Internet es la perdición del diablo chismoso que, más despierto o adormilado, todos llevamos dentro. Podemos pasar de un titular-anzuelo a otro, satisfaciendo la imperiosa necesidad de saber cuál es la ciudad con la calle más estrecha del mundo, cuál la canción que puso triste a un futbolista y cuál el aroma de la última ventosidad de una celebrity. Al cabo de un rato, levantaremos la mirada del celular y veremos el rastro que dejó la vida mientras pasaba a nuestro lado. A cambio, ganamos tres malas anécdotas para llenar silencios incómodos y dar fe de nuestra estulticia.
El imperio del clickbait –las noticias con titular sugerente y elíptico cuyo único objeto es lograr cuantos más clics mejor– es una tortura para cualquiera que, a lado y lado de un periódico, conserve un mínimo de cariño por el oficio del periodismo. Nos hace ver a los lectores como a seres infantiles conducidos por el impulso cotilla, incapaces de interesarse por una noticia real o una historia bien contada. Nos hace ver a los periodistas como meros contables de clics, prestos a olvidarse de la realidad a cambio de un buen titular y un puñado de seguidores.
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