Efectivamente, las legislativas pusieron en su sitio a la ultraderechista Rassemblement National (RN), que pese al espectacular saco de votos obtenido, quedó en tercera posición. Por desgracia para Macron, sin embargo, la victoria fue a parar a una novedosa alianza de izquierdas, el Nuevo Frente Popular. Es decir, los votantes confiaron en la izquierda para frenar la amenaza ultraconservadora.
El modelo francés tiene sus peculiaridades. Igual que en México, se elige por separado al jefe de Estado (presidente) y al Poder Legislativo (Asamblea), pero luego, este presidente nombra a un jefe de Gobierno (primer ministro) que debe recibir el visto bueno de la Asamblea.
Macron es presidente porque recibió una ingente cantidad de voto prestado con el único objetivo de frenar a Marine Le Pen. En 2017 logró sólo 24 por ciento de los sufragios en la primera vuelta, pero se encaramó hasta 66 por ciento en la segunda. Así funciona el veto a los ultras: todo el arco parlamentario apoya, aunque sea con la nariz tapada, a la opción que los ciudadanos eligen para hacer frente al RN.
No hacen falta clases avanzadas de democracia para entender que, en justa reciprocidad, si la izquierda ganó las elecciones de julio, suya debiera ser la responsabilidad de encabezar un gobierno que, de igual modo, debiera atender la realidad parlamentaria francesa, en la que la izquierda está muy lejos de la mayoría absoluta.
Pero ni corto ni perezoso, Macron ha decidido vetar a La France Insoumise, el principal partido del NFP, y atraer a los diputados más moderados de la alianza progresista. La precaria coalición ha logrado mantener la unidad, lo que ha llevado al presidente a arrojar la toalla y saltarse a la torera los resultados electorales. Ha nombrado primer ministro a Michel Bernier, conservador de Les Républicains, cuarta fuerza en la Asamblea. Necesitará el apoyo de su partido, de los macronistas y de la extrema derecha.
Es decir, Macron, quien convocó elecciones para frenar a la extrema derecha, ha ignorado la victoria de la izquierda en las urnas y ha acabado nombrando a un primer ministro que va a depender de Le Pen. Macron, pésimo estadista, ha demostrado que prefiere evitar a la izquierda que a la extrema derecha.
En paralelo, dos estados alemanes de la antigua RDA han saltado estos días a las primeras planas por el éxito de la extrema derecha. La AFD ganó en Turingia y fue segunda en Sajonia. En círculos de izquierda, la irrupción de la Alianza Sahra Wagenknecht (BSW), escisión del Die Linke (la izquierda) que lleva el nombre de su propia protagonista, ha sido tema de conversación. Ha ganado a su matriz originaria y ha ocupado el tercer lugar en ambas regiones, pese a quedar muy lejos de la AFD y la conservadora CDU.
Hay quienes quieren ver en esta escisión una vía de futuro para la izquierda. El camino que abre, sin embargo, es peligroso. Atina en varios frentes que tienen que ver, sobre todo, con los límites de la izquierda alemana, por ejemplo, cuando cuestiona tótems de política exterior como la OTAN o el envío de armas a Ucrania, pero carga contra las supuestas políticas identitarias de lo que se ha venido a llamar interesadamente izquierda woke –ella lo llama liberalismo de izquierda
– y no tiene problema en reivindicar un freno a una inmigración que ve desbocada. Es decir, asume muchos de los marcos que han favorecido el auge de la extrema derecha. BSW quiere entrar de lleno a disputar ese voto rural resentido con la modernidad y asume para ello la base sobre la que se construye buena parte del argumentario de la AFD. ¿Qué podría salir mal?
BSW es también, quizá, la reacción de una izquierda cansada de perder, que busca una respuesta fácil a la pregunta: ¿Cómo ganar? Es una reacción comprensible, en cierto modo; sentirse constantemente perdedor puede acabar resultando exasperante y aburrido.
Pero ese derrotismo ciega la vista y viste de fracasos lo que a menudo no son sino victorias robadas. Hay que trabajar un poco la autoestima. La izquierda del siglo XXI es hija de mil derrotas y otros tantos errores, pero también de otras mil victorias injusta y, a menudo, violentamente hurtadas. La lista es larga: de la República española a Gaitán y Arbenz; de Allende y Lubumba a Cuauhtémoc Cárdenas. Y muchos más.
Sin cambiar de siglo ni de continente, podemos empezar por Francia en este 2024, seguir por un Jeremy Corbin al que en su propio partido laborista inglés cortaron las alas, o a aquella primera Syriza a la que el directorio europeo decidió reducir a escombros como aviso a navegantes. Que nadie se engañe, el actual auge de la extrema derecha tiene bastante más que ver con pulsos antidemocráticos por parte del establishment, como el de Grecia en 2015 o el de Francia este verano, que con el hecho de que la izquierda haya decidido extender discursos y derechos a colectivos minorizados.