísimas. La guerra había aumentado espantosamente las cargas de la nación y había devastado en forma implacable sus recursos. Y para completar la ruina, allí estaba el Shylock prusiano, con su factura por el sustento de medio millón de soldados suyos en suelo francés y con su indemnización de cinco mil millones,más el 5 por ciento de interés por los pagos aplazados.[59] ¿Quién iba a pagar esta cuenta? Sólo derribando violentamente la República podían los monopolizadores de la riqueza confiar en echar sobre los hombros de los productores de la misma, las costas de una guerra que ellos, los monopolizadores, habían desencadenado. Y así, la incalculable ruina de Francia estimulaba a estos patrióticos representantes de la tierra y del capital a empalmar, ante los mismos ojos del invasor y bajo su alta tutela, la guerra exterior con una guerra civil, con una rebelión de los esclavistas.
En el camino de esta conspiración se alzaba un gran obstáculo: París. El desarme de París era la primera condición para el éxito. Por eso, Thiers, le conminó a que entregase las armas. París estaba, además, exasperado por las frenéticas manifestaciones antirrepublicanas de la Asamblea «rural» y por las declaraciones equívocas del propio Thiers sobre el status legal de la República; por la amenaza de decapitar y descapitalizar a París; por el nombramiento de embajadores orleanistas; por las leyes de Dufaure sobre los pagarés y alquileres vencidos, que suponían la ruina para el comercio y la industria de París;[60] por el impuesto de dos céntimos creado por Pouyer-Quertier sobre cada ejemplar de todas las publicaciones imaginables; por las sentencias de muerte contra Blanqui y Flourens; por la clausura de los periódicos republicanos; por el traslado de la Asamblea Nacional a Versalles; por la prórroga del estado de sitio proclamado por Palikao[61] y levantado el 4 de septiembre; por el nombramiento de Vinoy, el décembriseur [decembrista],[62] como gobernador de París, de Valentin, el gendarme bonapartista, como prefecto de policía y de d’Aurelle de Paladines, el general jesuíta, como Comandante en Jefe de la Guardia Nacional parisma.
Y ahora vamos a hacer una pregunta al señor Thiers y a los caballeros de la defensa nacional, recaderos suyos. Es sabido que, por mediación del señor Pouyer-Quertier, su ministro de Hacienda, Thiers contrató un empréstito de dos mil millones. Ahora bien, ¿es verdad o no:
1. que el negocio se estipuló asegurando una comisión de varios cientos de millones para los bolsillos particulares de Thiers, Jules Favre, Ernesto Picard, Pouyer-Quertier y Jules Simon, y
2. que no debía hacerse ningún pago hasta después de la «pacificación» de París?[63]
En todo caso, debía de haber algo muy urgente en el asunto, pues Thiers y Jules Favre pidieron sin el menor pudor, en nombre de la mayoría de la Asamblea de Burdeos, la inmediata ocupación de París por las tropas prusianas. Pero esto no encajaba en el juego de Bismarck, como lo declaró éste, irónicamente y sin tapujos, ante los asombrados filisteos de Francfort a su regreso a Alemania.
II
París armado era el único obstáculo serio que se alzaba en el camino de la conspiración contrarrevolucionaria. Por eso había que desarmarlo. En este punto, la Asamblea de Burdeos era la sinceridad misma. Si los bramidos frenéticos de sus «rurales» no hubiesen sido suficientemente audibles, habría disipado la última sombra de duda la entrega de París por Thiers en las tiernas manos del triunvirato de Vinoy, el décembriseur, Valentin, el gendarme bonapartista y d’Aurelle de Paladines, el general jesuíta. Pero, al mismo tiempo que exhibían de un modo insultante su verdadero propósito de desarmar a París, los conspiradores le pedían que entregase las armas con un pretexto que era la más evidente, la más descarada de las mentiras. Thiers alegaba que la artillería de la Guardia Nacional de París pertenecía al Estado y debía serle devuelta. La verdad era ésta: desde el día mismo de la capitulación, en que los prisioneros de Bismarck firmaron la entrega de Francia, pero reservándose una nutrida guardia de corps con la intención manifiesta de intimidar a París, éste se puso en guardia. La Guardia Nacional se reorganizó y confió su dirección suprema a un Comité Central elegido por todos sus efectivos, con la sola excepción de algunos remanentes de las viejas formaciones bonapartistas. La víspera del día en que entraron los prusianos en París, el Comité Central tomó medidas para trasladar a Montmartre, Belleville y La Villette los cañones y las mitrailleuses traidoramente abandonados por los capitulards en los mismos barrios que los prusianos habían de ocupar o en las inmediaciones de ellos. Estos cañones habían sido adquiridos por suscripción abierta entre la Guardia Nacional. Se habían reconocido oficialmente como propiedad privada suya en el pacto de capitulación del 28 de enero y, precisamente por esto, habían sido exceptuados de la entrega general de armas del gobierno a los conquistadores. ¡Tan carente se hallaba Thiers hasta del más tenue pretexto para abrir las hostilidades contra París, que tuvo que recurrir a la mentira descarada de que la artillería de la Guardia Nacional pertenecía al Estado!
La confiscación de sus cañones estaba destinada, evidentemente, a ser el preludio del desarme general de París y, por tanto, del desarme de la Revolución del 4 de Septiembre. Pero esta revolución era ahora la forma legal del Estado francés. La República, su obra, fue reconocida por los conquistadores en las cláusulas del pacto de capitulación. Después de la capitulación, fue reconocida también por todas las potencias extranjeras, y la Asamblea Nacional fue convocada en nombre suyo. La Revolución obrera de París del 4 de Septiembre era el único título legal de la Asamblea Nacional congregada en Burdeos y de su Poder Ejecutivo. Sin el 4 de Septiembre, la Asamblea Nacional hubiera tenido que dar un paso inmediatamente al Corps Législatif, elegido en 1869 por sufragio universal bajo el Gobierno de Francia y no de Prusia, y disuelto a la fuerza por la revolución. Thiers y sus ticket-of-leave men habrían tenido que rebajarse a pedir un salvoconducto firmado por Luis Bonaparte para librarse de un viaje a Cayena[64]. La Asamblea Nacional, con sus plenos poderes para fijar las condiciones de la paz con Prusia, no era más que un episodio de aquella revolución, cuya verdadera encarnación seguía siendo el París en armas que la había iniciado, que por ella había sufrido un asedio de cinco meses, con todos los horrores del hambre, y que con su resistencia sostenida a pesar del plan de Trochu había sentado las bases para una tenaz guerra de defensa en las provincias. Y París sólo tenía ahora dos caminos: o rendir las armas, siguiendo las órdenes humillantes de los esclavistas amotinados de Burdeos y reconociendo que su Revolución del 4 de Septiembre no significaba más que un simple traspaso de poderes de Luis Bonaparte a sus rivales monárquicos; o seguir luchando como el campeón abnegado de Francia, cuya salvación de la ruina y cuya regeneración eran imposibles si no se derribaban revolucionariamente las condiciones políticas y sociales que habían engendrado el Segundo Imperio y que, bajo la égida protectora de éste, maduraron hasta la total putrefacción. París, extenuado por cinco meses de hambre, no vaciló ni un instante. Heroicamente, decidió correr todos los riesgos de una resistencia contra los conspiradores franceses, aun con los cañones prusianos amenazándole desde sus propios fuertes. Sin embargo, en su aversión a la guerra civil a la que París había de ser empujado, el Comité Central persistía aún en una actitud meramente defensiva, pese a las provocaciones de la Asamblea, a las usurpaciones del Poder Ejecutivo y a la amenazadora concentración de tropas en París y sus alrededores.
Fue Thiers, pues, quien abrió la guerra civil al enviar a Vinoy, al frente de una multitud de sergents de ville y de algunos regimientos de línea, en expedición nocturna contra Montmartre para apoderarse por sorpresa de los cañones de la Guardia Nacional. Sabido es que este intento fracasó ante la resistencia de la Guardia Nacional y la confraternización de las tropas de línea con el pueblo. D’Aurelle de Paladines había mandado imprimir de antemano su boletín cantando la victoria, y Thiers tenía ya preparados los carteles anunciando sus medidas de coup d’Etat. Ahora todo esto hubo de ser sustituido por los llamamientos en que Thiers comunicaba su magnánima decisión de dejar a la Guardia Nacional en posesión de sus armas, con lo cual estaba seguro — decía — de que ésta se uniría al Gobierno contra los rebeldes. De los 300.000 guardias nacionales solamente 300 respondieron a esta invitación a pasarse al lado del pequeño Thiers en contra de ellos mismos. La gloriosa Revolución obrera del 18 de Marzo se adueñó indiscutiblemente de París. El Comité Central era su gobierno provisional. Y su sensacional actuación política y militar pareció hacer dudar un momento a Europa de si lo que veía era una realidad o sólo sueños de un pasado remoto.
Desde el 18 de marzo hasta la entrada de las tropas versallesas en París, la revolución proletaria estuvo tan exenta de esos actos de violencia en que tanto abundan las revoluciones, y más todavía las contrarrevoluciones de las «clases superiores», que sus adversarios no tuvieron más hechos en torno a los cuales hacer ruido que la ejecución de los generales Lecomte y Clément Thomas y lo ocurrido en la plaza Vendôme.
Uno de los militares bonapartistas que tomaron parte en la intentona nocturna contra Montmartre, el general Lecomte, ordenó por cuatro veces al 81ƒ Regimiento de línea que hiciese fuego sobre una muchedumbre inerme en la plaza Pigalle y, como las tropas se negasen, las insultó furiosamente. En vez de disparar sobre las mujeres y los niños, sus hombres dispararon sobre él. Naturalmente, las costumbres inveteradas adquiridas por los soldados bajo la educación militar que les imponen los enemigos de la clase obrera no cambian en el preciso mómento en que estos soldados se pasan al campo de los trabajadores. Esta misma gente fue la que ejecutó a Clément Thomas.
El «general» Clément Thomas, un antiguo sargento de caballería descontento, se había enrolado, en los últimos tiempos del reinado de Luis Felipe, en la redacción del periódico republicano Le National [65], para prestar allí sus servicios con la doble personalidad de hombre de paja (gérant responsable ) y de espadachin de tan belicoso periódico. Después de la Revolución de Febrero, entronizados en el Poder, los señores de Le National convirtieron a este ex sargento de cabailería en general, en vísperas de la matanza de Junio, de la que él, como Jules Favre, fue uno de los siniestros maquinadores, para convertirse después en uno de los más viles verdugos de los sublevados. Después, desaparecieron él y su generalato por largo tiempo, para salir de nuevo a la superficie el 1 de noviembre de 1870. El día anterior, el Gobierno de Defensa, cogido en el Hôtel de Ville, había prometido solemnemente a Blanqui, Flourens y otros representantes de la clase obrera, dejar el Poder usurpado en manos de una Comuna que fuera libremente elegida por París.[66] En vez de hacer honor a su palabra, lanzó sobre París a los bretones de Trochu que venían a sustituir a los corsos de Bonaparte.[67] Unicamente el general Tamisier se negó a manchar su nombre con aquella violación de la palabra dada y dimitió su puesto de Comandante en Jefe de la Guardia Nacional. Clément Thomas le substituyó volviendo otra vez a ser general. Durante todo el tiempo de su mando, no guerreó contra los prusianos, sino contra la Guardia Nacional de París. Impidió que ésta se armase de un modo completo, azuzó a los batallones burgueses contra los batallones obreros, eliminó a los oficiales contrarios al «plan» de Trochu y disolvió, acusando de cobardes, a aquellos mismos batallones proletarios cuyo heroísmo acaba de llenar de asombro a sus más encarnizados enemigos. Clément Thomas sentíase orgullosísimo de haber reconquistado su preeminencia de junio como enemigo personal de la clase obrera de París. Pocos días antes del 18 de marzo, había sometido a Le Flo, ministro de la Guerra, un plan de su invención, para «acabar con la fine fleur [la cremal] de la canaille de París.» Después de la derrota de Vinoy, no pudo menos que salir a la palestra como espía aficionado. El Comité Central y los obreros de París son tan responsables de la muerte de Clément Thomas y de Lecomte como la princesa de Gales de la suerte que corrieron las personas que perecieron aplastadas entre la muchedumbre el día de su entrada en Londres.
La supuesta matanza de ciudadanos inermes en la plaza Vendôme es un mito que el señor Thiers y los «rurales» silenciaron obstinadamente en la Asamblea, confiando su difusión exclusivamente a la turba de criados del periodismo europeo. «Las gentes del Orden», los reaccionarios de París, temblaron ante el triunfo del 18 de Marzo. Para ellos, era la señal del castigo popular, que por fin llegaba. Ante sus ojos se alzaron los espectros de las víctimas asesinadas por ellos desde las jornadas de junio de 1848 hasta el 22 de enero de 1871[68]. Pero el pánico fue su único castigo. Hasta los sergents de ville, en vez de ser desarmados y encerrados, como procedía, tuvieron las puertas de París abiertas de par en par para huir a Versalles y ponerse a salvo. No sólo no se molestó a las gentes del Orden, sino que incluso se les permitió reunirse y apoderarse tranquilamente de más de un reducto en el mismo centro de París. Esta indulgencia del Comité Central, esta magnanimidad de los obreros armados que contrastaba tan abiertamente con los hábitos del «Partido del Orden», fue falsamente interpretada por éste como la simple manifestación de un sentimiento de debilidad. De aquí su necio plan de intentar, bajo el manto de una manifestación pacífica, lo que Vinoy no había podido lograr con sus cañones y sus ametralladoras. El 22 de marzo, se puso en marcha desde los barrios de los ricos un tropel exaltado de personas distinguidas, llevando en sus filas a todos los elegantes petimetres y a su cabeza a los contertulios más conocidos del Imperio: los Heeckeren, Coëtlogon, Henrí de Pene, etc. Bajo la capa cobarde de una manifestación pacífica, estas bandas, pertrechadas secretamente con armas de matones, se pusieron en orden de marcha, maltrataron y desarmaron a las patrullas y a los puestos de la Guardia Nacional que encontraban a su paso y, al desembocar desde la rue de la Paix en la plaza Vendôme, a los gritos de «¡Abajo el Comité Central! ¡Abajo los asesinos! ¡Viva la Asamblea Nacional!», intentaron romper el cordón de puestos de guardia y tomar por sorpresa el cuartel general de la Guardia Nacional. Como contestación a sus tiros de pistola, fueron dadas las sommationes regulares (equivalente francés del Riot Act inglés)[69] y, como resultasen inútiles, el general de la Guardia Nacional dio la orden de fuego. Bastó una descarga para poner en fuga precipitada a aquellos estúpidos mequetrefes que esperaban que la simple exhibición de su «respetabilidad» ejercería sobre la Revolución de París el mismo efecto que los trompetazos de Josué sobre las murallas de Jericó. Al huir, dejaron tras ellos dos guardias nacionales muertos, nueve gravemente heridos (entre ellos un miembro del Comité Central) y todo el escenario de su hazaña sembrado de revólveres, puñales y bastones de estoque, como evidencias del carácter «inerme» de su manifestación «pacífica». Cuando el 13 de junio de 1849, la Guardia Nacional de París organizó una manifestación realmente pacífica para protestar contra el traidor asalto de Roma por las tropas francesas, Changarnier, a la sazón general del Partido del Orden fue aclamado por la Asamblea Nacional, y señaladamente por el señor Thiers, como salvador de la sociedad por haber lanzado a sus tropas desde los cuatro costados contra aquellos hombres inermes, por haberlos derribado a tiros y a sablazos y pot haberlos pisoteado con sus caballos. Se decretó entonces en París el estado de sitio. Dufaure hizo que la Asamblea aprobase a toda prisa nuevas leyes de represión. Nuevas detenciones, nuevos destierros; comenzó una nueva era de terror. Pero las clases inferiores hacen esto de otro modo. El Comité Central de 1871 no se ocupó de los héroes de la «manifestación pacífica»; y así, dos días después, podían ya pasar revista ante el almirante Saisset para aquella otra manifestación, ya armada, que terminó con la famosa huida a Versalles. En su repugnancia a aceptar la guerra civil iniciada por el asalto nocturno que Thiers realizó contra Montmartre, el Comité Central se hizo responsable esta vez de un error decisivo: no marchar inmediatamente sobre Versalles, entonces completamente indefenso, para acabar con los manejos conspirativos de Thiers y de sus «rurales». En vez de hacer esto, volvió a permitirse que el Partido del Orden probase sus fuerzas en las urnas el 26 de marzo, día en que se celebraron las elecciones a la Comuna. Aquel día, en las mairies de París, ellos cruzaron blandas palabras de conciliación con sus demasiado generosos vencedores, mientras en su fuero interior hacían el voto solemne de exterminarlos en el momento oportuno.
Veamos ahora el reverso de la medalla. Thiers abrió su segunda campaña contra París a comienzos de abril. La primera remesa de prisioneros parisinos conducidos a Versalles hubo de sufrir indignantes crueldades, mientras Ernesto Picard, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, se paseaba por delante de ellos escarneciéndolos, y Mesdames Thiers y Favre, en medio de sus damas de honor (?), aplaudían desde los balcones los ultrajes al populacho versallés. Los soldados de los regimientos de línea hechos prisioneros fueron asesinados a sangre fría; nuestro valiente amigo el general Duval, el fundidor, fue fusilado sin la menor apariencia de proceso. Gallifet, ese chulo de su propia mujer, que se hizo tan famosa por las desvergonzadas exhibiciones que hacía de su cuerpo en las orgías del Segundo Imperio, se jactaba en una proclama de haber mandado asesinar a un puñado de guardias nacionales con su capitán y su teniente, que habían sido sorprendidos y desarmados por sus cazadores. Vinoy, el fugitivo, fue premiado por Thiers con la Gran Cruz de la Legión de Honor por su orden de fusilar a todos los soldados de línea cogidos en las filas de los federales. Desmarets, el gendarme, fue condecorado por haber descuartizado a traición, como un carnicero, al magnánimo y caballeroso Flourens, que el 31 de octubre de 1870 había salvado las cabezas de los miembros del Gobierno de Defensa.[70] Thiers, con manifiesta satisfacción, se extendió en la Asamblea Nacional sobre los «alentadores detalles» de este asesinato. Con la inflada vanidad de un pulgarcito parlamentario a quien se permite representar el papel de un Tamerlán, negaba a los que se rebelaban contra su poquedad todo derecho de beligerantes civilizados, hasta el derecho de la neutralidad para sus hospitales de sangre. Nada más horrible que este mono, ya presentido por Voltaire,[71] a quien le fue permitido durante algún tiempo dar rienda suelta a sus instintos de tigre.
Después del decreto emitido por la Comuna el 7 de abril, ordenando represalias y declarando que tal era su deber «para proteger a París contra las hazañas canibalescas de los bandidos de Versalles, exigiendo ojo-por ojo y diente por diente»[72], Thiers siguió dando a los prisioneros el mismo trato salvaje, e insultándolos además en sus boletines del modo siguiente: «Jamás la mirada angustiada de hombres honrados ha tenido que posarse sobre semblantes tan degradados de una degradada democracia». Los hombres honrados eran Thiers y sus ticket-of-leave men como ministros. No obstante, los fusilamientos de prisioneros cesaron por algún tiempo. Pero, tan pronto como Thiers y sus generales decembristas se convencieron de que aquel decreto de la Comuna sobre las represalias no era más que una amenaza inocua, de que se respetaba la vida hasta a sus gendarmes espías detenidos en París con el disfraz de guardias nacionales, y hasta a los sergents de ville cogidos con granadas incendiarias, entonces los fusilamientos en masa de prisioneros se reanudaron y prosiguieron sin interrupción hasta el final. Las casas en que se habían refugiado guardias nacionales eran rodeadas por gendarmes, rociadas con petróleo (lo que ocurre por primera vez en esta guerra) y luego incendiadas; los cuerpos carbonizados eran sacados en la ambulancia de la Prensa de Les Ternes. Cuatro guardias nacionales que se rindieron a un destacamento de cazadores montados, el 25 de abril, en Belle Epine, fueron fusilados, uno tras otro, por un capitán, digno discípulo de Gallifet. Scheffer, una de estas cuatro victimas, a quien se había dejado por creérsele muerto, llegó arrastrándose hasta las avanzadillas de París y relató este hecho ante una comisión de la Comuna. Cuando Tolain interpeló al ministro de la Guerra acerca del informe de esta comisión, los «rurales» ahogaron su voz y no permitieron que Le Flô contestara. Habría sido un insulto para su «glorioso» ejército hablar de sus hazañas. El tono impertinente con que los boletines de Thiers anunciaron la matanza a bayonetazos de los guardias nacionales sorprendidos durmiendo en Moulin Saquet y los fusilamientos en masa en Clamart alteraron los nervios hasta del Times de Londres, que no ha sido precisamente muy supersensible. Pero sería ridículo, hoy, empeñarse en enumerar las simples atrocidades preliminares perpetradas por los que bombardearon a París y fomentaron una rebelión esclavista protegida por la invasión extranjera. En medio de todos estos horrores, Thiers, olvidándose de sus lamentaciones parlamentarias sobre la espantosa responsabilidad que pesa sobre sus hombros de enano, se jacta en sus boletines de que L’Assemblée siège paisiblement, (la Asamblea delibera plácidamente), y con sus jolgorios inacabables, unas veces con los generales decembristas y otras con los príncipes alemanes, prueba que su digestión no se ha alterado en lo más mínimo, ni siquiera por los espectros de Lecomte y Clément Thomas.
III
En la alborada del 18 de marzo de 1871, París despertó entre un clamor de gritos de «Vive la Commune!» ¿Qué es la Comuna, esa esfipge que tanto atormenta los espíritus burgueses?
«Los proletarios de París — decía el Comité Central en su manifiesto del 18 de marzo –, en medio de los fracasos y las traiciones de las clases dominantes, se han dado cuenta de que ha llegado la hora de salvar la situación tomando en sus manos la dirección de los asuntos públicos . . . Han comprendido que es su deber imperioso y su derecho indiscutible hacerse dueños de sus propios destinos, tomando el Poder.»[73] Pero la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal como está, y a servirse de ella para sus propios fines.
El Poder estatal centralizado, con sus órganos omnipresentes: el ejército permanente, la policía, la burocracia, el clero y la magistratura — órganos creados con arreglo a un plan de división sistemática y jerárquica del trabajo –, procede de los tiempos de la monarquía absoluta y sirvió a la naciente sociedad burguesa como un arma poderosa en sus luchas contra el feudalismo. Sin embargo, su desarrollo se veía entorpecido por toda la basura medioeval: derechos señoriales, privilegios locales, monopolios municipales y gremiales, códigos provinciales. La escoba gigantesca de la Revolución Francesa del siglo XVIII barrió todas estas reliquias de tiempos pasados, limpiando así, al mismo tiempo, el suelo de la sociedad de los últimos obstáculos que se alzaban ante la superestructura del edificio del Estado moderno, erigido en tiempos del Primer Imperio, que, a su vez, era el fruto de las guerras de coalición[74] de la vieja Europa semifeudal contra la Francia moderna. Durante los regímenes siguientes, el Gobierno, colocado bajo el control del parlamento — es decir, bajo el control directo de las clases poseedoras –, no sólo se convirtió en un vivero de enormes deudas nacionales y de impuestos agobiadores, sino que, con la seducción irresistible de sus cargos, prebendas y empleos, acabó siendo la manzana de la discordia entre las fracciones rivales y los aventureros de las clases dominantes; por otra parte, su carácter político cambiaba simultáneamente con los cambios económicos operados en la sociedad. Al paso que los progresos de la moderna industria desarrollaban, ensanchaban y profundizaban el antagonismo de clase entre el capital y el trabajo, el Poder estatal fue adquiriendo cada vez más el carácter de poder nacional del capital sobre el trabajo, de fuerza pública organizada para la esclavización social, de máquina del despotismo de clase. Después de cada revolución, que marca un paso adelante en la lucha de clases, se acusa con rasgos cada vez más destacados el carácter puramente represivo del Poder del Estado. La Revolución de 1830, al dar como resultado el paso del Gobierno de manos de los terratenientes a manos de los capitalistas, lo que hizo fue transferirlo de los enemigos más remotos a los enemigos más directos de la clase obrera. Los republicanos burgueses, que se adueñaron del Poder del Estado en nombre de la Revolución de Febrero, lo usaron para provocar las matanzas de Junio, para probar a la clase obrera que la República «social» era la República que aseguraba su sumisión social y para convencer a la masa monárquica de los burgueses y terratenientes de que podían dejar sin peligro los cuidados y los gajes del gobierno a los «republicanos» burgueses. Sin embargo, después de su única hazaña heroica de Junio, no les quedó a los republicanos burgueses otra cosa que pasar de la cabeza a la cola del Partido del Orden, coalición formada por todas las fracciones y fracciones rivales de la clase apropiadora, en su antagonismo, ahora abiertamente declarado, contra las clases productoras. La forma más adecuada para este gobierno de capital asociado era la República Parlamentaria, con Luis Bonaparte como presidente. Fue éste un régime de franco terrorismo de clase y de insulto deliberado contra la vile multitude [vil muchedumbre]. Si la República Parlamentaria, como decía el señor Thiers, era «la que menos los dividía» (a las diversas fracciones de la clase dominante), en cambio abría un abismo entre esta clase y el conjunto de la sociedad situado fuera de sus escasas filas. Su unión venía a eliminar las restricciones que sus discordias imponían al Poder del Estado bajo régimes anteriores, y, ante el amenazante alzamiento del proletariado, se sirvieron del Poder estatal, sin piedad y con ostentación, como de una máquina nacional de guerra del capital contra el trabajo. Pero esta cruzada ininterrumpida contra las masas productoras les obligaba, no sólo a revestir al Poder Ejecutivo de facultades de represión cada vez mayores, sino, al mismo tiempo, a despojar a su propio baluarte parlamentario — la Asamblea Nacional –, de todos sus medios de defensa contra el Poder Ejecutivo, uno por uno, hasta que éste, en la persona de Luis Bonaparte, les dio un puntapié. El fruto natural de la República del Partido del Orden fue el Segundo Imperio.
El Imperio, con el coup d’Etat por fe de bautismo, el sufragio universal por sanción y la espada por cetro, declaraba apoyarse en los campesinos, amplia masa de productores no envuelta directamente en la lucha entre el capital y el trabajo. Decía que salvaba a la clase obrera destruyendo el parlamentarismo y, con él, la descarada sumisión del Gobierno a las clases poseedoras. Decía que salvaba a las clases poseedoras manteniendo en pie su supremacía económica sobre la clase obrera, y, finalmente, pretendía unir a todas las clases, al resucitar para todos la quimera de la gloria nacional. En realidad, era la única forma de gobierno posible, en un momento en que la burguesía había perdido ya la facultad de gobernar la nación y la clase obrera no la había adquirido aún. El Imperio fue aclamado de un extremo a otro del mundo como el salvador de la sociedad. Bajo su égida, la sociedad burguesa, libre de preocupaciones políticas, alcanzó un desarrollo que ni ella misma esperaba. Su industria y su comercio cobraron proporciones gigantescas; la especulación financiera celebró orgías cosmopolitas; la miseria de las masas contrastaba con la ostentación desvergonzada de un lujo suntuoso, falso y envilecido. El Poder del Estado, que aparentemente flotaba por encima de la sociedad, era, en realidad, el mayor escándalo de ella y el auténtico vivero de todas sus corrupciones. Su podredumbre y la podredumbre de la sociedad a la que había salvado, fueron puestas al desnudo por la bayoneta de Prusia, que ardía a su vez en deseos de trasladar la sede suprema de este régime de París a Berlín. El imperialismo es la forma más prostituida y al mismo tiempo la forma última de aquel Poder estatal que la sociedad burguesa naciente había comenzado a crear como medio para emanciparse del feudalismo y que la sociedad burguesa adulta acabó transformando en un medio para la esclavización del trabajo por el capital.
La antítesis directa del Imperio era la Comuna. El grito de «República social», con que la Revolución de Febrero fue anunciada por el proletariado de París, no expresaba más que el vago anhelo de una República que no acabase sólo con la forma monárquica de la dominación de clase, sino con la propia dominación de clase. La Comuna era la forma positiva de esta República.
París, sede central del viejo Poder gubernamental y, al mismo tiempo, baluarte social de la clase obrera de Francia, se había levantado en armas contra el intento de Thiers y los «rurales» de restaurar y perpetuar aquel viejo Poder que les había sido legado por el Imperio. Y si París pudo resistir fue únicamente porque, a consecuencia del asedio, se había deshecho del ejército, substituyéndolo por una Guardia Nacional, cuyo principal contingente lo formaban los obreros. Ahora se trata de convertir este hecho en una institución duradera. Por eso, el primer decreto de la Comuna fue para suprimir el ejército permanente y sustituirlo por el pueblo armado.
La Comuna estaba formada por los consejeros municipales elegidos por sufragio universal en los diversos distritos de la ciudad. Eran responsables y revocables en todo momento. La mayoría de sus miembros eran, naturalmente, obreros o representantes reconocidos de la clase obrera. La Comuna no había de ser un organismo parlamentario, sino una corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo. En vez de continuar siendo un instrumento del Gobierno central, la policía fue despojada inmediatamente de sus atributos políticos y convertida en instrumento de la Comuna, responsable ante ella y revocable en todo momento. Lo mismo se hizo con los funcionarios de las demás ramas de la administración. Desde los miembros de la Comuna para abajo, todos los servidores públicos debían devengar salarios de obreros. Los intereses creados y los gastos de representación de los altos dignatarios del Estado desaparecieron con los altos dignatarios mismos. Los cargos públicos dejaron de ser propiedad privada de los testaferros del Gobierno central. En manos de la Comuna se pusieron no solamente la administración municipal, sino toda la iniciativa ejercida hasta entonces por el Estado.
Una vez suprimidos el ejército permanente y la policía, que eran los elementos de la fuerza física del antiguo Gobierno, la Comuna tomó medidas inmediatamente para destruir la fuerza espiritual de represión, el «poder de los curas», decretando la separación de la Iglesia y el Estado y la expropiación de todas las iglesias como corporaciones poseedoras. Los curas fueron devueltos al retiro de la vida privada, a vivir de las limosnas de los fieles, como sus antecesores, los apóstoles. Todas las instituciones de enseñanza fueron abiertas gratuitamente al pueblo y al mismo tiempo emancipadas de toda intromisión de la Iglesia y del Estado. Así, no sólo se ponía la enseñanza al alcance de todos, sino que la propia ciencia se redimía de las trabas a que la tenían sujeta los prejuicios de clase y el poder del Gobierno.
Los funcionarios judiciales debían perder aquella fingida independencia que sólo había servido para disfrazar su abyecta sumisión a los sucesivos gobiernos, ante los cuales iban prestando y violando, sucesivamente, el juramento de fidelidad. Igual que los demás funcionarios públicos, los magistrados y los jueces habían de ser funcionarios electivos, responsables y revocables.
Como es lógico, la Comuna de París había de servir de modelo a todos los grandes centros industriales de Francia. Una vez establecido en París y en los centros secundarios el régime comunal, el antiguo Gobierno centralizado tendría que dejar paso también en las provincias a la autoadministración de los productores. En el breve esbozo de organización nacional que la Comuna no tuvo tiempo de desarrollar, se dice claramente que la Comuna habría de ser la forma política que revistiese hasta la aldea más pequeña del país y que en los distritos rurales el ejercito permanente habría de ser reemplazado por una milicia popular, con un período de servicio extraordinariamente corto. Las comunas rurales de cada distrito administrarían sus asuntos colectivos por medio de una asamblea de delegados en la capital del distrito correspondiente y estas asambleas, a su vez, enviarían diputados a la Asamblea Nacional de Delegados de París, entendiéndose que todos los delegados serían revocables en todo momento y se hallarían obligados por el mandat impératif(instrucciones formales) de sus electores. Las pocas, pero importantes funciones que aún quedarían para un gobierno central, no se suprimirían, como se ha dicho, falseando intencionadamente la verdad, sino que serían desempeñadas por agentes comunales que, gracias a esta condición, serían estrictamente responsables. No se trataba de destruir la unidad de la nación, sino por el contrario, de organizarla mediante un régimen comunal, convirtiéndola en una realidad al destruir el Poder del Estado, que pretendía ser la encarnación de aquella unidad, independiente y situado por encima de la nación misma, de la cual no era más que una excrecencia parasitaria. Mientras que los órganos puramente represivos del viejo Poder estatal habían de ser amputados, sus funciones legitimas serían arrancadas a una autoridad que usurpaba una posición preeminente sobre la sociedad misma, para restituirlas a los servidores responsables de esta sociedad. En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembros de la clase dominante habían de «representar» al pueblo en el parlamento, el sufragio universal habría de servir al pueblo organizado en comunas, como el sufragio individual sirve a los patronos que buscan obreros y administradores para sus negocios. Y es bien sabido que lo mismo las compañias que los particulares, cuando se trata de negocios saben generalmente colocar a cada hombre en el puesto que le corresponde y, si alguna vez se equivocan, reparan su error con presteza. Por otra parte, nada podía ser más ajeno al espiritu de la Comuna que sustituir el sufragio universal por una investidura jerárquica[75].
Generalmente, las creaciones históricas por completo nuevas están destinadas a que se las tome por una reproducción de formas viejas e incluso difuntas de la vida social, con las cuales pueden presentar cierta semejanza. Así, esta nueva Comuna, que quiebra el Poder estatal moderno, ha sido confundida con una reproducción de las comunas medievales, que, habiendo precedido a ese Estado, le sirvieron luego de base. Al régimen comunal se le ha tomado erróneamente por un intento de fraccionar, como lo soñaban Montesquieu y los girondinos[76], esa unidad de las grandes naciones en una federación de pequeños Estados, unidad que, aunque instaurada en sus origenes por la violencia política, se ha convertido hoy en un poderoso factor de la producción social. El antagonismo entre la Comuna y el Poder estatal se ha presentado equivocadamente como una forma exagerada de la vieja lucha contra el excesivo centralismo. Circunstancias histórícas pe culiares pueden en otros países haber impedido el desarrollo clásico de la forma burguesa de gobierno, tal como se dio en Francia, y haber permitido, como en Inglaterra, completar en las ciudades los grandes órganos centrales del Estado con asambleas parroquiales [vestries ] corrompidas, concejales concusionarios y feroces administradores de la beneficencia, y, en el campo, con jueces virtualmente hereditarios. El régimen comunal habría devuelto al organismo social todas las fuerzas que hasta entonces venía absorbiendo el Estado parásito, que se nutre a expensas de la sociedad y entorpece su libre movimiento Con este solo hecho habría iniciado la regeneración de Francia. La burguesía de las ciudades de la provincia francesa veía en la Comuna un intento de restaurar el predominio que ella había ejercido sobre el campo bajo Luis Felipe y que, bajo Luis Napoleón, había sido suplantado por el supuesto predominio del campo sobre la ciudad. En realidad, el régimen comunal colocaba a los productores del campo bajo la dirección intelectual de las cabeceras de sus distritos, of reciéndoles aquí, en las personas de los obreros, a los representantes naturales de sus intereses. La sola existencia de la Comuna implicaba, evidentemente, la autonomia municipal, pero ya no como contrapeso a un Poder estatal que ahora era superfluo. Sólo en la cabeza de un Bismarck, que, cuando no está metido en sus intrigas de sangre y hierro, gusta de volver a su antigua ocupación, que tan bien cuadra a su calibre mental, de colaborador del Kladderadatsch (el Punch de Berlín)[77], sólo en una cabeza como ésa podía caber el achacar a la Comuna de París la aspiración de reproducir aquella caricatura de la organización municipal francesa de 1791 que es la organización municipal de Prusia, donde la administración de las ciudades queda rebajada al papel de simple rueda secundaria de la maquinaria policíaca del Estado prusiano. Ese tópico de todas las revoluciones burguesas, «un gobierno barato», la Comuna lo convirtió en realidad al destruir las dos grandes fuentes de gastos: el ejército permanente y la burocracia del Estado. Su sola existencia presuponía la no existencia de la monarquía que, en Europa al menos, es el lastre normal y el disfraz indispensable de la dominación de clase La Comuna dotó a la República de una base de instituciones realmente democráticas. Pero, ni el gobierno barato, ni la «verdadera República» constituían su meta final, no eran más que fenómenos concomitantes.
La variedad de interpretaciones a que ha sido sometida la Comuna y la variedad de intereses que la han interpretado a su favor, demuestran que era una forma política perfectamente flexible, a diferencia de las formas anteriores de gobierno que habían sido todas fundamentalmente represivas. He aquí su verdadero secreto: la Comuna era, esencialmente, un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta que permitía realizar la emancipación económica del trabajo.
Sin esta última condición, el régimen comunal habría sido una imposibilidad y una impostura. La dominación política de los productores es incompatible con la perpetuación de su esclavitud social. Por tanto, la Comuna había de servir de palanca para extirpar los cimientos económicos sobre los que descansa la existencia de las clases y, por consiguiente, la dominación de clase. Emancipado el trabajo, cada hombre
Es un hecho extraño. A pesar de todo lo que se ha hablado y escrito con tanta profusión durante los últimos sesenta años acerca de la emancipación del trabajo, apenas en algún sitio los obreros toman resueltamente la cosa en sus manos, vuelve a resonar de pronto toda la fraseología apologética de los portavoces de la sociedad actual, con sus dos polos de capital y esclavitud asalariada (hoy, el propietario de tierras no es más que el socio sumiso del capitalista), como si la sociedad capitalista se hallase todavía en su estado más puro de inocencia virginal, con sus antagonismos todavía en germen, con sus engaños todavía encubiertos, con sus prostituidas realidades todavía sin desnudar. ¡La Comuna, exclaman, pretende abolir la propiedad, base de toda civilización! Sí, caballeros, la Comuna pretendía abolir esa propiedad de clase que convierte el trabajo de muchos en la riqueza de unos pocos. La Comuna aspiraba a la expropiación de los expropiadores. Quería convertir la propiedad individual en una realidad, transformando los medios de producción — la tierra y el capital — que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y de explotación del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre y asociado. ¡Pero eso es el comunismo, el «irrealizable» comunismo! Sin embargo, los individuos de las clases dominantes que son lo bastante inteligentes para darse cuenta de la imposibilidad de que el actual sistema continúe — y no son pocos — se han erigido en los apóstoles molestos y chillones de la producción cooperativa. Ahora bien, si la producción cooperativa ha de ser algo más que una impostura y un engaño; si ha de substituir al sistema capitalista; si las sociedades cooperativas unidas han de regular la producción nacional con arreglo a un plan común, tomándola bajo su control y poniendo fin a la constante anarquía y a las convulsiones periódicas, consecuencias inevitables de la producción capitalista, ¿qué será eso entonces, caballeros, sino comunismo, comunismo «realizable»?
La clase obrera no esperaba de la Comuna ningún milagro. Los obreros no tienen ninguna utopía lista para implantar par decret du peuple [por decreto del pueblo]. Saben que para conseguir su propia emancipación, y con ella esa forma superior de vida hacia la que tiende irresistiblemente la sociedad actual por su propio desarrollo económico, tendrán que pasar por largas luchas, por toda una serie de procesos históricos, que transformarán las circunstancias y los hombres. Ellos no tienen que realizar ningunos ideales, sino simplemente liberar los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su seno. Plenamente consciente de su misión histórica y heroicamente resulta a obrar con arreglo a ella, la clase obrera puede mofarse de las burdas invectivas de los lacayos de la pluma y de la protección profesoral de los doctrinarios burgueses bien intencionados, que vierten sus perogrulladas de ignorantes y sus sectarias fantasías con un tono sibilino de infalibilidad científica.
Cuando la Comuna de París tomó en sus propias manos la dirección de la revolución; cuando, por primera vez en la historia, simples obreros se atrevieron a violar el privilegio gubernamental de sus «superiores naturales» y, en circunstancias de una dificultad sin precedentes, realizaron su labor de un modo modesto, concienzudo y eficaz, con sueldos el mas alto de los cuales apenas representaba una quinta parte de la suma que según una alta autoridad científica es el sueldo mínimo del secretario de un consejo de instrucción pública de Londres, el viejo mundo se retorció en convulsiones de rabia ante el espectáculo de la Bandera Roja, símbolo de la República del Trabajo, ondeando sobre el Hôtel de Ville.
Y, sin embargo, fue ésta la primera revolución en que la clase obrera fue abiertamente reconocida como la única clase capaz de iniciativa social incluso por la gran masa de la clase media parisina — tenderos, artesanos, comerciantes –, con la sola excepción de los capitalistas ricos. La Comuna los salvó, mediante una sagaz solución de la constante fuente de discordias dentro de la misma clase media: el conflicto entre acreedores y deudores.[78] Estos mismos elementos de la clase media, después de haber colaborado en el aplastamiento de la Insurrección Obrera de Junio de 1848, habían sido sacrificados sin miramiento a sus acreedores por la Asamblea Constituyente de entonces[79]. Pero no fue éste el único motivo que les llevó a apretar sus filas en torno a la clase obrera. Sentían que había que escoger entre la Comuna y el Imperio, cualquiera que fuese el rótulo bajo el que éste resucitase. El Imperio los había arruinado económicamente con su dilapidación de la riqueza pública, con las grandes estafas financieras que fomentó y con el apoyo prestado a la concentración artificialmente acelerada del capital, que suponía la expropiación de muchos de sus componentes. Los había oprimido politicamente, y los había irritado moralmente con sus orgias; había herido su volterianismo al confiar la educación de sus hijos a los frères ignorantins [80], y había sublevado su sentimiento na cional de franceses al lanzarlos precipitadamente a una guerra que sólo ofreció una compensación para todos los desastres que había causado: la caida del Imperio. En efecto, tan pronto huyó de París la alta bohème bonapartista y capitalista, el auténtico Partido del Orden de la clase media surgió bajo la forma de «Unión Republicana»[81], se colocó bajo la bandera de la Comuna y se puso a defenderla contra las malévolas desfiguraciones de Thiers. El tiempo dirá si la gratitud de esta gran masa de la clase media va a resistir las duras pruebas de estos momentos.
La Comuna tenía toda la razón cuando decía a los campesinos: «Nuestro triunfo es vuestra única esperanza».[82] De todas las mentiras incubadas en Versalles y difundidas por los ilustres mercenarios de la prensa europea, una de las más tremendas era la de que los «rurales» representaban al campesinado francés. ¡Figuraos el amor que sentirían los campesinos de Francia por los hombres a quienes después de 1815 se les obligó a pagar mil millones de indemnización![83] A los ojos del campesino francés, la sola existencia de grandes propietarios de tierras es ya una usurpación de sus conquistas de 1789. En 1848, la burguesia gravó su parcela de tierra con el impuesto adicional de 45 céntimos por franco, pero entonces lo hizo en nombre de la revolución; ahora, en cambio, fomentaba una guerra civil en contra de la revolución, para echar sobre las espaldas de los campesinos la carga principal de los cinco mil millones de indemnización que había que pagar a los prusianos. La Comuna por el contrario, declaraba en una de sus primeras proclamas que las costas de la guerra tenían que ser pagadas por los verdaderos causantes de ella. La Comuna habría redimido al campesino de la contribución de sangre, le habría dado un gobierno barato, habria convertido a los que hoy son sus valnpiros — el notario, el abogado, el agente ejecutivo y otros chupasangre de juzgados en empleados comunales asalariados, elegidos por él y responsables ante él mismo. Le habría librado de la tirania del alguacil rural, el gendarme y el prefecto; la ilustración en manos del maestro de escuela habría ocupado el lugar del embrutecimiento por parte del cura. Y el campesino francés es, ante todo y sobre todo, un hombre calculador. Le habría parecido extremadamente razonable que la paga del cura, en vez de serle arrancada a él por el recaudador de contribuciones, dependiese de la espontánea manifestación de los sentimientos religiosos de los feligreses. Tales eran los grandes beneficios que el régimen de la Comuna — y sólo él — brindaba como cosa inmediata a los campesinos franceses. Huelga, por tanto, detenerse a examinar los problemas más complicados, pero vitales, que sólo la Comuna era capaz de resolver — y que al mismo tiempo estaba obligada a resolver –, en favor de los campesinos, a saber: la deuda hipotecaria, que pesaba como una pesadilla sobre su parcela; el prolétariat foncier (el proletariado rural), que crecia constantemente, y el proceso de su expropiación de dicha parcela, proceso cada vez más acelerado en virtud del desarrollo de la agricultura moderna y la competencia de la producción agrícola capitalista.
El campesino francés había elegido a Luis Bonaparte presidente de la República, pero fue el Partido del Orden el que creó el Segundo Imperio. Lo que el campesino francés quiere realmente, comenzó a demostrarlo él mismo en 1849 y 1850, al oponer su maire al prefecto del gobierno, su maestro de escuela al cura del gobierno y su propia persona al gendarme del gobierno. Todas las leyes promulgadas por el Partido del Orden en enero y febrero de 1850[84] fueron medidas descaradas de represión contra el campesino. El campesino era bonapartista porque la gran revolución, con todos los beneficios que le había conquistado, se personificaba para él en Napoleón
Pero esta ilusión, que se esfumó rápidamente bajo el Segundo Imperio (y que era, por naturaleza, contraria a los «rurales»), este prejuicio del pasado, ¿cómo hubiera podido hacer frente a la apelación de la Comuna a los intereses vitales y necesidades más apremiantes de los campesinos?
Los «rurales» — tal era, en realidad, su principal temor — sabían que tres meses de libre contacto del París de la Comuna con las provincias bastarían para desencadenar una sublevación general de campesinos, y de ahí su prisa por establecer el bloqueo policíaco de París para impedir que la epidemia se propagase.
La Comuna era, pues, la verdadera representación de todos los elementos sanos de la sociedad francesa, y por consiguiente, el auténtico gobierno nacional Pero, al mismo tiempo, como gobierno obrero y como campeón intrépido de la emancipación del trabajo, era un gobierno internacional en el pleno sentido de la palabra. A los ojos del ejército prusiano, que había anexado a Alemania dos provincias francesas, la Comuna anexaba a Francia los obreros del mundo entero.
El Segundo Imperio había sido el jubileo de la estafa cosmopolita, los estafadores de todos los países habían acudido corriendo a su llamada para participar en sus orgías y en el saqueo del pueblo francés. Y todavía hoy la mano derecha de Thiers es Ganesco, el crápula valaco, y su mano izquierda Markovski, el espía ruso. La Comuna concedió a todos los extranjeros el honor de morir por una causa inmortal. Entre la guerra exterior, perdida por su traición, y la guerra civil, fomentada pot su conspiración con el invasor extranjero, la burguesía encontraba tiempo para dar pruebas de patriotismo, organizando batidas policíacas contra los alemanes residentes en Francia. La Comuna nombró a un obrero alemán su ministro del Trabajo. Thiers, la burguesía, el Segundo Imperio, habían engañado constantemente a Polonia con ostentosas manifestaciones de simpatía, mientras en realidad la traicionaban por los intereses de Rusia, a la que prestaban los más sucios servicios. La Comuna honró a los heroicos hijos de Polonia, colocándolos a la cabeza de los defensores de París. Y, para marcar nítidamente la nueva era histórica que conscientemente inauguraba, la Comuna, ante los ojos de los vencedores prusianos, de una parte, y del ejército bonapartista mandado por generales bonapartistas de otra, echó abajo aquel símbolo gigantesco de la gloria guerrera que era la Columna de Vendôme[85].
La gran medida social de la Comuna fue su propia existencia, su labor. Sus medidas concretas no podían menos de expresar la línea de conducta de un gobierno del pueblo por el pueblo. Entre ellas se cuentan la abolición del trabajo nocturno para los obreros panaderos, y la prohibición, bajo penas, de la práctica corriente entre los patronos de mermar los salarios imponiendo a sus obreros multas bajo los más diversos pretextos, proceso éste en el que el patrono se adjudica las funciones de legislador, juez y agente ejecutivo, y, además, se embolsa el dinero. Otra medida de este género fue la entrega a las asociaciones obreras, bajo reserva de indemnización, de todos los talleres y fábricas cerrados, lo mismo si sus respectivos patronos habían huído que si habían optado por parar el trabajo.
Las medidas financieras de la Comuna, notables por su sagacidad y moderación, hubieron de limitarse necesariamente a lo que era compatible con la situación de una ciudad sitiada. Teniendo en cuenta el latrocinio gigantesco desencadenado sobre la ciudad de París por las grandes empresas financieras y los contratistas de obras bajo la tutela de Haussmann, la Comuna habría tenido títulos incomparablemente mejores para confiscar sus bienes que los que Luis Napoleón había tenido para confiscar los de la familia de Orleans. Los Hohenzollern y los oligarcas ingleses, una buena parte de cuyos bienes provenían del saqueo de la Iglesia, pusieron naturalmente el grito en el cielo cuando la Comuna sacó de la secularización 8.000 míseros francos.
Mientras el Gobierno de Versalles, apenas recobró un poco de ánimo y de fuerzas, empleaba contra la Comuna las medidas más violentas; mientras ahogaba la libre expresión del pensamiento en toda Francia, hasta el punto de prohibir las asambleas de delegados de las grandes ciudades; mientras sometía a Versalles y al resto de Francia a un espionaje que dejaba chiquito al del Segundo Imperio; mientras quemaba, por medio de sus inquisidores-gendarmes, todos los periódicos publicados en París y violaba toda la correspondencia que procedía de la capital o iba dirigida a ella; mientras en la Asamblea Nacional, los más tímidos intentos de aventurar una palabra en favor de París eran ahogados con unos aullidos a los que no había llegado ni la Chambre introuvable de 1816; con la guerra salvaje de los versalleses fuera de París y sus tentativas de corrupción y conspiración por dentro, ¿podía la Comuna, sin traicionar ignominiosamente su causa, guardar todas las formas y apariencias de liberalismo, como si gober-
Era verdaderamente indignante para los «rurales» que, en el mismo momento en que ellos preconizaban como único medio de salvar a Francia la vuelta al seno de la Iglesia, la pagana Comuna descubriera los misterios del convento de monjas de Picpus y de la iglesia de Saint Laurent[86]. Y era una burla para el señor Thiers que, mientras él hacía llover grandes cruces sobre los generales bonapartistas, para premiar su maestria en el arte de perder batallas, firmar capitulaciones y liar cigarrillos en Wilhelmshöhe[10], la Comuna destituyera y arrestara a sus generales a la menor sospecha de negligencia en el cumplimiento del deber. La expulsión de su seno y la detención por la Comuna de uno de sus miembros*, que se había deslizado en ella bajo nombre supuesto y que en Lyon había sufrido un arresto de seis dias por simple quiebra, ¿no era un deliberado insulto para el falsificador Jules Favre, todavía a la sazón ministro de Asuntos Exteriores de Francia, y que seguía vendiendo su país a Bismarck y dictando órdenes a aquel incomparable Gobierno de Bélgica? La verdad es que la Comuna no presumia de infalibilidad, don que se atribuían sin excepción todos los gobiernos de viejo cuño. Publicaba sus acciones y sus palabras y daba a conocer al público todas sus imperfecciones.
En todas las revoluciones, al lado de sus verdaderos representantes, figuran hombres de otra naturaleza. Algunos de ellos, supervivientes y devotos de revoluciones pasadas, sin visión del movimiento actual, pero dueños todavía de su influencia sobre el pueblo, por su reconocida honradez y valentía, o simplemente por la fuerza de la tradición; otros, simples charlatanes que, a fuerza de repetir año tras año las mismas declamaciones estereotipadas contra el gobierno del día, se han robado una reputación de revolucionarios de pura cepa. Después del 18 de marzo salieron también a la superficie hombres de éstos, y en algunos casos lograron desempeñar papeles preeminentes. En la medida en que su poder se lo permitió, entorpecieron la verdadera acción de la clase obrera, lo mismo que otros de su especie entorpecieron el desarrollo completo de todas las revoluciones anteriores. Estos elementos constituyen un mal inevitable; con el tiempo se les quita de en medio; pero a la Comuna no le fue dado disponer de tiempo.
Maravilloso en verdad fue el cambio operado por la Comuna en París. De aquel París prostituido del Segundo Imperio no quedaba ni rastro. París ya no era el lugar de cita de terratenientes ingleses, absentistas irlandeses,[87] ex esclavistas y rastacueros norteamericanos, ex propietarios rusos de siervos y boyardos de Valaquia. Ya no había cadáveres en la morgue, ni asaltos nocturnos, y apenas uno que otro robo; por primera vez desde los días de febrero de 1848, se podía transitar seguro por las calles de París, y eso que no había policía de ninguna clase. «Ya no se oye hablar — decía un miembro de la Comuna — de asesinatos, robos y atracos; diríase que la policía se ha llevado consigo a Versalles a todos sus amigos conservadores». Las cocottes [damiselas] habían reencontrado el rastro de sus protectores, fugitivos hombres de la familia, de la religión y, sobre todo, de la propiedad. En su lugar, volvían a salir a la superficie las auténticas mujeres de París, heroicas, nobles y abnegadas como las mujeres de la antigüedad. París trabajaba y pensaba, luchaba y daba su sangre; radiante en el entusiasmo de su iniciativa histórica, dedicado a forjar una sociedad nueva, casi se olvidaba de los caníbales que tenía a las puertas.
Frente a este mundo nuevo de París, se alzaba el mundo viejo de Versallesi aquella asamblea de legitimistas y orleanistas, vampiros de todos los régimes difuntos, ávidos de nutrirse del cadáver de la nación, con su cola de republicanos antediluvianos, que sancionaban con su presencia en la Asamblea el motín de los esclavistas, confiando el mantenimiento de su República Parlamentaria a la vanidad del senil saltimbanqui que la presidía y caricaturizando la revolución de 1789 con la celebración de sus reuniones de espectros en el Jeu de Paume Así era esta Asamblea, representación de todo lo muerto de Francia, sólo mantenida en una apariencia de vida por los sables de los generales de Luis Bonaparte. París, todo verdad, y Versalles, todo mentira, una mentira que salía de los labios de Thiers.
«Les doy a ustedes mi palabra, a la que jamás he faltado», dice Thiers a una comisión de alcaldes del departamento de Seine-et-Oise. A la Asamblea Nacional le dice que «es la Asamblea más libremente elegida y más liberal que en Francia ha existido»; dice a su abigarrada soldadesca, que es «la admiración del mundo y el mejor ejército que jamás ha tenido Francia»; dice a las provincias que el bombardeo de París llevado a cabo por él es un mito: «Si se han disparado-algunos cañonazos, no ha sido por el ejército de Versalles, sino por algunos insurrectos empeñados en hacernos creer que luchan, cuando en realidad no se atreven a asomar sus caras». Poco después, dice a las provincias que «la artillería de Versalles no bombardea a París, sino que simplemente lo cañonea». Dice al arzobispo de París que las pretendidas ejecuciones y represalias (!) atribuidas a las tropas de Versalles son puras invenciones. Dice a París que sólo ansía «liberarlo de los horribles tiranos que lo oprimen» y que el París de la Comuna no es, en realidad, «más que un puñado de criminales».
El París del señor Thiers no era el verdadero París de la «vil muchedumbre», sino un París fantasma, el París de los francs-fileurs [88], el París masculino y femenino de los bulevares, el París rico, capitalista; el París dorado, el París ocioso, que ahora corría en tropel a Versalles, a Saint-Denis, a Rueil y a Saint-Germain, con sus lacayos, sus estafadores, su bohème literaria y sus cocottes. El París para el que la guerra civil no era más que un agradable pasatiempo, el que veia las batallas por un anteojo de larga vista, el que contaba los estampidos de los cañonazos y juraba por su honor y el de sus prostitutas que aquella función era mucho mejor que las que representaban en Porte Saint Martin. Allí, los que caían eran muertos de verdad, los gritos de los heridos eran de verdad también, y además, ¡todo era tan intensamente histórico!
Este es el París del señor Thiers, como el mundo de los emigrados de Coblenza[89] era la Francia del señor de Calonne.
IV
La primera tentativa de conspiración de los esclavistas para sojuzgar a París logrando su ocupación por los prusianos, fracasó ante la negativa de Bismarck. La segunda tentativa, la del 18 de marzo, terminó con la derrota del ejército y la huída a Versalles del gobierno, que ordenó a todo el aparato administrativo que abandonase sus puestos y le siguiese en la huida. Mediante la simulación de negociaciones de paz con París, Thiers ganó tiempo para preparar la guerra contra él. Pero, ¿de dónde sacar un ejército? Los restos de los regimientos de línea eran escasos en número e inseguros en cuanto a moral. Su llamamiento apremiante a las provincias para que acudiesen en ayuda de Versalles con sus guardias nacionales y sus voluntarios, tropezó con una negativa rotunda. Sólo Bretaña mandó a luchar bajo una bandera blanca a un puñado de chuans [90], con un corazón de Jesús en tela blanca so bre el pecho y gritando «Vive le roi! » («¡Viva el rey!»). Así, Thiers se vio obligado a reunir a toda prisa una turba abiga rrada, compuesta por marineros, soldados de infantería de marina, zuavos pontificios, más los gendarmes de Valentin y los sergents de ville y mouchards [confidentes] de Pietri. Pero este ejército habría sido ridículamente ineficaz sin la incorporación de los prisioneros de guerra imperiales que Bismarck fue entregando a plazos en cantidad suficiente para mantener viva la guerra civil y para tener al Gobierno de Versalles en abyecta dependencia con respecto a Prusia. Durante la guerra misma, la policia versallesa tenía que vigilar al ejército de Versalles, mientras que los gendarmes tenían que arrastrarlo a la lucha, colocándose ellos siempre en los puestos de peligro. Los fuertes que cayeron no fueron conquistados, sino comprados. El heroismo de los federales convenció a Thiers de que para vencer la resistencia de París no bastaban su genio estratégico ni las bayonetas de que disponía.
Entretanto, sus relaciones con las provincias se hacían cada vez más difíciles. No llegaba un solo mensaje de adhesión para estimular a Thiers y a sus «rurales». Muy al contrario, llegaban de todas partes diputaciones y mensajes pidiendo, en un tono que tenía de todo menos de respetuoso, la recondliación con París sobre la base del reconocimiento inequívoco de la República, el reconocimiento de las libertades comunales y la disolución de la Asamblea Nacional, cuyo mandato había expirado ya. Estos mensajes afluían en tal número, que en su circular dirigida el 23 de abril a los fiscales, Dufaure, ministro de Justicia de Thiers, les ordenaba considerar como un crimen «el llamamiento a la conciliación». No obstante, en vista de las perspectivas desesperadas que se abrían ante su campaña militar, Thiers se decidió a cambiar de táctica, ordenando que el 30 de abril se celebrasen elecciones municipales en todo el país, sobre la base de la nueva ley municipal dictada por él mismo a la Asamblea Nacional. Utilizando, según los casos, las intrigas de sus prefectos y la intimidación policíaca, estaba completamente seguro de que el resultado de la votación en las provincias le permitiría ungir a la Asamblea Nacional con aquel poder moral que jamás había tenido, y obtener por fin de las provincias la fuerza material que necesitaba para la conquista de París.
Thiers se preocupó desde el primer momento en combinar su guerra de bandidaje contra París — glorificada en sus propios boletines — y las tentativas de sus ministros para instaurar de un extremo a otro de Francia el reinado del terror, con una pequeña comedia de conciliación, que había de servirle para más de un fin. Trataba con ello de engañar a las provincias, de seducir a la clase media de París y, sobre todo, de brindar a los pretendidos republicanos de la Asamblea Nacional la oportunidad de esconder su traición contra París detrás de su fe en Thiers. El 21 de marzo, cuando aún no disponía de un ejército, Thiers declaraba ante la Asamblea: «Pase lo que pase, jamás enviaré tropas contra París». El 27 de marzo, intervino de nuevo para decir: «Me he encontrado con la República como un hecho consumado y estoy firmemente decidido a mantenerla». En realidad, en Lyon y en Marsella[91] aplastó la revolución en nombre de la República, mientras en Versalles los bramidos de sus «rurales» ahogaban la simple mención de su nombre. Después de esta hazaña, rebajó el «hecho consumado» a la categoría de hecho hipotético. A los príncipes de Orleáns, que Thiers había alejado de Burdeos por precaución, se les permitía ahora intrigar en Dreux, lo cual era una violación flagrante de la ley. Las concesiones prometidas por Thiers, en sus interminables entrevistas con los delegados de París y provincias, aunque variaban constantemente de tono y de color, según el tiempo y las circunstancias, se reducían siempre, en el fondo, a la promesa de que su venganza se limitaría al «puñado de criminales complicados en los asesinatos de Lecomte y Clément Thomas», bien entendido que bajo la condición de que París y Francia aceptasen sin reservas al señor Thiers como la mejor de las repúblicas posibles, tal como él había hecho en 1830 con Luis Felipe. Pero hasta estas mismas concesiones, no sólo se cuidaba de ponerlas en tela de juicio mediante los comentarios oficiales que hacía a través de sus ministros en la Asamblea, sino que, además, tenía a su Dufaure para actuar. Dufaure, viejo abogado orleanista, había sido juez supremo de todos los estados de sitio, lo mismo ahora, en 1871, bajo Thiers, que en 1839, bajo Luis Felipe, y en 1849, bajo la presidencia de Luis Bonaparte.[92] Durante su cesantía de ministro, había reunido una fortuna defendiendo los pleitos de los capitalistas de París y había acumulado un capital político pleiteando contra las leyes elaboradas por él mismo. Ahora, no contento con hacer que la Asamblea Nacional votase a toda prisa una serie de leyes de represión que, después de la caída de París, habían de servir para extirpar los últimos vestigios de las libertades republicanas en Francia,[93] trazó de antemano la suerte que había de correr París, al abreviar los trámites de los Tribunales de Guerra,[94] que le parecían demasiado lentos, y al presentar una nueva ley draconiana de. deportación. La Revolución de 1848, al abolir la pena de muerte para los delitos políticos, la había sustituido por la deportación. Luis Bonaparte no se atrevió, por lo menos en teoría, a restablecer el régime de la guillotina. Y la Asamblea de los «rurales», que aún no se atrevía a insinuar siquiera que los parisinos no eran rebeldes sino asesinos, no tuvo más remedio que limitarse, en la venganza que preparaba contra París, a la nueva ley de deportaciones de Dufaure. Bajo todas estas circunstancias, Thiers no hubiera podido seguir representando su comedia de conciliación, si esta comedia no hubiese arrancado, como él precisamente quería, gritos de rabia entre los «rurales», cuyas cabezas rumiantes no podían comprender la farsa, ni todo lo que la farsa exigia en cuanto a hipocresia, tergiversación y dilaciones.
Ante la proximidad de las elecciones municipales del 30 de abril, el día 27 Thiers representó una de sus grandes escenas conciliatorias. En medio de un torrente de retórica sentimental, exclamó desde la tribuna de la Asamblea: «La única conspiración que hay contra la República es la de París, que nos obliga a derramar sangre francesa. No me cansaré de repetirlo: ¡que aquellas manos suelten las armas infames que empuñan y el castigo se detendrá inmediatamente mediante un acto de paz del que sólo quedará excluido un puñado de criminales!» Y como los «rurales» le interrumpieran violentamente, replicó: «Decidme, señores, os lo suplico, si estoy equivocado. ¿De veras deploráis que yo haya podido declarar aquí que los criminales no son en verdad más que un puñado? ¿No es una suerte, en medio de nuestras desgracias, que quienes fueron capaces de derramar la sangre de Clément Thomas y del general Lecomte sólo representan raras excepciones?»
Sin embargo, Francia no prestó oidos a aquellos discursos que Thiers creía eran cantos de sirena parlamentaria. De los 700.000 concejales elegidos en los 35.000 municipios que aún conservaba Francia, los legitimistas, orleanistas y bonapartistas coligados no obtuvieron siquiera 8.000. Las diferentes votaciones complementarias arrojaron resultados aún más hostiles. De este modo, en vez de sacar de las provincias la fuerza material que tanto necesitaba, la Asamblea perdía hasta su último título de fuerza moral: el de ser expresión del sufragio universal de la nación. Para remachar la derrota, los ayuntamientos recién elegidos amenazaron a la Asamblea usurpadora de Versalles con convocar una contraasamblea en Burdeos.
Por fin había llegado para Bismarck el tan esperado momento de lanzarse a la acción decisiva. Ordenó perentoriamente a Thiers que mandase a Francfort delegados plenipotenciarios para sellar definitivamente la paz. Obedeciendo humildemente a la llamada de su señor, Thiers se apresuró a enviar a su fiel Jules Favre, asistido por Pouyer-Quertier. Pouyer-Quertier, «eminente» hilandero de algodón de Ruán, ferviente y hasta servil partidario del Segundo Imperio, jamás había descubierto en éste ninguna falta, fuera de su tratado comercial con Inglaterra,[95] atentatorio para los intereses de su propio negocio. Apenas instalado en Burdeos como ministro de Hacienda de Thiers, denunció este «nefasto» tratado, sugirió su pronta derogación y tuvo incluso el descaro de intentar, aunque en vano (pues echó sus cuentas sin Bismarck), el inmediato restablecimiento de los antiguos aranceles protectores contra Alsacia, donde, según él no existía el obstáculo de ningún tratado internacional anterior. Este hombre, que veía en la contrarrevolución un medio para rebajar los salarios en Ruán, y en la entrega a Prusia de las provincias francesas un medio para subir los precios de sus artículos en Francia, ¿no era éste el hombrepredestinado para ser elegido por Thiers, en su última y culminante traición, como digno auxiliar de Jules Favre?
A la llegada a Francfort de esta magnífica pareja de delegados plenipotenciarios, el brutal Bismarck los recibió con este dilema categórico: «¡O la restauración del Imperio, o la aceptación sin reservas de mis condiciones de paz!». Entre estas condiciones entraba la de acortar los plazos en que había de pagarse la indemnización de guerra y la prórroga de la ocupación de los fuertes de París por las tropas prusianas mientras Bismarck no estuviese satisfecho con el estado de cosas reinante en Francia. De este modo, Prusia era reconocida como supremo árbitro de la política interior francesa. A cambio de esto, ofrecía soltar, para que exterminase a París, al ejército bonapartista que tenía prisionero y prestarle el apoyo directo de las tropas del emperador Guillermo. Como prenda de su buena fe, se prestaba a que el pago del primer plazo de la indemnización se subordinase a la «pacificación» de París. Huelga decir que Thiers y sus delegados plenipotenciarios se apresuraron a tragar esta sabrosa carnada. El Tratado de Paz fue firmado por ellos el 10 de mayo y ratificado por la Asamblea de Versalles el 18 del mismo mes.
En el intervalo entre la conclusión de la paz y la llegada de los prisioneros bonapartistas, Thiers se creyó tanto más obligado a reanudar su comedia de reconciliación cuanto que los republicanos, sus instrumentos, estaban apremiantemente necesitados de un pretexto que les permitiese cerrar los ojos a los preparativos para la carnicería de París. Todavía el 8 de mayo contestaba a una comisión de conciliadores de la clase media: «Tan pronto como lo insurrectos se decidan a capitular, las puertas de París se abrirán de par en par durante una semana para todos, con la sola excepción de los asesinos de los generales Clément Thomas y Lecomte.»
Pocos días después, interpelado violentamente por los «rurales» acerca de estas promesas, se negó a entrar en ningún género de explicaciones; pero no sin hacer esta alusión significativa: «Os digo que entre vosotros hay hombres impacientes, hombres que tienen demasiada prisa. Que aguarden otros ocho días; al cabo de ellos, el peligro habrá pasado y la tarea estará a la altura de su valentía y capacidad». Tan pronto como Mac-Mahon pudo garantizarle que en breve plazo podría entrar en París, Thiers declaró ante la Asamblea que «entraría en París con la ley en la mano y exigiendo una expiación cumplida a los miserables que habían sacrificado vidas de soldados y destruido monumentos públicos». Al acercarse el momento decisivo, dijo a la Asamblea Nacional: «¡Seré implacable!»; a París, que no había salvación para él; y a sus bandidos bonapartistas que se les daba carta blanca para vengarse de París a discreción. Por último, cuando el 21 de mayo la traición abrió las puertas de la ciudad al general Douay, Thiers pudo descubrir el día 22 a los «rurales» el «objetivo» de su comedia de reconciliación, que tanto se habían obstinado en no comprender: «Os dije hace pocos días que nos estábamos acercando a nuestro objetivo ; hoy vengo a deciros que el objetivo está alcanzado. ¡El triunfo del orden, de la justicia y de la civilización se consiguió por fin!».
Así era. La civilización y la justicia del orden burgués aparecen en todo su siniestro esplendor dondequiera que los esclavos y los parias de este orden osan rebelarse contra sus señores. En tales momentos, esa civilización y esa justicia se muestran como lo que son: salvajismo descarado y venganza sin ley. Cada nueva crisis que se produce en la lucha de clases entre los productores y los apropiadores hace resaltar este hecho con mayor claridad. Hasta las atrocidades cometidas por la burguesía en junio de 1848 palidecen ante la infamia indescriptible de 1871. El heroísmo abnegado con que la población de París — hombres, mujeres y niños — luchó por espacio de ocho días después de la entrada de los versalleses en la ciudad, refleja la grandeza de su causa, como las hazañas infernales de la soldadesca reflejan el espíritu innato de esa civilización, de la que es el brazo vengador y mercenario. ¡Gloriosa civilización ésta, cuyo gran problema estriba en saber cómo desprenderse de los montones de cadáveres hechos por ella después de haber cesado la batalla!
Para encontrar un paralelo con la conducta de Thiers y de sus perros de presa hay que remontarse a los tiempos de Sila y de los dos triunviratos romanos.[96] Las mismas matanzas en masa a sangre fría; el mismo desdén, en la matanza, para la edad y el sexo; el mismo sistema de torturas a los prisioneros; las mismas proscripciones pero ahora de toda una clase; la misma batida salvaje contra los jefes escondidos, para que ni uno solo se escape; las mismas delaciones de enemigos políticos y personales; la misma indiferencia ante la carnicería de personas completamente ajenas a la contienda. No hay más que una diferencia, y es que los romanos no disponían de mitrailleuses para despachar a los proscritos en masa y que no actuaban «con la ley en la mano» ni con el grito de «civilización» en los labios.
Y tras estos horrores, volvamos la vista a otro aspecto, todavía más repugnante, de esa civilización burguesa, tal como su propia prensa lo describe.
«Mientras a lo lejos — escribe el corresponsal parisino de un periódico conservador de Londres — se oyen todavía disparos sueltos y entre las tumbas del cementerio de Pére Lachaise agonizan infelices heridos abandonados; mientras 6.000 insurrectos aterrados vagan en una agonía de desesperación en el laberinto de las catacumbas y por las calles se ven todavía infelices llevados a rastras para ser segados en montón por las mitrailleuses resulta indignante ver los cafés llenos de bebedores de ajenjo y de jugadores de billar y de dominó; ver cómo las mujeres del vicio deambulan por los bulevares y oír cómo el estrépito de las orgías en los cabinets particuliers de los restaurantes distinguidos turban el silencio de la noche». El señor Edouard Hervé escribe en el Journal de París [97], periódico de Versalles suprimido por la Comuna: «El modo cómo la población de París (!) manifestó ayer su satisfacción era más que frívolo, y tememos que se agrave con el tiempo. París presenta ahora un aire de día de fiesta lamentablemente poco apropiado. Si no queremos que nos llamen los parisinos de la decadencia, debemos poner término a tal estado de cosas». Y a continuación cita el pasaje de Tácito: «Y sin embargo, a la mañana siguiente de aquella horrible batalla y aun antes de haberse terminado, Roma, degradada y corrompida, comenzó a revolcarse de nuevo en la charca de voluptuosidad que destruía su cuerpo y encenagaba su alma — alibi proelia et vulnera, alibi balnea popinaeque (aquí combates y heridas, allí baños y festines)»[98]. El señor Hervé sólo se olvida de aclarar que la «población de París» de que él habla es, exclusivamente, la población del París del señor Thiers: los francs-fileurs que volvían en tropel de Versalles, de Saint Denis, de Rueil y de Saint Germain, el París de la «decadencia».
En cada uno de sus triunfos sangrientos sobre los abnegados paladines de una sociedad nueva y mejor, esta infame civilización, basada en la esclavización del trabajo, ahoga los gemidos de sus víctimas en un clamor salvaje de calumnias, que encuentran eco en todo el orbe. Los perros de presa del «orden» transforman de pronto en un infierno el sereno París obrero de la Comuna. ¿Y qué es lo que demuestra este tremendo cambio a las mentes burguesas de todos los países? ¡Demuestra, sencillamente, que la Comuna se ha amotinado contra la civilizaciónl El pueblo de París, lleno de entusiasmo, muere por la Comuna en número no igualado por ninguna batalla de la historia. ¿Qué demuestra esto? ¡Demuestra, sencillamente que la Comuna no era el gobierno propio del pueblo, sino la usurpación del Poder por un puñado de criminales! Las mujeres de París dan alegremente sus vidas en las barricadas y ante los pelotones de ejecución. ¿Qué demuestra esto? ¡Demuestra, sencillamente, que el demonio de la Comuna las ha convertido en Megeras y Hécates! La moderación de la Comuna durante los dos meses de su dominación indisputada sólo es igualada por el heroísmo de su defensa. ¿Qué demuestra esto? ¡Demuestra, sencillamente, que durante dos meses, la Comuna ocultó cuidadosamente bajo una careta de moderación y de humanidad la sed de sangre de sus instintos satánicos, para darle rienda suelta en la hora de su agonía!
En el momento del heroico holocausto de sí mismo, el París obrero envolvió en llamas edificios y monumentos. Cuando los esclavizadores del proletariado descuartizan su cuerpo vivo, no deben seguir abrigando la esperanza de retornar en triunfo a los muros intactos de sus casas. El Gobierno de Versalles grita: «¡Incendiarios!», y susurra esta consigna a todos sus agentes, hasta en la aldea más remota, para que acosen a sus enemigos por todas partes como incendiarios profesionales. La burguesía del mundo entero, que mira complacida la matanza en masa después de la lucha, ¡se estremece de horror ante la profanación del ladrillo y la argamasa!
Cuando los gobiernos dan a sus flotas de guerra carta blanca para «matar, quemar y destruir», ¿dan o no dan carta blanca a incendiarios? Cuando las tropas británicas prendieron fuego alegremente al Capitolio de Washington o al Palacio de Verano del Emperador de China,[99] ¿eran o no incendiarias? Cuando los prusianos, no por razones militares, sino por mero espíritu de venganza, hicieron arder con ayuda del petróleo poblaciones enteras como Chateaudun e innumerables aldeas, ¿eran o no incendiarios? Cuando Thiers bombardeó a París durante seis semanas, bajo el pretexto de que sólo quería prender fuego a las casas en que había gente, ¿era o no incendiario? En la guerra, el fuego es un arma tan legítima como cualquier otra. Los edificios ocupados por el enemigo son bombardeados para prenderles fuego. Y si sus defensores se ven obligados a evacuarlos, ellos mismos los incendian, para evitar que los atacantes se apoyen en ellos. El ser pasto de las llamas ha sido siempre el destino ineludible de los edificios situados en el frente de combate de todos los ejércitos regulares del mundo. ¡Pero he aquí que en la guerra de los esclavizados contra los esclavizadores — la única guerra justificada de la historia — este argumento ya no es válido en absoluto! La Comuna se sirvió del fuego pura y exclusivamente como de un medio de defensa. Lo empleó para cortar el avance de las tropas de Versalles por aquellas avenidas largas y rectas que Haussmann había abierto expresamente para el fuego de la artillería; lo empleó para cubrir la retirada, del mismo modo que los versalleses, al avanzar, emplearon sus granadas, que destruyeron, por lo menos, tantos edificios como el fuego de la Comuna. Todavía no se sabe a ciencia cierta cuáles edificios fueron incendiados por los defensores y cuáles por los atacantes. Y los defensores no recurrieron al fuego hasta que las tropas versallesas no habían comenzado su matanza en masa de prisioneros. Además, la Comuna había anunciado públicamente, desde hacía mucho tiempo, que, empujada al extremo, se enterraría entre las ruinas de París y haría de esta capital un segundo Moscú; cosa que el Gobierno de Defensa Nacional había prometido también hacer, claro que sólo como disfraz, para encubrir su traición. Trochu había preparado el petróleo necesario para esta eventualidad. La Comuna sabía que a sus enemigos no les importaban las vidas del pueblo de París, pero que en cambio les importaban mucho los edificios parisinos de su propiedad. Por otra parte, Thiers había hecho ya saber que sería implacable en su venganza. Apenas vio, de un lado, a su ejército en orden de batalla y del otro, a los prusianos cerrando la salida, exclamó: «¡Seré inexorable! ¡El castigo será completo y la justicia severa!». Si los actos de los obreros de París fueron de vandalismo, era el vandalismo de la defensa desesperada, no un vandalismo de triunfo, como aquel de que los cristianos dieron prueba al destruir los tesoros artísticos, realmente inestimables de la antiguedad pagana. Pero incluso este vandalismo ha sido justificado por los historiadores como un accidente inevitable y relativamente insignificante, en comparación con aquella lucha titánica entre una sociedad nueva que surgía y otra vieja que se derrumbaba. Y aún menos se parecía al vandalismo de un Haussmann, que arrasó el París histórico, para dejar sitio al París de los ociosos.
Pero, ¡y la ejecución por la Comuna de los sesenta y cuatro rehenes, con el Arzobispo de París a la cabeza! La burguesía y su ejército restablecieron en junio de 1848 una costumbre que había desaparecido desde hacía largo tiempo de las prácticas guerreras: la de fusilar a sus prisioneros indefensos. Desde entonces, esta costumbre brutal ha encontrado la adhesión más o menos estricta de todos los aplastadores de conmociones populares en Europa y en la India, demostrando con ello que constituye un verdadero «progreso de la civilización». Por otra parte, los prusianos restablecieron en Francia la práctica de tomar rehenes; personas inocentes a quienes se hacía responder con sus vidas de los actos de otros. Cuando Thiers, como hemos visto, puso en práctica desde el primer momento la humana costumbre de fusilar a los comunefos apresados, la Comuna, para proteger sus vidas, vióse obligada a recurrir a la práctica prusiana de tomar rehenes. Las vidas de estos rehenes ya habían sido condenadas repetidas veces por los incesantes fusilamientos de prisioneros a manos de las tropas versallesas. ¿Quién podía seguir guardando sus vidas después de la carnicería con que los pretorianos[100] de MacMahon celebraron su entrada en París? ¿Había de convertirse también en una burla la última medida — la toma de rehenes — con que se aspiraba a contener el salvajismo desenfrenado de los gobiernos burgueses? El verdadero asesino del arzobispo Darboy es Thiers. La Comuna propuso repetidas veces el canje del arzobispo y de otro montón de clérigos por un solo prisionero, Blanqui, que Thiers tenía entonces en sus garras. Y Thiers se negó tenazmente. Sabía que entregando a Blanqui daría a la Comuna una cabeza, mientras que el arzobispo seniría mejor a sus fines como cadáver. Thiers seguía aquí las huellas de Cavaignac. ¿Acaso en junio de 1848 Cavaignac y sus gentes del Orden no habían lanzado gritos de horror, estigmatizando a los insurrectos como asesinos del arzobispo Affre? Y ellos sabían perfectamente que el arzobispo había sido fusilado por las tropas del Partido del Orden.
Jacquemet, vicario general del arzobispo que había asistido a la ejecución, se lo había certificado inmediatamente después de ocurrir ésta.
Todo este coro de calumnias, que el Partido del Orden, en sus orgías de sangre, no deja nunca de alzar contra sus víctimas, sólo demuestra que el burgués de nuestros días se considera el legítimo heredero del antiguo señor feudal, para quien todas las armas eran buenas contra los plebeyos, mientras que en manos de éstos toda arma constituía por sí sola un crimen.
La conspiración de la clase dominante para aplastar la revolución por medio de una guerra civil montada bajo el patronato del invasor extranjero — conspiración que hemos ido siguiendo desde el mismo 4 de septiembre hasta la entrada de los pretorianos de Mac-Mahon por la puerta de Saint-Cloud — culminó en la carnicería de París. Bismarck se deleita ante las ruinas de París, en las que ha visto tal vez el primer paso de aquella destrucción general de las grandes ciudades que había sido su sueño dorado cuando no era másque un simple «rural» en los escaños de la Chambre introuvable prusiana de 1849[101]. Se deleita ante los cadáveres del proletariado de París. Para él, esto no es sólo el exterminio de la revolución, es además el aniquilamiento de Francia, que ahora queda decapitada de veras, y por obra del propio Gobierno francés. Con la superficialidad que caracteriza a todos los estadistas afortunados, no ve más que el aspecto externo de este formidable acontecimiento histórico. ¿Cuándo había brindado la historia el espectáculo de un conquistador que coronaba su victoria convirtiéndose, no solamente en el gendarme, sino también en el sicario del gobierno vencido? Entre Prusia y la Comuna de París no había guerra. Por el contrario, la Comuna había aceptado los preliminares de paz, y Prusia se había declarado neutral. Prusia no era, por tanto, beligerante. Desempeñó el papel de un matón; de un matón cobarde, puesto que no arrostraba ningún peligro; y de un matón a sueldo, porque se había estipulado de antemano que el pago de sus 500 millones teñidos en sangre no sería hecho hasta después de la caída de París. De este modo, se revelaba, por fin, el verdadero carácter de la guerra, de esa guerra ordenada por la Providencia como castigo de la impía y corrompida Francia por la muy moral y piadosa Alemania. Y esta violación sin precedente del derecho de las naciones, incluso en la interpretación de los juristas del viejo mundo, en vez de poner en pie a los gobiernos «civilizados» de Europa para declarar fuera de la ley internacional al felón gobierno prusiano, simple instrumento del gobierno de San Petersburgo, les incita únicamente a preguntarse ¡si las pocas víctimas que consiguen escapar por entre el doble cordón que rodea a París no deberán ser entregadas también al verdugo de Versalles!
El hecho sin precedente de que después de la guerra más tremenda de los tiempos modernos, el ejército vencedor y el vencido confraternicen en la matanza común del proletariado, no representa, como cree Bismarck, el aplastamiento definitivo de la nueva sociednd que avanza, sino el desmoronamiento completo de la sociedad burguesa. La empresa más heroica que aún puede acometer la vieja sociedad es la guerra nacional. Y ahora viene a demostrarse que esto no es más que una añagaza de los gobiernos destinada a aplazar la lucha de clases, y de la que se prescinde tan pronto como esta lucha estalla en forma de guerra civil. La dominación de clase ya no se puede disfrazar bajo el uniforme nacional; todos los gobiernos nacionales son uno solo contra el proletariado.
Después del domingo de Pentecostés de 1871, ya no puede haber paz ni trcgua posible entre los obreros de Francia y los que se apropian el producto de su trabajo. El puño de hierro de la soldadesca mercenaria podrá tener sujetas, durante cierto tiempo, a estas dos clases, pero la lucha volverá a estallar una y otra vez en proporciones crecientes. No puede caber duda sobre quién será a la postre el vencedor: si los pocos que viven del trabajo ajeno o la inmensa mayoría que trabaja. Y la clase obrera francesa no es más que la vanguardia del proletariado moderno.
Los gobiernos de Europa, mientras atestiguan así, ante París, el carácter internacional de su dominación de clase, braman contra la Asociación Internacional de los Trabajadores — la contraorganización internacional del trabajo frente a la conspiración cosmopolita del capital –, como la fuente principal de todos estos desastres. Thiers la denunció como déspota del trabajo que pretende ser su libertador. Picard ordenó que se cortasen todos los enlaces entre los miembros franceses y extranjeros de la Internacional. El conde de Jaubert, una momia que fue cómplice de Thiers en 1835, declara que el exterminio de la Internacional es el gran problema de todos los gobiernos civilizados. Los «rurales» braman contra ella, y la prensa europea se agrega unánimemente al coro. Un escritor francés honrado, absolutamente ajeno a nuestra Asociación, se expresa en los siguientes términos: «Los miembros del Comité Central de la Guardia Nacional, así como la mayor parte de los miembros de la Comuna, son las cabezas más activas, inteligentes y enérgicas de la Asociación Internacional de los Trabajadores . . . Hombres absolutamente honrados, sinceros, inteligentes, abnegados, puros y fanáticos en el buen sentido de la palabra». Naturalmente, la mente burguesa, con su contextura policíaca, se figura a la Asociación Internacional de los Trabajadores como una especie de conspiración secreta con un organismo central que ordena de vez en cuando explosiones en diferentes países. En realidad, nuestra Asociación no es más que el lazo internacional que une a los obreros más avanzados de los diversos países del mundo civilizado. Dondequiera que la lucha de clases alcance cierta consistencia, sean cuales fueren la forma y las condiciones en que el hecho se produzca, es lógico que los miembros de nuestra Asociación aparezcan en la vanguardia. El terreno de donde brota nuestra Asociación es la propia sociedad moderna. No es posible exterminarla, por grande que sea la carniceria. Para hacerlo, los gobiernos tendrían que exterminar el despotismo del capital sobre el trabajo, base de su propia existencia parasitaria.
El París de los obreros, con su Comuna, será eternamente ensalzado como heraldo glorioso de una nueva sociedad. Sus mártires tienen su santuario en el gran corazón de la clase obrera. Y a sus exterminadores la historia los ha clavado ya en una picota eterna, de la que no lograrán redimirlos todas las preces de su clerigalla.
M. J. Boon G. H. Buttery Delahaye A. Herman Fred. Lessner J. P. MacDonnel |
Fred. Bradnick Caihil William Hales Kolb Lochner George Milner |
Thomas Mottershead Charles Murray Roach Rühl A. Serraillier Alfred Taylor |
Charles Mills Pfänder Rochat Sadler Cowell Stepney W. Townshend |
SECRETARIOS CORRESPONDIENTES
Eugène Dupont, por Francia Karl Marx, por Alemania y Holanda Friederich Engels, por Bélgica y España Hermann Jung, por Suiza P. Giovacchini, por Italia Antoni Zabicki, por Polania James Cohen, por Dinamarca J. G. Eccarius, por Estados Unidos de América |
Herman Jung, Presidente John Weston, Tesorero George Harris, Secretario de Finanzas John Hales, Secretario General |
Oficina: 256, High Holborn, Londres, W.C. 30 de mayo de 1871. |
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