Fuente: https://kaleidoskopiodegabalaui.com/2020/05/17/un-trato-digno/
Hace ya bastantes años tuve que hacer la objeción de conciencia del servicio militar en una residencia pública de personas mayores de edad. El edificio estaba al lado de la orilla de un río, en un barrio humilde de múltiples construcciones baratas y de mala calidad. La residencia no era una excepción. Tenía tres plantas. Una de ellas estaba destinada a personas dependientes. Allí conocí a Pablo, un hombre postrado en silla de ruedas y con muchas dificultades en el habla debido a una enfermedad degenerativa. Su habla entrecortada y una pronunciación imposible hacía muy complicado el diálogo pero con el tiempo pude interpretar y comprender gran parte de lo que me decía. Hablábamos y mucho. Con palabras y con gestos. Nos íbamos a dar una vuelta por la ciudad y, un día, al pasar por mi antiguo instituto me dijo que antes había sido un cuartel. Lo cual no me extrañó en absoluto.
Le preguntaba por su familia y Pablo me decía que hacía mucho tiempo que no les veía. Me enteré de la dirección de unos familiares que no vivían muy lejos de la residencia y, un día, por la mañana, nos plantamos Pablo y yo en el portal. Llamé al timbre del telefonillo y contestó una mujer. Pablo estaba emocionado. Expliqué a la mujer qué hacía allí y al decir que estaba Pablo, colgó y se asomó por la ventana. Fue un momento inolvidable. Bajó a la calle con su marido y abrazaron a Pablo, bromearon y rieron. Yo les traducía lo que decía Pablo. Estaban felices. Se hacía tarde y tuvimos que marcharnos. Era difícil explicar cómo apreciando tanto a Pablo, no le iban a visitar a la residencia.
Las historias de muchas de las personas que residían en el centro eran historias de soledades. Había problemas de salud mental, personas con deterioro cognitivo y discapacidad intelectual pero sobre todo mucha soledad. Había una persona, de la que no recuerdo su nombre, que no quería vivir. Meses después se metió en el río y desapareció. Todo el mundo sabía que esto iba a suceder pero nadie pudo hacer nada porque estaba herido de muerte. Las profesionales hacían lo que podían y, como en todo, las había cuidadosas, sensibles y humanas y las había frías como el hielo. Recuerdo que años después estuve en un centro de día de enfermos de alzheimer. Una señora me confundía con su sobrino y todas las mañanas me hacía las mismas preguntas mientras paseábamos por un pasillo que circundaba un patio. Allí fue la primera vez que vi atar a alguien. Un hombre sumergido en sus recuerdos que reaccionaba cuando se le intentaba coger el cojín que agarraba con todas sus fuerzas. No había tiempo para escucharlo, para entender qué es lo que le estaba pasando. Se le dejaba en una habitación con las persianas bajadas, casi en penumbra, y atados sus manos al apoyabrazos de su silla de ruedas y el torso al respaldo. Me explicaban que no podían hacerse cargo de él porque tenían que atender al resto de personas. No tenían tiempo. Un día entré en la sala. Aún no le habían atado. Estaba agarrado a un cojín y hablaba entre dientes. Empezamos a hablar. Ya no recuerdo quién era yo para él. Un primo o un vecino. Se quejaba de que le querían quitar el saco de cebada, que ellos no sabían dónde estaba el almacén ni dónde tenían que colocarlo. Hablamos un poco sobre el trabajo y lo duro que era. Me contó la mecánica y lo difícil que era trabajar en tiempo de calor. A su manera. Con recuerdos inconexos y frases sin sentido. Al final me permitió coger el cojín. Le prometí que lo dejaría en su sitio, como él me había enseñado. Ese día no le ataron.
Hace unos días la policía llegó a casa de una mujer. Se la llevaron a una unidad psiquiátrica de un hospital. Le dijeron que lo que pensaba era mentira y la ataron a una cama. La mujer no entendía por qué lo hacían. No se había mostrado agresiva pero le dijeron que así podía descansar mejor por la noche, sin peligro de que se cayera o de hacerse daño. Atar es una práctica que muchas profesionales consideran necesaria en determinadas circunstancias pero muchas de ellas no son conscientes del trato indigno e inhumano que se les dispensa a las personas que lo sufren. Es lo que hay. Así son las cosas. Ven tú y me cuentas otra forma. La sociedad debería reflexionar sobre cómo tratan a aquellas personas que se las sitúa en los márgenes. O mejor por qué se las sitúa en los márgenes. Se construyen centros que se convierten en contenedores de usuarios, de reclusos, de pacientes. Lugares donde permanecen. A veces hasta morir. A veces de la manera más indigna posible. En la sociedad de la productividad, las ancianas son un colectivo no productivo por lo que pueden morir sin problema. Las residencias son lugares donde se espera a la muerte.
Las marginadas o las marginales. Las delincuentes, las locas, las viejas y las inmigrantes. Para las delincuentes se construyen cárceles. Para las locas, psiquiátricos. Para las viejas, residencias. Para las inmigrantes, centros de internamiento. Entrar en cada uno de estos centros es el inicio de un camino de pérdida de derechos y de dignidad. Los espacios contenedor sirven para instalar a las que sobran. A las prescindibles. El resto es la sociedad productiva, la que ve en la explotación, libertad. La que vive con miedo, la que se asusta del paso del tiempo, de lo diferente y de la pobreza. La que ata. La que sin mucha consciencia también vive aprisionada. Esta sociedad es la que aparta a las marginadas. Tenemos, sin duda, que reflexionar sobre cómo nos tratamos y qué queremos para poder derribar cada uno de los espacios contenedor. No podemos aspirar a un mundo diferente manteniendo el trato denigrante, principalmente institucional, que se proporciona a determinadas personas. No es una tarea sencilla puesto que hay una tendencia a querer encerrar aquello que no nos gusta [lo expulso], que nos asusta [lo curo] o que nos amenaza [lo encarcelo]. Como si encerrándolo, acabáramos con ello. Podemos empezar a pensar que si no es con buen trato, no es buena solución. Un trato digno.