Will Shoki 24/02/25
Emmanuel Croset/AFP vía Getty Images.
El pasado fin de semana, Sudáfrica fue anfitriona de la reunión de ministros de Asuntos Exteriores del G20 en Johannesburgo. Debería haber sido un evento importante, que ofreciera perspectivas sobre el estado de la gobernanza global en un momento de crisis superpuestas. Sin embargo, la cumbre transcurrió con poca atención de los medios. El silencio es revelador. Refleja no sólo una desilusión generalizada con el multilateralismo, sino también la realidad de que instituciones como el G20 ya no son capaces de producir consensos significativos.
El G20 nunca fue un foro democrático, pero funcionó bajo la premisa de que al menos podía coordinar los intereses de las economías más poderosas del mundo. Esa premisa ahora parece insostenible. La reunión de Johannesburgo confirmó que el G20 se ha convertido menos en un mecanismo de gobernanza global y más en un espacio donde se exhiben las contradicciones de un orden internacional fracturado.
Nada ilustró mejor esto que la ausencia de Estados Unidos. El secretario de Estado Marco Rubio se negó a asistir, desestimando la agenda como “muy mala”. Su ausencia no fue un descuido diplomático sino un rechazo deliberado del multilateralismo. La estrategia de la administración Trump para la política global no es una retirada del imperio estadounidense sino una reconfiguración de sus métodos. Mientras que las administraciones anteriores buscaban legitimar el dominio estadounidense mediante alianzas e instituciones, la visión de Trump descarta esas formalidades. Su administración ve la política global como una serie de transacciones de suma cero, donde el poder determina los resultados y los compromisos internacionales son negociables, si no totalmente descartables.
Sudáfrica, que preside el G20, intentó reafirmar la importancia de la diplomacia y el derecho internacional. El presidente Cyril Ramaphosa inauguró la cumbre con un llamamiento al multilateralismo como único marco viable para resolver las crisis globales, pero este llamamiento quedará en gran medida sin respuesta. Las divisiones dentro del G20 (sobre Ucrania, el comercio, la propia gobernanza) son ahora tan profundas que el foro lucha por funcionar más allá de declaraciones simbólicas.
El fracaso en generar acuerdos sustantivos refleja la fragmentación más amplia del orden mundial. De un lado están los restos del proyecto internacionalista liberal, representados por los estados europeos y sus aliados, que siguen abogando por un sistema basado en reglas aun cuando su credibilidad se desmorona, sobre todo debido a su apoyo incondicional al genocidio de Israel en Gaza. Del otro lado está el bloque emergente del nacionalismo autoritario, encarnado por la administración Trump y su rechazo del multilateralismo en favor de la política transaccional (mientras tanto, los sustitutos internacionales del MAGA, como la AfD, están en ascenso ). El historiador Daniel Bessner describe este cambio como la transición de la hegemonía liberal al nacionalismo autoritario: no una retirada del imperio, sino una reestructuración de éste en términos más crudos y abiertamente coercitivos.
Para África, este cambio entraña riesgos particulares. La inclusión de la Unión Africana como miembro permanente del G20 en 2023 se presentó como un paso hacia una mayor representación en la gobernanza global, pero la cumbre de Johannesburgo reafirmó la marginalidad del continente en estas discusiones. Si bien Ramaphosa destacó los conflictos en la República Democrática del Congo, Sudán, el Sahel y Gaza, estas preocupaciones quedaron eclipsadas por la preocupación geopolítica central del G20: la guerra en Ucrania y sus implicaciones para las relaciones entre Estados Unidos, Europa y Rusia.
Esta marginación no es nueva. Desde hace mucho tiempo se ha tratado a África como un lugar de competencia externa, en lugar de como un agente que determina la política mundial. Pero, a medida que el viejo orden se fractura, el continente enfrenta nuevas presiones. La estrategia de la administración Trump con respecto a África es particularmente reveladora. Tras recortar la ayuda a Sudáfrica por las disputas sobre la reforma agraria y su política exterior pro palestina , Estados Unidos ha dado señales de que no ve al continente como un socio, sino como una moneda de cambio en luchas geopolíticas más amplias. Esta estrategia refleja las de otros actores globales, desde los proyectos de infraestructura impulsados por la deuda de China hasta el uso de mercenarios por parte de Rusia y la creciente influencia económica de los estados del Golfo. El resultado es un mundo en el que los estados africanos se ven obligados a navegar entre bloques de poder en competencia, a menudo a expensas de su propia soberanía.
La pregunta, entonces, es si es posible una alternativa a este orden. El colapso del proyecto internacionalista liberal deja tres posibilidades dominantes: el transaccionalismo caótico del “ globalismo nacional ” de Trump, el resurgimiento de las “esferas de influencia” de las grandes potencias o alguna forma de multipolaridad jerárquica en la que unos pocos estados dominantes dicten los términos de la gobernanza global. Ninguna de estas posibilidades ofrece gran cosa a quienes buscan un mundo justo y equitativo.
El desafío consiste en imaginar y construir una alternativa basada en la cooperación y no en la dominación. ¿Qué hace falta para construir un mundo en el que la autodeterminación no dependa de la proximidad al poder, sino que se base en compromisos compartidos con la justicia y el desarrollo mutuo?
No hay respuestas fáciles, pero un punto de partida es la revitalización de las organizaciones regionales. En África, esto significa fortalecer la Unión Africana y otras instituciones para reducir la dependencia de actores externos. También significa fomentar una cooperación económica más profunda entre las naciones del Sur Global, creando alternativas a las relaciones comerciales extractivas que definen los mercados globales actuales.
Más allá de esto, se necesitan nuevas formas de solidaridad internacional, que podrían implicar la construcción de instituciones multilaterales alternativas que sean más representativas del Sur Global, el desarrollo de modelos económicos que prioricen la sostenibilidad por sobre las ganancias o el fortalecimiento de movimientos transnacionales que cuestionen los sistemas económicos y políticos que han dejado a gran parte del mundo en crisis.
Construir una alternativa de ese tipo no será fácil. Requiere romper con las limitaciones de las instituciones y las estructuras de poder existentes. Pero si algo dejó en claro la cumbre de Johannesburgo es que el orden mundial actual ya no es viable. La tarea que tenemos por delante no es elegir entre la hegemonía liberal en decadencia y el caos que la reemplaza, sino forjar algo completamente distinto.
– Will Shoki, editor