Nònimo Lustre*. LQS. Junio 2020
El mismo día en el que cuatro policías gringos asesinaron a George Floyd, unos cuantos aviones sauditas –algunos pilotados por gentes de piel oscura- bombardearon una aldea yemení sin ningún valor estratégico; nadie sabe cuántos aldeanos murieron. A la misma hora en la que el afro Floyd fue asfixiado con alevosía, premeditación y abuso de fuerza, unos militares franceses –algunos de ellos, de raíz africana-, dibujaban sobre un mapa la partición del agua y de los yacimientos petrolíferos de Libia; ninguno de los estrategas bélico-comerciales sabe cuánta gente va a morir dependiendo de dónde dibujen la línea de escisión. En el mismo minuto en el que el negro Floyd dejaba de respirar, cientos de humanos también lo hicieron. Entre ellos, unos judíos falashas de origen etíope que nunca llegaron a un hospital sionista; y unos cuantos palestinos –no sabemos si vivos o muertos- que sí llegaron pero sólo para las salas de extracciones de órganos. Asimismo, en ese mismo minuto, también dejaron de respirar los pasajeros de una patera que naufragó mientras cruzaba el Mare Nostrum –se rumorea que eran ‘subsaharianos’ sin papeles así que nadie sabe cuántos fueron…
A todas esas personas humanas –cuando hablamos de negros conviene la redundancia-, las ha matado el racismo. Y la cuenta podría ser infinita porque el racismo es un agente letal que infecta a la Humanidad desde que el mundo es mundo. O, mejor dicho, desde que unos pueblos deliraron creyéndose mejores que sus vecinos -les faltaría razón pero, sobrándoles la fuerza, se enriquecieron mediante el saqueo al prójimo, en este caso, próximo. En términos generales, el racismo es una forma extrema de etnocentrismo –my tribe, right or wrong-, que sólo puede ser practicada por quienes tienen la sartén por el mango. Las otras ‘tribus’, las aherrojadas, en su fuero interno también creen que son superiores –de no creerlo, se suicidarían en masa- pero sólo pueden manifestar esa superioridad en mitos, leyendas populares, pillerías y ensoñaciones. Es decir, el racismo es universal pero los poderosos presumen de ello y los desheredados, lo ocultan. Los primeros viven de él mientras que los segundos (el 99% de la Humanidad), lo padecen. En este post, sólo nos vamos a referir al racismo contra los negros.
El primer requisito para que el racismo sea popular es que los ‘racializados’ –palabra incomprensiblemente de moda- sean identificables a simple vista sin error. Los negros cumplen con esta premisa pero, como siempre hay grados de negritud, la fabricación del estereotipo debe fortalecerse con algunas notas accesorias. En este caso, los negros son identificados con los monos sobre la base de que ambos son ‘negros’. De nada sirve objetar que los monos son de muchas apariencias: los del Nuevo Mundo e Insulindia suelen ser claros y, si exceptuamos a los grandes simios (gorilas, chimpancés y bonobos) ni siquiera todos los póngidos africanos son oscuros. No importa, dijeron los racistas: negros y monos tienen los labios gruesos. Pues tampoco porque no todos los negros tienen bemba y, si miramos a los monos, la mayoría tienen labios finísimos o incluso inexistentes.
Si dejamos los chistes zafios, encontraremos que la única manera de medir la blancura o la negritud es observar el porcentaje de melanina en su epidermis. El melanin index o índice de melanina está bastante estudiado y mapeado. Por él sabemos que todas las ‘razas’ –caucásica incluida-, tienen algo de melanina. Más aún, si careciéramos de ella, si fuéramos albinos, el sol y los rayos ultravioletas, nos matarían. En cuanto a grados, los pueblos más melanínicos son los nilota-saharianos y los menos, los latinoamericanos –serán morenos pero no epidérmicamente ‘negros’, salvo los importados- y los asiáticos –menos algunos pueblos de India y Japón. Mi experiencia personal no llega a los nilotas pero sí a los melanesios. Allá pude observar que los indígenas de New Georgia (Islas Salomón) eran gente encantadora “más negros que el cordobán”; a su lado, los negros africanos estandarizados eran marrón claro, cercanos a la ictericia. Incluso añadiría que la variedad de la pigmentación africana es enorme; por ejemplo, los negros africanos más antiguos, los San (insultados como bosquimanos u hotentotes), aquellos de los que descendemos casi todos, son casi blancos.
Obviamente, estas precisiones biométricas les importan un rábano a los racistas. Más aún, de conocerlas, les servirían de argumentos para concluir que los negros son sub-humanos de nacimiento. De hecho, en ese racismo radica que se haya eliminado del imaginario colectivo la mácula que anega a lo que ellos creen que es la Primera Civilización: el Egipto Antiguo. Pero, si observamos las estatuas faraónicas, comprobaremos que muchas ostentan rasgos negroides –la famosa bemba. Y no es necesario distinguir entre los nubios de Nilo arriba y los del delta porque hay ejemplos en ambas épocas. De ahí que Nefertiti sea tan famosa: porque es de los pocos ejemplos que tienen para destacar la (atribuida) hegemonía caucásica de los faraones. El racismo europeo -español- es tan profundo que hasta se incrustó en los colores -los liberales que combatieron a los absolutistas de la perniciosa reina Isabel, eran los ‘negros’ a los que se fusilaba sin juicio previo.
Por todo ello, me complace que muchos White People se hayan sublevado con el eco del enésimo asesinato racista en los USA. En las ciudades europeas se pinta BLM (Black Lives Matter) y se actualiza el veterano ACAB (All Cops Are Bastards) Se han ‘profanado’ varios monumentos que significaban lo más florido de la Civilización Europea (¿hay otra?), incluyendo estatuas de Churchill –un racista congénito- pero, si tuviera que destacar una acción maravillosa, elegiría el derribo en Bristol de la efigie de Edward Colston (1636 –1721), un tiburón de las finanzas que comenzó trapicheando en España con vino y telas para luego dar el salto al más lucrativo negocio de la trata de esclavos (imagen de portada) Como él hubo muchos genocidas pero Colston ha pasado a la historia como ¡filántropo! y, de hecho, hay multitud de charities británicas que llevan su nombre o que están orgullosas de su legado.
En cuanto a España-Spain, a poco que simplifiquemos podremos concluir que buena parte de la gran burguesía de finales del siglo XIX y principios del XX –especialmente la catalana-, se enriqueció gracias al comercio de esclavos. Por ello, hace un par de años aplaudí la retirada de la estatua del fétido Antonio López y López –un negrero especialmente sangriento-; la acometió el ayuntamiento de Barcelona continuando el primer derribo que sufrió esa estatua, allá durante la II República. Pero aún quedan más monumentos a derribar o re-significar. Por citar unos pocos ejemplo, los Güell, los Vidal-Quadras y los Mas, son dinastías putrefactas tan nauseabundas como los March pero que se esconden mejor que esos piratas mallorquines. Por lo demás, so pretexto del combate contra el racismo, bien pudiéramos limpiar Europa de bronces indebidos. No quedaría ni una efigie royal ni un prócer a caballo. Sólo salvaríamos las esculturas a los Ángeles Caídos. Y el bolero de los angelitos negros.
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