Fuente: https://mail.google.com/mail/u/0/#inbox/FMfcgzGqRPzfgHbpgdPMSGvZGdRkwvzk Gustavo Duch 01.11.22
Imaginemos un grupo de treinta personas o más dispuestas en círculo en un espacio bastante grande. Una persona dinamizadora les pide que cada una escoja mentalmente dos más, pero sin decirlo. Una vez las han seleccionado, explica que lo que tienen que conseguir es mantener siempre la misma distancia con las otras dos personas. Da una señal y dice que ya pueden menearse. ¿Qué sucede? Empieza una suerte de danza donde los participantes, con los ojos muy abiertos, están reaccionando a los movimientos de los otros, a veces más lentamente, a veces más acelerados.
Pueden imaginar las risas del juego, pero seguro que también intuyen los aprendizajes de esta dinámica que quiere visibilizar el funcionamiento de los seres vivos para encontrar el equilibrio en un ecosistema. Queda claro que todo está conectado en una red muy y muy compleja, en que existen unas fuertes interdependencias. El equilibrio no es estático, al contrario, hay que mantener cierto movimiento, adaptarse a cada nueva circunstancia. Incluso se puede percibir un sentimiento de formar parte, como una pequeña célula, de un organismo más grande, que se autorregula con la participación de todo el mundo: no hay ningún director de orquesta, ninguna jerarquía. ¿Fascinante?
Ahora la persona que dinamiza introduce una variante: de forma disimulada toca la espalda de uno de los participantes, y este, después de esperar unos cinco o seis segundos, se sienta en el suelo. Las personas que lo habían seleccionado también se sentarán, cinco o diez segundos después, y así sucesivamente. Primero despacio, pero cada vez más rápidamente, la dinámica acabará con todas las personas sentadas. De hecho, podemos decir que acabará en un colapso de esta población.
Joanna Macy, que ha recogido esta dinámica en su libro Nuestra vida como Gaia, resume este funcionamiento de los sistemas naturales con la palabra «interexistencia» : todos los seres vivos, humanos y no humanos, a partir de diferentes mecanismos simbióticos, están conectados en una red de dependencias. Tres ejemplos. Las células de nuestro cuerpo son producto de la simbiosis entre células que vivían en ambientes sin oxígeno y una bacteria, la mitocondria, que justamente sabe respirar. Las primeras algas que salen del agua para vivir en la tierra lo hacen asociadas con un hongo en una práctica, también, de intercambio alimentario. A gran escala, también podemos hablar de simbiosis entre vegetales y animales. El conjunto de plantas de la Tierra se alimentan del CO2 que expiramos los animales, y los animales respiramos (vivimos) gracias a la transformación del CO2 en oxígeno que producen las plantas.
Esta explicación es la que científicamente desarrolló Lovelock al hablar de la Teoría Gaia. Y creo que es bastante aclaratoria para desafiar el modelo neoliberal, competitivo e individualista, que defendemos en nuestra cultura occidental y que tiene expresiones tan terribles como antinaturales: las políticas antimigratorias, el gasto en armamento para luchar contra otros seres humanos o los modelos de agricultura industrial que, también, con pesticidas, practican la guerra a muchos seres vivos. Todas contrarias a los mutualismos de los que hablamos y que ya están provocando que son muchas las poblaciones humanas y no humanas que ya están sentadas en el suelo en un baile macabro en el cual, más pronto que tarde, nos invitarán a participar.
¿Qué papel pueden desarrollar las instituciones públicas para mirar de cambiar la tendencia? En el reciente interactivo sobre justicia global publicado en este diario y las entrevistas y los artículos que incluye, se desgranan muchas razones y argumentos sociopolíticos para exigir el compromiso de las administraciones de aportar, como mínimo, el 0,7% de su presupuesto a programas de cooperación internacional y de defensa de la paz y los derechos humanos. Es una cifra insuficiente, pero simbólicamente potente para demostrar de qué lado estamos: ¿de la dominación o de la ecodependencia? Cómo planteó el poeta John Donne: “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente. Una parte del océano”.