Souleymane y el arte de lo real

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Boris Lojkine se pone a la altura de los grandes maestros del neorrealismo en la extraordinaria ‘La historia de Souleymane’, una película de una sensibilidad fuera de lo común.

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Abou Sangare en una escena de ‘La historia de Souleymane’. UNITÉ FILMS

Intentar hablar de cine después de ver La historia de Souleymane podría resultar incluso frívolo. La película de Boris Lojkine, por su contenido humano, social y político, es mucho más que cine. Pero es cine, claro, y de la mejor especie, si nos atenemos a los postulados de André Bazin: «El cine alcanza su plenitud al ser el arte de lo real». Aquí, la realidad está representada por la figura de Souleymane Sangaré, un rider sin papeles al que acompañamos durante dos días por las calles de París. Precisamente, los dos días anteriores a su entrevista como solicitante de asilo. Durante su periplo no sólo lo vemos a él (con sus dificultades, con sus penurias), nos vemos también a nosotros, los europeos. Nos vemos aunque no estemos ahí sino tangencialmente. Aunque casi todos los actores de la película sean de origen africano, también estamos ahí, somos «lo que queda fuera», el «campo ciego» del que hablaba Barthes. Ese campo es la sociedad que estamos construyendo, inhumana, insensible, vertiginosa, egoísta.

Habrá quien compare la película de Lojkine con el cine de los hermanos Dardenne. Lo cierto es que es mejor. En el verismo de los Dardenne hay a menudo un tono artificioso y tremendista. Podría decirse que se ve el truco. En La historia de Souleymane también hay truco, por supuesto, como en cualquier película, pero no se ve. Lojkine consigue algo prodigioso: hacer olvidar el carácter ficticio de la ficción. Porque, en el fondo, no todo es del todo ficticio. Su protagonista, Abou Sangare no es rider en la vida real, es mecánico, pero su historia es básicamente la misma que la de su personaje: dejó Guinea Conakry atravesando el desierto de Mali, pasó por Argelia, fue encarcelado en Libia, donde sobrevivió en las condiciones más atroces que puedan imaginarse, y llegó por mar a Italia.

Recientemente pudimos ver otra película espléndida sobre ese mismo trayecto: Yo, capitán, que Matteo Garrone rodó, de forma bellísima, como una odisea, como una aventura épica y trágica al estilo de Joseph Conrad o de Jack London. Si tuviéramos que colocar a Souleymane en un universo literario, por su carácter íntimo, por su profundidad, su sitio sería quizás el de los clásicos rusos. Humillado y ofendido, Souleymane es (y disculpen el lenguaje religioso, pero es que no hay otra forma de decirlo) un espejo del alma humana.

El trabajo de Abou Sangare (actor no profesional, como todos sus compañeros de reparto) fue premiado en Cannes, en Gijón, en los César y en los premios del Cine Europeo. En estos últimos se impuso a actores de la talla de Ralph Fiennes o Daniel Craig. Los premios, en realidad, valen para poco, pero éste sirve, por comparación, para hacerse una idea de la verdadera dimensión de esta interpretación. Sangare se abre ante la cámara, sin histrionismos, como en el monólogo susurrado de un personaje de Chéjov, y deja al espectador temblando.


‘La historia de Souleymane’, de Boris Lojkine, se estrena en cines el 30 de abril.

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