Fundación Ecuménica de Tierra Santa Randa Hasfura Anastas* 09/12/25
Unión Palestina de América Latina – UPAL
Hay lugares donde la historia no se ha detenido, sino que se desvanece lentamente bajo el peso del tiempo. Palestina, esa tierra de colinas, desiertos, valles y olivares —que los mapas llaman Tierra Santa—, ¡es uno de ellos!
Allí comenzó el misterio cristiano; allí el cielo tocó la tierra y el Verbo se hizo carne.
Pero hoy, la tierra que vio nacer la esperanza y la redención está rodeada de muros, alambradas y torres de vigilancia. En este paisaje de bloqueos y permisos, los villancicos suenan a mentira piadosa: «El camino que lleva a Belén» ya no serpentea entre pastores y corderos, sino entre soldados armados y asentamientos israelíes.
Estamos a un mes del final de lo que llamamos el «Año Litúrgico» (ese calendario del alma que marca el pulso de nuestra fe, con el que la Iglesia conmemora toda la historia de la salvación): concebido allí, en aquella tierra donde el tiempo se hizo eterno. Sí, Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua no son solo etapas del año litúrgico: son también los antiguos nombres de aquella tierra.
El Año Litúrgico se desarrolla con la serenidad de un calendario sagrado, pero se vive con ironía en los lugares donde «sucedió»: mientras los cristianos de todo el mundo se preparan para encender velas, decorar árboles y cantar himnos tradicionales, en Belén los comerciantes apagan las luces y los artesanos de madera de olivo cuentan los días sin turistas.
El Adviento palestino es una espera interminable: no por el Mesías (que ya ha llegado), sino por el permiso para cruzar el muro y asistir a misa o visitar a la familia. Y la Navidad palestina es ver la ciudad de Belén iluminada, pero ya no con alegría, sino para atraer a los pocos peregrinos que se atreven a venir, a pesar de los controles. En la Basílica de la Natividad, los sacerdotes rezan en medio de una ciudad silenciosa, mientras afuera los niños venden rosarios de madera de olivo a los viajeros que pronto regresarán al lado israelí. El pesebre sigue allí, pero los pastores ya no pueden acercarse.
Y luego, después de las fiestas, llega lo que el calendario cristiano llama Tiempo Ordinario: ese largo período del año en el que la vida vuelve a su cauce normal, sin el dramatismo de los grandes misterios. En Palestina, sin embargo, lo «ordinario» es el bloqueo. Desde 1948, la normalidad se ha llamado ocupación: puestos de control, registros, permisos, toques de queda, fronteras cerradas. La vida cotidiana es vivir con un muro tras la ventana, con tierras confiscadas, con iglesias separadas de sus fieles por carreteras militares. Es común que los niños aprendan a reconocer el sonido de drones o aviones militares antes que el de las campanas de la iglesia.
Es común que los cristianos se vayan marchando paulatinamente, hasta convertirse en una minoría casi invisible en la tierra donde nació su fe.
Y al llegar la Cuaresma, las colinas de Jericó evocan la soledad del desierto. Allí, según el Evangelio, Jesús fue tentado entre las piedras. Hoy, quienes viven en estas mismas tierras también son tentados: a la desesperación, al silencio, al exilio. Los peregrinos que aún recorren estos caminos ven pobreza y abandono, y comprenden que la cruz de Cristo no terminó en el Gólgota del año 33. En Palestina, cada día es Viernes Santo, y cada amanecer, un recordatorio de que la redención aún no ha llegado. ¡Una penitencia sin calendario!
Pascua, ¡qué magnífica celebración! Tiempo de luz y resurrección, debería llenar Jerusalén de alegría. Pero la ciudad más santa del mundo es también la más turbulenta. El repique de campanas se mezcla con los altavoces de las mezquitas, y los soldados israelíes custodian incansablemente las puertas del Santo Sepulcro… creando tensión en la ciudad santa. En la Vía Dolorosa, entre controles y miradas sospechosas, los peregrinos avanzan con cruces de madera, como si cada paso fuera una súplica de paz. En estas calles, la resurrección se convierte en una forma de resistencia: seguir viviendo, seguir creyendo, seguir esperando…
Y, sin embargo, a pesar de todo, en Tierra Santa la fe es palpable. Los cristianos palestinos (esas «piedras vivas» que siempre menciono en mis artículos) mantienen viva la llama. Tallan imágenes, enseñan en las escuelas, celebran misa y mantienen la esperanza con la tenacidad de quienes saben que la fe no es un «sentimiento», sino una forma de «sobrevivir con esperanza».
El resto del mundo, absorto en sus propios asuntos urgentes, parece haber olvidado que allí, entre el polvo y las piedras, aún se manifiesta el verdadero significado del cristianismo. Porque Tierra Santa no es un museo ni un parque temático evangélico (como lo llaman muchos movimientos católicos). Es un territorio vivo, herido y sagrado, donde la fe y la historia se entrelazan en una lucha silenciosa. Cada Adviento, cada Navidad, cada Cuaresma, cada Pascua, debería recordarnos que la fe nació en un pueblo específico, en una tierra específica, y que esta tierra sigue clamando justicia.
Si los cristianos de todo el mundo recordaran que Tierra Santa no es sólo un lugar del pasado, sino un presente sufriente, tal vez el Adviento sería esperanza, la Navidad alegría, la Cuaresma conversión, la Pascua resurrección… y el Tiempo Ordinario, en fin, un tiempo de vida.
*Randa Hasfura Anastas, diplomática salvadoreña de origen palestino y miembro de la Fundación Ecuménica de Tierra Santa
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