TS bastión de Juan Carlos I: El poder judicial y la impunidad del monarca

¿Es posible investigar a un monarca en un Estado diseñado para blindarlo?

Cinco millones de euros defraudados. Una regularización fiscal bajo sospecha. Y un Tribunal Supremo que insulta a los querellantes, saliendo en defensa del monarca. La decisión de no investigar a Juan Carlos I ha dejado al descubierto mucho más que una disputa legal: ha evidenciado la función real de la justicia cuando se enfrenta al poder. Este artículo desentraña, desde una mirada marxista, los intereses que operan en la cúpula judicial y por qué la ley no es igual para todos (…).

La reciente negativa del Tribunal Supremo a investigar a Juan Carlos I por presunto fraude fiscal ha encendido una vez más el debate sobre la inviolabilidad del ex monarca, la desigualdad ante la ley y, sobre todo, el carácter profundamente clasista del aparato judicial en España.

Según los cálculos de la propia fiscalía, el monto del fraude (presuntamente) cometido por Juan Carlos I sería de más de cinco millones de euros, que dejó de pagar al fisco español entre 2016 y 2019.  Al monarca emérito se le permitió, posteriormente, acogerse a una “regularización voluntaria”, cuando ya había comenzado la investigación, para evitar así una  imputación directa.

Un grupo de juristas, entre quienes destacan José Antonio Martín Pallín —magistrado emérito del Tribunal Supremo— y los abogados de la Asociación Atenas, presentaron una querella por considerar que esta regularización fiscal del rey emérito fue una «simulación fraudulenta». Según estos  juristas,  la maniobra no debería tener efecto exculpatorio porque la ley establece que solo cabe la regularización si el defraudador no ha sido previamente notificado, mientras que en este caso la propia fiscalía informó a Juan Carlos I de la existencia de diligencias abiertas. Para los querellantes, de esta forma la  Fiscalía, lejos de actuar con independencia, habría colaborado en una estrategia para evitar el enjuiciamiento del exjefe del Estado.

Sin embargo, los magistrados del Tribunal Supremo, con Manuel Marchena a la cabeza, desestimaron esta querella, afirmando que los hechos estaban prescritos, no eran constitutivos de delito o ya habían sido objeto de una regularización conforme a derecho. Tan polémico como el contenido de este auto de los magistrados del Supremo ha sido su tono.

El alto tribunal calificó la querella como “disparatada” y se refirió a sus impulsores como “entusiastas valedores”, empleando un lenguaje irónico e impropio de una resolución judicial. En lugar de limitarse a valorar jurídicamente los hechos, los jueces se dedicaron a desacreditar a los querellantes, dedicando más de diez páginas a refutar sus argumentos sin permitir siquiera la incorporación de las pruebas solicitadas.

La actuación de los magistrados del Supremo no se puede considerar una mera anomalía jurídica o un error de interpretación. Se trata, por el contrario, de la manifestación de una estructura institucional levantada precisamente para evitar que el poder sea juzgado. Y eso incluye al reysímbolo y arquitecto del régimen del 78 surgido de la Transición.

LA INVIOLABILIDAD COMO «CANDADO DE CLASE»

El Estado —incluyendo sus instituciones jurídicas— no es un árbitro neutral entre ciudadanos, sino un instrumento de las clases hegemónicas para garantizar el orden social existente. Una suerte de «comité ejecutivo» de esas clases.

Así, no debería sorprender que el rey emérito, pieza clave de los pactos suscritos en 1978 figura decorativa pero también funcional para la continuidad del poder de dichas clases sociales, goce de una impunidad  que raya en lo divino.

Ya el artículo 56.3 de la Constitución Española viene a consagrar esta impunidad,  estableciendo que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”.

Esta fórmula, heredera directa de la doctrina de las Monarquías absolutas, fue mantenida en «democracia» para blindar a la figura del monarca. Pero más allá de la letra, lo que importa es cómo este principio se aplica cuando el poder da señales de tambalearse.

La regularización fiscal del emérito no fue un acto de contrición moral, sino una jugada legal calculada para ayudarle a escapar de la responsabilidad penal cuando ya estaba siendo investigado.

El Tribunal Supremo, por su parte, no solo miró para otro lado: cerró la puerta con sarcasmo y desdén hacia los querellantes, ridiculizando incluso sus argumentos jurídicos.

¿MAGISTRADOS NEUTROS E IMPARCIALES?

La sentencia del Supremo rezuma desprecio hacia quienes se atrevieron a denunciar al ex jefe del Estado. En lugar de ceñirse a los hechos, la Sala actúa como tertuliana televisivaeditorializa, insulta y convierte el derecho en burla. Este comportamiento no es anecdótico, sino estructural.

El derecho forma parte de la superestructura del Estado y refleja generalmente los intereses de la clase social que predomina en la sociedad. Por ello, la «justicia» que imparten los jueces cuando se enfrentan a casos que afectan directamente a los pilares del sistema —ya sean monarcas, grandes empresarios o altos cargos— se traduce en una forma de gestionar la estabilidad del régimen. En este sentido, la “neutralidad judicial” es una ficción burguesa, un velo que esconde la defensa activa del statu quo.

La actitud del Supremo es también un síntoma de la correlación de fuerzas internas en la magistratura. Lejos de ser un cuerpo homogéneo, el poder judicial está dividido en corrientes: sectores ultraconservadores como los del entorno de la Asociación Profesional de la Magistratura (APM), alineados con valores reaccionarios; grupos más «progresistas», cada vez más arrinconados; y un grueso de magistrados “tecnócratas”, que ante la duda siempre optan por lo que menos inestabilidad genere al sistema.

En este tablero, el sector conservador domina las alturas: controla el Consejo General del Poder Judicial y las salas clave del Supremo.   Por eso mismo, investigar al rey no solo es impensable para muchos jueces, sino que es visto como una amenaza al equilibrio general del Régimen.

LOS OBSTÁCULOS DE CLASE EN LA JUSTICIA BURGUESA

El caso de Juan Carlos I demuestra cómo funciona la impunidad institucionalizada. No es un fallo del sistema, es su funcionamiento normal. El derecho penal en los regímenes capitalistas actúa con una lógica selectiva: castiga severamente a quien transgrede desde abajo (pequeños delitos, desobediencia civil, protestas sociales), mientras ofrece todo tipo de salvaguardas a quienes lo hacen desde arriba.

Cuando se trata de juzgar a un rey, la Administración de Justicia se convierte en un campo minado de formalismos, tecnicismos, filtros y prerrogativas. Los recursos se eternizan, las pruebas se desprecian, y los procedimientos se convierten en un teatro para agotar a quien se atreva a denunciar. En última instancia, lo que se está protegiendo no es a una persona, sino a una institución que sostiene un sistema de dominación.

Por eso, la lucha contra la impunidad del emérito no es solo jurídica, es también una lucha política. Y lo es, en el sentido más amplio, porque permite cuestionar los fundamentos de un Estado que nació con pacto de silencio sobre los crímenes del franquismo, que se cimentó sobre una monarquía designada por Franco y que aún hoy sigue blindando a sus herederos.

¿Es posible someter al monarca a los tribunales? En teoría, sí. En la práctica, solo si se altera radicalmente la correlación de fuerzas en el interior del Estado y en la sociedad.

La Administración de justicia no se mueve solase mueve cuando la presión social, política y mediática hace que su inmovilidad sea más costosa que su acción.

Por eso mismo, cada denuncia, cada recurso, cada protesta importa. No porque vaya a cambiar el fallo del Supremo, sino porque desgasta su legitimidad, expone su parcialidad y demuestra que, efectivamente, la ley no es igual para todos.

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