El Sudamericano
Marcos Kaplan, Formación del Estado nacional en América Latina, Santiago de Chile, 1969. Segunda Edición corregida (1976), Amorrortu, Buenos Aires. (reimpresión 1983), cap. 1, pp. 19-54
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1. Niveles y aspectos
Conflicto, integración y poder
2. Naturaleza y contenido del Estado
El carácter dual del Estado
Administración y burocracia
Capitalismo liberal y Estado
La ejemplificación mediante un caso-límite: el bonapartismo
3. Caracteres y funciones
Institucionalización, legitimidad, consenso, legalidad
Coaccción social, educación y propaganda, organización colectiva
Relaciones internacionales y dependencia externa
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ESTADO Y SOCIEDAD
La intervención del Estado en la economía, la sociedad, la estructura de poder y la cultura no es un fenómeno reciente ni episódico. Constituye un fenómeno antiguo y un dato general de las sociedades humanas que se remonta a un pasado relativamente remoto. Se ha sugerido, incluso, la posible existencia de una ley histórica de extensión creciente de la actividad pública bajo formas estatales. No es casual que así sea, y podría sostenerse que el intervencionismo del Estado en todas las esferas, en especial en la socioeconómica, es casi inherente a la esencia de esa institución. Para analizar mejor el fenómeno, tanto en su significado general como en sus manifestaciones específicas en América Latina, es imprescindible un encuadre teórico esquemático.
1. Niveles y aspectos
Las estructuras sociopolíticas son expresiones y formas más o menos cristalizadas de una realidad móvil, compleja y conflictual. La realidad social es el proceso histórico, sin finalidad predeterminada ni estación de llegada. Realidad y proceso, historia y sociedad, no existen fuera de los hombres, de sus necesidades, relaciones y obras. Son manifestaciones y concreciones siempre cambiantes del devenir total del ser humano, de su producción y formación por sí mismo, a través de su acción sobre (y de sus lazos con) la naturaleza y los demás hombres. Pero si bien lo decisivo son las totalidades vivientes en movimiento, este contenido real comprende diferentes niveles y aspectos mutuamente implicados; se da formas, equilibrios relativos, autorregulaciones y funciones; se organiza en estructuras y sistemas de estabilidad provisoria que, aunque parten de un devenir que permanentemente los modifica y destruye, se mantienen sin embargo en el tiempo, actúan y reactúan, y deben ser también estudiados en sí mismos. El análisis debe enfocarse, pues, en formas, estructuras y sistemas, en capas o niveles de profundidad, sin perder de vista que se refieren a estratos, aspectos o enfoques de la realidad dialécticamente interrelacionados, parte de una totalidad móvil que los desborda y que el esfuerzo científico debe restituir. La realidad social es expresión de la totalidad de fuerzas y actividades humanas, de los procesos y estructuras que aquellas generan. Las estructuras sociales resumen la totalidad de los procesos sociales y son definidas por estos, a los que a su vez conforman y condicionan. El conjunto de procesos y estructuras de una sociedad determinan su grado y modalidades de desarrollo. La unidad de estructuras y procesos en una sociedad y en un periodo determinado permite y exige ser captada y analizada en función de distintos aspectos y niveles. Un primer aspecto o nivel lo constituye el grado de desarrollo de las fuerzas productivas, el tipo de relación humana con la naturaleza y la intensidad de la potencia humana sobre ella. Las fuerzas productivas abarcan: las condiciones naturales, la división del trabajo social, la técnica. Su desarrollo proporciona los fundamentos del ser social del hombre, las modalidades de su conciencia y de su cultura, el impulso para los cambios fundamentales y perdurables. De las fuerzas productivas forman parte, en primer lugar, los elementos de la naturaleza o los más cercanos a ella: el territorio, la población en algunos aspectos. El territorio abarca las condiciones físicas y el encuadre espacial de la actividad humana. Aparece como cuadro delimitador, determinante y condicionante de toda sociedad, de su estructura y funcionamiento, y de sus relaciones con otras sociedades. Lo dado por la naturaleza no es algo que influya rígidamente en la actividad humana y la sociedad global, ni en alguno de sus niveles y aspectos. No opera de modo mecánico ni automático, ni ejerce una sobredeterminación omnipotente. Ofrece, sí, una gama de posibilidades, resistencias y opciones, en función de las cuales las actividades humanas socialmente organizadas accionan, reaccionan y operan, por medio del trabajo, del instrumental y de la cultura, modificando el propio cuadro natural. Este se vuelve cada vez más, a través de la historia, el resultado de la acción del hombre, tanto o más que de las condiciones físicas preexistentes. Se presenta como un conjunto de hechos sociales que se crea y modifica por medio de una sociedad.
La población es parte integrante de las fuerzas productivas, como dato natural y como material humano de la sociedad (cantidad aptitudes biológicas y mentales; nivel técnico; división del trabajo; distribución en grupos activos y pasivos, en el espacio y en sectores de la economía, por sexo y edad). La tecnología exige ser especialmente considerada en el análisis de las fuerzas productivas y de los sistemas globales. La especie humana y sus sociedades han sobrevivido y se han desarrollado a través de la invención y el mejoramiento de un equipo extra-corporal, artificial y separable, que los hombres usan y abandonan a voluntad, y mediante cuya utilización satisfacen algunas de sus necesidades fundamentales. Este equipo, que diferencia al hombre de toda otra especie terrestre, le ha permitido actuar y reaccionar sobre el ambiente natural, ajustarse a ese medio y ajustarlo a sus necesidades, transformar el mundo y, al mismo tiempo y por el mismo proceso, transformarse a sí mismo. La tecnología es concebida como el conjunto de objetos y medios –predominante pero no exclusivamente materiales– elaborados o transformados por los hombres, que se usan para actuar y dominar sobre el mundo natural y social. Representa una obra humana en la que confluyen todos los elementos de la naturaleza y de la sociedad. La tecnología, el instrumental en el sentido más amplio de la palabra, cristaliza, incrementa y prolonga la capacidad productiva del hombre. Permite la adquisición, la conservación, el aumento cuantitativo y cualitativo de los elementos materiales y espirituales que se requiere para el sustento, la seguridad y el desarrollo de la sociedad y de los grupos e individuos que la componen. Constituye una variable fundamental en el proceso de cambio de toda sociedad, y ejerce una influencia determinante en todos sus niveles y aspectos. No es, sin embargo, una variable absolutamente autónoma; tiene un carácter esencialmente social; producto de una sociedad, está determinada y condicionada por todo lo que ocurre en el resto de ella.
Este grado de dominio humano sobre la naturaleza y sus modalidades se produce y funciona a través y dentro de formas determinadas de organización y división del trabajo, de las funciones y de los grupos. Se expresa, sobre todo en sociedades más o menos desarrolladas y diversificadas, en complejas y móviles estructuras de clase; en modos específicos de asignar recursos y de producir, distribuir, apropiar y usar bienes, servicios, ingresos, prestigio y poder; en formas de explotación y de dominación. Todo ello en su conjunto constituye un segundo aspecto o nivel: las relaciones de producción.
El grado de desarrollo y la estructuración propia de las fuerzas y de las relaciones de producción, y las combinaciones e interacciones entre unas y otras, proporcionan las bases y la trama de las formaciones socioeconómicas que se suceden a través de la historia humana –sociedades primitivas; «sociedades hidráulicas» o despotismos orientales; esclavismo; feudalismo; capitalismo; socialismo; formas mixtas o anómalas–, cada una de las cuales sigue en general un ciclo de nacimiento, crecimiento, apogeo, crisis, fases intermedias y terminales. (Estas clasificaciones no son más que relativas y aproximativas, y no autorizan a caer en el evolucionismo rectilíneo y mecánico tipo siglo XIX, y en la «postulación de épocas ordenadas en series ineluctables».)
Este esquema analítico resulta incompleto si no se introduce un tercer nivel o dimensión. Una superestructura, constituida por las formas y jerarquías de poder, las instituciones sociales y políticas, el Estado, el derecho, las ideologías y la cultura, expresa los sistemas de relaciones humanas establecidas sobre la base de un grado determinado de desarrollo de las fuerzas productivas; elabora, codifica, sanciona, justifica y disfraza dichas relaciones. Luego haremos referencia más detallada a los principales elementos de la superestructura; aquí interesa destacar esquemáticamente aquello que se refiere a las ideologías.
La existencia, la naturaleza y las funciones de las ideologías se relacionan con los siguientes factores y circunstancias. La naturaleza social del hombre, su aptitud para el lenguaje y para el pensamiento abstracto, contribuyen a explicar el surgimiento de ideas y palabras que las expresan, objetos no perceptibles físicamente pero que, socialmente aprobados y asumidos por grupos e individuos, adquieren realidad propia, inspiran acciones y abstenciones, constituyen un aspecto decisivo de la realidad social.
Los hombres están divididos por clases, grupos, pueblos, naciones. Cada una de estas divisiones tiene intereses particulares y limitados, entre los cuales surgen y perduran contradicciones, conflictos y antagonismos. En las luchas de grupos se utilizan instrumentos para cuya eficacia se deben disfrazar los intereses y los objetivos, confiriéndoles una apariencia de totalidad y de universalidad.
La conciencia de grupos y de individuos no puede, por razones psicofísicas y sociales, captar la realidad global. Debe partir de aspectos parciales, a los que tiende a conferir una totalidad abstracta y ficticia.
Las ideologías aparecen, así, como interpretaciones, transposiciones, representaciones refractadas o invertidas de la realidad (natural, histórico-social, cotidiana), que a su vez se extrapolan y proyectan sobre esta. Son elaboradas por individuos y grupos especializados, pero a partir y dentro del cuadro de la sociedad global y de las luchas entre clases y grupos; y son seleccionadas o admitidas por grupos dominantes, que les otorgan primacía, o por grupos dominados, que las utilizan para resignarse o para impugnar el orden sobre ellos impuesto.
Las ideologías –por intermedio de los grupos que las elaboraran, asumen e imponen– pretenden poseer coherencia y generalidad; tienden a sistematizarse; pueden llegar a convertirse en visiones o concepciones del mundo. Presentan, tanto desde el punto de vista genético como lógico, un continuo constituido por representaciones puramente ilusorias; cosmogonías, teogonias; mitologías; supersticiones; religiones; filosofías; códigos morales; derechos; ideales artísticos; hasta las más grises que comienzan a entrar ya en terrenos de las ciencias físicas y humanas.
Las ideologías son multifuncionales y ambiguas, en sí mismas, en su modo de operar y en sus resultados. Combinan, en proporciones variables, elementos reales, conceptos y conocimientos exactos, con otros ilusorios y engañosos.
Las ideologías son producto y parte de la realidad social y humana, en acción y reacción con la misma, impensables fuera de ella. Son, en general, necesarias y útiles para la sociedad, los grupos y los individuos. Dan significado y orientación a su existencia y a su actividad. Mantienen la cohesión de los sistemas socioeconómicos, permiten y lubrican su funcionamiento regular y eficiente, promueven su estabilidad y su desarrollo. Su realidad y su potencia están determinadas y condicionadas por el éxito en el cumplimiento de tales funciones, por su grado de adecuación relativa a la realidad del mundo y de la sociedad, y por el hecho de ser aceptadas y adoptadas por algunos grupos sociales o todos ellos.
Al mismo tiempo que productos de la praxis y de la realidad sociales, las ideologías son motores y puntos de partida para nuevas decisiones, actividades y actos, para la imposición de valores y de conductas. Vuelven a la praxis y a la realidad, las integran, contribuyen a configurarlas y modificarlas. Las ideologías operan sobre la conciencia, la mistifican y bloquean. Persuaden y coaccionan. Explican y justifican el orden vigente y la distribución de poder de toda sociedad. Ayudan a proteger el sistema de producción, distribución, estratificación y dominación. Integran las contradicciones, las mediatizan y enmascaran, las vuelven aceptables. Contribuyen al conformismo, y a crear e interiorizar la legitimidad y el consenso. Las ideologías expresan la estructura social y el sistema de dominación que surge de ella y la mantiene. Por eso mismo, no son omnipotentes ni eternas. Como el sistema en su conjunto, están amenazadas por el devenir, son inestables y frágiles, sufren ciclos de nacimiento, desarrollo, crisis y muerte. Nuevos grupos, intereses y tendencias pueden criticarlas y negarlas, en la teoría y en la práctica, y oponerles sus propias alternativas ideológicas. Una ideología que deja de corresponder a las necesidades y exigencias de desarrollo de una sociedad y de sus grupos más dinámicos y poderosos termina por deteriorarse, perder eficacia y desaparecer. Este desajuste, sin embargo, puede perdurar durante lapsos históricos prolongados, y obstaculizar en la misma medida la viabilidad de los procesos de cambio.
Fuerzas productivas, relaciones de producción, superestructuras, no son más que otros tantos niveles o dimensiones del proceso total, distintos pero ligados, con independencia relativa pero influencia reciproca, en interacción incesante aunque no mecánica. Un mismo tipo y un nivel similar de desarrollo técnico-económico no ejercen una determinación rígida, sino un condicionamiento relativamente amplio y flexible sobre las relaciones de producción, y pueden generar formas de estructuración socioeconómica muy diferentes. Estas, a su vez, tampoco ejercen un condicionamiento estricto y lineal sobre las superestructuras y las formas institucionales. Los tres niveles o aspectos sufren la influencia de los factores y rasgos peculiares del desarrollo histórico en cada país. Elementos de un nivel o dimensión aparecen en los otros dos. Elementos de niveles diferentes se combinan en relaciones y proporciones determinadas, de modo coherente y relativamente estabilizado; se localizan en el tiempo y en el espacio; forman estructuras y sistemas.
Algunas consideraciones adicionales permitirán quizás esclarecer mejor este esquema analítico (sobre todo la naturaleza y la función de la superestructura) y encuadrar más adecuadamente el examen del Estado.
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Conflicto, integración y poder
Los hombres socialmente considerados hacen su historia, total o parcialmente, en condiciones no elegidas por ellos, merced a una combinación de lucidez y ceguera, sin saber cómo ni por qué, de modo inconsciente, irracional y desorganizado (sin perjuicio de ello, a través del proceso histórico los elementos conscientes o racionales tienden a incrementarse y a prevalecer sobre los espontáneos y los ilusorios). Como consecuencia, los resultados y productos de la acción de los hombres se alienan, escapan a su voluntad, conciencia y control, toman formas abstractas (dinero, capital, aparatos organizativos, etc.), que parecen asumir existencia independiente, se vuelven realidades soberanas y opresivas, se tornan contra los individuos y los arrastran a destinos inhumanos. Dentro de este marco caracterizador y condicionante, toda sociedad es por esencia móvil, heterogénea y contradictoria, y sostiene una tensión permanente entre las fuerzas y tendencias de conflictos y de disgregación, y las fuerzas de cohesión e integración.
Entre los hombres se establecen y mantienen relaciones sociales; formas de división del trabajo y de las funciones; jerarquías de riqueza, poder y prestigio; contradicciones y conflictos; luchas de clases, de grupos y de individualidades. A partir de grados y formas de desarrollo de la técnica, la producción, el intercambio y la apropiación, se crea en cada lugar y en cada etapa una red de relaciones interindividuales, un conjunto de grupos interconectados e interactuantes, superpuestos y jerarquizados, que integran un sistema de estratificación social. Entre estos grupos, las clases tienen una importancia fundamental.
La estratificación social expresa siempre una estructura clasista dinámica y compleja. Estructura y proceso interactúan permanentemente en la configuración y funcionamiento de la estratificación social. Una misma base económica puede ofrecer gradaciones y variaciones considerables en las formas de estratificación. Estas rara vez presentan una diferenciación y oposición entre dos clases únicas, sino más bien una multiplicidad de grupos y estratos sociales superpuestos y confrontados. No existen clases absolutamente homogéneas, salvo quizás en las sociedades poco desarrolladas. Cada clase comprende estratos o capas diferentes, con intereses a veces no idénticos e incluso contrapuestos, con posibilidades de conflicto. Cuanto mayor es el numero de clases, estratos y capas, mayores son las complejidades y variaciones de su composición interna, de sus acciones e interrelaciones. A los antagonismos esenciales entre las clases básicas se unen y enlazan las contradicciones secundarias entre capas y estratos de una misma clase. Las clases fundamentales pueden aliarse con otras en declinación o en ascenso, con estratos y capas, según sus intereses propios –circunstanciales y permanentes–, generando una amplia gama de combinaciones posibles.
Los conflictos de clases constituyen un factor esencial del proceso socio-político, pero no tienen siempre un papel exclusivo o predominante, ni confieren necesaria y fatalmente un carácter secundario o derivado a otros tipos de conflictos, que pueden por el contrario adquirir considerable importancia. Tal es el caso de los conflictos entre grupos territoriales (naciones, regiones), corporativos, ideológicos, religiosos, raciales; luchas entre clanes; competencias personales. Estos tipos de conflictos pueden ser expresión derivada o encubierta de luchas clasistas, o adquirir una realidad propia relativamente autónoma que influye sobre aquellas, o constituir una combinación de ambas posibilidades.
La diversidad y movilidad de clases, estratos, capas y grupos, diferentes o antagónicos, no excluyen –al contrario, suponen–, en cada sociedad y etapa histórica, una división entre hombres que mandan y hombres que obedecen, relaciones de autoridad y acatamiento, y un tipo de polarización que debe ser siempre buscado como eje del análisis. La contraposición básica se produce entre clases dominantes y clases dominadas. Dentro de las primeras existen siempre grupos hegemónicos y grupos subordinados. A su vez, las capas o sectores diferenciados de las clases dominadas anudan y desanudan formas de coincidencia, cooperación y conflicto entre si y con los grupos componentes de las clases dominantes.
Divergencias y oposiciones, tensiones y conflictos de fuerzas, de intereses, de aspiraciones, de sistemas de valores e ideologías, se manifiestan, prolongan y resuelven a través de esfuerzos más o menos orgánicos y sistematizados tendientes a mantener o modificar la configuración estructural de la sociedad, las formas de jerarquización, los modos de producir y distribuir recursos e ingresos, los mecanismos y modalidades de explotación y de dominación de unos grupos sobre otros. Clases y grupos recurren en sus luchas, de acuerdo con sus posibilidades, a todos los medios eficaces disponibles: violencia física, riqueza material, número y organización, elaboración y manipulación de la cultura, de la ideología y de la información. Estas armas de combate, en el sentido más amplio del concepto, son utilizadas siempre en el marco de un plan más o menos deliberado y elaborado, como parte de una estrategia general que a su vez comprende y determina tácticas parciales. Estrategias y tácticas, sus variantes y alcances (modo de utilización y combinación de recursos materiales y humanos; lucha abierta o enmascarada; mantenimiento, modificación parcial o destrucción del sistema vigente), influyen permanentemente sobre el proceso y las estructuras, los mantienen en lo esencial o los transforman más o menos en profundidad; pueden incluso afectar gravemente la cohesión y la existencia misma de una sociedad (guerras civiles, crisis de disolución). Las clases y grupos enfrentados no pueden dejar de combatir por el reparto de la riqueza y del poder. Unas y otros, sin embargo no dejan al mismo tiempo de constituir una unidad, la sociedad global, basada en la división de funciones y tareas complementarias; están básicamente interesados, en mayor o en menor grado, en la conservación de las bases mínimas de la estructura social como prerrequisito para su supervivencia y desarrollo, y los de la vida civilizada misma.
En toda sociedad se plantea y se debe resolver, en permanente reajuste dinámico, el problema de cómo hacer coexistir la ecuación grupo hegemónico-clases dominantes-clases dominadas –generadora de todo tipo de tensiones y conflictos– con las necesidades de cohesión y permanencia de la sociedad global. A ello se agrega otra circunstancia: aun en el caso de sociedades primitivas o relativamente simples, el ordenamiento básico, la jerarquía clasista y grupal, la cohesión interna de la sociedad, no pueden constituirse ni mantenerse por el mero ejercicio de la violencia desnuda de un grupo sobre otro u otros. La coacción física debe ser complementada por el logro de un cierto grado de aceptación o consentimiento por parte de los dominados. El predominio de una clase o fracción dominante se obtiene y explica a la vez por dos tipos de elementos. Por una parte, operan los elementos de coacción, represión, violencia, la fuerza material y desnuda, que debe actuar como recurso de reserva para momentos excepcionales de crisis, o para individuos y grupos recalcitrantes. Por otra parte, se debe operar de modo permanente por medio de una concepción general del mundo y de la existencia, elaborada en definitiva por la clase o fracción dominante, e impuesta al resto de la sociedad, expresada y actuante a través de la religión, la ética, la filosofía, los sistemas de valores, el estilo de vida, las costumbres, los gustos, el sentido común; en otros términos, a través de la dirección política, intelectual y moral, la hegemonía que permite crear y conservar el consentimiento, la adhesión activa de los dominados y subordinados al tipo de sociedad en que viven.
Lucha e integración, violencia y consenso, no son fenómenos separados, sino momentos diferentes pero estrechamente ligados de un proceso general único. En esta perspectiva aparece como variable fundamental el problema del poder, concebido como capacidad de unos para coaccionar, influir y dirigir a otros, a fin de tomar e imponer decisiones sobre las personas y las cosas, sus jerarquizaciones, combinaciones y modos de utilización y aprovechamiento. En toda sociedad que ha superado ya los estadios más primitivos existen relaciones sociales asimétricas entre grupos e individuos, falta de igualdad y reciprocidad, contradicciones y conflictos. La sociedad está en equilibrio fluctuante, y se halla siempre amenazada por la entropía, el desorden y la disgregación. No puede mantenerse unida ni perdurar solamente a través de una conformidad automática de sus miembros que surja de la sujeción a la costumbre o a la norma tradicional. Un poder supremo, surgido de las desigualdades y de los enfrentamientos, debe defender y conservar la sociedad, a partir y en contra de su propias contradicciones y debilidades. Debe, por consiguiente, constituir una forma especifica y decisoria de ordenamiento de las relaciones entre las clases, y de imposición de la voluntad de un grupo o fracción hegemónica sobre otras clases dominantes subordinadas y sobre las clases dominadas, mediante una combinación específica de lucha e integración, de coacción y consenso. Todo análisis concreto debe responder en definitiva a una serie de preguntas básicas e interconectadas: ¿Quién ejerce el poder? ¿En representación y para beneficio de quiénes? ¿De qué modo? ¿Para qué? Este poder decisorio supremo corresponde, en las sociedades históricas más evolucionadas, al Estado.
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2. Naturaleza y contenido del Estado
Contrariamente a lo que parece resultar de cierta ciencia política etnocéntrica y cronocéntrica, afectada de «provincianismo occidental e industrial» (Raymond Aron), recientes conquistas de la antropología permiten presumir que el Estado no es históricamente equivalente a la organización política autónoma. Es una de sus manifestaciones históricas, específica y relativamente reciente. El fenómeno político no está ligado a sociedades desarrolladas, ni a la existencia de un aparato estatal. Todas las sociedades humanas, aun las más primitivas o atrasadas, producen el fenómeno político, sus procesos y estructuras, que despliegan una considerable diversidad de manifestaciones. Las sociedades primitivas o atrasadas no son unanimistas, de consenso mecánicamente obtenido; ni constituyen sistemas equilibrados, poco afectados por la entropía o inmunes a ella.
Ya en este tipo de sociedades la diferenciación, especialización y división de funciones generan desigualdades y privilegios de riqueza, prestigio e influencia entre grupos e individuos, que se organizan en órdenes jerárquicos. Las desigualdades y privilegios surgen de las relaciones económicas, de la edad, el sexo, el parentesco, la descendencia, las tareas religiosas y militares. A su existencia se debe la aparición de enfrentamientos y competencia de intereses, de formas de dominación y coalición, de estrategias y tácticas de lucha, que ya configuran una vida política (politics). Los factores que generan las diferenciaciones, ya mencionados, operan como circuitos preestatales, creadores y explicativos de las relaciones de mando y obediencia y de los mecanismos de gobierno, que no llegan, sin embargo, a constituirse en poder estatal centralizado. Son relaciones reales, no formalizadas, de mando y obediencia, tipos de acción tendientes a lograr y garantizar –de hecho y de derecho– la orientación de los asuntos públicos (policy), y la organización de un gobierno de la sociedad (polity). Ello va acompañado de medios ideológicos de interpretación y justificación de la vida y de la estructura política. Puede admitirse la existencia de un espectro o gradación histórica que abarca: sociedades acéfalas, segmentarias, de gobierno mínimo, de gobierno difuso, de jefatura; continuo en cuyo extremo puede emerger el Estado en sentido estricto.
El Estado no es expresión de una racionalidad trascendente o inmanente a la sociedad. Procede de ella, es su producto, su modo de expresión y de organización, su resumen oficial y simbólico. Históricamente, parece ir emergiendo e imponiéndose desde que una sociedad alcanza cierto grado significativo de desarrollo. Supone la preexistencia de condiciones en que división del trabajo y de las funciones, la gama de conflictos entre clases y grupos, la lucha por el control y el ejercicio exclusivo del poder, llevan a la escisión de la sociedad entre unidades exteriores, entre los intereses particulares y el interés general, entre lo público y lo privado, entre la comunidad y el individuo, con el surgimiento y agravamiento de antagonismos inconciliables y violentos, como también de amenazas externas que atentan contra la cohesión y la existencia misma de la sociedad. Sobre la base de estas condiciones, el Estado parece surgir y desarrollarse cuando de algún modo la sociedad se deja privar de su iniciativa y de sus poderes, abandona la gestión de sus intereses comunes, los trasmite (por natural debilidad o bajo imposición coactiva) a la institución gubernamental. El Estado asume (en parte como pretensión y en parte como realidad) la conciencia, la racionalidad, el poder organizador y cohesionante, la representatividad del interés general, que han perdido la sociedad y los grupos particulares que la integran. Pretende organizar, sistematizar, totalizar la sociedad. Expresa, instituye y conserva los conflictos que le dan nacimiento y sentido, atenuándolos y tornándolos compatibles con el orden social básico. Se apropia del poder de la sociedad y acapara la fuerza colectiva. Cambia los intereses comunes por los llamados intereses generales, que configura, califica y administra a su modo, subordinando los intereses particulares de los grupos e individuos a los de los entes gubernamentales y grupos humanos que encarnan y controlan dichos entes (burocracia, clases y fracciones dominantes). Puede así acumular y extender continuamente amplios y complejos poderes de coacción, decisión política e ideología; y agregar a las funciones sociales necesarias –en un momento dado o permanentemente– una serie de excrecencias que permiten al Estado, a los grupos hegemónicos y dominantes y a la burocracia utilizar el poder para sus propios fines, incluso contra la sociedad en su conjunto y contra algunas de sus clases fundamentales o secundarias.
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El carácter dual del Estado
Por una parte, el Estado es siempre, en última instancia, la expresión de un sistema social determinado y el instrumento de las clases y fracciones hegemónicas y dominantes; corresponde a los intereses de estas y las expresa y consolida, por estructurarse uno y otras en el seno de un conjunto objetivo y unificado: la sociedad global. A medida que el Estado surge y se desarrolla, la dominación y la explotación descarnadas y violentas de una o varias clases por otras son sustituidas por formas más moderadas y organizadas, más legalizadas y eficaces. Desde este punto de vista, el Estado nunca sirve exclusivamente a la sociedad en su conjunto ni a los intereses generales.
Sin embargo, rara vez o nunca pueden existir una identificación absoluta e incondicional entre el Estado y una clase, ni una subordinación mecánica e instrumental del uno hacia la otra; todo Estado debe responder también, en cierta medida, a necesidades e intereses generales de la sociedad; en mayor o menor grado, actuar como árbitro, encarnación y realización del orden, la justicia y el bien común. Ello se explica por la incidencia convergente de las siguientes circunstancias. En primer lugar, las formas superestructurales, y muy especialmente el sistema político-institucional y el Estado, no constituyen meros reflejos o epifenómenos de las estructuras y dinámicas socio-económicas. Se configuran sobre la base y en el marco de dichas estructuras, y como resultado de tales dinámicas están sometidas a su condicionamiento en sentido amplio, pero conservan su realidad propia, un margen relativo de autonomía, una capacidad más o menos independiente de evolución, innovación e influencia sobre el sistema económico y de estratificación social, a cuyas modificaciones pueden incluso sobrevivir. Entre los factores que contribuyen a la autonomía y a la persistencia de las instituciones políticas, y sobre todo del Estado, pueden mencionarse: el efecto acumulativo de los mecanismos de acostumbramiento y rutinización con respecto al orden vigente y a la vida cotidiana en todos sus niveles; el temor generalizado al cambio, percibido instintivamente como incertidumbre y amenaza; el retraso de la conciencia sobre la realidad, que dificulta la captación de la obsolescencia y de la disfuncionalidad de sistemas e instituciones. Debido a la independencia relativa y la capacidad de perduración de las superestructuras político-institucionales, no solo estas pueden subsistir, en todo o en parte, más allá de las bases socioeconómicas en función de las cuales aparecieron y se conformaron, sino que puede producirse la superposición e imbricación de viejas y nuevas formas y organizaciones de un mismo sistema de poder. Ello opera como causa o refuerzo de disfuncionalidades, conflictos y mecanismos de estabilización, y puede alimentar el margen de maniobra autónoma en favor del Estado.
En segundo lugar, para que el Estado pueda obtener un mínimo de legitimidad y consenso, para sí y para un sistema de distribución desigual de la riqueza y del poder, es indispensable que funcione –o lo pretenda– como instancia relativamente autonomizada, independiente y superior con respecto a todas las clases y grupos, tendiendo por consiguiente a constituirse en fuerza dominante de la sociedad, más que en mero instrumento de una clase dominante, y a operar como tal. El Estado, sistema dinámico que forma parte de una sociedad global también en devenir, debe recurrir permanentemente a estrategias que mantengan su supremacía y la del grupo o grupos que lo controlan. Al mismo tiempo, el Estado es portador de elementos débilmente integrados o se relaciona con ellos; está abierto a tensiones y antagonismos, se ve afectado por las estrategias de los grupos y los individuos. Las funciones de mediación que asume el Estado implican que los grupos que las ejercen no pueden nunca liberarse totalmente del control de la sociedad y de sus grupos componentes; deben administrar y fortalecer su poder y prestigio, representar papeles, sacrificarse a veces a las propias condiciones de su primacía. El Estado puede estar controlado, no por toda una clase o bloque de clases dominantes, sino solo por una o varias fracciones de estas. La competencia y los conflictos entre fracciones diferentes de las clases dominantes pueden facilitar la presión de las clases dominadas, el aumento de su capacidad de influencia y negociación, la adopción de medidas favorables a las mismas. De manera general, en diversas etapas y coyunturas, el Estado debe arbitrar entre los grupos componentes de las clases dominantes, y entre estas y algunas de las dominadas o la sociedad en su conjunto, cuando las rivalidades, conflictos o tendencias destructivas amenazan la estabilidad o la existencia del sistema global.
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Administración y burocracia
En tercer lugar, el papel real del Estado es inseparable de quienes efectivamente lo encarnan, animan y administran; no solo los dirigentes políticos propiamente dichos, sino también (y sobre todo) el cuerpo burocrático. En todo sistema político, el gobierno incluye siempre dos órdenes de acción, política y administrativa, que se diferencian y asocian en distinto grado. El orden de acción política está situado a nivel de la formulación y ejecución de las decisiones que interesan a la sociedad global y a sus principales divisiones y componentes; se define por el poder; expresa la confrontación de grupos e individuos en competencia y los resultados provisorios de esta. El orden de acción administrativa se sitúa a nivel de la organización y de la aplicación de las decisiones tomadas sobre asuntos públicos; se define por la autoridad, la organización formalmente jerarquizada y el sometimiento a reglas relativamente estrictas.
Entre la sociedad civil y el poder político como sistema de decisión se inserta la administración como instrumento del segundo y como sistema de transmisión teóricamente heterónoma, sometida a las clases dominantes y a grupos particulares, servidora de intereses, simple medio para la realización de fines. Sin embargo, en determinadas condiciones histórico-sociales, la administración tiende a volverse cuerpo independiente y centro de decisiones; a lograr un grado creciente de autonomía y facultades; a convertirse de medio en fin y a perseguir objetivos propios; a usurpar el poder. Todo aparato administrativo, y el del Estado más que cualquier otro, exhibe una propensión casi fatal a la burocratización como proceso y al burocratismo como resultado y sistema. Ello justifica que en adelante hable de administración y burocracia como equivalentes. Los factores, los rasgos y las consecuencias de la burocratización y del burocratismo son múltiples y complejos, y aquí me limitaré a señalar esquemáticamente los que considero pertinentes para mi análisis.
La burocracia no es una abstracción. Es la resultante de una serie de variables y de sus diversas constelaciones, y en función de ellas surge, se organiza y cambia. Los elementos determinantes, condicionantes y característicos se refieren tanto a la estructura y dinámica de la sociedad global como a las de la burocracia internamente considerada.
Desde el punto de vista del sistema considerado en su conjunto, la burocracia es una capa social específica, encargada de la administración de asuntos públicos. Está ligada a la estructura de toda sociedad dividida en clases, pero no es una clase ni una fracción de clase. Es consecuencia de la división interna de la sociedad en clases y de sus conflictos. Su existencia y sus funciones surgen y se justifican precisamente por la necesidad de formular en términos universales y de imponer por la coacción un orden común, que nace de las relaciones sociales básicas, pero que está amenazado permanentemente por múltiples conflictos y no es capaz, por lo tanto, de configurarse, consagrarse y mantenerse por sí mismo.
En la medida en que la administración de los asuntos públicos supone la preservación del sistema dentro de cuyos marcos opera, la burocracia está siempre, en última instancia, al servicio del orden establecido y de la o las clases o fracciones hegemónicas y dominantes, y la configuración de las relaciones sociales fija los límites extremos de su acción. Empero, la burocracia no es una fracción de alguna clase, y existe por la división de la sociedad en clases, grupos y esferas de intereses particulares. Esto le permite (sobre todo en situaciones de equilibrio inestable o de conflicto agudo de las clases y grupos) mantener la división social que la engendra, pretender la representación universal de los intereses que justifique su existencia y su status privilegiados, obtener una autonomía relativa, e incluso ir contra algunos intereses de los grupos dominantes. Por la propia índole de su misión y de sus actividades, la burocracia cumple así funciones de regulación y de mediación con referencia a distintos grupos, con los que debe, por ende, establecer relaciones de poder, ya sea en un papel subordinado e instrumental, ya como cuerpo independiente y rector, ya (más frecuentemente) como una combinación de ambos.
La lucha de clases y grupos en la sociedad se refleja en el Estado, pero de manera refractada y traspuesta, y en condiciones y con características distintas. La división de los intereses y las necesidades de la administración pública crean un ámbito propio de decisión estatal. Aun para defender el orden establecido y los intereses de las clases dominantes, el Estado debe reafirmar y extender su poder soberano y su autonomía respecto de aquéllas.
La burocracia puede y suele reclutarse en sectores no idénticos a los que ejercen la dominación en el sistema global, sobre todo en las capas medias y populares. Si, por un lado, esto separa a una parte de los miembros del cuerpo administrativo del resto de la población subordinada y los liga a las clases dominantes, por otro lado puede cambiar su mentalidad, su sensibilidad y su perspectiva con respecto a los problemas fundamentales de la sociedad y de los grupos dominados. Esta modificación de situación, de actitudes y de actividades contribuye a que, sin modificarse el contenido básico del Estado, se le confiera cierta flexibilidad en la concepción y la realización de los fines del gobierno. Más aún, la burocracia puede representar en algunos casos, para todo un grupo o estrato social subordinado, un mecanismo esencial de existencia material, ascenso social y participación política, un modo de influir sobre el sistema de poder a través de funciones administrativas, civiles o militares, al margen de o contra el interés y la voluntad de los grupos dominantes.
Las sociedades contemporáneas –sobre todo en las metrópolis y en los países periféricos más desarrollados– tienden a la diversificación, a la complejidad y a la articulación crecientes. Los grupos sociales aumentan en número, volumen e importancia, se organizan en gran escala, se confrontan como maquinarias masivas, comparten en diverso grado un poder político que ningún grupo minoritario puede ya monopolizar totalmente. Suscitan, exigen y justifican, de este modo, la Intervención del Estado para satisfacer sus intereses y necesidades, mantener o modificar el equilibrio de fuerzas, arbitrar los conflictos. Esta intervención está además determinada por los desajustes y crisis coyunturales y estructurales. La actividad del Estado se expande desde los servicios tradicionales hasta nuevas funciones y tareas de regulación y de gestión directa. El gobierno se vuelve el agente más importante en la compra y la venta, en la inversión y el empleo, en la actividad empresarial con incidencia directa e indirecta sobre la estructura y el funcionamiento de la economía y de la sociedad. Se produce así un crecimiento y una concentración del poder estatal y de su aparato, un aumento en el número y en las facultades de sus funciones con respecto a los grupos y a los individuos, que dependen cada vez más del gobierno para su existencia, su status, su bienestar y su seguridad. Se intensifican la especialización y tecnificación de las tareas administrativas, la centralización y la jerarquización vertical del personal gubernamental. La burocratización y el burocratismo del Estado y de las organizaciones de la sociedad civil (empresas, partidos y sindicatos de masas) se estimulan y refuerzan mutuamente.
Los factores y circunstancias que se han indicado inclinan a la burocracia a constituirse en un ente diferenciado y en un centro autónomo de decisiones, con intereses no coincidentes o divergentes de los intereses de los grupos, de la sociedad y del propio Estado. A los elementos correspondientes a la estructura y dinámica de la sociedad global debe agregarse la incidencia de los caracteres y tendencias inherentes a la burocracia misma.
La burocracia es no solamente una capa social, sino también un tipo de organización. El Estado requiere para su gestión un cuerpo especializado de funciones y técnicas administrativas, un aparato y un patrimonio. Alrededor y a través de estos elementos se generan y multiplican sistemas y subsistemas de poder, núcleos y constelaciones de intereses, que pujan de modo natural y permanente en favor de su autonomía, su fortalecimiento y su expansión. A ello contribuyen, además de los factores y rasgos que ya señalé, los siguientes. La burocracia se articula como un sistema preciso e institucionalizado de poder, saber y técnica. Se estructura a través de una jerarquía vertical de mando y de obediencia, para la elaboración y ejecución de normas, decisiones y actividades.
El acceso al cargo, las funciones y atribuciones, los derechos y obligaciones, las actividades y conexiones reciprocas, los fijan jefes y niveles superiores, de arriba hacia abajo, de manera oficial, legalizada e impersonal. Las normas pertinentes pretenden ser expresión de finalidades y objetivos racionales del Estado y de la sociedad. El sistema supone y genera la disciplina, el culto de la autoridad y el conformismo de los miembros. Todo funcionario está obligado a prestar lealtad al cargo y a las funciones que le son inherentes, de acuerdo con las normas que lo rigen y con los intereses y expectativas del Estado y de los superiores. Como contrapartida, y como refuerzo de esa devoción y lealtad, a cada miembro le corresponden, según su ubicación, diferentes grados y posibilidades de poder, responsabilidad, ingresos, privilegios, prestigio, promoción. Se sirve al aparato burocrático para servirse de él, se mejora y se asciende con la expansión de su autoridad y de su influencia. La pertenencia y la adhesión a la organización administrativa implican y abarcan todo lo referente a su estructura, vida interna, tradiciones, valores, ritos y ceremoniales, vocabulario específico, modelos de actitudes y de comportamiento, know-how o conocimientos más o menos compartidos. Todo lleva a una compleja articulación y a una fuerte interdependencia de personas, engranajes y mecanismos; a la creación de lazos de solidaridad y lealtad hacia los superiores y colegas, y hacia la burocracia en su conjunto. Se refuerzan los vínculos entre los miembros y su diferenciación y divorcio respecto del resto de la sociedad. Esta estructura y esta jerarquía de poder en la administración gubernamental se construyen, se justifican y funcionan por medio de un saber burocrático, un conjunto de conocimientos, técnicas y procedimientos administrativos, elaborados a partir de la práctica específica de la función pública. El saber burocrático es monopolizado, atribuido a la competencia exclusiva de oficinas y funcionarios que se encargan de guardarlo celosamente, de tornarlo secreto y de sacralizarlo. Tiende a la ortodoxia y al dogmatismo, pretende ser un criterio de verdad total y coherente, en función de lo cual la burocracia se inclina a ver la realidad social como reflejo y transposición de ella misma y como objeto de su actividad, generando así un sentido de omnipotencia.
La burocracia tiende a constituirse en un círculo, cerrada sobre sí misma, sobre su aparato, sus oficinas y sus miembros. Al mismo tiempo que establece un cierto orden y un tipo determinado de relaciones entre sus miembros, se constituye a sí misma como medio diferenciado y escindido del resto de la sociedad. Genera una estructura y dinámica propias, se atrinchera, crea sus intereses específicos, fija sus fines y medios y sus normas de conducta, hace su historia e incrementa su poder. Se configura como un mundo propio, separado de todo medio social particular, para cumplir tareas que pretende de contenido y alcance universales.
La burocracia tiene, pues, una tendencia inherente y fatal a conservar y extender su poder, sus funciones, su ámbito de actividad; a la proliferación, al crecimiento acumulativo y autosostenido. Al suponerse la encarnación del interés general, de una conciencia y de una voluntad superiores, y del poder estatal, se ve llevada en pos de sus fines a exigir y lograr un grado creciente de autonomía. Ello se traduce en el estatuto especial, en la fijación de normas que garanticen su iniciativa, su independencia respecto de decisiones y presiones externas, y que establezcan pautas especificas de actuación y permitan un amplio margen de discrecionalidad. Se traduce también en tipos de actitud y comportamiento que consagran la neutralidad, el distanciamiento profesional, la objetividad, la conducta desapasionada respecto de problemas y de personas, la subordinación de las actividades administrativas a normas ligadas a principios y fines abstractos. Todo confluye hacia el logro de un poder casi ilimitado e incontrolable frente a los súbditos y frente a los propios superiores políticos. Por otra parte, dado que la existencia, la autoridad y las funciones de la burocracia no son comprendidas ni aceptadas naturalmente por la sociedad civil ni por los súbditos –más bien, son objeto de una sorda resistencia–, aquella está condenada a una actividad incesante que la justifique. A ello se agrega la necesidad en que se encuentra cada oficina y cada funcionario de desplegar su propia cuota de acción y de expansión, para dar testimonio y justificación de sí ante los otros niveles, órganos y colegas del cuerpo administrativo, y actuar en su propio favor y en el del clan burocrático que detente el equilibrio interno de poder.
A mayor dimensión, extensión, diversificación y complejidad su maquinaria, más numerosas y considerables se vuelven las responsabilidades que asume y las dificultades y resistencias que encuentra, y mayor, por lo tanto, la necesidad de multiplicar sus órganos de supervisión y control sobre sus propios miembros y sobre la sociedad en su conjunto.
El análisis precedente sobre el carácter dual del Estado puede ser aclarado algo más si se consideran dos ejemplos pertinentes: el caso normal o clásico del Estado liberal y el caso extremo, dentro de un sistema privatista como el capitalismo, de las experiencias «bonapartistas».
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Capitalismo liberal y Estado
La estructura del capitalismo liberal supone e implica los siguientes aspectos:
a) Un distanciamiento creciente entre la sociedad civil y el Estado. Ello deriva, en parte, del periodo de la monarquía absoluta, y es en parte resultado de la lucha de la burguesía ascendente contra los restos feudales y el poder político del Antiguo Régimen, con la pretensión consiguiente de presentar la distinción entre sociedad civil y Estado como total y necesaria, y de reservar a la primera el monopolio exclusivo de la actividad económica.
b) Una escisión entre lo público y lo privado, en el sistema global y en el individuo.
c) En la sociedad civil misma, una liberación de los hombres de las jerarquías tradicionales estrictas, determinadas por funciones socioeconómicas inmutables, atendiendo a la pertenencia forzada a conjuntos económico-corporativos, y por la coacción del Estado; aparición de clases móviles y abiertas; atomización, privatización y autonomización de los individuos.
d) Establecimiento de relaciones sociales a través del cambio y de la competencia, entre individuos libres, iguales y autónomos; emergencia de una sociedad molecularizada, no unificada y amenazada por la pérdida de la cohesión.
e) Clases dominantes divididas por la competencia entre sus fracciones; dificultades para establecer y conservar la hegemonía, entre ellas y con respecto a las clases dominadas.
f) En lo político, los individuos son separados de sus determinaciones socio-económicas concretas, y convertidos en entes abstractos a los que se otorga libertad e igualdad formales, y que participan con tales caracteres en la comunidad política a través del sufragio universal. La legitimidad del Estado se funda en la soberanía del pueblo y en la responsabilidad que hacia este debe tener el gobierno.
A partir de estas condiciones, el Estado debe presentarse y operar como factor o nivel específicamente político, con unidad interna, estructuras y prácticas objetivas, autonomía con respecto a la sociedad y a las clases que la componen, eficacia propia. Se constituye como universalidad que armoniza lo público y lo privado, y encarna el interés general de la sociedad y la voluntad del cuerpo político nacional. Solo así puede cumplir una serie de tareas básicas requeridas por la naturaleza, estructura y dinámica del sistema capitalista.
En primer lugar, el Estado puede mantener las condiciones de cambio, competencia y fraccionamiento de la sociedad, reglamentando al mismo tiempo las relaciones conflictivas y anárquicas entre grupos e individuos, de modo de proporcionar a esa sociedad un cuadro formal de cohesión interna y una organización funcional que de otro modo, por sus propias premisas básicas, no podría obtener ni conservar.
En segundo lugar, al presentarse el Estado como instancia universal y encarnación del interés colectivo de la sociedad, proporciona el instrumento y la justificación para que una fracción logre la hegemonía sobre el resto de las clases dominantes, y para que esa hegemonía pueda también ser ejercida por una y otras sobre las clases dominadas. La unificación en abstracto de todos los individuos en y a través del Estado permite a quienes lo controlan presentar su propia dominación como expresión universalizante y mediatizada del interés general. A través del Estado, la fracción hegemónica polariza por debajo y alrededor de sí misma al conjunto de las clases dominantes, les otorga participación, satisface sus intereses, armoniza o equilibra contradicciones y antagonismos. Por otra parte, crea condiciones para lograr combinaciones específicas de coacción y consenso con respecto a las clases dominadas, algunos de cuyos intereses económico-corporativos y sociales puede incluso garantizar o proteger.
Esta naturaleza peculiar del sistema liberal, que permite considerarlo como la primera forma plenamente desarrollada de Estado moderno, aparece de modo más claro aún si se consideran algunas de sus características concretas de funcionamiento. Contrariamente a lo que pretende una mitología de difusión casi universal, el desarrollo capitalista, aun en su manifestación precursora y paradigmática en Gran Bretaña, no constituyó un proceso natural, autónomo y autorregulado, sin injerencia del Estado. Representó, por el contrario, una expresión y un fortalecimiento del poder gubernamental.
Recordemos el papel decisivo del Estado en la creación de prerrequisitos para el ascenso y la expansión del capitalismo (acumulación primitiva y absolutismo monárquico mercantilista); recordemos, además, que el desarrollo económico es acompañado continuamente por una serie de reformas que amplían la envergadura y el papel del gobierno, crean una burocracia y un aparato administrativo cada vez más importante, que ejercen un intervencionismo organizado y controlado por ellas mismas. Este intervencionismo busca, ante todo, establecer y mantener las condiciones para que la economía de mercado emerja, se consolide y alcance su plenitud. El laissez faire no surge de modo natural y espontáneo. Dado que la separación entre sociedad civil y Estado no tiene un carácter necesario y absoluto, y que una y otro tienden a identificarse en el fondo, esa separación debe ser resultado de la acción gubernamental. Como bien anota Antonio Gramsci, «el liberalismo es también una reglamentación de carácter estatal, introducida y mantenida por vía legislativa y coercitiva. Es un acto de voluntad consciente de los propios fines y no la expresión espontánea, automática, del hecho económico».
Así, el papel económico del Estado liberal clásico dista mucho de caracterizarse por la residualidad, la pasividad o la neutralidad. Crea y mantiene las estructuras de una economía de mercado. Hace respetar la propiedad individual y la libertad contractual. Favorece a ciertos grupos y a un sistema de distribución desigual de la riqueza y del poder, en detrimento de grupos y estratos subordinados o dominados. Prohíbe las coaliciones de trabajadores. Utiliza el pago de impuestos directos como criterio para el ejercicio de los derechos políticos. En sus momentos de mayor fidelidad a la doctrina liberal, el Estado interviene por omisión favorable al orden establecido y a sus beneficiarios; pero abundan las intervenciones por acción directa, interviene además en favor de la economía nacional, mediante la protección aduanera y la conquista militar o diplomática de mercados exteriores. Debe arbitrar en las tensiones y conflictos entre fracciones de las ciases dominantes y entre ellas y las dominadas, y tutelar en ocasiones los intereses de estas últimas (v. gr., en Gran Bretaña, durante el siglo XIX, el conflicto de terratenientes e industriales en torno al dilema proteccionismo-librecambio; la emergencia de la legislación laboral; la concepción política de Benjamín Disraeli). Es exacto, por otra parte, que esta intervención estatal en lo económico-social es limitada: no vigila ni rige la producción, el consumo y los precios; no excede el ámbito legal ni reglamentario, ni despliega una política presupuestaria y monetaria.
Sin cambiar su naturaleza esencial, el capitalismo occidental del siglo XX va a presentar formas más intensas y comprensivas de intervencionismo estatal, fenómeno que no es posible analizar en este trabajo.
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La ejemplificación mediante un caso-límite: el bonapartismo
Una ejemplificación particularmente notable de la tendencia extrema, verdadero «caso-límite», está dada por una forma política que, por razones de economía expositiva, dada su amplia variedad histórica, y a falta de un concepto omnicomprensivo generalmente reconocido, se designa aquí como bonapartismo. Este fenómeno ha tenido manifestaciones muy diversas en diferentes países y períodos: el cesarismo de la crisis republicana en Roma; las monarquías absolutas del Antiguo Régimen en Europa; el bonapartismo del Primero y del Segundo Imperio en Francia; el bismarckismo alemán; el kerenskismo de 1917 en Rusia, y quizá también el stalinismo soviético; el nasserismo egipcio; el peronismo argentino. El bonapartismo en sentido genérico es presentado aquí como hipótesis general o esquema sociopolítico, prescindiéndose en lo posible de los elementos de aproximación histórica y especificidad nacional que deben necesariamente considerarse en el análisis de toda situación espacio-temporal concreta.
Esta forma corresponde siempre a períodos excepcionales, a situaciones de crisis: estancamiento de una parte, o bien transiciones o puntos de inflexión de otra parte, en el proceso de desarrollo; coyunturas internacionales de tensión o de conflicto violento; fuertes y rápidos cambios en el sistema de estratificación social. Estas situaciones se acompañan y caracterizan por un estado o proceso de equilibrio inestable y de lucha entre clases, fracciones y grupos, cada una de las cuales puede y suele sufrir además sus propias crisis internas. La o las clases y fracciones tradicionalmente dominantes, debilitadas o en declinación, no pueden seguir imponiendo su hegemonía de modo indiscutido o irrestricto. Las clases nuevas o ascendentes pueden estar pasando de la pasividad y el sometimiento a la actividad y la rebeldía, desafiar la dominación tradicional, sin ser capaces de reemplazarla por la propia: una clase ha perdido, y la otra no ha ganado todavía, la capacidad efectiva para regir la nación.
Esta situación básica suele complicarse por otras circunstancias. Todas las clases y grupos de la sociedad, incluso las que ocupan una situación polar, tienen una composición heterogénea, abarcan estratos distintos, con diferente capacidad para reorientarse y reorganizarse social y políticamente, con diferencias también en el ritmo y en el sentido de sus acciones. A ello se agrega la tendencia casi fatal de los partidos políticos a la rutinización y a la esclerosis, y la consiguiente incapacidad para readaptarse a los rápidos cambios en marcha y, como resultado, el debilitamiento o pérdida de su representatividad y de su capacidad operativa con respecto a las clases, fracciones y grupos y a la sociedad global. De este modo, es probable que no se logre la fusión de cada una de las distintas clases (las fundamentales, por lo menos) bajo directivas únicas capaces de enfrentar y resolver decisivamente (por triunfo, derrota o compromiso perdurable) los problemas y conflictos constitutivos de la crisis. En los dos polos de la sociedad, y entre ambos, se desplazan y actúan clases y grupos sin cohesión sólida, sin representación política eficaz y sin capacidad para imponer sus intereses y hacerlos adoptar o acatar por la mayoría de la nación. El bonapartismo puede surgir por fallas momentáneas o definitivas de las clases y fracciones tradicionalmente dominantes, o ser producto de la inmadurez y debilidad de los grupos y estratos emergentes y antagónicos de las primeras. En su aparición y funcionamiento inciden también la existencia de fuerzas intermedias, secundarias o marginales, y sus relaciones con los dos núcleos de posición polar en la sociedad.
Se produce así un equilibrio inestable de las fuerzas en lucha, con el peligro de que no se constituya o reconstituya con suficiente rapidez un equilibrio sólido y perdurable, y de que incluso el enfrentamiento lleve a la destrucción de las clases y grupos en confrontación y de la sociedad misma. En esta situación, el Estado, encarnado por un grupo que controla o instrumenta, directa o indirectamente, los principales resortes o mecanismos de poder, aparece como el único elemento o factor capaz de erigirse sobre las clases y la sociedad como representante de todos o de casi todos, y apto para imponer como instancia independiente su autoridad ilimitada y su arbitraje final, y para establecer desde arriba las decisiones, beneficios y sacrificios.
Las distintas manifestaciones históricamente conocidas que pueden subsumirse dentro de la categoría general del bonapartismo presentan entre sí considerables diferencias en cuanto a modos de encarnación, medios de instrumentación, mecanismos de funcionamiento, índole y efectos de su acción.
El bonapartismo constituye siempre una forma de gobierno autoritario prácticamente irrestricto, pero puede encarnarse en una personalidad representativa, providencial, heroica, dotada real o ficticiamente de aptitudes excepcionales; o bien en una equipo de dirigentes, en gobiernos de coalición, en ciertas manifestaciones específicas de parlamentarismo. Las bases, instrumentos y mecanismos de poder y operación pueden ser: la burocracia civil; las Fuerzas Armadas regulares; los grupos armados irregulares o paramilitares; la policía, en sentido restringido (represión estatal de la delincuencia y la subversión social), o en sentido amplio (conjunto de fuerzas gubernamentales y particulares que tutelan el orden existente y las relaciones vigentes de dominación y hegemonía); el o los cleros; la captación, por la corrupción y el terror, de los funcionarios de partidos políticos, sindicatos obreros y organizaciones empresariales.
El Estado bonapartista exhibe una independencia considerable respecto de cualquier clase en particular y de la sociedad en su conjunto, pero no se halla suspendido en el vacío, y su autonomía y neutralidad son en última instancia más aparentes que reales. Pretende ser un poder imparcial, encarnación de la sociedad y representación –simultánea o sucesiva– de varias clases o de todas. Su capacidad de iniciativa independiente no está afectada en gran medida por las necesidades y exigencias específicas de una clase, fracción o estrato; enfrenta a una o varias clases contra otra u otras, las favorece y las somete por separado o en conjunto. Sin embargo, el bonapartismo surge y funciona a partir de un orden social al cual en última instancia no pretende modificar sino estabilizar y consolidar. De hecho, opera así en esencia como defensor de las clases y fracciones hegemónicas y dominantes, a veces con la incomprensión y la hostilidad de las propias interesadas.
El bonapartismo puede ser progresivo (Julio César, Napoleón I o regresivo (Napoleón III, Bismarck); representar y reforzar una continuidad meramente evolutiva o bien un salto de reales características revolucionarias, según que refuerce y lleve al triunfo, o no, con o sin compromisos y limitaciones, a las fuerzas de cambio y desarrollo. Las fuerzas fundamentales en pugna pueden, por la propia dinámica del proceso y por la intervención bonapartista, llegar finalmente a cierta asimilación o fusión recíproca; o puede existir entre ellas, por el contrario, un conflicto básico insuperable, que el bonapartismo en un principio atenúa en parte o a lo sumo equilibra, pero que termina por agravar y arrastrar a un desenlace que por lo general marca también el fin de la experiencia.
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3. Caracteres y funciones
Todo poder estatal exhibe un doble carácter o ambivalencia esencial, determinado por la coexistencia, en proporciones distintas y siempre cambiantes, de las dos funciones señaladas: instrumento de dominación clasista, pero también de creación de interdependencias, solidaridades e integración de los grupos e individuos en un orden social unificado y estable para los fines que en cada etapa se considere de interés general. El encuadre global que se ha intentado precedentemente permite y exige una explicitación más amplia de los caracteres y funciones del Estado.
En sus formas ya desarrolladas, el Estado se caracteriza ante todo, en comparación con los otros grupos, por los siguientes rasgos:
a) Surge y opera en un ámbito espacial delimitado, dentro de un territorio. La sociedad se estructura así en una unidad política cerrada. La pertenencia de los individuos y grupos al sistema político se define por el nacimiento o la residencia. Lo interno y lo externo están netamente separados. El Estado es intransigente en materia de soberanía territorial, y organiza el espacio político de manera que corresponda a la jerarquía de su poder y de su autoridad, y asegure la ejecución de las decisiones fundamentales en el conjunto del país sometido a su jurisdicción.
b) No es creación política instintiva ni improvisada. Expresa una racionalización progresiva de estructuras políticas preexistentes. En el Estado, las relaciones de mando y obediencia se han formalizado y operan a través de circuitos especializados, que calcan o reflejan los circuitos pre y extrapolíticos; incorporándolos sin abolirlos.
c) Presupone, ahonda y consolida a la vez la separación creciente entre gobernantes y gobernados. Se configura como aparato político diferenciado, especializado y permanente de acción política y administrativa, dotado de una organización que se caracteriza cada vez más por la centralización, la complejidad y las grandes dimensiones.
d) Aspira a la autonomía, la supremacía y la capacidad totalizadora o de inclusión total. Aparece como grupo general que abarca a la sociedad global, con la que tiende a identificarse, sobre todo a partir de la Edad Moderna (conceptos de Estado nacional, Estado soberano), sin confundirse completamente con aquella por una parte, y sin hipostasiarse por la otra. Reivindica la apropiación total del poder político, la autoridad soberana en el orden interno y en las relaciones exteriores. Aparece como lugar de elaboración y aplicación de las decisiones supremas y de las normas que se refieren a la dirección de los asuntos públicos y comprometen a toda la sociedad. Su acción se ejerce, por consiguiente, sobre la totalidad de las instituciones, grupos menores e individuos existentes y operantes en su ámbito espacial de poder, articulados entre sí y con la estructura del gobierno. Se alza e impone sobre ellos, les exige un grado supremo de solidaridad y acatamiento. Subordina o niega toda forma de poder y toda decisión de origen privado que no emane de las suyas o no se conforme a ellas.
Las principales funciones del Estado se refieren a: institucionalización; legitimidad y consenso; legalidad; coacción social; educación y propaganda; organización colectiva; relaciones internacionales. Estas funciones son distinguidas con fines analíticos y expositivos. En la realidad están entrelazadas por su origen común o centro de imputación (el Estado), y por la convergencia o identidad de sus finalidades y resultados. Las estructuras políticas son siempre multifuncionales, y ninguna de ellas está especializada de modo total y exclusivo. Las mismas estructuras o instituciones pueden tener funciones diferentes. A la inversa, grupos, estructuras o instituciones de tipo privado pueden desempeñar funciones políticas, estatales o paraestatales.
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Institucionalización, legitimidad, consenso, legalidad
Las relaciones de mando y obediencia organizadas por y en función del Estado necesitan ser institucionalizadas por este desde un doble pero interconectado punto de vista: en lo que se refiere al Estado mismo y en lo que se refiere a los grupos e individuos, a sus vínculos entre sí y con el gobierno.
Toda sociedad se articula en y por medio de instituciones. Estas son, en esencia, modelos de relaciones humanas, de distribución y ejercicio de status, funciones y roles, sobre las que se calcan, estructuran y formalizan las relaciones concretas de grupos e individuos, mediante su formulación o consagración por la autoridad estatal, que les confiere así cohesión, estabilidad, permanencia, inserción en órdenes y niveles más generales, reconocimiento y valorización por otros grupos e individuos. Las instituciones que dentro de una estructura social tienen funciones, fines y consecuencias similares constituyen un orden institucional: económico, político, militar, familiar, religioso. La estructura social global aparece integrada por instituciones y órdenes institucionales, y por sus articulaciones e interacciones. De este modo, el Estado se presenta por una parte como causa y resultante de la creación de un orden político-militar, referido a la constitución de un conjunto de instituciones que regulan la adquisición, ejercicio y distribución del poder, y el monopolio y organización de la violencia legítima; por otra parte, la autoridad suprema institucionalizada del Estado sobre los restantes grupos y sobre los individuos le permite a su vez institucionalizar otros modelos y órdenes de relaciones humanas: el orden económico (organización de recursos físicos y humanos para la producción de bienes y servicios), el familiar (sexo y procreación), el religioso (culto colectivo a divinidades).
La aceptación del poder estatal y de su función institucionalizadora no se produce de modo natural ni mecánico. Implica y exige crear y mantener permanentemente una legitimidad, un consenso y una legalidad; tres fenómenos y dimensiones que se conectan, interactúan y superponen como partes de un proceso único.
Todo Estado tiende necesariamente a la autosacralización. Pretende captar a la sociedad como un todo, darle orden y permanencia, identificarse con ella, idealizarla o idealizarse como valor supremo que trascienda los grupos e individuos y pueda imponerse coactivamente a los mismos. Los gobernados aceptan en parte la sacralización y la supremacía del Estado, y del sistema que este expresa e impone, como premisas y garantías del orden, la seguridad, la permanencia y la convivencia civilizada.
Al mismo tiempo, el Estado es emanación y requisito de vigencia de una sociedad contradictoria e inestable, basada en la desigualdad y portadora de conflictos. Los súbditos, sobre todo los que pertenecen a las clases subordinadas y dominadas, esperan del Estado o le exigen cierta reciprocidad de responsabilidades y obligaciones, a cambio de su sometimiento. Lo cuestionan en la medida en que lo visualizan como expresión e instrumento de la desigualdad. Temen sus desbordes y sus abusos. El acatamiento va siempre acompañado, en combinación variable, por la impugnación crítica del poder, el deseo de limitarlo, la evasión de la ley, el desafío abierto a dicho poder.
La supremacía del Estado no puede, pues, mantenerse por puro automatismo ni por la coacción física desnuda. La disciplina basada en el temor debe ir acompañada por la adhesión interiorizada y aparentemente voluntaria. El Estado necesita ser consagrado y sacralizado por el consentimiento, combinando para su logro mecanismos formales e informales. Una de sus funciones esenciales consiste precisamente en su contribución (siempre sustancial y a menudo decisiva) a la elaboración, sistematización e imposición –coactiva y persuasiva– de una concepción del mundo y de la sociedad, de un sistema de valores y de representaciones colectivas, de una ideología, que expresen y justifiquen las relaciones y estructuras parciales y el sistema general vigente para un país y una etapa particulares. Ello constituye a la vez una expresión simplificada de situaciones, estructuras y procesos reales, y un revestimiento mistificador y justificatorio de los intereses del Estado y de las clases y fracciones hegemónicas y dominantes. La acción ideológica del Estado tiende a lograr una movilización de conciencias y energías en favor del mismo y en contra de sus enemigos actuales y potenciales, para atenuar o suprimir conflictos, y lograr el más alto grado posible de estabilidad e integración. La legitimidad es el proceso y el resultado de la identificación de un orden socio-político afirmado como ideal de la comunidad y del Estado, y del gobierno que rige a la primera y encarna al segundo. El Estado en abstracto, el gobierno en concreto, son postulados como formas necesarias y convenientes de estructuración institucional, idénticos a un orden racional y justo, dispensadores de beneficios, autolimitados en el despliegue y en el uso de sus poderes, que por lo tanto pueden y deben exigir y merecer aceptación y obediencia. Ello justifica y sacraliza el poder, confiriéndole un carácter absoluto y perdurable. El consenso es el acuerdo general de los grupos e individuos constituyentes de una sociedad sobre la legitimidad de una forma de Estado o de un gobierno determinado.
Instituciones, legitimidad, consenso, presuponen, exigen y generan una legalidad, un Derecho. Todas las sociedades conocidas se basan en la escasez, la desigualdad y la injusticia. Reparten de modo desigual los poderes, las tareas, las responsabilidades, los recursos, los productos y los ingresos. Están desgarradas por múltiples conflictos. La división y especialización del trabajo determinan la complejidad y el entrelazamiento de las relaciones sociales e individuales, la falta de un orden coherente fuera de las unidades productivas, el caos de iniciativas y los conflictos de intereses. La sociedad no puede operar como mera agregación de funciones socieconómicas. Estas, sus relaciones y su organización de conjunto deben ser mantenidas y reguladas mediante un sistema formal e institucionalizado, que asegure un grado mínimo de cohesión, coherencia y estabilidad.
Sobre la base de este marco determinante y condicionante, todo Derecho específico de un país y de un período histórico aparece como un conjunto de valores, principios, normas y procedimientos que el Estado establece, reconoce y sanciona, y que tienden a cumplir una serie de funciones básicas; sobre todo las siguientes:
a) Autoinstitucionalización del propio poder estatal, es decir, consolidación, formalización y legitimación del que ya se ha obtenido y ejerce por resortes y procedimientos de hecho. Ello implica (y se traduce en) una monopolización legalizada de la violencia, de los instrumentos de poder y de las decisiones.
b) Imposición de una coherencia mínima sobre el caos de intereses, iniciativas y conflictos de grupos e individuos; estructuración de las relaciones entre ellos; institucionalización de funciones, status y roles, y de las formas de conjunto de la sociedad en cuestión.
c) Fijación de las reglas del juego social y político, de los principios y procedimientos de adquisición y ejercicio del poder. Como corolario, ello permite determinar si una acción política constituye una forma de lucha dentro o fuera del régimen.
d) Regulación de la asignación de recursos y de la distribución de bienes, servicios, ingresos y oportunidades entre los grupos y los individuos.
Parte de la superestructura, el Derecho es clave de la sociedad, la cimenta y corona, contribuye a estructurarla y a mantenerla en funcionamiento. Su eficacia exige la combinación de la coherencia formal y de la elasticidad y capacidad de adaptación a las contradicciones y los cambios, que permitan reinterpretar las formas o elaborar otras nuevas, llenar vacíos, superar o compensar distorsiones. A este respecto, es pertinente recordar que el Derecho constituye siempre una combinación ambigua y fluctuante entre la expresión de lo que ya es (y que los grupos de intereses dominantes pretenden mantener) y de lo que puede llegar a ser (cuya realización pretenden, por su parte, los grupos subordinados y dominados). A través de la legitimidad y de la legalidad, las decisiones del poder estatal llegan a ser reconocidas como válidas según su forma (quién las toma y de acuerdo con qué normas y procedimientos), más que según su contenido (capacidad, equidad, representatividad real de los gobernantes).
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Coaccción social, educación y propaganda, organización colectiva
A través de los instrumentos y mecanismos que se ha indicado, el Estado cumple a la vez funciones negativas, de coacción social, y positivas, de educación y propaganda y de organización colectiva.
Mediante la coacción social, el poder estatal se propone, y en mayor o menor grado logra, lo siguiente:
a) Crear y conservar su monopolio permanente y legalizado de la violencia, que es así institucionalizada, oficializada y organizada; y en general, monopolizar todos los medios de decisión y orientación de la actividad y dirección de la sociedad.
b) Erigirse en instancia suprema sobre y entre los grupos sociales como medio de mantener la supremacía de las clases y fracciones hegemónicas y dominantes sobre las dominadas; de regular sus relaciones, y de crear cierto equilibrio relativo entre los grupos divergentes o antagónicos; de preservar el sistema socioeconómico, y contener a las fuerzas que lo cuestionan y pueden destruirlo.
c) Atenuar, ajustar o suprimir conflictos de intereses encontrados.
d) Reconocer o imponer formas de compromiso social y político y de cooperación interna (regulación de acuerdos voluntarios entre individuos y entre grupos; negociación y arbitraje obligatorio; formas regulares y periódicas de adquisición y trasmisión del poder).
e) Integrar el país, crear y mantener la unidad nacional y un sistema de lealtades nacionales, para fines internos y para la regulación de las relaciones con el exterior.
A través de sus formas propias de educación y propaganda, el Estado tiende a cumplir las siguientes funciones y finalidades:
a) Conservación y trasmisión del acervo histórico (tradición, cultura, formas organizativas y operativas), como factor de continuidad y de cohesión del orden social.
b) Incorporación de las nuevas generaciones a la sociedad, por medio de una asimilación colectiva de la tradición heredada, de los sistemas de valores predominantes, de la creación de solidaridades entre individuos y grupos y con la sociedad y el Estado.
c) Desarrollo de la cohesión colectiva de los adultos.
d) Socialización de los grupos e individuos: adaptación, integración, preparación para los roles económicos, sociales, políticos y culturales.
e) Creación y consolidación del conformismo general, como modo de refuerzo de la legitimidad y del consenso en favor del Estado, y de la aceptación de la hegemonía de ciertas clases y fracciones sobre otras.
f) Contribución a la emergencia y mantenimiento de una personalidad básica.
g) Elevación de la gran masa de población a un determinado nivel cultural y moral, que corresponda a las necesidades del desarrollo del sistema y a los intereses de las clases y fracciones hegemónicas y dominantes.
Las funciones de organización colectiva se refieren a los siguientes aspectos:
a) Acción sobre el nivel, orientación, estructura y funcionamiento de la actividad económica y del sistema social.
b) Regulación de la disponibilidad y de la asignación de los recursos escasos (físicos, humanos, financieros) y de la distribución de bienes, servicios e ingresos entre los diferentes sectores y objetivos.
c) Satisfacción de necesidades colectivas. Regulación o gestión de servicios públicos o de interés general, ya sea mediante la imposición de condiciones obligatorias para las actividades y relaciones privadas, ya mediante una intervención empresarial directa del Estado.
d) Promoción del desarrollo en sus etapas iniciales, estabilización y continuidad del crecimiento después de un desarrollo básicamente ya cumplido.
e) Organización y coordinación de la comunidad y de sus principales sectores y aspectos particulares, en el cuadro de una estrategia o plan de conjunto (mero intervencionismo, dirigismo, planificación parcial y flexible, planificación total o autoritaria).
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Relaciones internacionales y dependencia externa
Las relaciones internacionales pertenecen, por lo menos, a las esferas de la coacción social, de la educación y propaganda y de la organización colectiva, pero las exceden y configuran una esfera específica de acción estatal que a su vez incide en las restantes.
Cada sociedad global espacialmente delimitada se relaciona hacia el exterior con otras sociedades, potencial o efectivamente hostiles y peligrosas. Necesita preservar su integridad contra las amenazas externas a su soberanía, seguridad y continuidad; organizar su defensa y sus alianzas. Para ello debe, al mismo tiempo, exaltar su unidad, su cohesión y sus rasgos distintivos. El poder estatal surge, se estructura y se refuerza, no solo como resultado de dinamismos internos, sino también bajo la presión de los peligros exteriores, reales o supuestos. Esto le permite expresar la personalidad de su sociedad, contribuye a dar cohesión y eficacia a su acción. Factores internos y externos se enlazan e interactúan en el surgimiento, organización y continuidad del Estado.
Las relaciones internacionales deben ser concebidas, por una parte, como expresión y proyección de las relaciones sociales y de la estructura global del Estado en cuestión. Los movimientos y cambios en las estructuras internas inciden en las relaciones internacionales a través de expresiones y mecanismos de tipo económico, político, militar y cultural; por otra parte, la dinámica de las relaciones internacionales reactúa sobre las estructuras internas. Las relaciones internas de una nación se combinan con las internacionales, ambas complejas y heterogéneas en su composición, en la distribución e imbricación de sus fuerzas, pudiendo crearse nuevas combinaciones originales y específicas. La voluntad del Estado se proyecta hacia el ámbito externo, se inserta e integra en equilibrios de fuerzas y en procesos que la desbordan y condicionan, en un nivel donde la iniciativa de cada gobierno se ve más limitada y puede actuar con menor eficacia decisoria.
Estas afirmaciones, aunque de validez general, exigen ser especificadas a fin de que adquieran mayor pertinencia para el caso de América Latina y del Tercer Mundo en general. El peso relativo de ambas dimensiones, la interior y la internacional, varía de acuerdo con el grado de independencia o de dependencia del país de que se trata; es decir, con la medida en que los centros de decisión, tienden a existir y a predominar dentro o fuera de aquel.
Esta coexistencia de dimensiones alcanza particular relevancia con la emergencia y expansión del capitalismo y la creación de un sistema mundial en el que todas las unidades nacionales terminan por integrar una misma estructura global de interdependencia. Las diferencias de estructura económica y de ubicación en la escala jerárquica y en el sistema de dominación internacionales, entre países desarrollados, centrales y hegemónicos y países subdesarrollados, periféricos y subordinados, no excluyen sino que suponen su interdependencia. Más aún, no puede explicarse la naturaleza y funcionamiento de unos sin considerar los de los otros. En ambos tipos de países, y en la amplia gama de casos específicos que cada uno de ellos comprende, opera permanentemente una doble interacción: entre los centros y las zonas y naciones periféricas, y entre las fuerzas internas y las externas. En cualquier caso, se requiere siempre el enfoque global y dinámico de las fuerzas, estructuras y procesos que conforman el sistema único de interdependencia.
Así, por una parte, el desarrollo del capitalismo mundial y la acción de las metrópolis imponen a los países del Tercer Mundo y de América Latina una relación de dependencia externa, ya desde la conquista y sobre todo a partir de la emancipación. Ello implica la fijación de tipos y formas de vinculación y de dominación; la incorporación a la dinámica de las metrópolis y del mercado mundial; la conformación y modificación de las estructuras socio-económicas y políticas internas en función de necesidades, intereses y exigencias de tipo externo. Las leyes generales de estructuración y movimiento del sistema en su conjunto se imponen de modo determinante y condicionante a las sociedades y naciones de América Latina. Las distintas fases por las que atraviesa el capitalismo en las metrópolis y en el mundo, el predominio de una u otra de las grandes potencias, inciden en el tipo y en las modalidades de la dependencia.
Por otra parte, todo esto es un aspecto decisivo pero no exclusivo de la cuestión. La acción externa no es el único factor a considerar. No se ejerce tampoco de modo unilateral, inmediato y mecánico, en un solo sentido ni en una sola dimensión Constituye un proceso dialéctico, pluridimensional y multívoco. La dependencia es precisamente una relación, y supone por lo tanto dos órdenes de fuerzas, de formas y de dinámica en permanente interacción. Esta relación compleja y móvil contribuye a configurar, ante todo, sociedades y Estados nacionales que pueden preexistir total o parcialmente al establecimiento o modificación de aquella, con matrices y dinámicas histórico sociales propias, incluso estructuras productivas y estratificaciones sociales específicas, correlaciones determinadas y cambiantes entre clases y grupos, sistemas de poder y aparatos gubernamentales. Estos aspectos y niveles internos tienen su existencia y su dinámica inherentes. Configuran constelaciones de intereses nacionales. Determinan grados variables de independencia relativa. Se articulan y reactúan entre sí y con los factores de tipo externo, sobre los cuales pueden influir incluso en considerable medida. El dinamismo interno refleja e incorpora la acción de las metrópolis y del sistema internacional, pero agrega sus particularismos histórico-sociales, sus peculiaridades y mediaciones específicas, sus coyunturas y azares; y pasa al mismo tiempo a integrar y a modificar la composición, orientación y funcionamiento de los agentes y fuerzas de tipo externo. Los factores, niveles y aspectos externos e internos no evolucionan siempre, ni mucho menos, con una intensidad, una dirección y un significado iguales o convergentes. Más particularmente, la dependencia supone, como se ha dicho, sociedades y Estados nacionales existentes en las regiones subordinadas; y debe crearse y operar a través de nexos y alianzas entre los grupos hegemónicos y dominantes de las metrópolis y del país periférico y dependiente, con la posibilidad de divergencias, tensiones y conflictos. A su vez, los grupos hegemónicos y dominantes del país dependiente establecen también relaciones de coincidencia, disidencia y enfrentamiento con otras clases y grupos nacionales.
La dialéctica de lo interno y de lo externo, con todas sus implicaciones, incide en la configuración del sistema de dominación y poder, en la estructura y funcionamiento del aparato político-institucional, en los mecanismos y procesos de decisión, todo lo cual vuelve a repercutir sobre la relación de dependencia.
Las consideraciones precedentes contribuyen quizás a explicar que ciertas coyunturas internacionales, independientes a veces de la voluntad de las metrópolis y de sus élites de poder, puedan crear oportunidades y opciones que sean aprovechadas de diferentes maneras por las clases hegemónicas y dominantes de los países periféricos para asumir una independencia relativa y un poder más o menos autónomo de decisión, y para intentar modificaciones significativas en la orientación y la configuración de la economía, la sociedad y la política. Explican también que en el Tercer Mundo y en América Latina el Estado ejerza a menudo una especie de función mediadora y arbitral entre los grupos internos y externos, entre la sociedad nacional y las metrópolis, entre la dependencia y la autonomía.