La tradición y el talento individual

Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2020/03/21/la-tradicion-y-el-talento-individual-por-t-s-eliot/                                              T. S. Eliot                                                                                                                            

LA TRADICIÓN Y EL TALENTO INDIVIDUAL por T. S. Eliot

T.S. Eliot, Selected essays (1917-1932)

I

En el ámbito de las literatura inglesa rara vez hablamos de tradición, aunque ocasionalmente aplicamos el término al deplorar su ausencia. No podemos referirnos a la “tradición” o a “una tradición”; a lo sumo, empleamos el adjetivo al decir que la poesía de fulano es “tradicional” o incluso “demasiado tradicional”. Rara vez, pues, aparece la palabra, salvo en una frase de censura. De otro modo, es vagamente aprobatoria, con la implicación, en cuanto a la obra aprobada, de cierta placentera reconstrucción arqueológica. Apenas se puede hacer de la palabra algo grato a los oídos ingleses sin esta cómoda referencia a la tranquilizadora ciencia de la arqueología.

Sin duda, es poco probable que la palabra aparezca en relación a nuestras valoraciones sobre escritores vivos o muertos. Toda nación, toda etnia, no sólo cuenta con sus propios giros mentales creativos, sino con sus giros críticos; y es incluso más olvidadiza de las deficiencias y limitaciones de sus hábitos críticos, que de los de su genio creativo. Conocemos o creemos conocer el método o hábito crítico de los franceses, a partir de la enorme cantidad de escritos críticos publicada en francés; y concluimos (a tal punto llega nuestra inconsciencia) que los franceses son “más críticos” que nosotros, y a veces hasta nos jactamos un poco de eso, como si los franceses fueran por ello menos espontáneos. Acaso lo sean; pero deberíamos recordar que la crítica es tan inevitable como la respiración, y que no redundaría en nuestro desmedro articular lo que nos pasa por la cabeza cuando leemos un libro o sentimos una emoción al respecto, o criticar nuestro propio modo de pensar en sus procedimientos críticos. Uno de los hechos que podría arrojar luz sobre este proceso radica en nuestra tendencia a insistir, al alabar a un poeta, en aquellos aspectos de su obra en que menos se asemeja a los demás. En estos aspectos o partes de su obra pretendemos hallar lo individual, lo que constituye la esencia propia del hombre. Habitamos, satisfechos, en las diferencias entre este poeta y sus predecesores, en especial sus predecesores inmediatos; nos empeñamos en encontrar algo que pueda aislarse para disfrutar de ello. Mientras que, si nos aproximamos a un poeta sin este prejuicio, con frecuencia encontraremos que no sólo las mejores partes de su obra, sino las más individuales, acaso resulten aquellas en las cuales los poetas muertos, sus ancestros, confirman su inmortalidad más vigorosamente. Y no me refiero al periodo impresionable de la adolescencia, sino al de la plena madurez.

Y aun si la única forma de tradición, de transmisión, consistiera en seguir los caminos de la generación inmediata anterior a la nuestra con una ciega o tímida adhesión a sus logros, esa “tradición” debería sin duda alguna ser combatida. Hemos constatado cómo las corrientes sencillas se han perdido en las arena; y cómo la novedad supera a la repetición. La tradición encarna una cuestión de significado mucho más amplio. No puede heredarse, y quien la quiera, habrá de obtenerla con un gran esfuerzo. Implica, en primer lugar, un sentido histórico que se puede considerar casi indispensable para cualquiera que siga siendo poeta después de los veinticinco años. Dicho sentido histórico conlleva una percepción no sólo de lo en el pasado es pasado, sino de su presencia; asimismo, el sentido histórico empuja al hombre a escribir no simplemente con su propia generación en la sangre, sino con un sentimiento de que el conjunto de la literatura de Europa desde Homero, y dentro de ella el conjunto de la literatura de su propio país, tiene una existencia simultánea y constituye un orden simultáneo. Este sentido histórico, que es tanto un sentido de lo eterno como de lo temporal, y de lo eterno y de lo temporal juntos, es lo que hace tradicional a un escritor. Y es al mismo tiempo lo que hace que el escritor sea más agudamente consciente de su lugar en el tiempo, de su propia contemporaneidad.

Ningún poeta, ningún artista, de cualquier clase que sea, posee si solo, su sentido completo. Su significado, su apreciación, es la apreciación de su relación con los poetas y artistas muertos. No se le puede valorar por sí solo; debemos ubicarlo, por contraste y comparación, entre los muertos. Entiendo esto como principio de crítica estética no meramente histórica. La necesidad de adecuación, de adaptación, de coherencia, no es unilateral; lo que ocurre cuando se crea una nueva obra de arte, le ocurre simultáneamente a todas las obras de arte que la precedieron. Los monumentos existentes conforman un orden ideal entre sí, que se modifica por la introducción de la nueva obra de arte (verdaderamente nueva) entre ellos. El orden existente está completo antes de la llegada de la obra nueva; para que el orden persista después de que la novedad sobreviene, todo del orden existente debe alterarse, aunque sea levemente. De esta manera se van reajustando las relaciones, las proporciones, los valores de cada obra de arte respecto al todo: he aquí la conformidad entre lo viejo y lo nuevo. Quienquiera que haya aprobado esta idea del orden, de la forma de la literatura europea o inglesa, no encontrará descabellado que el pasado deba verse alterado por el presente, tanto como el presente deba dejarse guiar por el pasado. Y el poeta consciente de esto, estará también consciente de las grandes dificultades y responsabilidades inherentes al caso.

Desde un cierto ángulo, también estará consciente de que inevitablemente se le deberá juzgar de acuerdo con los modelos del pasado. Digo juzgado, no mutilado por ellos; no se le juzgará tan bueno como los muertos, o mejor o peor que ellos; y desde luego, no se le juzgará de acuerdo con cánones de crítica en desuso. Es un un juicio, una comparación, en que se miden dos cosas la una por la otra. Un mero ajuste sería para la nueva obra no ajustarse del todo; la obra no sería nueva, y por lo tanto no sería obra de arte no sería nueva como tal. Y nótese que no consideramos que lo nuevo sea más valioso porque logre adecuarse; pero su adecuación es una prueba de su valor, una prueba, claro está, que sólo se puede aplicar lenta y cautelosamente, pues ninguno de nosotros es juez infalible en materia de adecuaciones. Decimos: parece adecuarse, y es quizá individual, o parece individual, y acaso se adecue; pero difícilmente hallaremos que es lo uno y no lo otro.

Procedamos a una exposición más inteligible de la relación del poeta con el pasado: éste no puede tomar el pasado como un paquete, una masa indistinta; tampoco puede formarse totalmente basándose en uno o dos seres que personalmente admira, o en un periodo concreto de su preferencia. Lo primero resulta inadmisible; lo segundo es una importante experiencia de la juventud, y el tercero es simplemente una compensación placentera y bastante deseable. El poeta debe estar muy consciente de la corriente principal, que de ningún modo necesita pasar por las reputaciones más distinguidas. Debe tener plena conciencia del hecho obvio de que el arte nunca mejora, pero que la materia del arte no es exactamente la misma en todos los casos. Debe darse cuenta de que la mente de Europa, la mente de su propio país, –una mente que con el tiempo él aprenderá a valorar como algo mucho más importante que la suya propia–, es una mente cambiante, y que, este cambio es un desarrollo que no abandona nada en route, que no considera anticuados a Shakespeare, a Homero, o los dibujos sobre piedra, o a los dibujantes de la Magdalena. Que este desarrollo, acaso este refinamiento –en todo caso esta complicación–, no significa, desde el punto de vista del artista, ningún adelanto. Tal vez no es ni siquiera un avance desde el punto de vista del psicólogo, o al menos no al grado que lo imaginamos; tal vez, a fin de cuentas, sólo se base en una complicación de la economía y la maquinaria. Pero la diferencia entre el presente y el pasado es que el presente consciente es un conocimiento del pasado en una forma y con un alcance tales como no puede acreditarlos el conocimiento que el pasado tiene de sí mismo.

Alguien ha dicho: “Los escritores muertos nos parecen remotos porque nuestro conocimiento es mucho mayor que el suyo”. Precisamente. Y ellos son lo que nosotros conocemos.

Me llama la atención una objeción muy común a aquello que claramente constituye una parte de mi programa para el métier de la poesía. La objeción consiste en que la doctrina requiere de una ridícula cantidad de erudición (pedantería), exigencia que puede rechazarse por apelación a las vidas de los poetas en cualquier pantheon. Incluso se afirmará que demasiado aprendizaje mata o pervierte la sensibilidad poética. Mientras que persistimos, sin embargo, creyendo que un poeta debe saber tanto como pueda, sin que sean invadidos los límites de su necesaria receptividad y su necesaria indolencia, no es deseable limitar al conocimiento a cuanto pueda ser transformado en materia útil para exámenes, salones, o formas de notoriedad aún más pretenciosas. Habrá quien pueda absorber el conocimiento, y habrá lentos que deban adquirirlo con el sudor de su frente. Shakespeare extrajo más historia esencial de Plutarco, que la que podría aprender la mayoría de los hombres de la totalidad de las piezas del Museo Británico. Hay que insistir, por tanto, en que el poeta debe desarrollar o procurar la conciencia del pasado, y luego continúe desarrollándola a lo largo de toda su carrera.

Lo que tiene lugar es una continua renuncia de sí mismo, tal como se es en el momento, en favor de algo mucho más valioso. El progreso de un artista es un ininterrumpido autosacrificio personal, una constante extinción de la personalidad.

Resta por definir este proceso de despersonalización y su relación con el sentido de la tradición. En esta despersonalización puede decirse que el arte se aproxima a la condición de ciencia. Así pues, los invito a considerar, como una analogía sugerente, la acción que tiene lugar cuando un finísimo fragmento de platino se introduce en una cámara que contiene oxígeno y anhídrido sulfúrico

II

La crítica honrada y la sensibilidad valorativa, deben proyectarse siempre a la producción poética, no al poeta. Si escuchamos el griterío confuso de los críticos de periódicos y los susurros de las repeticiones populares consiguientes, oiremos mencionar los nombres de gran número de poetas; si buscamos no un mero conocimiento libresco, sino el goce de la poesía, y preguntamos por un poema, rara vez lo encontraremos. He tratado de destacar la importancia de la relación entre un poema y los demás a través de otros autores, y he sugerido la concepción de que la poesía sea un todo vivo, que incluya la poética que ha sido escrita en todos los tiempos. El otro aspecto de esta teoría impersonal de la poesía es la relación del poema con su autor.

Y yo insinué, por medio de una analogía, que la mente del poeta maduro difiere de la del inmaduro, no precisamente en cualquier valoración de su “personalidad”, no en que haya de ser más interesante, o tenga “más que decir”, sino más bien que sea un instrumento más finamente acabado, en el cual sentimientos especiales o muy variados, tengan libertad para entrar en nuevas combinaciones.

La analogía era de tipo catalizador. Cuando los dos gases previamente mencionados, se mezclan en presencia de un filamento de platino, forman ácido sulfúrico. Esta combinación sólo puede realizarse si el platino está presente; sin embargo, el nuevo ácido formado no contiene absolutamente nada de platino, y el platino no ha sido, en apariencia, afectado; ha quedado inerte, neutral, invariable. La mente del poeta es la hebra del platino. Puede operar parcial o exclusivamente sobre la experiencia del hombre mismo; pero, mientras más perfecto sea el artista, tanto más completamente separados en él, estarán, el hombre que la sufre y la mente que la crea; y con más perfección asimilará y transformará la mente las pasiones, que son sus materiales.

En la experiencia, se advertirá que los elementos que entran en presencia del catalizador que efectuará la transformación, son de dos clases: emociones y sentimientos. El efecto de la obra de arte sobre la persona que la goza es en su cualidad una experiencia diferente de cualquier otra experiencia no artística. Puede estar formada por una emoción o puede ser una combinación de varias; y sentimientos diversos, inherentes para el escritor a ciertas palabras, frases o imágenes determinadas, que pueden agregarse para obtener el resultado final. O se puede hacer gran poesía, sin el empleo directo de ninguna emoción: compuesta solamente de sentimientos. El Canto XV del Inferno (Brunetto Latini) elabora la emoción evidente en la situación; pero el efecto, aunque único, como en cualquier obra de arte, se obtiene por medio de una considerable complejidad en el detalle. Presenta una imagen, un sentimiento unido a una imagen, que “llegó”, y no fue un simple resultado de lo anterior, sino que permaneció quizá en suspenso en la mente del poeta, hasta que surgió la combinación oportuna y propicia. La mente del poeta es, en la práctica, un receptáculo capás de reunir y almacenar innumerables sentimientos, frases, imágenes que permanecen allí, hasta que logran combinarse todas las partículas indispensables para constituir una nuevo compuesto.

Si se comparan varios de los mejores pasajes de la poesía, se verá cuán grande es la variedad de tipos de combinaciones, y también cómo cualquier criterio semi-ético de “sublimidad” yerra completamente el camino. Porque los componentes no son la “grandeza”, la intensidad de las emociones, sino la intensidad del proceso artístico, la urgencia, por decirlo así, bajo la cual se realiza la fusión y cuenta efectivamente en el resultado. El episodio de Paolo y Francesca emplea una emoción definida, pero la intensidad de la poesía es algo enteramente distinto de cualquiera impresión de intensidad que se produzca dentro de la supuesta experiencia. Además, no es más intenso que el Canto XXVI, el viaje de Ulises, el cual no depende directamente de ninguna emoción. Es posible obtener una gran variedad en el proceso de la transmutación de emociones: el asesinato de Agamenón o la agonía de Otelo, produce un efecto artístico aparentemente más aproximado a un posible original que las escenas del Dante. En el Agamenón, la emoción artística se aproxima a la emoción de un espectador real; en Otelo se aproxima a la emoción del mismo protagonista. Pero la diferencia entre arte y el acontecimiento es siempre absoluta: la combinación que hay en el asesinato de Agamenón es probablemente tan compleja como la del viaje de Ulises. En ambos casos ha existido una fusión de elementos. La oda de Keats contiene una cantidad de sentimientos que nada tienen en especial que hacer con el ruiseñor, pero que el ruiseñor, en parte quizá por su nombre atrayente y en parte por su reputación, obliga a asociar.

El punto de vista que estoy procurando atacar está quizá relacionado con la teoría metafísica de la unidad substancial del alma; pues mi concepción es que el poeta tiene no una “personalidad” que expresar, sino un medio especial y particular, que es sólo medio y no personalidad, en el cual las impresiones y las experiencias que pueden ser importantes para el hombre, pueden no tener injerencia alguna en la poesía, y aquellas que se tornan importantes en la poesía pueden desempeñar un papel muy insignificante en el hombre, en la personalidad.

Citaré un pasaje que es lo suficientemente desconocido, como para ser considerado con atención fresca a la luz –u obscuridad– de estas observaciones:

And now methinks I could e’en chide myself
For doating on her beauty, though her death
Shall be revenged after no common action.
Does the silkworm expend her yellow labours
For thee? For thee does she undo herself?
Are lordships sold to maintain ladyships
For the poor benefit of a bewildering minute?
Why does yon fellow falsify highways,
And put his life between the judge’s lips,
To refine such a thing–keeps horse and men
To beat their valours for her?…

[Y ahora pienso que hasta podría increparme a mí mismo
Por perder el juicio a causa de su hermosura, aunque su muerte
Será vengada por una acción poco común.
¿Acaso teje el gusano su amarilla seda para ti?
¿Acaso se despoja de lo suyo para ti?
¿Se venden señoríos para mantener damas
a cambio del pobre beneficio de un minuto de ofuscamiento?
¿Por qué aquel sujeto falsifica los caminos,
y arriesga su vida entre los labios del juez,
para llenar su objeto en mejor forma -mantiene caballo y hombres
para quebrantar el valor de ellos en su honor?]

En este pasaje (como es evidente si se toma en su contexto) hay una combinación de emociones positivas y negativas: una atracción intensamente fuerte hacia la belleza y una fascinación idénticamente intensa por la fealdad que se le opone y que la destruye. Este equilibrio de emociones contrastadas, late en la dramática situación de ese pasaje, pero considerar esa situación aislada es inadecuado. Esta es, por decirlo así, la emoción estructurada proporcionada por el drama. Pero el efecto total, el tono dominante, se debe al hecho de que una cantidad de “sentimientos flotantes”, teniendo una afinidad de ningún modo superficialmente evidente, se han combinado con ella para darnos una nueva emoción artística.

No son sus emociones personales, las emociones provocadas por incidentes particulares de su vida, lo que hace en modo alguno que el poeta sea interesante o notable. Sus emociones particulares pueden ser simples, crudas, toscas, insulsas o desabridas.

La emoción de su poesía será algo mucho más complejo, pero no con la complejidad de emociones propias de la gente que experimenta emociones muy complejas o inusitadas en la vida. Un error, en verdad, un error de excentricidad en la poesía consiste en buscar nuevas emociones humanas que expresar; y en esta búsqueda de la novedad en lugares inadecuados, descubre la perversión.

La misión del poeta no es descubrir nuevas emociones, sino usar las emociones ordinarias y elaborarlas poéticamente de manera que expresen sentimientos que no están en ninguna de las emociones reales. Las emociones que él nunca haya experimentado, le servirán a su turno tan bien como las que le son familiares.

En consecuencia tenemos que admitir que la “emoción recordada en la tranquilidad” es una fórmula inexacta. Pues no es emoción ni recuerdo ni, sin torcerle su sentido, tranquilidad. Es una concentración, (destilado, condensación) algo nuevo que resulta de la acumulación de una gran cantidad de experiencias, las que para una persona práctica y activa, no parecerían en modo alguno experiencias, es una síntesis asimilada que no se realiza conscientemente o como producto de una deliberación. Estas experiencias no son “recolectadas”, y se unen finalmente en una atmósfera que es “tranquila” sólo en cuanto es una atención pasiva en espera del acontecimiento. Por supuesto que la historia no termina aquí. Hay una gran proporción, en la elaboración de la poesía, que debe ser consciente y deliberada. En suma, el mal poeta es generalmente inconsciente allí donde debe ser consciente, y consciente donde debiera ser inconsciente. Ambos errores tienden a convertirlo en “personal”. La poesía no consiste en dar rienda suelta a las emociones; no es la expresión de la personalidad sino una liberación de la personalidad. Pero, por cierto, sólo aquellos que tienen personalidad y emociones, saben lo que significa querer liberarse de estas cosas.

III
Ό δέ νοϋς ϊαως ΰειότεφόν τι χαί άχαΰές έστιν

Este ensayo se propone detenerse en las fronteras de la metafísica o del misticismo y limitarse a extraer conclusiones tan prácticas que puedan ser aplicadas por las personas responsables e interesadas en la poesía. Trasladar el interés desde el poeta a la producción poética, es un propósito muy meritorio: pues nos llevaría a una estimación más justa de la verdadera poesía, de la buena y de la mala. Hay muchas personas que aprecian la expresión en versos de la emoción sincera, y hay un número más reducido de personas en condición de apreciar la excelencia técnica. Pero muy pocos saben entender una expresión de emoción significativa, una emoción que palpita y vive en el poema y no en la historia del poeta. La emoción del arte es impersonal. Y el poeta no puede alcanzar esta impersonalidad, sin entregarse por entero a su obra. Difícilmente sabrá lo que debe hacer, a menos que habite ese tiempo que no es meramente presente, sino el momento presente del pasado, y que tome conciencia, no de lo que está muerto, sino de lo que esta latiendo.

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