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DE LO QUE ES EL FETICHISMO DE LA MERCANCÍA Y SOBRE SI PODEMOS LIBRARNOS DE ÉL por Anselm Jappe (+Conferencia en video | Francés/Español)

Prologo al libro: El Fetichismo de la mercancía y su secreto

Si bien las referencias al «fetichismo de la mercan­cía» se han hecho más frecuentes en los últimos años, estas no siempre se han visto acompañadas por una profundización en el concepto. Un poco como ocurre con el término «sociedad del espectáculo», el de «fetichismo de la mercancía» parece resumir sin mucho esfuerzo las características de un capitalismo posmo­derno que se supone ha virado esencialmente hacia el consumo, la publicidad y la manipulación de los de­seos. Según cierto uso popular de la palabra, influido además por su empleo en el psicoanálisis, el fetichis­mo no sería más que un amor excesivo a las mercan­cías y la adhesión a los valores que estas representan (velocidad, éxito, belleza, etc.).

Desde luego los intelectuales marxistas no incu­rren en semejante error. Pero casi todos ellos compar­ten una concepción del fetichismo de la mercancía que resulta igualmente reductora. Conforme a la opinión predominante, con dicho término Marx designaría una «ideología espontánea» que tendría esencialmen­te como objetivo velar el hecho de que la plusvalía tiene su origen exclusivo en el trabajo no pagado al obrero. De este modo, el fetichismo constituiría una engañifa o una mistificación y contribuiría a la autojustificación de la sociedad capitalista. [1]

Efectivamente, en ocasiones Marx utiliza el tér­mino fetichismo en este sentido. Tal es el caso sin duda en un fragmento sobre la «fórmula trinitaria» que Friedrich Engels, al reunir el material dejado por Marx, situó en la parte final del Libro III de El Capital. Allí Marx habla de la «personificación de las fuerzas productivas» y del «mundo encantado» por el que se pasean «Monsieur le Capital et Madame la Terre». [2] Lo cierto, sin embargo, es que este no es el mismo feti­chismo que es analizado en el primer capítulo de El Capital. Mejor dicho, se trata de dos niveles diferentes de análisis que no se contradicen entre sí. El camino seguido en El Capital va de la esencia a la apariencia, de la crítica categorial al análisis de la superficie em­pírica, de las categorías puras a las formas concretas que dichas categorías asumían en su época. El caso paradigmático es el recorrido que lleva desde el «va­lor» —categoría no empírica—, a través de numerosas etapas intermedias, hasta llegar a los precios de mercado —el único nivel inmediatamente perceptible para los actores económicos, y que constituye el obje­to casi exclusivo de la ciencia económica burguesa—. De igual modo, las dos exposiciones más importantes del tema del fetichismo [3] en Marx corresponden, por un lado, a la esencia y, por el otro, a la forma feno­ménica. Tras la larga y meticulosa descripción de las relaciones que mantienen entre sí la tela y el traje, el café y el oro —y que contienen ya en germen, como el propio Marx dice, toda la crítica del capitalismo—, y antes de introducir, al comienzo del segundo capí­tulo, a los seres humanos en cuanto «guardianes» de las mercancías, que «no pueden ir solas al mercado», [4] Marx intercala, en una aparente digresión, el capítulo sobre el carácter fetichista de las mercancías. Pero el preciso lugar que ocupa en la erudita arquitectura de la obra de Marx sugiere que este capítulo se encuentra en el centro mismo de toda su crítica del capital: si el análisis de la doble naturaleza de la mercancía y de la doble naturaleza del trabajo constituye, por expresarlo con los términos de Marx, el «pivote» (Springpunkt) de su análisis, 5 sin duda el capítulo sobre el fetichismo forma parte de dicho núcleo. El fetichismo no es un fenómeno perteneciente a la simple esfera de la conciencia, no se limita a la idea que los actores sociales se hacen de sus propias acciones; en esta fase inicial de su análisis, de hecho Marx no se preocupa de sa­ber cómo los sujetos perciben las categorías básicas y cómo reaccionan ante ellas. El fetichismo forma parte, pues, de la realidad fundamental del capitalismo y es la consecuencia directa e inevitable de la existencia de la mercancía y del valor, del trabajo abstracto y del di­nero. La teoría del fetichismo de Marx es idéntica a su teoría del valor, porque el valor, así como la merca­cía, el trabajo abstracto y el dinero, son ellos mismos categorías fetichistas. El fetichismo de la mercancía existe dondequiera que exista una doble naturaleza de la mercancía y dondequiera que el valor mercan­til, que es creado por la faceta abstracta del trabajo y representada por el dinero, forme el vínculo social y decida, por consiguiente, el destino de los productos y de los hombres, mientras que la producción de valo­res de uso no es más que una especie de consecuencia secundaria, casi un mal necesario.[6] Dicho fetichismo se constituye «a espaldas» de los participantes, de ma­nera inconsciente y colectiva, y adquiere toda la apa­riencia de un hecho natural y transhistórico.

En esta fase de la demostración —es decir, en el análisis de la forma del valor— no se trata todavía ni del capital ni del salario, de la fuerza de trabajo o de la propiedad de los medios de producción. Aunque se suponga implícitamente su existencia (porque el or­den lógico de la exposición no coincide con el orden histórico y la mercancía, por más que sea la «célula germinal» del capital, no existe de forma completa más que en un régimen capitalista), Marx los dedu­ce, en el plano lógico, de las categorías anónimas de mercancía, trabajo abstracto, valor y dinero. En su ni­vel más profundo, el capitalismo no es el dominio de una clase sobre otra, sino el hecho de que la sociedad entera está dominada por abstracciones reales y anó­nimas. Desde luego hay grupos sociales que gestionan ese proceso y obtienen beneficios de él, pero llamarles «clases dominantes» significaría tomar las apariencias por realidades. Marx no dice otra cosa cuando llama al valor el «sujeto automático» [7] del capitalismo. Son la valorización del valor, en cuanto trabajo muerto, a tra­vés de la absorción del trabajo vivo, y su acumulación en forma de capital las que gobiernan la sociedad capi­talista, reduciendo a los actores sociales a simples en­granajes de ese mecanismo. Según Marx, los propios capitalistas no son más que «suboficiales del capital». La propiedad privada de los medios de producción y la explotación de los asalariados, el dominio de un grupo social sobre otro y la lucha de clases, aunque son sin duda reales, no son sino las formas concretas, los fe­nómenos visibles en la superficie, de ese proceso más profundo que es la reducción de la vida social a la crea­ción de valor mercantil.

Allí donde los individuos no se encuentran más que como productores separados que deben reducir* sus productos a una medida común —que los priva de toda cualidad intrínseca— para poder intercambiarlos y para poder formar una sociedad, el valor, el trabajo humano abstracto y el trabajo «universalmente huma­no» (es decir, no específico, no social, el puro gasto de energía sin consideración a los contenidos y a las consecuencias) se imponen al valor de uso, el trabajo concreto y el trabajo privado. Aunque sigan ejecutan­do trabajos concretos y privados, los hombres deben constatar que la otra «naturaleza» de esos mismos tra­bajos, su faceta abstracta, es la única que cuenta desde el momento en que quieren intercambiarlos por otra cosa distinta. Así, por poner un ejemplo, el campesino que ha trabajado durante toda la jornada para cosechar su trigo, como siempre ha hecho, podría constatar en el mercado que su jornada de trabajo concreto y priva­do de repente no «vale» más que dos horas de trabajo porque la importación de trigo proveniente de países en el que ese tipo de trabajo resulta más «productivo» ha establecido un nuevo estándar. De este modo, la faceta «abstracta» se convierte en algo terriblemente real que lleva a nuestro campesino a la ruina.

En lugar de limitarse a poner en cuestión el ocultamiento de las «verdaderas» relaciones de pro­ducción, el concepto de fetichismo de la mercancía analiza las relaciones sociales que se crean efectiva­mente en la sociedad capitalista. El fetichismo no es una «representación» que acompañe a la realidad del trabajo abstracto. Para comprender que se trata de una «inversión real», en primer lugar hay que darse cuen­ta de que el trabajo abstracto no es una abstracción nominal, ni una convención que nazca (aunque fuera inconscientemente) en el intercambio: es la reducción efectiva de toda actividad a un simple gasto de ener­gía. Esta reducción es «efectiva» en el sentido de que las actividades particulares —y de igual manera, los individuos que las realizan— solo se vuelven sociales en cuanto quedan reducidas a dicha abstracción. Si la consideración del fetichismo ha conocido algunos avances en estos últimos años, la temática del traba­jo abstracto —el «corazón de las tinieblas» del modo de producción capitalista— y la crítica de la ontologización del trabajo siguen siendo, por el contrario, un continente por descubrir. Cuando la categoría del fetichismo se entiende solo como mistificación de las «relaciones reales» de explotación, es posible incluso que, de forma grotesca, se exprese una (pseudo)crítica del fetichismo en nombre del «trabajo» que el fetichis­mo «ocultaría». En realidad, no es posible superación, alguna del fetichismo sin abolir prácticamente el trabajo como principio de síntesis social.

¿Por qué es real el fetichismo? La sociedad en la que los productos del trabajo asumen la forma mercantil es «una formación social en que el proceso de pro­ducción domina a los hombres y el hombre aún no domina al proceso de producción».[8] Como acabamos de decir, el subepígrafe sobre el fetichismo no es un simple añadido. En él, Marx extrae las conclusiones de su análisis precedente sobre la forma del valor. Las categorías básicas ya están descritas ahí como fetiches, por más que no aparezca el término «feti­chismo». Hay que tenerlo siempre en mente: Marx no «define» tales categorías como presupuestos neutros, como hacían los economistas clásicos del estilo de David Ricardo y como harían los marxistas pos­teriores.[9] En realidad, denuncia desde el comienzo del análisis su carácter negativo y destructor. Pero no añadiendo un juicio «moral» a un desarrollo cientí­fico, sino haciendo que la negatividad emerja en el análisis mismo. Marx pone de relieve una inversión constante entre lo que debería ser el elemento prima­rio y lo que debería ser el elemento derivado, entre lo abstracto y lo concreto. La primera particularidad de la forma de equivalente, en apariencia tan inocente («veinte varas de tela = un traje»): el valor de uso se convierte en la «forma fenoménica» de su contrario, el valor. El mismo discurso vale a continuación para el trabajo: «una segunda particularidad de la forma de equivalente estriba en que el trabajo concreto se convierte en forma fenoménica de su opuesto, traba­jo humano abstracto».[10] Y finalmente, «una tercera particularidad de la forma de equivalente consiste en que el trabajo privado devenga la forma de su opues­to, trabajo en forma social directa».[11] A lo que hay que añadir que la forma general del valor «revela de esta suerte que, dentro de este mundo [de las mercancías], el carácter generalmente humano del trabajo consti­tuye su carácter específicamente social».[12] Estas tres «inversiones» son inversiones entre lo concreto y lo abstracto. El que debería ser el elemento primario, lo concreto, se convierte en un derivado de lo que debe­ría ser el derivado de lo concreto: lo abstracto. En términos filosóficos, se podría hablar de una inversión entre la sustancia y el accidente.

Si el fetichismo consiste en esa inversión real, entonces resulta que no es tan diferente de la aliena­ción de la que Marx hablaba en sus primeros textos. No hay un «corte epistemológico» entre un joven Marx, filósofo humanista, y un Marx maduro al que se supone convertido a la ciencia, ni entre el concepto de fetichismo y la crítica de la religión del joven Marx. Ya el origen del término «fetichismo», así como su presencia en las primeras publicaciones de Marx, [13] dan testimonio de dicha continuidad. Atribuir un «va­lor» a la mercancía, es decir, tratarla según el trabajo que ha sido necesario para su producción —pero un trabajo ya pasado, que ya no está ahí— y, lo que es más, tratarla no en consideración al trabajo que se ha gastado real e individualmente, sino en cuanto parte del trabajo social global (el trabajo socialmente nece­sario para su producción): he aquí una «proyección» que no lo es en menor medida que la que tiene lugar en la religión. El producto solo se convierte en mer­cancía porque en él se representa una relación social, y dicha relación social es tan «fantasmagórica» (en el sentido de que no forma parte de la naturaleza de las cosas) como un hecho religioso.

Naturalmente, la mercancía no ocupa exactamen­te el mismo lugar en la vida social que Dios. Pero Marx sugiere que el fetichismo de la mercancía es la conti­nuación de otras formas de fetichismo social como el fetichismo religioso. Lo cierto es que ni el «desencantamiento del mundo» ni la «secularización» tuvieron lugar: la metafísica no desapareció con la Ilustración, sino que bajó del cielo y se mezcló con la realidad te­rrestre. Es lo que quiere decir Marx cuando llama a la mercancía un «objeto sensiblemente suprasensible». La descripción de la alienación que Marx ofrece en los Manuscritos de 1844 no se presenta, pues, como una aproximación fundamentalmente diferente de la conceptualización del fetichismo, sino como un primer acercamiento, como una aproximación todavía insu­ficiente, que ya decía implícitamente, sin embargo, lo esencial: la desposesión del hombre por el trabajo que se ha convertido en el principio de síntesis social.

El concepto de fetichismo de la mercancía se mantuvo durante mucho tiempo en el mismo estado que la Be­lla Durmiente, y solo mereció una atención renovada a partir de los años sesenta. A continuación se convirtió en la pieza central de la «crítica del valor», tal como se desarrolló a partir de 1987 en las revistas alemanas Krisis y Exit! y en los trabajos de su autor principal, Robert Kurz, y de una manera en parte diferente en los de Moishe Postone en los Estados Unidos.[14] Conforme a este enfoque, la mayor parte de los antagonismos den­tro del capitalismo no afectan a la existencia misma de las categorías fetichistas básicas. Ya en el siglo xix, el movimiento obrero se habría limitado, tras algunas resistencias iniciales, a demandar un reparto distinto del valor y del dinero entre aquellos que contribuyen a la creación de valor a través del trabajo abstracto. Casi ninguno de los movimientos que ponían en cuestión al capitalismo —«la izquierda»— consideraba ya el valor y el dinero, la mercancía y el trabajo abstracto, como datos negativos y destructores, típicos solo del capitalismo, que en consecuencia debían ser abolidos en una sociedad postcapitalista. Sencillamente desea­ban redistribuirlos según criterios de una mayor justicia social. En los países del socialismo real se pretendía, por añadidura, que era posible «planificar» de una ma­nera consciente dichas categorías, aunque por su pro­pia esencia sean fetichistas e inconscientes. Una vez que la «lucha de clases» se convirtió en la práctica —si dejamos a un lado cierta retórica— en un combate por la integración de los obreros en la sociedad mercantil, y más adelante por la integración o el «reconocimiento» de otros grupos sociales, empezó a combatirse solo para ajustar determinados detalles. Por otro lado, este tipo de luchas a menudo ha contribuido, sin que los actores se dieran cuenta de ello, a que el capital alcan­zase su siguiente fase en contra de la voluntad de la parte más corta de luces de los propietarios del capi­tal. Así, el consumo de masas en la época fordista y el Estado social, lejos de ser solo «conquistas» de los sindicatos, permitieron al capitalismo una expansión externa e interna que contribuyó a compensar la caída continua de la masa de beneficios.

En efecto, la contradicción fundamental del ca­pitalismo no es el conflicto entre el capital y el trabajo asalariado: desde el punto de vista del funcionamiento del capital, el conflicto entre capitalistas y asalariados es un conflicto entre los portadores vivos del capital fijo y los portadores vivos del capital variable; en con­secuencia, un conflicto inmanente al sistema mismo. La contradicción fundamental reside más bien en el hecho de que la acumulación de capital socava ine­vitablemente sus propias bases: solo el trabajo vivo crea valor. Las máquinas no añaden nuevo valor. La competencia, sin embargo, empuja a cada propieta­rio de capital a utilizar la mayor cantidad de tecno­logía posible para producir (y, en consecuencia, para vender) cada vez más barato. Al mismo tiempo que de momento incrementa su propio beneficio, cada capitalista contribuye, sin quererlo, sin saberlo y sin poder impedirlo, a disminuir la masa global de valor y, en consecuencia, de plusvalía, y por consiguiente, de beneficio. Durante mucho tiempo, la expansión in­terna y externa del capital pudo compensar la dismi­nución del valor de cada mercancía particular. Pero con la revolución microelectrónica —es decir, a par­tir de los años setenta— la disminución del valor ha continuado a tal ritmo que nada ha podido frenarla. La acumulación de capital sobrevive desde entonces esencialmente bajo la forma de la simulación: crédito y especulación, es decir, capital ficticio (en consecuen­cia, dinero que no es el resultado de una valorización lograda a través de la utilización de la fuerza de traba­jo). Hoy está de moda atribuir toda la culpa de la crisis y de sus consecuencias a la especulación financiera, pero sin ella la crisis habría llegado mucho antes. La sociedad mercantil trabaja en su propio derrumbe. Lo que la condena no es el simple hecho de ser mala, pues las sociedades precedentes también lo eran. Es su propia dinámica la que la pone contra las cuerdas.

Una gran parte del pensamiento que hoy en día se pretende anticapitalista o emancipador rehusa obsti­nadamente hacerse cargo de esta nueva situación. Las «luchas de clases» en sentido tradicional, y aquellas que las sustituyeron a lo largo del siglo xx (las luchas de los «subalternos» de todo tipo: las mujeres, las poblaciones colonizadas, los trabajadores precarios, etc.), son más bien conflictos «inmanentes», que no van más allá de la lógica del valor. En el momento en el que el desarrollo del capitalismo parece haber alcanzado sus límites históricos, esas luchas corren a menudo el riesgo de limitarse a la defensa del statu quo y a la búsqueda de unas mejores condiciones de supervivencia para uno mismo en medio de la crisis. Esto resulta perfectamente legítimo, pero defender nuestro salario o nuestra jubilación en absoluto con­duce por sí mismo a superar una lógica fetichista en la que todo está sometido al principio de «rentabili­dad», en la que el dinero constituye la mediación so­cial universal y en la que la producción misma de las cosas más importantes puede ser abandonada si no se traduce en una cantidad suficiente de «valor» (y, en consecuencia, de beneficio). Ahora resulta menos sensato que nunca exigir «medidas para el empleo» o defender a los «trabajadores» por la simple razón de que «crean valor». Es preciso, por el contrario, defen­der el derecho de cada uno a vivir y a participar de los beneficios de la sociedad, incluso si él o ella no han logrado vender su fuerza de trabajo.

De lo que habría que emanciparse es de las categorías fetichistas del dinero y de la mercancía, del trabajo y del valor, del capital y del Estado en cuanto, tales. No podemos activar uno de esos factores contra el otro, considerándolo el polo positivo: ni el Estado contra el capital, ni el trabajo abstracto en su fase muerta (capi­tal) contra el mismo trabajo en su fase viva (fuerza de trabajo y, por consiguiente, salario). Parece difícil, en consecuencia, atribuir la tarea de superar el sistema fetichista a grupos sociales que se constituyeron me­diante el desarrollo de la propia mercancía y que se definen por su papel en la producción de valor.

En los años sesenta y setenta, los movimientos de protesta a menudo se dirigían contra el éxito del capitalismo, contra la «abundancia mercantil», y se expresaban en nombre de una concepción distinta de la vida. Por el contrario, las luchas sociales y económi­cas de hoy se caracterizan a menudo por el deseo de que el capitalismo respete al menos sus propias promesas. En lugar de un anti-capitalismo, se trata pues de un alter-capitalismo. El «capitalismo» no son solo los «capitalistas», los banqueros y los ricos, mientras que «nosotros», el pueblo, seríamos los «buenos». El capitalismo es un sistema que nos incluye a todos; na­die puede pretender estar fuera. El eslogan «somos el 99%» es sin duda el más demagógico y el más estúpi­do que se haya escuchado en mucho tiempo, e incluso resulta potencialmente muy peligroso.

Uno tiene a menudo la impresión de que, en realidad, más o menos todo el mundo desea la conti­nuidad de este sistema, y no solamente los «ganado­res». Ser expoliado se convierte casi en un privilegio (que los restos del viejo proletariado fabril defienden, efectivamente, con uñas y dientes en toda Europa) cuando el capitalismo transforma a cada vez más per­sonas en «hombres superfluos», en «residuos». Pero el choque conjunto de la crisis económica, de la crisis ecológica y de la crisis energética obligará muy pron­to a tomar decisiones drásticas. Nadie garantiza, sin embargo, que estas serán las decisiones acertadas. La crisis ya no es, ni mucho menos, sinónimo de eman­cipación. Saber lo que está en juego se convierte en algo fundamental y disponer de una visión global, en algo vital. Por eso, una teoría social centrada en la crítica de las categorías básicas de la sociedad mercantil no es un lujo teórico que esté alejado de las preocu­paciones reales y prácticas de los seres humanos en lucha, sino que constituye una condición necesaria para cualquier proyecto de emancipación. De ahí que la obra de Marx —y muy en particular, el primer ca­pítulo de El Capital— siga siendo indispensable para comprender lo que nos ocurre cotidianamente. Espe­remos que un día se estudie solamente para disfrutar de su brillantez intelectual.

* * *

NOTAS

1 Incluso entre los autores pertenecientes al marxismo críti­co, el concepto de fetichismo se empleaba en raras ocasio­nes antes de la década de los setenta. En las mil páginas de la Marx’s Theory of Alienation del lukacsiano István Mészáros, publicada en 1970, aunque todavía hoy se considera un clásico sobre el tema, la palabra «fetichismo» práctica­mente no aparece. El subepígrafe sobre «El carácter feti­chista de la mercancía y su secreto», que cierra el primer capítulo de El capital, se consideraba entonces a menudo como una digresión tan incomprensible como inútil, una recaída en el hegelianismo, un capricho metafísico. Con­viene tener presente que, en 1969, Louis Althusser quería prohibir a los lectores de El Capital que comenzaran por el primer capítulo, al que juzgaba demasiado difícil. Los lec­tores debían percibir el conflicto visible entre el trabajo vivo y el trabajo muerto como el punto de partida y el «pivote» de la crítica mandana y considerar el análisis de la forma del valor únicamente como una precisión suplementaria, en la que habría que profundizar en un segundo momen­to. El gran Dictionnaire critique du marxisme, publicado en Francia en 1982, no consagra al fetichismo más que un es­pacio muy exiguo. Incluso los marxistas más críticos y más dialécticos de este periodo seguían presos de una ontología del trabajo y, en consecuencia, no les resultaba posible aco­tar de forma más clara las categorías del fetichismo y de la alienación. Fue necesario esperar hasta la crisis real y visible de la sociedad del trabajo, una crisis que se instaló indefinidamente a partir de los años setenta, para llegar a la comprensión teórica del trabajo abstracto y, de este modo y en último análisis, del fetichismo de la mercancía.

2 Karl Marx, El capital. Crítica de la economía política, Libro III, Tomo III, Akal Ediciones, Madrid, 2000, p. 265 y ss. Traducción de Vicente Romano García.

3 A las cuales hay que añadir otras ocurrencias de la palabra fetichismo en casi todas las obras de crítica de la economía política de Marx, sin contar los pasajes en los que habla de él sin que el término aparezca explícitamente. Hemos de admitir que todas las consideraciones de Marx en torno al fetichismo son fragmentarias y difíciles de comprender, tanto porque recurre a metáforas como por la dificultad efectiva de describir un fenómeno que nadie antes que Marx se había aventurado a explorar.

4 Karl Marx, El Capital, ed. cit., p. 119 [p. 55 de la presente edición]. Se podría decir que toda la problemática del feti­chismo se encuentra en esta frase irónica sobre los hom­bres, que no entran en escena más que para servir a las mercancías, los auténticos actores del proceso.

5 Marx, El Capital, ed. cit., p. 63: «Esta naturaleza doble del trabajo contenido en la mercancía la he demostrado yo por primera vez de un modo crítico. Como este es el punto en torno al cual gira la comprensión de la economía política, debemos examinarlo más de cerca».

6 Es mejor hablar de la «faceta abstracta del trabajo»; resulta más claro que «trabajo abstracto». En efecto, en un régimen capitalista todo trabajo posee una faceta abstracta y una face­ta concreta. No se trata de dos géneros distintos de trabajo.

7 Marx, El Capital, ed. cit., p. 208. En los Grundrisse, Marx afirma: «El valor entra en escena como sujeto». (Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía polí­tica (Grundrisse) 1857-1858 (I), México DF, Siglo Veintiuno Editores, p. 251. Traducción de José Aricó, Miguel Murmis y Pedro Scaron).

9 Marx, El Capital, ed. cit., p. 114 [p. 50 de la presente edi­ción].

10 A menudo y con razón, se les califica de «socialistas ricar-dianos», pues aceptan la concepción ricardiana del «valor-trabajo» y de una eterna «ley del valor», que sencillamente se trataría de «aplicar» conforme a los principios de la jus­ticia social.

10 Marx, El Capital, ed. cit., p. 85.

11 Marx, El Capital, ed. cit., p. 86.

12 Marx, El Capital, ed. cit., p. 97.

13 Karl Marx, Actas de la Sexta Asamblea de la Provincia Rena­na. Tercer artículo. “Debates sobre la Ley de Robos de Madera”, en Los debates de la dieta renana, Editorial Gedisa, Barcelona, 2007. Traducción de Juan Luis Vermal y Antonio García.

14 Véase Moishe Postone, Tiempo, trabajo y dominación social. Una reinterpretación de la teoría crítica de Marx, Marcial Pons, Madrid-Barcelona, 2006. Traducción de María Serrano [Publicado originalmente en 1993].

15 Anselm  Jappe, Crédito a muerte. La descomposición del capitalismo y sus crí­ticos, Pepitas de Calabaza, Logroño, 2011.

 

 

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