Fuente: Umoya, num. 105 4º trimestre 2021 E. Torre. Comité de Logroño.
Las mujeres de Nder, en Senegal, sacrificaron sus vidas para no caer en manos de negreros, convirtiéndose en heroínas para las generaciones futuras.
Las mujeres, a menudo ocultadas por los depositarios de la tradición y el imaginario, parece que han dejado poca huella en la posteridad, pero en África no faltan los personajes femeninos excepcionales que son recordadas por ser reinas fuertes, mujeres resistentes, guerreras, madres de héroes o profetisas. Reinas como Anne Zingha de Angola, Pokou de Costa de Marfil, Ndete Yalla de los Walo de Senegal, la egipcia Nefertiti, Madame Tinubu, mujer de negocios y política nigeriana, las amazonas de Dahomey, Sogolon Ledjou, madre del fundador del Imperio mandinga, y un largo etcétera.
Para los senegaleses, el “martes de Nder” o “Talata Nder” ha quedado en la memoria como un episodio particularmente trágico de su pasado, pero del que enorgullecerse. En Nder, capital del pequeño reino de Walo, unas mujeres fueron atacadas
por esclavistas, pero se sacrificaron colectivamente para no caer
en manos de sus asaltantes.
En 1819, el reino del soberano Amar Mbodge, Walo, constituía una próspera provincia situada en la desembocadura del río Senegal. Gracias a su condición de valle aluvial, era un centro de comercio particularmente activo. Sus habitantes, pacíficos agricultores, vivían del comercio con los caravaneros moros y con las gentes de Saint Louis, primera capital colonial de Senegal. El río separaba Walo de Mauritania, donde se había establecido, en la parte occidental, la tribu de los moros trarzas, que con frecuencia sembraban el caos en la comarca para conseguir botines de esclavos entre los autóctonos.
Un martes de noviembre de 1819, el rey se había desplazado a Saint Louis para curarse una mala herida recibida en el transcurso del asedio de Ntaggar, precisamente contra los moros. Como era costumbre, los dignatarios del reino estaban de viaje y una buena
parte de la caballería los acompañaba. Los hombres se habían ido a los campos, otros se habían ido de caza, mientras un tercer grupo se había dirigido al río para pescar. El poblado de cabañas circulares estaba a cargo de las mujeres, los niños y los ancianos. Las mujeres golpeaban el mazo de los morteros, se ocupaban de
sus faenas en torno a los graneros, en sus cabañas o charlaban
animadamente en la plaza del pueblo. Los niños se perseguían alrededor del árbol de la palabra donde, al atardecer, los ancianos acostumbraban a charlar tranquilamente. De repente, un grito de
pavor perturbó la quietud del lugar. Una mujer acababa de cruzar corriendo la entrada del tata, el muro de ramajes y arcilla que protegía los poblados en caso de ataque exterior. La mujer jadeaba y, aterrorizada, gritó: “¡Los moros están aquí, están llegando! ¡Un ejército de moros! ¡Vienen una tropa, dirigidos por su jefe Amar Ould Mokhtar! ¡Se disponen a cruzar el río y vienen hacia el poblado!”. Todas las mujeres gritaron, algunas alzaron los brazos con desesperación, otras se llevaron las manos a la cabeza porque sabían lo que les esperaba… Los moros habían
reanudado las razias para apresar cautivos, que venderían como esclavos a las ricas familias del norte de África.
Siempre había sido así y Nder ya había perdido así a muchos de sus habitantes. Las mujeres entonces decidieron organizar la resistencia con los pocos soldados que quedaban en el
lugar. Enviaron a los niños a los campos cercanos y, mientras
tanto, se vistieron con bubus y pantalones bombachos de sus
maridos, padres o hermanos, escondieron el pelo debajo del
gorro y provistas de todo lo que pudiera servir, machetes,
lanzas, porras o fusiles que sedisponían a usar por primera
vez, se aprestaron a la defensa.
Amazonas por un día, estas mujeres lucharon con la energía de la desesperación. En sus cantos de celebración en memoria de este día, los griots, ilustradores de las páginas de la historia africana, aseguran que ese día mataron a más de trescientos moros.
Pero la lucha era desigual, los soldados murieron y muchos cadáveres se extendían sobre la tierra batida. Frente a la feroz determinación de las supervivientes, el jefe moro dio a las tropas la orden de dispersarse. Los caballeros del desierto montaron a sus heridos a la grupa y volvieron a cruzar el río, decididos a volver un poco más tarde para atrapar a las mujeres vivas,
aunque ya agotadas, y poder venderlas en el mercado de
esclavos.
Las mujeres de Walo se vieron perdidas… No podrían resistir un segundo ataque y sabían que el mensajero que había ido a buscar la ayuda de sus hombres no llegaría a tiempo. Toda esperanza era en vano. Entonces una voz se elevó sobre el clamor, las lamentaciones y los gritos de dolor. Mbarka Dia, la confidente de la reina, que sola sabía hacerse obedecer por las cortesanas que rodeaban a la reina, se apoyó en el árbol de
la palabra, herida, y comenzó a decir a sus compañeras: “¡Mujeres de Nder, dignas hijas de Walo, incorporaos! ¡Volved a atar vuestros paños y anudad vuestros pañuelos! ¡Preparémonos para morir! Nuestros hombres están lejos, nuestros hijos están a salvo en los campos, Alá sabrá protegerlos, pero nosotras, ¿qué
podemos hacer contra esos enemigos sin piedad que volverán al ataque? ¿Dónde podríamos ocultarnos? Nos capturarán como han hecho con nuestras madres y abuelas. Nos arrastrarán al otro lado del río y nos venderán como esclavas. ¿Es esto lo que queréis? ¿Es esta la suerte que esperáis? ¿Qué les dirán luego a nuestros hijos y descendencia? ¿Qué preferís que les digan: “Vuestras abuelas se fueron del poblado como cautivas” o “¡vuestras antepasadas fueron valientes hasta la muerte!?” “¡La muerte!” “Sí, debemos morir como mujeres libres y no vivir como esclavas. Las que estén de acuerdo, que me sigan a la cabaña del rey, donde se celebra el consejo de los sabios. Entraremos todas y nos prenderemos fuego… Será el humo de nuestras cenizas el que recibirá a nuestros enemigos. No hay otra salida que la muerte, o sea, que muramos como dignas mujeres de Walo”.
Mudas de desesperación, las mujeres se reunieron en la cabaña. Ninguna se atrevió a oponerse a Mbarka Dia por miedo a que su cobardía repercutiera sobre su descendencia.
Contemplaron por última vez el poblado y se encerraron allí. Algunas madres jóvenes, que no habían querido separarse de sus recién nacidos, los estrecharon contra su pecho hasta asfixiarlos. La última en entrar a la habitación estaba embarazada, a punto de salir de cuentas. Mbarka Dia prendió fuego a los ramajes con
una antorcha y enseguida comenzó la hoguera. Las mujeres se abrazaban apretujadas unas con otras entonando canciones de cuna y antiguas canciones de la infancia.
La futura madre, debilitada por su estado, no pudo resistir el instinto de supervivencia y salió de allí con una patada a la puerta. Asfixiada por el humo, se desplomó en el suelo, inconsciente. Las que aún vivían dijeron: “Dejadla, que sea el testigo de nuestra historia, que nuestros hijos puedan contarla hasta la posteridad”. Y poco a poco las voces se callaron, mientras con un espantoso crujido el armazón del techo se desplomó sobre los cuerpos. Un
silencio terrible y oprimente recibió a los hombres abatidos, emocionados, cuando llegaron demasiado tarde al auxilio del
poblado. Todas las mujeres de Nder excepto una había fallecido.
A partir de ese día y durante mucho tiempo, en el poblado de Nder se instauró un rito, conocido como “Talata Nder”, para honrar la memoria de las heroínas. Durante un martes de noviembre, ninguna actividad perturbaba el silencio del poblado, nadie salía de sus viviendas, y rezaban y rendían homenaje al heroico sacrificio de las mujeres de Nder.