Soviets y electricidad: receta de Lenin no salvó a la URSS pero puede salvar a Rusia

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Rusia es la mayor potencia energética del mundo, con gran diferencia respecto a cualquier otro país, y no sólo por sus abundantes recursos naturales, sino por tecnología energética. Es lo mismo referirse al carbón, que al petróleo, al gas, o a la energía nuclear. Rusia está muy por delante de cualquier otro país del mundo porque así se planificó desde los primeros tiempos de la URSS.

Hace poco se celebraron 100 años de la creación de la Goelro, el acrónimo de la Comisión Estatal para la Electrificación de Rusia, fundada por Lenin. Empezó a marcar la diferencia entre la dirección consciente de la economía bajo el socialismo y los vaivenes de los mercados en el capitalismo. Los planes quinquenales siguieron esa misma política estratégica de dar prioridad a la energía, a la industria siderúrgica y a la tecnología. Sin ellos la URSS no hubiera logrado sobrevivir y Rusia tampoco.

A veces la política soviética se resume en una conocida frase de Lenin: el socialismo son los soviets y la electricidad. A Rusia le quitaron los soviets, pero no lograron arrebatarle la energía. Si el imperialismo quiere destruir a Rusia es, entre otras razones, para apoderarse de sus fuentes de energía.

Desde 1973 se dice que las guerras modernas tienen su origen en el petróleo, lo cual es cierto en buena parte. Por lo menos, es cierto para Rusia por un motivo evidente: cuando la URSS fue capaz de satisfacer sus necesidades energicas y las de los demás países del Bloque del Este, empezó a exportar petróleo a Europa, y desde entonces todos los esfuerzos de Estados Unidos han tratado de impedirlo. Volar los gasoductos es volar el acercamiento de Europa a Rusia (y de Rusia a Europa) que se inició con la “Ostpolitik” de la socialdemocracia alemana.

En 1970 el gobierno socialdemócrata de Willy Brandt rompió el embargo impuesto por Estados Unidos en 1962 para suministrar tuberías de gran diámetro a la URSS para la finalización del último tramo del gasoducto Druzhba (“Amistad”) que desde 1973 ha suministrado a Alemania 3.000 millones de metros cúbicos de gas soviético cada año a precios que no tienen competencia en el mercado mundial.

La recuperación de la industria alemana y su capacidaad exportadora debe mucho a los suministros de gas soviético.

Diez años más tarde, Reagan autorizó en una orden secreta la voladura de aquellas primeras tuberías que empezaban a trasladar gas a Europa por encima y por debajo del muro de Berlín. Además impuso un embargo sobre la entrega de cualquier equipo para la exploración de petróleo y gas natural a la URSS. El embargo sembró la confusión en la cumbre del G7 celebrada en Versalles en junio de 1982.

Reagan también anunció sanciones contra cualquier productor europeo que abasteciera a los soviéticos con los suministros necesarios, lo que entonces se consideró en Europa como la típica intromisión estadounidense contra Europa.

El embargo se levantó en noviembre de 1982 y la URSS empezó a construir el oleoducto Urengoy-Pomary-Uzhhorod con una capacidad de 28.000 millones anuales de barriles de crudo. Fue volado por la CIA mediante uno de los primeros sabotajes informáticos que ha conocido la historia, lo que retrasó su entrada en funcionamiento.

Pero las tuberías no sólo tienen el problema del origen y el destino, sino el del recorrido que atraviesan. En 1970, a pesar de que se había firmado el Tratado de Moscú sobre el reconocimiento mutuo de la República Federal de Alemania y la República Democrática Alemana, los occidentales exigieron a Moscú que el nuevo oleoducto pasara por alto el territorio oriental y entrara por Checoslovaquia.

Del mismo modo, el Nord Stream 2 se tuvo que tender por el fondo marino del Báltico para sortear a países, como Ucrania y Polonia, que siguen a ciegas los dictados que les llegan de Washington. Ni en Berlín ni en Moscú se fiaban de los nuevos perritos falderos de Estados Unidos en el este de Europa.

Ucrania no sólo perdió el gas que le llegaba de Rusia, sino también el dinero que dejaba el tránsito. Los 56.000 millones de metros cúbicos que pasaban por el gasoducto hacia Alemania dejaban 3.000 millones de dólares en ingresos cada año.

Como casi todos los políticos rusos, Putin llegó a la Presidencia suspirando por mejorar sus lazos con Europa, mientras Estados Unidos no ha tenido otro propósito que destruirlos, como ilustra el caso de Mijail Jodorkovsky, al que las grandes cadenas de televisión mundiales tan pronto califican de “magnate” como de “disidente”.

Era el hombre más rico de Rusia hasta que llegó Putin y mandó parar. Le detuvieron en 2003 y pasó una década entre rejas. Amasó su fortuna en la petrolera Yukos, saqueando el patrimonio soviético, hasta que todo volvió a su cauce cuando la empresa fue absorbida en parte por Rosneft, una empresa pública.

El plan de Estados Unidos era el siguiente: Jodorkovsky se disponía a vender Yukos al monopolio anglosajón Exxon Mobil por 25.000 millones de dólares, una ganga que, con el apoyo de Estados Unidos, le iba permitir financiar una campaña presidencial para deslojar a Putin de la Presidencia.

En ese momento Estados Unidos empezó a comprender que nunca conseguiría apoderarse de las materias primas rusas y que Putin era un enemigo de cuidado. Han transcurrido 20 años y ahora Estados Unidos es un país exportador de gas licuado y pretende sustituir a Rusia en el mercado europeo. Lo explicó Trump abiertamente en la cumbre de la OTAN de 2018: o Estados Unidos se cuela en el negocio del gas ruso o impone sanciones a Alemania.

A Rusia le ha costado comprender que su futuro, político y económico, no está en Europa, un continente en plena decadencia, sino en el Extremo Oriente, en los “tigres asiáticos”. Le costará aún más comprender que, por sí misma, la electricidad tampoco es suficiente. Le queda la otra mitad de la ecuación leninista: los soviets.

 

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