Fuente: https://mundonegro.es/burkina-faso-se-va-a-la-guerra/
Doce de la noche en Bobo-Diulasso. Cientos de jóvenes, la mayor parte en uniforme, desfilan por una de sus avenidas. El impacto de sus botas sobre el asfalto y el murmullo de sus conversaciones resuenan a su paso. Son soldados y Voluntarios para la Defensa de la Patria (VDP) –civiles reclutados para luchar contra los grupos armados yihadistas que actúan en el país– que van de maniobras. En los maquis aledaños, los últimos insomnes apuran sus cervezas y los observan en silencio, con una mezcla de asombro y orgullo. Burkina Faso es hoy un país que libra una guerra por su propia supervivencia.
Varias compañías de autobuses hacen la ruta entre Bobo-Diulasso y la capital, Uagadugú, uniendo a las dos principales ciudades del país. Sin embargo, cada vez son más personas, sobre todo los extranjeros blancos, las que cogen el avión. Es la penúltima carretera transitable del país, pero los yihadistas y bandidos que asaltan los caminos no están lejos. Ya ha habido algún incidente. El impacto de esta inseguridad es enorme. En el norte, el este y el oeste del país los ataques, atentados y asesinatos son el pan de cada día. Burkina está bajo asedio.
«Nunca habíamos vivido algo así, es nuestro gran desafío histórico», asegura Daouda Diallo, activista por los derechos humanos. Hay dos millones de personas, el 1o % de la población, desplazadas por la violencia y acosadas por la inseguridad alimentaria; dos terceras partes del territorio están fuera del control del Estado; ciudades como Djibo se encuentran sometidas a bloqueo y hay una total incertidumbre sobre el futuro. Desde hace más de un año, la casa de Fatoumata Zerbo, junto a uno de los mercados de Bobo, se ha convertido en un improvisado campo de refugiados para tres familias que llegaron huyendo desde Gorom-Gorom, en el norte del país. «No podía dejar que se quedaran en la calle, pero siguen viniendo y ya no tengo hueco para más», asegura esta viuda.
Malí, en el origen
La violencia comenzó en 2015 y llegó desde la vecina Malí. El contagio de la insurgencia yihadista se extendió como una mancha de aceite y prosperó a lomos de la pobreza extrema y las injusticias sufridas por buena parte de la población. Decenas de jóvenes, sobre todo de las zonas rurales, se afiliaron a grupos armados bajo el sello de Al Qaeda, a quienes consideran, por la fuerza o el convencimiento, una alternativa que se adapta mejor a su realidad que un Estado corrupto e incapaz de cubrir sus necesidades. Durante años, el ruido de toda esa violencia llegó con sordina a una capital donde las élites políticas estaban más ocupadas en sus luchas de poder que en mirar de frente a un monstruo que crecía extramuros.
El fracaso del Gobierno burkinés, su descarnado desdén, era aún más doloroso porque venía de la mano de una presencia militar francesa que tampoco contribuyó a arreglar el problema. Derrota tras derrota, la bestia fue creciendo y el hartazgo ciudadano buscó culpables. En enero de 2022, el teniente coronel Paul-Henri Damiba dio el soplido que faltaba, en forma de golpe de Estado, para tumbar la casa de paja. Pero las cosas siguieron más o menos igual. A esas alturas, la crisis era tan profunda, los grupos armados se habían hecho tan fuertes, que Burkina Faso pedía a gritos un cambio acorde a la dimensión del problema. El tiempo de los mencheviques había pasado hasta que llegó el capitán Ibrahim Traoré y mandó parar.
Viernes por la noche. Vestido con su ropa militar, el nuevo hombre fuerte de Burkina Faso aparece en todas las televisiones del país en su primera entrevista desde su llegada al poder en septiembre de 2022. Las calles se vacían, todos están pegados al aparato. El militar, de solo 34 años, habla con solemnidad y transmite confianza. El mensaje del capitán Traoré es claro. «Hemos venido para reconquistar el país. Ha llegado el momento». Habla de operaciones castrenses en curso, de refuerzos, de una juventud comprometida con su país, de soberanía y de una guerra necesaria e inminente. Las comparaciones con el capitán Thomas Sankara, el revolucionario Che Guevara africano convertido en un mito –su misma edad al llegar al poder, el mismo rango militar, o un idéntico fervor popular–, son inevitables.
«Mira el Índice de Desarrollo Humano. ¿Qué nos ha aportado Francia en todo este tiempo? Seguimos estando entre los países más pobres del mundo y todos nuestros recursos están en sus manos. Y los militares franceses, ¿qué hacen?». Yéli Monique Kam, coordinadora del movimiento ciudadano M30 Naaba Wogbo, se hace las mismas preguntas que decenas de miles de burkineses. La misma presión popular que mantiene al capitán Traoré en el poder frente al malestar de la jerarquía militar le empuja a adoptar medidas como la expulsión del país del embajador francés y de los 400 soldados galos acantonados en la base de Kamboinsin.
Mientras Burkina Faso se desconecta de la antigua potencia colonial, Rusia emerge como el nuevo gran aliado militar. Ya posicionado como el principal vendedor de armas del continente, Moscú está enfrascado en una vasta operación de seducción que guiña el ojo al continente africano. El sentimiento antifrancés –y, por extensión, antieuropeo y antioccidental– pone la alfombra roja al nuevo socio. A hombros de cierta nostalgia de una Unión Soviética que apoyó los movimientos de liberación africanos, el Kremlim busca tanto romper el aislamiento internacional que le imponen Europa y Estados Unidos tras la invasión de Ucrania como nuevos mercados y preciados recursos.
¿Seguirá Burkina Faso el camino marcado por Malí y acabará contratando a mercenarios de la polémica Wagner para reforzar su combate? En Occidente obsesiona esta pregunta, de momento sin respuesta. Lo que sí es una certeza es la escalada de un conflicto en el que ya se libran batallas encarnizadas, al igual que el altísimo precio que está pagando la población civil.