Fuente: https://www.telesurtv.net/bloggers/Un-heroe-traicionado-20200925-0002.html?utm_source=planisys&utm_medium=NewsletterEspa%C3%B1ol&utm_campaign=NewsletterEspa%C3%B1ol&utm_content=31 Gerardo Australia 25 septiembre 2020
Al final de la Independencia (1821) el país, como era de esperarse, se sumió en una tremenda confusión y preocupación propia de su situación, sobre todo al tratar de responder con toda seriedad esa pregunta de existencialismo kierkergaardiano profundo: ¿Y ora, tú?
Una de estas grandes preocupaciones se dio cuando por primera vez en la historia se comenzó a dimensionar el tremendo tamaño físico de nuestro territorio, sobre todo a partir de la invasión norteamericana (1846-49), donde se nos quitó esencialmente la mitad del territorio (California, Arizona, Colorado, Nuevo México y Texas).
Precisamente este hecho incentivó al gobierno mexicano a promocionar la inmigración al occidente del país, que estaba prácticamente despoblado. Se ofrecieron tierras y hasta dinero a aquellos que quisieran lanzarse a colonizar. Eran enormes extensiones en donde de vez en cuando aparecía por ahí en el camino alguna misión religiosa o una colonia militar. En 1848 el entonces presidente del país, José Joaquín de Herrera, decretó la fundación de dieciocho de estas colonias a lo largo de la frontera para su protección (¡ay, iluso!). Dos años después se estableció la primera en Baja California, en la solitaria localidad de El Rosario, a mitad de península. A cargo de ella estaban el capitán Manuel de Jesús Castro, dos sargentos, tres cabos y cuatro soldados, que tenían que defender literalmente miles de kilómetros de frontera (la siguiente colonia militar estaba en Chihuahua): “Vaya tranquilo, don Eulalio, desde aquí le echamos ojo”. Después la colonia se movió al norte, a Santo Tomás, hermoso y fértil lugar (hoy famosos por sus vinos), donde ya había doscientos colonos establecidos, que los militares no tardaron en ahuyentar después de saquearlos sin contratiempo.
Aunado a la lejanía, soledad e incomunicación, a lo difícil del terreno y su drástico clima y a los continuos azotes de apaches en busca de cabelleras frescas y carnita blanda, regiones como Sinaloa, Sonora y Baja California también se las tuvieron que ver con los varios brincos que daban las bandas de malandros extranjeros, como en 1852, cuando hubo un connato de invasión francesa en Sonora, a cargo del aventado conde Gaston de Rapusset-Boulbon, pero que fue repelida por la milicia y habitantes locales, quienes hicieron pachangón cuando fusilaron al francés.
Quizás la más famosa intentona de invasión por aquellos lares fue la que hizo el médico y aventurero norteamericano William Walker, quien con sus filibusteros —y con el apoyo de algunos magnates californianos y el mismo gobierno de Estados Unidos, entonces soberbio y racista—, trataron en 1854 de invadir Baja California y Sonora para separarlas y hacer una república independiente (léase gringa).
Y es aquí donde entra nuestro héroe traicionado:
A finales de 1853 Walker llegó a San Francisco, California, donde lanzó pública y descaradamente su propuesta de invasión. Como si de una revista de modas se tratara, ofreció subscripciones para recaudar fondos, “con el aliciente de una fácil ganancia por medio del despojo y de las promesas de nuevas y ricas tierras”. En un par de días reclutó a cuarenta y seis changuitos bien armados, con los que sin esperar se embarcó hacia la Paz, capital del territorio, a principios de noviembre.
Walker desembarcó en el puerto, y como si nada dio un golpe de estado, tomó como prisionero al jefe de la entidad, coronel Rafael Espinoza, proclamó la nueva República de Sonora y Baja California izando una bandera de color roja y blanca con dos estrellas y sin tiempo que perder, obvio, se autonombró presidente con bombo y platillo. Sin embargo, a los pocos días se enteró que estaba por llegar un barco con tropas mexicanas, por lo que decidió cambiar su “sede” a Ensenada, no sin antes desfalcar a la gente y llevándose como rehén al coronel Espinoza y todos los documentos del archivo de la ciudad.
También fue fácil para él tomar Ensenada, pues al caidón sorpresa se le sumó que los militares mexicanos, a cargo del teniente coronel Javier del Castillo Negrete, no tenían ni armas ni municiones suficientes para hacerles frente. Del Castillo prefirió salir por patas a San Diego, delegándole el mando a Juan Antonio María Meléndrez, un joven de veinticuatro años oriundo del Valle de la Grulla, semianalfabeta, sin instrucción militar, pero con fama de arrojado y valiente, además de ser muy popular y querido por la gente.
Mientras tanto llegaron un gran número de soldados norteamericanos de repuesto, por lo que los lugareños tuvieron que aguantar por meses las pillerías de Walker y Cía., que se dedicaron a saquear y robar vacas y gente por igual, no sin mencionar que, a punta de bayoneta, obligaron al pueblo a jurar fidelidad a la nueva bandera, así como la firma de un documento en el que aceptaban el nuevo estado y a su flamante presidente. Para principios de 1854 Walker disponía de seiscientos hombres y dos cañones, mientras los de Meléndrez apenas llegaban a cincuenta. Pero la arrogancia de Walker subestimó la temeridad e inteligencia del joven guerrillero, que junto con sus indios conocían la sierra como nadie.
Ignorando esto Walker siguió con su plan de invadir Sonora. Pero en el camino, no dándose cuenta de las inmensas distancias, muchos yanquis comenzaron a desertar, los abastos de comida a escasear y los apaches a rondarlos cada vez más cerca, por lo que Walker prefirió regresar. Fue cuando Meléndrez, siempre siguiéndole los talones, asestó el golpe:
En una hábil maniobra de Mendoza, despojó de la mayoría del ganado a los americanos y con ello, de su alimento. En la mañana del 20 de abril, ya reunidos los contingentes de Meléndrez y algunos indios de diferentes grupos, hicieron frente al maltrecho grupo de Walker. Los filibusteros fueron tomados por sorpresa; por el bullicio y el ruido de la emboscada provocó que algunos enemigos huyeran mientras que otros murieron en el enfrentamiento (1). Walker huyó con los que sobrevivieron, salvándose por un pelo al cruzar la frontera.
Antonio Meléndrez se convirtió en el héroe del momento, y en tanto el gobierno central mandaba a un encargado ejerció como jefe político de la región desempeñando un buen papel, aunque a su vez se hizo de varios enemigos, envidiosos e intrigantes.
Mientras tanto, en la Paz tomó posesión el nuevo jefe enviado por el mismo Santa Anna, el general José María Blancarte, un hombre déspota, pretensioso y de pocas pulgas que comenzó a hacer caso de las intrigas en contra Meléndrez (entre ellas la supuesta antipatía que Meléndrez le tenía a Santa Anna). Además, la popularidad de Meléndrez crecía cada vez más y eso no le gustaba a Blancarte.
Entonces Blancarte decidió mandar una carta a Meléndrez, donde otorgaba al caudillo de la Grulla, como le decían a Antonio, el grado de comandante y quinientos pesos de recompensa. Vestido con sus mejores galas y orgulloso, Meléndrez se presentó a la ceremonia de entrega. Cuando recibía el abrazo de felicitación por parte del emisario gubernamental, le cayó encima un pelotón y en juicio sumario, basado en intrigas y chismes, lo fusilaron así nomás el 28 de junio de 1855.
Así es, ese fue el pago al hombre que salvó a Baja California de ser anexada por la fuerza a Estados Unidos. Fin de fiesta.
El último intento de invasión extranjera en el noreste de nuestro país fue a Sonora, en 1857, cuando un grupo de norteamericanos, dirigidos entre ellos por el senador Henry A. Crabb, pelearon por ocho días en la ciudad de Caborca, donde se toparon no sólo con doscientos soldados mexicanos, sino con todo el apoyo de los feroces indios pápagos, quienes resolvieron la trifulca cuando uno de ellos, Luis Núñez, arriesgando su vida atacó con flechas encendidas el depósito de dinamita de los filibusteros, pintando el cielo de harto güerito.
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