Carlos Fazio
La agresiva escalada de presiones diplomáticas del secretario de Estado, Antony Blinken, busca explotar las vacilaciones y contradicciones de Luiz Inácio Lula da Silva y Gustavo Petro. || Foto: EFE
Signada por factores geoeconómicos y geopolíticos, la crisis política postelectoral en Venezuela parece haber entrado en una nueva fase después del sábado 17 de agosto. Ese día, la líder de la extrema derecha local, María Corina Machado, había convocado a una movilización nacional e internacional denominada “Gran Protesta Mundial por Venezuela”, que estuvo muy por debajo de las expectativas iniciales.
Es más, según distintos observadores, fue un fiasco a nivel territorial, simbólico y anímico, lo que se ha traducido en una percepción de declive alrededor de quien se puso a la cabeza de la intentona golpista a la medianoche del 28 de julio pasado, con acciones de terrorismo urbano, tras la pacífica y concurrid jornada electoral.
Si en la narrativa prefabricada sobre el supuesto triunfo de su testaferro Edmundo González, el 70% del país votó a favor del excandidato de la Plataforma Unitaria Democrática, ello debería haberse expresado en una amplia transversalidad de actores y sujetos sociales volcados a las calles en Caracas y otras ciudades del país y del exterior, lo que no ocurrió.
Todo indica, pues, que la agenda golpista patrocinada por Washington no ha logrado romper el consenso por una vida social alejada de los traumatismos económicos y existenciales de los ciclos insurreccionales violentos de la oposición en 2014, 2017 y 2019. A lo que se suma el hecho de que dirigentes políticos de la oposición tradicional, como Manuel Rosales o Henry Ramos Allup, no han incorporado el concepto “fraude” a su vocabulario político y las señales de acompañamiento a las iniciativas de Machado en esta etapa son mínimas o inexistentes, por lo que pareciera que el apoyo como coalición unitaria estaba circunscrito exclusivamente a lo electoral.
En un carril paralelo, el conflicto exhibe la redición de antiguos esquemas de desestabilización, apremios y ataques directos a la soberanía nacional de Venezuela por la diplomacia de guerra de Washington. Así, mientras por un lado el Departamento de Estado ejerce una creciente presión diplomática sobre el eje conformado por Brasil, Colombia y México para llevarlos a su terreno y trata de minar y debilitar su posición como interlocutores y mediadores regionales autónomos, por otro, funcionarios de la administración Biden han intensificado declaraciones que aluden a una eventual reanudación del programa de sanciones contra la paraestatal Petróleos de Venezuela (PDVSA).
Con su carga de ambigüedad estratégica y sobre la base del desconocimiento de la victoria de Nicolás Maduro, la Casa Blanca busca garantizar la conducción y el tutelaje de la crisis política de alcance regional en función de los intereses de seguridad nacional del imperio, donde el factor energético (petróleo/gas) es fundamental de cara a la elección presidencial de noviembre próximo entre Kamala Harris y Donald Trump.
La agresiva escalada de presiones diplomáticas del secretario de Estado, Antony Blinken, busca explotar las vacilaciones y contradicciones de Luiz Inácio Lula da Silva y Gustavo Petro, presidentes de Brasil y Colombia, respectivamente, para sacarlos de su posición de equilibrio relativo y manufacturar un consenso regional, que con la intervención de la moribunda Organización de Estados Americanos (OEA), permita la adopción de una postura más hostil hacia el gobierno de Nicolás Maduro. Con matices, ambos mandatarios sudamericanos han propuesto una repetición de elecciones en Venezuela, lo que indica que el camino tejido por Washington en los últimos días ha buscado consumar ese objetivo. A su vez, el mandatario mexicano, Andrés Manuel López Obrador, mostró desacuerdo con esas propuestas, considerando imprudente la injerencia extranjera en asuntos internos de otro país.
En ese contexto, las propuestas pusilánimes y a todas luces injerencistas de Lula y Petro, aunque han servido para frenar la inicial violencia del terrorismo guarimbero de María Corina Machado y la ultraderecha venezolana, y no satisfagan plenamente el objetivo imperial de elevar la hostilidad regional hacia el gobierno venezolano, se traducen en un apalancamiento de la narrativa de desconocer la victoria electoral de Maduro y permitiría a la administración Biden ganar tiempo, distribuir el foco de atención sin perder el sentido de la escalada multiforme propia de la guerra híbrida en curso y retrasar la imposición de las anunciadas sanciones unilaterales, extraterritoriales e ilegales contra PDVSA, que afectarían sus intereses energéticos, en especial en un contexto electoral estadunidense donde un desbalance en la inflación o en los precios de la gasolina, a causa de una medida improvisada, podría seguir catapultando la candidatura del republicano Donald Trump.
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