África es un país: Publicidad artificial

África es un país                                                                                                                    Kigali

Publicidad artificial

La semana pasada, más de mil legisladores, inversores y ejecutivos corporativos se reunieron en Kigali para la primera cumbre global de inteligencia artificial del continente. El gobierno de Ruanda, un clásico entre los consultores de desarrollo, protagonizó una lluvia de promesas: la IA impulsaría el crecimiento, transformaría la gobernanza y haría que África avanzara hacia la era digital. Nigeria y Sudáfrica promocionaron nuevos marcos de políticas. Gigantes tecnológicos como Nvidia y Huawei prometieron invertir. El futuro, una vez más, estaba llegando.

Una sala de servidores de Microsoft.

Pero tras la fanfarria se esconde un guion familiar. Una vez más, los líderes africanos se han sumado a un ciclo de frenesí tecnológico ajeno a su propia creación, cautivados por el sueño de que una máquina ajena pueda solucionar siglos de desigualdad estructural. Se nos pregunta cómo puede África «ponerse al día» con la inteligencia artificial, en lugar de preguntarnos si esta tecnología, y la economía política que encarna, son realmente para nosotros.

La IA no es neutral. Es un proyecto profundamente ideológico, diseñado para servir al capital, no a la gente común; a la eficiencia, no a la emancipación. En África, su verdadera promesa no reside en revolucionar los servicios públicos ni en empoderar a los trabajadores, sino en consolidar la dependencia, extraer mano de obra y datos, y simplificar la explotación. Ya lo hemos visto antes. Y, una vez más, estamos teniendo el debate equivocado.

La idea de que la IA marcará el comienzo de una nueva era de prosperidad para África retoma una vieja fantasía: que la tecnología, si se adopta con rapidez y acierto, puede sustituir a la política. Es la misma historia que nos contaron sobre el dinero móvil, la cadena de bloques, la tecnología financiera y la llamada Cuarta Revolución Industrial. Cada una prometía superar la historia, eliminar la necesidad de reformas estructurales y ofrecer atajos hacia la inclusión y el crecimiento. Y, al final, cada una de ellas ofreció poco más que ganancias inesperadas para los inversores y excusas para que los gobiernos postergaran una transformación real.

La inteligencia artificial continúa este patrón, pero con un enfoque aún más agudo. Como argumenté hace muchos años , el cambio tecnológico bajo el capitalismo nunca es neutral. Está impulsado por los imperativos del lucro, moldeado por el equilibrio de poder de clase y limitado por la necesidad de disciplinar el trabajo en lugar de liberarlo. La IA, a pesar de su talento técnico, no es una excepción. Su lógica no es expandir la capacidad democrática ni mejorar el bienestar social, sino automatizar la gestión, acelerar la vigilancia y ocultar la explotación tras el barniz de la innovación.

En África, la economía de la IA ya está emergiendo en esta línea. El valor del continente no reside en su autonomía, sino en su disponibilidad: como fuente de datos brutos, mano de obra digital barata y teatro político. Detrás de cada gran modelo lingüístico se esconde una cadena de suministro de anotadores mal pagados en Nairobi o Kampala; detrás de cada foto en una cumbre, un acuerdo que pone la infraestructura y la regulación africanas al servicio de plataformas extranjeras. Incluso cuando los actores locales participan, rara vez tienen el control. El continente no se beneficia de la IA; es el motor.

Esto no es solo una falta de visión económica. Es una traición a los valores democráticos. La expansión de la IA en África corre el riesgo de profundizar el colonialismo digital , concentrar el poder y silenciar aún más las voces populares en las decisiones sobre el trabajo, la vida y la gobernanza. Y, sin embargo, se nos dice que la aceptemos o nos quedaremos atrás.

Si en África se vende la IA como una vía de desarrollo, en otros lugares ya está revelando su verdadero carácter: una tecnología no de liberación, sino de dominación. En el mordaz relato de Gareth Watkins sobre «la nueva estética del fascismo», la IA emerge como el medio perfecto para la derecha política: barata, desalmada y, sobre todo, antihumana. Ya sea en las falsificaciones profundas desplegadas por los nacionalistas blancos y los hackers MAGA, o en las toscas herramientas de generación de imágenes que prefieren los políticos autoritarios, el arte de la IA no es apreciado por su creatividad. Es apreciado porque reemplaza a las personas. Dice: puedes ser automatizado hasta desaparecer, y costará menos .

Esta lógica es profundamente compatible con el capitalismo autoritario en todas partes, incluso en África. La adopción de la IA no es ajena a la política cada vez más tecnocrática del continente. Desde Ruanda hasta Nigeria, los gobiernos se sienten atraídos por la IA porque promete una administración eficiente sin una democracia caótica. La lucha contra la pobreza, la gestión de fronteras, la vigilancia policial predictiva: todos estos usos pretenden hacer al Estado más «inteligente», pero en la práctica, solo lo hacen menos responsable.

Lo irónico es que los líderes africanos hablan de la IA como una herramienta para «empoderar a la juventud» o «reflejar nuestra diversidad cultural», pero casi nada en la infraestructura, el código o las estructuras de propiedad confirma esa promesa. En este sentido, la IA no es solo un sistema técnico. Es una visión de futuro: una donde el trabajo es opcional, la cultura se aplana y la gobernanza se externaliza a sistemas irresponsables. Es un futuro en el que el lugar de África sigue siendo el de siempre: un campo de pruebas, una mina de datos, un mercado. Esa no es una visión que valga la pena perseguir.

La verdadera tragedia no es que los países africanos hayan llegado tarde a la revolución de la IA; es que simplemente nos hemos sumado a ella. La inteligencia artificial no es la solución a nuestras crisis. Es, en el mejor de los casos, una distracción; en el peor, una profundización de las estructuras extractivas, elitistas y antidemocráticas que han mantenido al continente atado a intereses externos durante décadas. Lo que se presenta como innovación es, con mayor frecuencia, solo austeridad algorítmica: desarrollo sin redistribución, modernización sin progreso.

Para recuperar el futuro, debemos empezar por rechazar las condiciones del presente. La cuestión no es cómo podemos alcanzar la IA, sino si deberíamos hacerlo. No es cómo la IA puede contribuir al crecimiento, sino si puede contribuir a la libertad. No es qué debe hacer África para estar «preparada» para la inteligencia artificial, sino qué tipo de inteligencia —social, colectiva y democrática— queremos cultivar.

Esta no es una postura ludita, al menos no en el sentido en que se suele malinterpretar esa palabra. Lejos de las caricaturas que se les presentan hoy, los luditas originales eran políticamente sofisticados y no se oponían a la tecnología como tal. Eran trabajadores cualificados, profundamente arraigados en sus comunidades, que se resistían a la introducción de máquinas que solo servían para desplazar la mano de obra, suprimir los salarios y concentrar el poder. Su lucha no era contra la innovación, sino contra la explotación.

Haríamos bien en recordarlo. Rechazar la inteligencia artificial en su forma actual —extractiva, antidemocrática y desalmada— no es renunciar al futuro, sino luchar por uno que sea genuinamente nuestro.

– Will Shoki, editor

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