

El 26 de noviembre de 1883, en Battle Creek, Michigan, murió Isabella Baumfree, la mujer que el mundo conocería como Sojourner Truth. Más de mil ochocientas personas llenaron una iglesia presbiteriana para despedir a quien había sido una de las voces más incisivas y necesarias del siglo XIX. Su multitudinario funeral, fue el reconocimiento de que aquella mujer que nació en la esclavitud, y que jamás aprendió a leer o escribir, había desarmado con su palabra los cimientos ideológicos de dos sistemas tan íntimamente entrelazados como la esclavitud y el patriarcado blanco.
Cuando hablamos de Sojourner Truth, tendemos a caer en la trampa de la inspiración. La convertimos en una figura emotiva del pasado, una heroína conmovedora cuyo famoso discurso de 1851 (acaso no soy una mujer) arranca lágrimas y aplausos. Pero esa lectura nos priva de lo fundamental. Truth fue una pensadora política que articuló con agudeza implacable las contradicciones del feminismo blanco de su época y planteó las tensiones centrales del feminismo negro contemporáneo décadas antes de que ese término existiera.
Nacida alrededor de 1797 en el condado de Ulster, Nueva York, Isabella creció hablando neerlandés, la lengua de quienes la esclavizaban. Fue vendida a los nueve años junto con un rebaño de ovejas por cien dólares. A lo largo de su vida pasó por las manos de cuatro amos diferentes. Conoció el látigo, la separación de su familia, la violación sistemática que era inherente al sistema esclavista. En 1826, cuando su esclavizador John Dumont le negó la libertad que le había prometido argumentando que una herida en su mano la había vuelto menos productiva, Isabella tomó una decisión que cambiaría su vida y la historia. No huyó. Caminó. «No salí corriendo, pues lo pensé algo perverso. Salí andando, creyendo que eso estaba bien», diría después.
Esa distinción importa. Isabella rechazó ser definida como fugitiva, como criminal. Se definió a sí misma como alguien que simplemente se marchó de un lugar donde no debía estar. Ese gesto de autodefinición recorre toda su trayectoria. En 1843, después de una conversión religiosa profunda, cambió su nombre a Sojourner Truth, un acto de bautismo político que significaba «la verdad de quien viaja». El nombre encerraba una misión. Viajar y decir la verdad sobre lo que el sistema esclavista hacía a los cuerpos negros, especialmente a los cuerpos de las mujeres negras.
El discurso que pronunció en la Convención de los Derechos de la Mujer de Ohio en Akron, en mayo de 1851, es uno de los textos fundacionales del pensamiento afrofeminista. Existe una versión popularizada de ese discurso, titulada «¿Acaso no soy una mujer?», publicada doce años después por Frances Dana Barker Gage, que presenta a Truth hablando con un acento sureño estereotipado que jamás tuvo. Gage, una mujer blanca, reescribió las palabras de Truth para hacerlas más «digeribles» para una audiencia blanca, borrando su voz real y sustituyéndola por una caricatura de la «mamá negra» del sur. La versión original, transcrita por Marius Robinson, amigo de Truth y presente en la convención, nos cuenta algo muy distinto.
En esa versión auténtica, Truth desmonta con precisión quirúrgica el concepto de femineidad que las sufragistas blancas defendían. Ellas hablaban de mujeres como seres frágiles que necesitaban protección, ayuda para subir a los carruajes, un lugar privilegiado en cualquier espacio. Truth les respondió desde su experiencia. «Nadie me ayuda nunca con los carruajes, ni me levantan al pasar las zanjas o los charcos de barro. He arado, plantado y recogido en los graneros, y ningún hombre encabezó mi tarea». Su argumentación era un diagnóstico político de una estructura que las mujeres negras seguimos denunciando hoy.

Lo que Truth estaba señalando es que el concepto de «mujer» que el feminismo blanco defendía era un concepto racializado y clasista. Las mujeres blancas de clase media pedían protección y derechos desde una posición de relativa comodidad. Las mujeres negras esclavizadas, en cambio, habían sido sometidas a un régimen de explotación laboral que las masculinizaba en el imaginario blanco precisamente para justificar esa explotación. Si las mujeres blancas eran frágiles, las mujeres negras eran fuertes. Si las mujeres blancas necesitaban protección, las mujeres negras podían soportar el látigo. Esa división no era funcional al sistema.
El cuerpo de Truth era un campo de batalla político. Ella lo sabía. En 1858, durante un discurso, alguien de la audiencia la acusó de ser un hombre. La respuesta de Truth fue desabotonarse la blusa y mostrar sus pechos. Fue un acto de desafío. Su cuerpo, marcado por las cicatrices del trabajo esclavo, por los partos forzados, por el látigo, era la prueba viviente de lo que el sistema hacía a las mujeres negras. Y ese cuerpo reclamaba el derecho a ser reconocido como mujer, pero no bajo los términos del feminismo blanco.
La maternidad fue otra de las tensiones centrales que Truth planteó. En la versión de Gage del discurso de 1851, se atribuye a Truth haber dicho que tuvo trece hijos, todos vendidos como esclavos. Los registros históricos indican que tuvo cinco hijos, uno de ellos vendido ilegalmente a Alabama cuando le faltaba un año para ser legalmente libre. Truth demandó al esclavizador y ganó, convirtiéndose en la primera mujer negra en ganar un juicio contra un hombre blanco. Pero más allá de los números, lo importante es la estructura. Truth señaló que la maternidad bajo la esclavitud no era maternidad en el sentido que las mujeres blancas lo entendían. Era reproducción forzada. Era producción de mano de obra. Sus hijos no eran suyos. Eran propiedad.
Esta experiencia encuentra ecos en los debates afrofeministas actuales sobre trabajo reproductivo, sobre el control de los cuerpos de las mujeres racializadas, sobre la maternidad como institución atravesada por el racismo. Hoy, cuando discutimos sobre los vientres de alquiler, sobre las mujeres racializadas que cuidan a los hijos de otras mujeres mientras abandonan a los suyos, sobre las trabajadoras del hogar en condiciones de semiesclavitud, estamos hablando de lo que Truth denunció hace más de ciento setenta años. El sistema sigue extrayendo trabajo reproductivo de los cuerpos de las mujeres negras para sostener la vida de otros.
Truth también disputó la autoridad moral del feminismo blanco. Cuando las sufragistas argumentaban que las mujeres merecían el voto porque eran puras, educadas y moralmente superiores a los hombres negros, Truth preguntó dónde quedaban las mujeres negras en esa ecuación. Cuando Elizabeth Cady Stanton declaró que no apoyaría el voto para los hombres negros si las mujeres blancas no lo obtenían también, Truth rompió con ellas. No por sectarismo. Sino porque entendía que esa postura reproducía el racismo y traicionaba la lucha por la emancipación colectiva.
El análisis de Truth sobre el trabajo no remunerado también fue adelantado a su tiempo. Ella señaló que las mujeres negras habían estado trabajando desde la esclavitud, sosteniendo con su labor las plantaciones, las casas de los amos, las economías del sur. Ese trabajo nunca fue reconocido como trabajo. Fue naturalizado como «lo que hacen las negras». Hoy, cuando hablamos de la invisibilización del trabajo de cuidados, cuando señalamos que son mayoritariamente mujeres racializadas quienes limpian, cuidan, cocinan en condiciones precarias, estamos hablando de una continuidad histórica que Truth ya diagnosticó.
Después de la Guerra Civil, Truth trabajó con personas recién liberadas en Virginia, ayudándolas a encontrar empleo, construir escuelas, reclamar tierras. Intentó durante años conseguir que el gobierno federal les concediera tierras a las personas antiguamente esclavizadas. Fracasó. Pero su insistencia dejó claro que para ella la emancipación no era un proyecto económico y político que implicaba reparación material.
Truth murió a los ochenta y seis años, después de décadas de activismo. Su legado nos inspira más que nunca. Cuando hoy discutimos sobre interseccionalidad, sobre cómo el género, la raza y la clase se entrelazan para producir experiencias diferenciadas de opresión, estamos caminando por el terreno que Truth ya había trazado. Cuando denunciamos que el feminismo hegemónico sigue ignorando las experiencias de las mujeres racializadas, estamos repitiendo lo que Truth dijo en 1851.
Su pensamiento fue estratégico, claro, radical. Identificó las fracturas del movimiento feminista antes de que ese movimiento tuviera siquiera un nombre. Señaló que la emancipación de las mujeres blancas no podía construirse sobre la explotación de las mujeres negras. Que el concepto de mujer era una construcción racializada. Que el trabajo reproductivo era un campo de batalla. Que el cuerpo era político. Que la libertad no era un documento legal. Era una transformación material de las condiciones de vida.
Hoy, cuando recordamos el aniversario de su muerte, no deberíamos contentarnos con la admiración. Deberíamos reconocer que Truth fue una arquitecta del pensamiento afrofeminista. Que planteó las preguntas que seguimos haciéndonos. Que su análisis sigue siendo necesario porque las estructuras que ella combatió siguen operando, aunque con otras formas. La esclavitud legal terminó. Pero el sistema que extrae valor de los cuerpos racializados, que explota el trabajo reproductivo, que niega la humanidad plena a las mujeres negras, persiste.
Sojourner Truth caminó hacia su libertad en 1826. Y con ese gesto inauguró una forma de pensar la emancipación que todavía estamos aprendiendo a escuchar.

Marián Cortés Owusu
