Fuente: Iniciativa Debate/Armando B. Ginés
Las derechas y los políticos inmorales usan, abusan y hacen mucho ruido mediático para sembrar el caos y denigrar al adversario hasta convertirlo en caricatura cosificada y esperpéntica o animal burlesco. El discurso de la confusión impide la reflexión pausada y el diálogo mediante argumentos. Otrosí: los principales emporios de comunicación difunden las líneas maestras de los intereses de las elites y en paralelo ponen a trabajar ininterrumpidamente a las firmas demoscópicas para pulsar el estado de ánimo y de opinión de la sociedad: de esta manera se “modula la opinión pública” a partir de mensajes de impacto que mejor calan en la conciencia colectiva. No hay declaración política de las castas hegemónicas, por muy arbitraria que parezca, que no venga sustentada o avalada en/por resultados obtenidos merced al análisis pormenorizado de encuestas generales o sondeos parciales (son encuestas que se están realizando ahora mismo y quedan en el secreto bajo siete llaves de muy pocas personas).
La opinión pública se crea manipulando las informaciones, seleccionando las noticias, oscureciendo los puntos de vista opositores y adoptando una perspectiva de clase sibilina a veces y populista otras; las encuestas miden el impacto de las estrategias comunicativas. Los globos sonda (rumores, bulos, filtraciones…) son demoscopia on line: se captan las respuestas espontáneas al instante para afinar el mensaje político que se pretende trasladar a la población. Nada se deja al albur de la improvisación; el modus operandi de la demoscopia, sus preguntas performativas, torticeras y codificadas y las contestaciones estandarizadas, forman parte asimismo de la manipulación mediática del poder establecido.
Sabemos que el lenguaje es una aproximación o interpretación de la realidad. Una versión, en suma, de la que se vale la razón humana para guardar y compartir conocimientos y experiencias. En el lenguaje participan los sentidos y la lógica, las pasiones y el proceso expositivo y argumentativo. Por ello, el lenguaje sirve tanto para mentir como para decir la verdad, intencionalmente o por mera ignorancia. El contexto lo es casi todo y dentro de él opera el sentido común, un lugar de encuentro o de juego donde la comprensión es mutua y factible, aunque parcial, ambivalente e interesada. No obstante, en ese terreno movedizo los hipócritas demagogos, caraduras y sinvergüenzas se desenvuelven con un desparpajo y cinismo inusitados.
Dentro de este ambiente social o caldo de cultivo proclive al desenfreno verbal, durante las épocas de crisis aguda se descubren súbitamente aspectos sensacionales de la realidad tales como que las clases populares trabajan en condiciones lamentables de precariedad, los empresarios buscan su propio beneficio sacando el jugo a los currantes hasta mandarlos a hacer puñetas si ya no precisan de ellos, los caraduras instalados en la elites o en el estatus de pose se llenan la boca de unidad nacional, los sinvergüenzas niegan con rotundidad que ayer mismo recortaron criminalmente el gasto social en las sensibles partidas de sanidad, educación, colectivo de discapacitados, mayores y mujeres, niños y niñas y personas dependientes, y los hipócritas engullen silencios, se esconden en sus madrigueras de clase media, asienten a todo lo contrario que defendían hace nada al abrigo muelle de Netflix y hasta que el coronavirus pase de largo, realizando planes e imaginando aventuras exóticas en Fashionlandia mientras toman oxígeno en el balcón a la vez que reservan entradas para la final de cualquier Champions deportiva en Tontitown. También descubrimos anonadados que los indigentes tienen como techo el puto cielo estrellado.
La clase media como concepto es uno de los mayores aciertos doctrinales e ideológicos del sistema capitalista en su devenir histórico. En ese cubículo intelectual de laboratorio mucha gente se ve atrapada mentalmente, lo cual sojuzga su capacidad para respuestas políticas coherentes acordes con su posición social. El estatus económico no es suficiente para definir el nicho de clase media. Lo que define su variabilidad memética (gen cultural de Richard Dawkins) y su adaptabilidad a la ecología sociológica (su falsa conciencia en términos marxistas) es que precisa del combustible del chivo expiatorio para explicarse a sí misma sus prejuicios y visión de túnel. El conflicto social siempre tiene un culpable, un detonador único, un axioma irrefutable: descartadas las elites y los símbolos de éxito, a los que envidian y emulan de modo inconsciente, la clase media odia visceralmente lo sucio, lo bárbaro, lo diferente, la osadía del otro por ser algo que rompa la atonía de la mediocridad consumista; así, los inmigrantes, los terroristas, los rebeldes son categorías que se oponen, según inducciones y seducciones dirigidas por los mass media, al calor de hogar adquirido a base de hipotecas, renuncias, competitividad a tope y no meterse en zarandajas políticas que no le incumben. La elección de un buen chivo expiatorio une a la clase media alrededor de un sentimiento compartido como propio y singular, cohesionando y haciendo uniforme sus respuestas automáticas ante eventos sociales de excesiva envergadura analítica. La clase media es tornadiza, influenciable, solo rinde pleitesía a sus propios prejuicios. Y ojo con ella, sabe intuitivamente que su peso específico decanta mayorías en las democracias parlamentarias. Por otra parte, adora a los héroes fabricados por el star system que mejor encajan con las sublimaciones de sus pulsiones ocultas…
… y ahora los medios de comunicación nos hablan sin parar de héroes anónimos: personal sanitario, dependientas de supermercados, teleoperadoras, limpiadoras, policías… Espuria vaselina de cinismo institucional; ensalzan lo obvio de modo emocional, la carne de cañón que desprecian sus accionistas como chusma intercambiable y explotable de manera habitual y consciente. Estos sentimientos a flor de piel expandidos a lo urbi et orbi impiden ver las miserias de las elites, las corporaciones multinacionales y sus clases medias obedientes y cualificadas que prestan su rostro y habilidades especiales para desfigurar la cruda vida cotidiana de la inmensa mayoría y para mejor controlar los conatos de rebeldía y sentido crítico individual y de grupo. Este filtro ideológico es la mascarilla de oscuridad que impone no mirar y reconocer lo evidente entre el ruido inducido por los intereses financieros de la derecha y sus representados, la crema económica del mundo.
Lo dijo Noam Chomsky hace tiempo pero es un pensamiento oportuno también aquí y ahora: “La población general no sabe lo que está ocurriendo, y ni siquiera sabe que no lo sabe”. Es tanta la intensidad psicológica que provoca Covid-19 que resulta muy difícil interpretar la mareante realidad en la que estamos involucrados. Sería preciso hacer acopio previo de herramientas intelectuales adecuadas e identificar con precisión qué hay detrás de cada voz o imagen, académica o política o de autoridad moral, que lanza mensajes con la etiqueta de experto, proclamas ideológicas mistificadoras o consejos éticos absolutos acerca de la actualidad del momento.
El barco de la globalidad neoliberal es idéntico al de antes de la infección contagiosa por coronavirus. Habitamos un mundo de desigualdades brutales, donde todo puede llegar a ser si es susceptible de convertirse en mercancía, esa categoría escurridiza y veleidosa que se define por su versatilidad de poder ser vendida y comprada según las circunstancias. Mercancía es un preservativo y un misil, una crema antiedad y la fuerza de trabajo de un jornalero, una patata y un yate. Su valor real nada tiene que ver con su valor de mercado: su precio anula o modifica a conveniencia del mercado su valor intrínseco o de uso social.
Estos días asistimos a una paradoja llamativa que golpea la moral a la expectativa de los inquilinos del capitalismo: viejos y viejas convertidos en cadáveres del olvido, cuerpos que hace tiempo habían dejado de producir plusvalías para la empresa de turno. Una ordalía macabra que quedará de lujo en titulares a lo bestia.
El caso estremecedor de los ancianos es también una paradoja típica del régimen capitalista. Como mercancía, el valor de intercambio de los mayores es cero, nada producen, salvo su valor de usufructo para los allegados como canguros no remunerados o bolsa de resistencia cuando las crisis aprietan. Sin embargo como materia prima, su valor alcanza cotas más que aceptables. Alrededor de la edad provecta hay un gerontonegocio colosal que intenta sacar todo el jugo posible de las pensiones, exprimiéndolas hasta el máximo posible, desde la oferta de servicios de entretenimiento hasta los morideros transformados bajo eufemismo en residencias para gente grande. Proliferan los estacionamientos privados de viejos, en los que la materia prima se degrada suspiro a suspiro con atenciones precarias. Un óbito de más o menos no altera la ecuación: el negocio cuenta con insumos en abundancia en las cada vez más envejecidas poblaciones de las sociedades opulentas.
Siguiendo la tesis expuesta acerca de la ancianidad, la mujer, más de la mitad de la población del planeta, vive con especial angustia su jornada diaria: la violencia de género percute física y psicológicamente en su existencia en casa, en el trabajo y en la calle. No hay rincón social donde pueda respirar con cierto sosiego. Al igual que las personas mayores su valor se presenta paradójico: las religiones monoteístas la relegaron a un rol pasivo y la degradaron en su estatus como persona. Eso sí, como icono sexual, nodriza de cuidados familiares y labores domésticas, además de trabajadora especialista o no cualificada en la producción general, su papel cobra un valor real de necesidad social si bien la remuneración es inexistente u ostensiblemente menor a la estipulada por la media del mercado. Y cuando se hace vieja, mucho antes que el hombre a efectos eróticos aunque siga al pie cañón en quehaceres domésticos, los estragos de la edad son fulminantes en su valoración externa.
El capitalismo exige juventud eterna; más valdría morirse antes de que los achaques nos transmutaran en seres inútiles de vidas invivibles, no obstante en las edades finales también hay clases: la ancianidad emérita con posibles, si es su antojo, jamás se jubila, puede atender a sus inversiones, continuar el curso de los altibajos bursátiles y mantener una calidad vital notable o sobresaliente. Todos los viejos no mueren de coronavirus en residencias con aroma a morgue: el umbral del más allá también segrega por estatus sociales.
Cuando el monstruo del pánico gruñe, sea por causa natural o no, nos asombramos de otear las desnudeces y materia hedionda que contiene la excitante realidad de consumir gilipolleces a todo trapo. En estas situaciones al borde del precipicio, los portavoces de la clase propietaria pretenden a base de escasa moral y mucha hipocresía declarar sus intenciones benevolentes de sentar las bases de nuevos y hermosos valores éticos. Siempre sucede igual tras crisis pandémicas, ya sean de carácter sanitario o económico. Sin ir más lejos, en 2018 se alzaron voces insignes de las derechas internacionales, con el coro pianísimo de las izquierdas líricas, que preconizaban una refundación del capitalismo, esto es, más de lo mismo con pequeños ornamentos de carácter social. Durante el periodo de interinidad varias marcas de postín donaron y donarán en la actualidad milloncejos de euros o dólares para la “causa común” que guardaban celosamente en la caja negra bajo rubro de “fondo de reptiles para daños colaterales”, cajita mágica nutrida con robos legitimados por la exquisita democracia a través de sofisticados métodos de ingeniería financiera para evadir el pago de impuestos, promoción de políticos del libre mercado a ultranza y apertura de sabrosas cuentas en urbanizaciones de lujo de presión fiscal inocua. La entrega sin medida al espectáculo y la consiguiente ovación entre sonrisas y lágrimas del público se oirá atronadora en la audiencia universal: los santos mecenas ganarán crédito para seguir siendo elite archimillonaria unas décadas más.
En cuanto la marea de Covid-19 baje a niveles asumibles de alarma, la pléyade de ideas, proclamas, estudios y eslóganes publicitarios para volver al engranaje anterior se sucederán a velocidad de vértigo. Aparecerán spots deslumbrantes y maravillosos pagados por las multinacionales dando las gracias a los héroes anónimos desaparecidos o muertos en la soledad de un hospital de campaña o en el silencio de la marginalidad y a los profesionales sanitarios que nos han acompañado con su arrojo y encomiable dedicación en este doloroso trance. Después del agradecimiento emocionante, regreso a la realidad: tú al paro o a la precariedad laboral o a la desesperación absoluta; yo accionista-empresario, a mi propio y suculento beneficio: yo Tarzán-emprendedor, tú Jane-plusvalía. El orden y el sentido común volverán a entenderse por gestos inequívocos en el cauce de la productividad y los valores ideológicos de la explotación en el trabajo y la rapiña sostenida de los países de la periferia.
A la vuelta de la esquina muestra su patita el porvenir predecible que viene: después de la crisis más necesidad, más competitividad y más oportunidades de negocio. Remover los escombros y los detritus, reconstituir los márgenes de beneficio y desvalorizar la fuerza de trabajo serán etapas del proceso que se abrirá a corto o medio plazo. Algunas tendencias ya se están dejando ver, unas de forma subrepticia y otras sin pelos en la lengua: primero la economía (quieren decir sus inversiones y beneficios) y después las personas (en toda guerra, lamentablemente, hay bajas y fuego amigo que mata inocentes; si caen los menos aptos, la ley del darwinismo social se cumple a rajatabla: quedarán los más fuertes, sanos y potencialmente explotables).
Sin embargo, el camino de retorno a la normalidad tantas veces dibujado por los gurús capitalistas no debería ser un mero trueque de valores ideales. Hay que tirar el buque que nos lleva al absurdo, a quemar la madera marxiana del tren entero para salvarnos dentro de una escueta máquina, en la que solo podrán acomodarse las elites extractoras de sangre y sudor humanos. ¿Y qué harán esos brazos acostumbrados a la finura existencial sin el trabajo de las hordas de trabajadores del mundo rico, esclavos del extrarradio, asalariados en general o clase media imitativa de oropeles fatuos? El despropósito capitalista salta a la vista. El buque está achacoso, presenta vías de agua enormes, pero se niega a varar en dique seco. Hay que hundirlo, ayudarlo a morir con la dignidad que no tuvo en vida. Pide a gritos una eutanasia activa y directa, ¿seremos como Humanidad capaces de soltar el lastre de los prejuicios y darnos ese horizonte de convivencia que nos merecemos?
Hannah Arendt, tomando como ejemplo al nazi Eichmann, nos alertó de que la maldad está al alcance de cualquiera; no se necesita una mente fuera de lo común, ni enferma ni cualificada, para dejarse arrastrar a un asesinato político, un genocidio ideológico o un exterminio de índole religiosa. Todos podemos ser funcionarios de una maquinaria represiva manteniendo unas constantes vitales de buena ciudadanía: amante esposo, querido papá, hijo adorable. Valga la comparación para que seamos críticos con comportamientos particulares y conductas ajenas: vivimos en sociedades injustas, la desigualdad mata lentamente a los pobres y alarga la vida de las elites; sentirnos por encima de los indigentes, los parados o trabajadores de empleos no cualificados es caer en un supremacismo de clase media estúpido y de inspiración fascista; aplaudir a los bocachanclas políticos, hipócritas y cínicos hasta la náusea, que ayer mismo tiraban por la borda derechos laborables históricos y reducían a mínimos el Estado social (sanidad, educación, desempleo, dependencia, becas, violencia de género) es tanto como apostar por la ley del salvaje Oeste: dispara primero vaquero, pregunta después (si acaso eres el superviviente de esta ruleta inhumana y asesina).
Como la levedad del ser de Milan Kundera, el hedor a hipocresía que se está levantando poco a poco resulta insoportable para la salud social, igual de insoportable que la actitud de aquellas personas que siguen vitoreando, o alentando de forma solapada, a los verdugos políticos del incipiente bienestar de las últimas décadas.
El prestigioso psiquiatra español ya fallecido Carlos Castilla del Pino decía en su lección magistral hecha libro Teoría de los sentimientos que el sujeto cuenta grosso modo con dos vías para el ejercicio social, el camino de hacer suyo el objeto de su deseo atrapando su energía simbólicamente o comiéndoselo o bien la alternativa de destruir o evitar, o huir, el/del objeto que rechaza. Para Castilla del Pino existe el sujeto como supraente que regula y registra todas las experiencias y los yoes con los que se muestra en cada situación concreta para conquistar las metas que se propone. Seamos precavidos ante lo que se avecina. Escrutemos a fondo las conductas de los políticos especialmente vocingleros e incoherentes en sus discursos de antes y después de la crisis: son el mismo sujeto y quiere(n) tu voto, antes hablando de libertad de empresa y privatizaciones a mansalva con su yo adaptado al momento neoliberal de recortes en gasto social y ahora negando con cinismo extremo su yo precedente al tiempo que exige(n) más recursos públicos (que él/ellos mismos suprimieron) y ayudas estatales para las empresas (¿no confía(n) ahora en el santo y todopoderoso mercado al que tanto alababa(n) entonces?). Dicho en román paladino: son los mismos perros de presa ideológicos con diferentes collares tácticos. Castilla del Pino lo reflejó con una belleza intelectual de superior factura: el sujeto permanece mientras que los yoes cambian para extraer la excelencia práctica de situaciones diversas. Para eso sirven los sabios de verdad: para sacarnos con tiento y empatía de las tinieblas de la ignorancia.
Dolores Ibarruri La Pasionaria, legendaria dirigente comunista de España y exdiputada en el Congreso tras la muerte del dictador Franco, esgrimía en su libro El único camino que prefería los discursos sustantivos antes que aquellos con profusión de adjetivos. Llevaba razón, sin duda alguna, pero sustantivo más verbo sería un leit motiv más apropiado y completo: esta suma llama a la acción, a la propuesta, a la narración histórica. Quedarse en la calificación o descalificación invita a la reyerta y al círculo vicioso de la confusión general, sin embargo es preciso combinar ambos procedimientos para conocer el espacio plagado de trampas en el cual nos movemos. En ocasiones, la timidez en el uso de las calificaciones puede entenderse como cobardía intelectual o tacticismo posibilista: dar nombre a las cosas y establecer la relación entre ellas requiere claridad de ideas y valentía no exenta de ponderación para decir lo que se piensa porque se piensa lo que se dice, eso sí evitando darse de bruces con el peligro de caer por el precipicio del subjetivismo estéril.
Hipócritas, caraduras y sinvergüenzas los ha habido siempre. Hoy son legión: usan máscaras de piratas de conveniencia; son neoliberales guarecidos al pairo de las ayudas estatales que una vez restañen las heridas de sus empresas o sus teorías de paniaguado académico volverán a donde solían, al pesebre de la clase media en algunos supuestos, a los paraísos fiscales en otros o al superávit empresarial en la mayoría de los casos. Esos personajes, organismos y sus políticas de desigualdad hay que señalarlos con el dedo acusador con decisión y coraje. Y que cada palo aguante su vela de ignominia pública.
Verdad es, estamos en guerra. Pero Covid-19 no es el enemigo a batir sino el régimen capitalista: ese sistema que no pone límites a su sed de consumo y a su hambre insaciable de transformarlo todo en mercancía. El coronavirus, este y los que vendrán, tiene mucho que ver con la globalización de la explotación y de la miseria, con el productivismo extenuante y con el agotamiento de los recursos naturales, con el calentamiento climático y la desigualdad crecientes. Detengamos las mentiras de los que solo piensan en términos cuantitativos de más o menos; paremos los humos de un mundo absurdo, un mundo de negociantes que se lucra con la desgracia ajena.