La Guerra Fría no fue un enfrentamiento larvado entre dos países, Estados Unidos y la URSS, sino un intento de los imperialistas para impedir la revolución socialista y la liberación de los pueblos oprimidos por el colonialismo.
Para encubrir las verdaderas contradicciones características de aquella época, Estados Unidos ha realizado un enorme esfuerzo propagandístico, que aún no ha acabado. El cine formó parte de aquel velo ideológico. En la época más dorada de Hollywood, el Telón de Acero estuvo vinculado al telón.
En la Guerra Fría no hubo dos contendientes disputando una misma competición, son las mismas reglas. No hubo más que un contendiente que intentaba avasallar a los demás, así como el intento de algunos por escapar del cerco.
El cine refleja justamente esa situación. Hay un protagonista, que es Estados Unidos, que presenta a los demás en un segundo plano, acompañado de un mensaje partidista muy simple: el primero es bueno y los que no se dejan someter son los malos. Los guiones de las películas siempre acaban igual: los primeros triunfan y los segundos fracasan, en un mundo -capitalista- donde no está permitido ser “un perdedor”, ni tampoco feo o gordo.
Los que no quieran acabar como “fracasados” deben tomar partido por los “buenos”, hacer lo mismo que ellos. El “estilo de vida americano” es inmejorable y todo el mundo debería vivir como viven los estadounidenses. Es lo que crea que la falta de simetría caracerística del imperialsmo en la posguerra: los que defienden ese estilo de vida son héroes y los que tratan de destruirlo son malvados. Los pueblos no deben vivir conforme a sus propias normas sino a las de Estados Unidos.
En cualquier retórica idelógica, la difusión de un determinado mensaje dominante requiere la censura de los demás. El dogma debe aplastar a la herejía y la verdad a la mentira, que es la esencia de otro de los componentes fundamentales de la Guerra Fría: el macartismo y la caza de brujas con sus akelarres, antiguos, modernos y posmodernos.
La propaganda cinematográfica no se elaboraba en estudios dispersos por el mundo, sino en un mismo centro, Hollywood, que al mismo tiempo estaba férreamente sometido al Comité de Actividades Antiamericanas. La lista negra de personajes vetados para el cine llegó a los 300. No se rodaba el cine que querían los directores y guionistas sino las grandes multinacionales (Metro, Warner, Paramount), que a su vez seguían normas políticas impuestas a golpe de juicios, encarcelamientos y exilio.
Para difundir el mensaje imperialista, la propaganda cinematográfica creó varios géneros cinematográficos nuevos como el espionaje, la ciencia ficción, la fantasía y, por supuesto, las películas bélicas.
Las películas de ciencia ficción experimentaron un crecimiento notable en la posguerra. Son el reino de la metáfora, la lucha entre la Tierra (Estados Unidos, los países occidentales) y los marcianos, llamados así porque procedían de Marte, “el planeta rojo”, poblado de seres extraños, malignos, que querían lo mismo que la URSS: invadirnos, acabar con “nosotros”.
El género alcanzó cotas paranoicas cuando en los años cincuenta la URSS comenzó a lanzar los primeros satélites artificiales, capaces de dar la vuelta a la Tierra sobrevolando por encima de las cabezas de los estadounidenses, dentro de artefactos siniestros, como los platillos volantes, los cohetes o los ovnis.
El género acaba confluyendo con la gran paranoia, la peor de todas, las armas nucleares, y en suma, con la constatación de que la URSS no era un experimento fallido, incapaz de alcanzar el nivel excelso del “estilo de vida americano” sino que podía superarlo.
Los sesenta fueron una época muy oscura para este tipo de construcciones ideológicas paranoicas. Si la URSS no era un país de fracasados, si podía ponerse al mismo nivel que Estados Unidos, entonces puede atacarnos y destruirnos. Estamos en peligro, que es la mejor manera de estar que tienen los países occidentales. Todo y todos nos amenazan, vivimos rodeados de riesgos, este mundo es peligroso…
La URSS era algo que había que tomarse muy en serio. En 1960 fueron capaces de derribar un U2 estadounidense, un avión diseñado para que nadie pudiera derribarlo.
La mejor expresión de aquella paranoia fue “Teléfono rojo volamos hacia Moscú”, una película estrenada por Stanley Kubrik en 1964, cuyo título en inglés es aún más fascinante: “Extraño amor: Cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba”. A la película no le falta de nada, ni siquiera un viejo científico nazi parapléjico (Strangelove, Amor extraño) que asesora a la Casa Blanca porque un experto siempre viene bien: los soviéticos (los comunistas) están contaminando Estados Unidos.
A la película ni siquiera le falta la presencia del actor Sterling Hayden, víctima de la caza de brujas por ser comunista, representando el papel de un general anticomunista que lleva un nombre significativo: Jack El Destripador.