Cuando las certezas fallan, las miserias humanas y políticas destapan traiciones. Se imponen la mentira y la cobardía, dejando al descubierto personas débiles de carácter y sumisas al poder. Sin iniciativa, su conducta es volátil, frágil, no presenta aristas, ejecutan órdenes a la espera de ser recompensadas por su fidelidad. Aspiran a puestos de confianza, lo más cercano al tlatoani. Recurrentes en la historia, Hannah Arendt identificó este tipo de sujetos como parte del necesario engranaje para hacer viable un plan de dominación. Su referente fue el teniente coronel de las SS Adolf Eichmann, cuyo trabajo consistía en gasear en los campos de exterminio a hombres, mujeres, niños, fuesen judíos, comunistas, homosexuales o gitanos. Era un achichincle. No pensaba, obediente, ejecutaba el plan diseñado por sus mandamases: la solución final. Arendt acabó por tildar a Eichmann como un representante de lo que conceptualizó como la banalidad del mal. “Tendremos que concluir que éste actuó, en todo momento, dentro de los límites impuestos por sus obligaciones de conciencia: se comportó en armonía con la norma general; examinó las órdenes recibidas para comprobar su ‘manifiesta’ legalidad, o normalidad, y no tuvo que recurrir a la consulta con su ‘conciencia’, ya que no pertenecía al grupo de quienes desconocían las leyes (…) sino todo lo contrario”. Fue la escala de valores del Tercer Reich lo que hizo de Eichmann un achichincle. “Sabía muy bien cuáles eran los problemas de fondo con que se enfrentaba, no era estúpido (…) únicamente la pura y simple irreflexión fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo. Y si bien esto merece ser clasificado como ‘banalidad’ (…) tampoco podemos decir que sea algo normal o común.”