Tres Francias

Oriol Bartomeus                                                                                                                                                                              8/07/2024

La brecha se produce entre la minoría integrada y las mayorías excluidas, la de los estallidos en los suburbios o la crisis de los chalecos amarillos. Ese grito, que es el grito del abandono, debe ser atendido

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Las elecciones a la Asamblea Nacional han mostrado de forma cruda la existencia de tres países diferentes en Francia, tres comunidades, tres maneras de pensar y de relacionarse con la idea y la realidad de la República. Tres Francias que se han expresado políticamente en estas elecciones, dando lugar a un resultado que va a ser difícil de gestionar y que por sí solo no soluciona nada, sino que expone una realidad compleja que se ha ido gestando en los últimos años, en las últimas décadas, ante la inacción de la clase política.

En primer lugar, existe una Francia conectada, la Francia de París, que se siente expresada en el macronismo, ese centro feliz, moderno, europeo, republicano, basado en una idea de la meritocracia y del statu quo, de la jerarquía y de un cierto orden natural de las cosas, en el que los que están arriba lo están porque se lo merecen, y dirigen las riendas del país por eso mismo, porque saben más, porque han ido a las escuelas que tocan, porque tienen la mano acostumbrada a empuñar los resortes del poder.

Frente a esta primera Francia están las otras dos, las Francias de los olvidados, de los que se sienten depauperados, hasta traicionados por la República que proclama la igualdad y la fraternidad. Estas dos Francias son mayoritarias, pero no suman entre sí.

Por un lado, está la Francia de la provincia, la Francia francesa que se sabe y se siente lejos de París, del gran centro donde todo se decide, donde están los que mandan, los que cuentan. Esta es la Francia de los pueblos y las ciudades medias, pero es también la Francia de los grandes polos industriales abandonados, de la región del norte, del Pas de Calais, del antiguo motor económico, de la siderurgia, los astilleros, de la antigua potencia industrial que un día hizo de este país una locomotora europea. Esta Francia se siente abandonada a su suerte y, por ello, conecta con el discurso de Le Pen, ese de reminiscencias gaullistas (“je vous ai compris”), de la Francia grande, unida… y blanca.

Esta última Francia, coherente con el papel de figurante que siente que le han otorgado, habitualmente no vota

En el otro extremo existe otra Francia que se siente igualmente olvidada y maltratada. Es la Francia de las banlieues, la Francia de los nuevos franceses, la Francia no blanca a la que se le niega la mera pertenencia a la República. Es la Francia que retratan películas como la maravillosa (y triste) Les misérables (Ladj Ly, 2019), una Francia atrapada entre el ideal republicano (la egalité) y su vivencia cotidiana de habitar un lugar incierto, entre el país de origen de sus padres y esa Francia en la que no se sienten integrados, de la que sienten (cada día, en cada uno de sus intentos) que no les quiere, que les trata como a ciudadanos de segunda. Esta última Francia, coherente con el papel de figurante que siente que le han otorgado, habitualmente no vota. Pero parece ser que ahora lo ha hecho.

En estas elecciones, la extrema derecha de Rassemblement National ha dado con la cuestión de fondo del debate político francés de las últimas décadas: el ius soli, es decir, el derecho automático a la nacionalidad que tienen todos los nacidos en suelo francés. Lo ha hecho, obviamente, dándole una solución falsa, aunque acorde con su discurso y con su intención de hacerse con el favor de la Francia francesa que se siente abandonada por París. La propuesta de los de Le Pen, anunciada en medio de la campaña, consistía en limitar o directamente eliminar el ius soli, es decir, en privar de la nacionalidad francesa a los hijos e hijas de los inmigrantes.

En el fondo, la extrema derecha proponía convertir en ley aquello que ya es una realidad cotidiana para miles de ciudadanos franceses, que lo son en la norma pero que no sienten serlo en la práctica. Es decir, dar carta de naturaleza al sentimiento de abandono por parte de la República que siente buena parte de los franceses de origen extranjero: los no blancos, los no cristianos, los niños y las niñas salidos de las banlieues, los que se sienten más representados por los jugadores de la selección que por cualquier miembro de la Asamblea Nacional.

Decía en una entrevista reciente Steven Levitsky, autor junto con Daniel Ziblatt del bestseller Cómo mueren las democracias que “el eje ya no es izquierda-derecha, sino cosmopolitas-etnonacionalistas”. Si trasladamos esa idea a la Francia actual, nos aparecería esa división en tercios, siendo los macronistas la minoría “cosmopolita” frente al “etnonacionalismo” de los franceses franceses que votan Le Pen. Pero en este esquema, ¿dónde quedarían los nuevos franceses a los que éstos niegan la pertenencia legal a la República y sienten que los primeros se la niegan por la vía de los hechos, de la cotidianidad? ¿Se verían obligados a construirse una “etnicidad” propia (el islam, por ejemplo) o a intentar (vanamente) integrarse en el cosmopolitismo?

Tal vez el eje no sea el que propone Levitsky sino otro, el que separa al sistema de aquellos que se sienten abandonados por él

Tal vez el eje no sea el que propone Levitsky sino otro, el que separa al sistema de aquellos que se sienten abandonados por él, que no sienten que forman parte de aquello que llamamos democracia y que, en principio, apela a todos, a la participación de todos en igualdad.

Pudiera ser que esta segunda vuelta de las elecciones legislativas haya dado una oportunidad a los franceses para girar el eje determinista que propone Levitsky en otro sentido, en el de hacer posible la creación de una República que haga honor al ideal integrador de su lema, que vacíe de razones a los que se sienten abandonados por ella, tanto a la Francia que reniega de París desde el terroir como a la que siente la exclusión en su día a día por el color de su piel o por el nombre y los apellidos que aparecen en su carte d’identité.

El electorado francés se ha dado una oportunidad para resolver el problema de fondo de la República, ese que se ha ido generando a lo largo de treinta años y que ningún gobierno ni ningún presidente ha sido capaz de corregir. La brecha entre la minoría integrada y las mayorías excluidas, esa que revienta en los recurrentes estallidos en las banlieues o en la crisis de los chalecos amarillos. Ese grito, que es el grito del abandono, debe ser atendido si Francia no quiere romperse en la lucha de y entre excluidos.

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Oriol Bartomeus

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