Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2021/12/19/socialismo-por-perry-anderson/
¿SOCIALISMO? por Perry Anderson
Junio de 19921
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Para desestabilizar el esquema de Fukuyama no basta con mostrar que subestima o pasa por alto las deficiencias del orden mundial dominado por el capitalismo liberal. Todas [las] limitaciones evidentes en el planteamiento de Fukuyama, (la versión extensa, por ser más rica y por lo tanto más específica, resulta más vulnerable que el bosquejo inicial) no por ello deja de requerir la misma actitud responsable por parte de cualquier crítica que se le haga.
Se hace necesario mostrar una alternativa plausible sin caer en meras posiciones ante lo impredecible o escudarse en cambios apenas terminológicos. Fukuyama parte del argumento de que la democracia capitalista es la última forma descubierta de la libertad y lleva la historia a su fin no porque resuelva todos los problemas, sino porque permite conocer de antemano todas las soluciones posibles. Éstas pueden hallarse en el modelo social propio de Norteamérica, Europa occidental y Japón, que con el tiempo será implantado en el Segundo y el Tercer Mundos. En un examen riguroso, tales soluciones se revelan menos viables o seguras de lo pretendido. Pero ello no significa que otras distintas resulten factibles. La tesis de Fukuyama no es postiza ni descabellada, pues apela a la convicción general de que el colapso del bloque soviético indica que tal es el caso. El fin de la historia representa, sobre todo, el fin del socialismo.
El destino que sufrió el [llamado ‘mundo comunista’] no es, por supuesto, privativo de éste. La cascada de regímenes burocráticos que han caído en el lapso de dos años, desde el Gobi hasta el Adriático, llevándose por delante a la Unión Soviética, ha sido sin duda el episodio más espectacular. La tradición de la Tercera Internacional quedó en ruinas, mientras que su rival en el Occidente sobrevivió. Pero los herederos de la Segunda Internacional se han ido tornando cada vez más estériles. Los logros históricos de la socialdemocracia europea después de la guerra se limitan a servicios de bienestar y una política de empleo para todos y su manifestación más extrema ha sido una que otra nacionalización. Hoy en día, todo esto se ha diluido o ha sido abandonado sin ser reemplazado, y la falta de dirección ha conducido a una declinación del poder. Hoy por hoy, los clásicos bastiones nórdicos de la socialdemocracia se encuentran, por primera vez desde los años veinte, ante todo en manos de los conservadores. Mientras tanto, en el Tercer Mundo la dinámica de liberación nacional se ha extinguido casi totalmente, y los movimientos que alzaban la bandera del socialismo en la lucha de liberación se han deslindado de él, desde Yemen hasta Angola. El símbolo del momento es un virrey americano en Londres que media en un conflicto en el cabo de Hornos entre una guerrilla que se arrepiente de haber simpatizado con China y otra de haberlo hecho con Albania, a petición de ambas. Ninguna de las corrientes que han entrado a desafiar el capitalismo en este siglo puede contar hoy en día (1992) con un espíritu de lucha o un apoyo popular.
Las razones de esta confusión general son más profundas de lo que traslucen los titulares corrientes: ‘los desastres del totalitarismo’, ‘la corrupción en las instituciones de bienestar y seguro social’, ‘las decepciones de la autogestión’. Los fundamentos de la concepción clásica del socialismo eran cuatro: una proyección histórica, un movimiento social, un objetivo político y un ideal ético. La base objetiva de la esperanza de trascender el capitalismo yacía en la creciente naturaleza social de las fuerzas de producción industrial. Esta tendencia provocaría que la propiedad privada de los medios de producción –que ya estaba generando crisis periódicas– resultase a la larga incompatible con la lógica misma del desarrollo económico. El agente subjetivo capaz de asegurar una transición hacia relaciones sociales de producción seria el obrero colectivo, a su vez un producto de la industria moderna, es decir, la clase obrera misma, cuya organización prefiguraba los principios de la sociedad por venir. La institución más importante de esa sociedad sería la que planease deliberadamente el producto social de sus ciudadanos, los cuales se convertirían en productores-libremente-asociados que compartiesen entre todos sus medios de subsistencia básicos. El valor central de tal orden sería la igualdad, no en el sentido de una estricta reglamentación, sino entendida como una repartición de los bienes adecuada a las necesidades de todos y cada uno y una distribución de tareas ajustada al talento de cada cual, en una sociedad sin clases.
Hoy en día se cuestionan todos estos elementos de la visión socialista. La tendencia secular hacia el incremento de las fuerzas sociales de la producción, tal como lo entendían Marx o Luxemburg –es decir, el crecimiento de complejos de capital fijo cada vez mayores y más interconectados, que requieren una administración centralizada–, se extendió desde la revolución industrial hasta el prolongado boom después de la Segunda Guerra Mundial. Pero en los últimos veinte años ha cambiado por completo, pues los avances tecnológicos en transporte y comunicaciones han desconcentrado los procesos de manufactura y descentralizado las fabricas a un ritmo cada vez mayor. Al mismo tiempo, la clase obrera industrial, cuyas filas se multiplicaron en los países metropolitanos hasta mediados de siglo, ha disminuido en tamaño y en cohesión social. A nivel mundial, su número absoluto se incrementó durante ese mismo período en la medida en que la industrialización se ha expandido hacia el Tercer Mundo. Pero, puesto que la población global ha crecido más rápidamente, su número relativo en proporción a la cantidad de personas se ha ido reduciendo constantemente. Los logros de una planificación central fueron notables en tiempos de guerra, tanto en las sociedades soviéticas como en las capitalistas. Pero, en condiciones de paz, el sistema de administración planificada desde arriba en los países comunistas resultó totalmente ineficaz para controlar los problemas que implica la coordinación de economías cada vez más complejas. Esto produjo más irracionalidad y desperdicio que en los sistemas mercantiles durante el mismo período y gradualmente se presentaron síntomas de potencial derrumbe. La igualdad como tal, un valor por lo menos retórico de la vida pública después de la Segunda Guerra Mundial, aunque negada en la realidad, se desecha hoy en día por imposible o indeseable. De hecho, el sentido común de nuestra época considera que todas las ideas que motivaban la fe en el socialismo han perdido vigencia. La producción masiva ha sido sobrepasada por el posfordismo. La clase obrera sólo se concibe como un recuerdo tenue que se desvanece en el pasado. La propiedad estatalizada se convirtió en garantía de la tiranía y de la ineficiencia. La igualdad sustancial se presenta cómo incompatible con la libertad y la productividad.
¿Cuán definitivo es este veredicto generalizado? En realidad, ninguno de los cambios objetivos que han afectado la reputación del socialismo se encuentra libre de ambigüedades. La socialización de las fuerzas productivas entendida como su concentración física, en lo que su refiere tanto al tamaño de las plantas industriales como a su localización geográfica, se ha restringido. Pero, entendida como su interconexión técnica –el encadenamiento de múltiples unidades productivas en un proceso final de integración–, ha aumentado enormemente. Cada vez hay menos sistemas de manufactura autosuficientes a medida que se expanden las empresas multinacionales. Los consorcios modernos han creado una red de interdependencia global, imposible de imaginar en los tiempos de Saint-Simón y Marx. El proletariado industrial en los países capitalistas ricos ha disminuido significativamente, tanto en la manufactura como en la minería. Si se juzga a partir de las tendencias actuales de productividad y población, nunca va a recuperar su predominio numérico a escala mundial. Pero el número de asalariados, todavía una minoría de la población global a mediados de siglo, se ha acrecentado a un ritmo sin precedentes, a medida que el campesinado del Tercer Mundo ha ido abandonando sus tierras. La planificación desde arriba del antiguo bloque soviético está desacreditada y desmontada. En el mundo capitalista, sin embargo, la planificación corporativa no había sido nunca tan compleja y ambiciosa, tanto en la escala como en el alcance de sus cálculos, abarcando todo el mundo y estrechando los lapsos temporales. Incluso la igualdad, en todas partes considerada un obstáculo para el progreso económico, se ha extendido constantemente durante este período como un derecho tanto legal como adquirido. Las fuentes del socialismo, tal como se lo suponía tradicionalmente no se han secado sin motivo.
Pero constatar esto no implica asegurar que estas fuentes presentarán mejores resultados en el futuro que en el pasado. Para demostrar que el socialismo puede ser una alternativa válida al capitalismo es necesario comprobar si el primero posee el potencial para resolver los problemas que se le presentan a este último en el momento de su triunfo histórico. En la época del Manifiesto Comunista, Mill señalaba que:
«si hubiera que escoger entre el comunismo con todas sus oportunidades y el estado actual de la sociedad con todos sus sufrimientos e injusticias; si la institución de la propiedad privada necesariamente tuviese como consecuencia que el producto del trabajo se distribuyera como lo vemos ahora, prácticamente en proporción inversa al trabajo: las mayores porciones para aquellos que jamás han trabajado, la siguiente mas grande para aquellos cuyo trabajo es meramente nominal, y así en escala descendente, con una mengua de la remuneración a medida que el trabajo se hace más pesado y desagradable, hasta llegar al trabajo más fatigante y agotador corporalmente, con el que no se tiene la certeza de ganar siquiera para las necesidades vitales; si la alternativa es esto o el comunismo, todas las dificultades, grandes o pequeñas, del comunismo no pesarían más que el polvo en la balanza».
Pero, apuntaba Mill, éste no era el caso. Pues:
«para que la comparación sea válida, debemos cotejar el comunismo en su expresión más alta con el régimen de propiedad privada no como es, sino como podría hacerse. El principio de propiedad privada nunca ha tenido un juicio justo en ningún país».
Sólo el futuro podría decidir entre las ventajas comparativas de ambos sistemas, y el criterio decisivo seria probablemente cuál de los dos se mostraba «consistente con la mayor cantidad de libertad humana y espontaneidad».2
El sistema de propiedad privada sí se transformó, aun cuando no lo hizo exactamente como Mill lo había previsto, y la comparación resultó ventajosa para éste. Pero la cuestión tal como Mill la planteaba no ha sido resuelta aún. Pues es el otro pie el que tiene puesta la bota. ¿Se le ha hecho un juicio justo al socialismo, acaso lo hemos visto, no tal como realmente existió, sino como podría ser, «en su expresión más alta»? Los cambios que esto implica pueden alejarse tanto de las expectativas de Marx como aquellos que alteraron el capitalismo lo hicieron de las ideas de Mill. Pero, para que esta posibilidad tenga un significado, no deben mirarse las circunstancias utópicas, sino las condiciones reales del mundo en el próximo siglo. ¿Cuáles son las posibilidades de que el socialismo sea capaz de lidiar con éstas mejor de lo que lo hace el capitalismo?
Intelectualmente, la cultura de la izquierda se encuentra lejos de haberse desmovilizado a causa del colapso del ‘comunismo’ [soviético] o del callejón sin salida en que se halla la socialdemocracia occidental. En este sentido, la vitalidad de la tradición socialista sigue manifestándose de muchas maneras. En medio de una gama de propuestas de renovación, hay dos temas que sobresalen por suscitar el mayor consenso. Un socialismo más allá de la experiencia de la tiranía estalinista y del suivisme socialdemócrata no implicaría ni la imposible abolición del mercado ni una adaptación acrítica a sus condiciones. Las diferentes formas de propiedad colectiva de los principales medios de producción –cooperativa, municipal, regional, nacional– deberían seguir utilizando el mercado como lugar de intercambio, bajo la guía de una amplia planificación pública de los equilibrios macroeconómicos. Diane Elson ha elaborado la más impactante de estas concepciones. Invierte la noción común de que una economía asentada cada vez más en la información ha hecho que cualquier alternativa al capitalismo resulte obsoleta, exigiendo que se eliminen los anacrónicos secretos comerciales e industriales. Su objetivo es una socialización del mercado que transfiera el poder a los productores dentro de las empresas que compiten entre sí, las que a su vez han de tener conocimiento de las técnicas y los costos de las otras. Igualmente, se debería asegurar a cada hogar su independencia por medio de una garantía de ingresos básicos.3
Son varios los mecanismos de planificación que se pueden aplicaren un mercado socializado de este tipo, pero todos implican algún control .central por parte del sistema de créditos. Tales controles, a su vez –y éste es el segundo tópico principal de los estudios al respecto en la actualidad–, tendrían que rendirle cuentas a una democracia mucho más articulada en sus forman que cualquiera de las que ofrece la versión capitalista. Tal democracia invitaría a la participación electoral en lugar de a la indiferencia, minimizaría las barreras entre los diputados y sus representados, abriendo y regulando procesos ejecutivos, diversificando las áreas en las que se toman las decisiones, garantizando la representatividad según género además de la de número. Entre los esquemas que se orientan en este sentido, el modelo de David Held de una democracia desarrollada es uno de los más detallados hasta ahora.4 Por último, hay un acuerdo general, obviamente, en que las fuerzas sociales necesarias para marchar hacia un socialismo de este tipo tendrían que abarcar una coalición de asalariados mucho más amplia de la que se había previsto en las concepciones anteriores, apoyadas únicamente en la fuerza laboral industrial.
Todo intento de reformular el proyecto socialista, cualquiera que sea su dirección particular, no puede esperar ser viable si no presenta una elaboración de la experiencia histórica de la Segunda y la Tercera Internacionales. Los meros repudios resultan hoy en día tan inútiles como lo Fueron las formas devocionales en el pasado. Cualquier cultura de la izquierda que trate de empezar otra vez ex nihilo o de refugiarse en los principios de 1789 (o 1776) será un fracaso. Una reflexión seria sobre el legado político e intelectual del movimiento socialista moderno, en sus diversas formas, revela muchas de sus riquezas desdeñadas, a la vez que muchos nimbos equivocados. Pero, sobre todo, tal reflexión permite ver los puntos comunes con muchos críticos del socialismo, algo que tiende a olvidarse. No es una casualidad que el estudio mas profundo sobre los problemas que confronta cualquier tipo de socialismo del futuro sea a la vez el que presenta el inventario más rico y lleno de sorpresas de la tradición principal en el pasado. Me refiero al balance que hace Robin Blackburn sobre el legado económico y político del marxismo,5 Su tema es la complejidad: la de las circunstancias en la que se hizo y se deshizo la Revolución de Octubre; la de las líneas divergentes dentro del pensamiento bolchevique y el socialdemócrata ante la experiencia soviética; la de la estructura de cualquier sociedad posible más allá del capitalismo, que casi todos subestimaron. En la reconstrucción de Blackburn, pensadores como Kautsky y von Mises o Hayek y Trotsky resultan tener más en común de lo que uno se imagina. Todos ellos atacaron la idea de una inteligencia universal capaz de dirigir racionalmente las incontables transacciones de una economía moderna, pero que el progreso social y tecnológico dependa justamente de la divulgación del conocimiento es un argumento más contra la presunción de una administración privada que no debe rendirle cuentas a nadie. Aquí la idea de un socialismo después del llamado ‘comunismo’ [post-leninista 1924-1991] se presenta en una escala adecuada a las circunstancias actuales. El efecto es que salen a relucir las exigencias, pero también algunas de las dificultades de una alternativa al orden mundial actual.
Pues hoy en día el argumento más fuerte contra el capitalismo es la combinación de crisis ecológica y polarización social que está engendrando. Las fuerzas del mercado no poseen soluciones para ello. Puesto que éstas se rigen por los imperativos de maximización del beneficio privado, su lógica las lleva a ignorar los daños ambientales y a reforzar la jerarquía posicional. Las consecuencias globales del desarrollo espontáneo de las leyes del mercado sirven de refutación evidente al argumento de la escuela austríaca, según la cual este proceso constituye una imperfección benéfica. Si hay un punto en donde se pueda justificar irrefutablemente una intervención colectiva deliberada –la taxis constructivista que rechaza la teoría austríaca–, es éste. A este nivel mas alto lo que se está decidiendo es el destino del planeta; ¿y no es acaso aquí donde los argumentos clásicos del socialismo –los que exigen un control democrático intencionado de las condiciones materiales de la vida– vuelven a cobrar validez? Si se ha de presentar una revolución ambiental, cosa en la que insisten los analistas más proféticos, comparable en significación con las revoluciones agrícola e industrial precedentes,6 ¿cómo ha de hacerse, si no conscientemente, es decir, planificándola? ¿Qué otra cosa son los objetivos que ya se han fijado, aunque débilmente, varios gobiernos nacionales y agencias internacionales? La respuesta a estas preguntas es en cierto sentido obvia. Pero, en otro sentido, resulta aún políticamente ambigua.
Pues la paradoja radica en que el terreno en el cual la crítica socialista a la economía del capitalismo tiene más fuerza contemporánea es al mismo tiempo el que lo confronta con tareas aún más difíciles que aquellas que no logró cumplir en el pasado. El obstáculo central a una economía planificada es el problema de la coordinación, su incapacidad, tal como lo vieron los austríacos, de presentar la regulación de precios en el mercado por medio de un sistema informativo en condiciones de difundir ese conocimiento. (El problema de los incentivos o la falta de una actividad empresarial se presenta a un nivel analítico más bajo y puede considerarse como más viable de resolver.) Sencillamente son demasiadas las decisiones por procesar; la complejidad es tal que desafia cualquier forma de computación concebible. Si la planificación socialista no pudo vencer este problema al nivel de simples economías nacionales, ¿cómo podría manejar las complejidades de una economía global, inconmensurablemente mayores? ¿Acaso no es más probable que un equilibrio ecológico se alcance por medio de una regulación selectiva, que desaliente o proscriba ciertas formas de producción en el mercado mundial, en lugar de estimularlas tal como procuran hacerlo hoy en día (más bien con deficiencias) los impuestos al consumo de energía o las leyes que regulan la elaboración de productos farmacéuticos? Sin embargo, una solución de este tipo, dentro del marco del capitalismo tal como lo conocemos hoy en día, resulta poco viable. Pues el problema central no reside simplemente en que los niveles absolutos de los daños a la biosfera están aumentando, sino en cómo establecer las contribuciones correspondientes a cada una de las economías nacionales, todas rivales, Pero esto no puede resolverse sino con una mezcla de medidas disuasivas y cuotas: en otras palabras, no sólo prevenir, sino también asignar, es decir, un planificar propiamente dicho. La asignación, sin embargo, plantea inevitablemente el problema de la equidad. ¿Bajo qué principios pueden distribuirse entre los habitantes del planeta el consumo de combustibles derivados del petróleo, la producción de desechos nucleares, las emisiones de carbono, la sustitución de los clorofluorcarbonos, el uso de pesticidas, la tala de bosques? El mercado, con independencia de cuánto se lo controle, no ofrece nada para resolver esta situación. El hecho de que sea una minoría privilegiada la que se apropia perniciosamente de la mayor parte de las riquezas del mundo, lo que se halla hoy en día fatalmente interconectado con la destrucción de sus recursos, amenaza la posibilidad de una solución común a los peligros enormes, los cuales están cobrando impulso. El socialismo implicaba planificación, no en interés propio, sino al servicio de la justicia. Resulta bastante lógico que la teoría económica austríaca, en cuanto constituye la racionalización más convincente del capitalismo, quiera ahora excluir la idea de justicia aún con más rigor que la de planificación. Pero es precisamente una alianza de ambas lo que se necesita para llegar a un acuerdo global genuino. La revolución ambiental no se puede realizar sin un nuevo sentido de responsabilidad igualitaria.
De manera similar se presenta también esta paradoja al nivel de las instituciones representativas como tal. El debilitamiento de las formas democráticas en las principales sociedades capitalistas resulta cada vez más evidente. El poder de las ramas ejecutivas del Estado ha aumentado constantemente en detrimento de las asambleas legislativas. La selección de políticas a seguir se ha hecho más estrecha y el interés popular ha declinado. Sobre todo, los cambios más importantes que afectan el bienestar de los ciudadanos han sido transferidos oblicuamente hacia los mercados internacionales. Bajo tales condiciones, la construcción de soberanías supranacionales sería el remedio obvio ante la pérdida de tanta sustancia y autoridad dentro de los estados nacionales. En Europa occidental se empieza a dar pasos significativos hacia ese tipo de federación. La Comunidad Europea fue creada principalmente por demócratas cristianos, y el Tratado de Roma se diseñó expresamente como un marco para un robusto capitalismo continental. A los socialistas les tomó un buen tiempo darse cuenta de que podía representar una oportunidad para avances en otra dirección, a largo plazo. Hoy en día tal conciencia se halla más difundida. Si se lo mira en una perspectiva realista, resulta claro que la principal tarea de la izquierda será la de presionar para que se complete un genuino estado federal en la Comunidad, con autoridad soberana sobre sus partes constitutivas. Esto requiere, por supuesto, una legislatura europea sancionada de modo democrático, y no el parlamento fantasma actual. Justamente tal perspectiva constituye un anatema para la derecha en toda la región. Tal unión es el único tipo de voluntad general que puede desafiar el nuevo poder de la mano invisible como arbitro de los destinos colectivos.
El realismo también exige tener presente que, cuanto más extensa sea una economía, más difícil resultará planificarla, y que asimismo, cuanto más grandes sean el territorio y la población de un Estado, menos inclinación mostrarán sus habitantes a quedar sujetos al control democrático. Los Estados Unidos, con su poder ejecutivo sin ley y su legislación anquilosada, son el ejemplo más claro de esto hoy en día, tal como puede llegar a serlo Rusia en el futuro. Naciones con estas dimensiones tienden a economizar en lo que se refiere a la participación de sus ciudadanos. La razón es en parte que el gobierno central se encuentra espacial y estructuralmente más distante de su electorado, con lo que se acrecienta su autonomía burocrática. Pero esto sucede también porque aumentan con fuerza los costos de la organización política. Los grupos qué se concentran numéricamente y se hallan bien dotados de recursos cuentan con ventajas desproporcionadas frente a aquellas masas repartidas por todo el territorio que carecen de los costosos requisitos para lograr sus propias asociaciones voluntarias, pues no poseen las líneas de comunicación interna adecuadas ni medios amplios de formación de opinión. El camino hacia una democracia más significativa va hoy en día más allá del Estado nacional, pero el precio que hay que pagar por ello es tener acaso una democracia más indirecta y remota. La critica socialista a la democracia capitalista se verá, pues, enfrentada a los mismos problemas que diagnostica hoy en día, en una forma aún más aguda precisamente en el nivel hacia el cual su propio programa debiera moverse. Aquí también la figura dialéctica parece desplazarse hacia su opuesto: las contradicciones del capitalismo no resuelven sino que aumentan las dificultades que afronta el socialismo.
Si esto resulta válido respecto a los principios económicos y las instituciones políticas, ¿qué puede decirse acerca de la acción social? El proletariado clásico de obreros industriales ha disminuido en cifras absolutas dentro de los países desarrollados y en cifras relativas en cuanto a su proporción frente a la población mundial. Al mismo tiempo, el número de todos aquellos que dependen de un salario para su sustento ha crecido enormemente, aunque no alcanza a ta mayoría de la humanidad. La transformación más grande en la sociedad global desde la Segunda Guerra Mundial, tras la contracción del campesinado, ha sido la incorporación de las mujeres al mercado del trabajo remunerado tanto en los países ricos como en los pobres. Con ello el potencial de quienes pueden oponerse a los dictámenes del capital se ha vuelto más universal, mayor que en el momento cumbre del movimiento obrero tradicional, cuando se hallaba reducido a un solo sexo. Las migraciones están mezclando otra vez las poblaciones, a una escala nunca vista desde el siglo pasado. ¿En qué medida ofrecen estos cambios una base realista para retomar el proyecto socialista? La respuesta es, en el mejor de los casos, profundamente ambigua. Si bien como efecto de ellas se han ampliado las fuerzas sociales receptivas a una propuesta de un orden mundial de otro tipo, estas mismas transformaciones las dividen. Incluso en el seno de la cíase obrera industrial metropolitana se presenta una menor semejanza ocupacional y cultural que en el pasado. Fuera de ella, prolifera la heterogeneidad de todo tipo: ingresos, empleos, géneros, nacionalidades, creencias religiosas. Muchas de estas divisiones ya existían, por supuesto, en el pasado, Pero el núcleo que apoyaba el movimiento obrero clásico era sin embargo relativamente homogéneo: lo integraban esencialmente empleados en manufactura, casi todos hombres y en su mayoría europeos. No se encuentra hoy en día nada equivalente: las distancias entre una costurera coreana, un jornalero zambiano, un cajero de banco libanés, un marinero filipino, una secretaria italiana, un minero ruso, un trabajador japonés de la industria automovilística, son inmensamente mayores respecto a las que una vez trataron de cerrar filas en torno a una Segunda Internacional unitaria, aun cuando no pocos sirven a un mismo conglomerado económico. La nueva realidad exhibe una enorme asimetría entre el internacionalismo de la movilidad y la organización del capital, por un lado, y entre la dispersión y la segmentación del trabajo, sin precedentes históricos, por el otro. La globalización del capitalismo no ha unificado los movimientos de resistencia contra él, sino que los ha dispersado y soslayado. A su tiempo, quizá surja una «sorpresa por los intersticios» como la vislumbrada por Michael Mann: la emergencia de un nuevo agente social que toma a todos por sorpresa. Pero, por ahora, no se observa la posibilidad de un cambio en este desigual balance de fuerzas. La expansión potencial de los intereses sociales que pugnan por una alternativa al capitalismo se ha visto acompañada por una disminución en las capacidades sociales para luchar por ella.
Todas estas dificultades tienen un origen común. El argumento en contra del capitalismo es más fuerte en el plano en donde los logros del socialismo resultan más débiles, en relación con el sistema mundial en general. La debilidad siempre ha estado ahí, desde las primeras esperanzas sobre una revolución en un país, o incluso en un continente, expresadas por Marx y sus contemporáneos. Pero cada vez más, a medida que el siglo XX avanzaba, el movimiento que se jactaba de haber superado todas las fronteras nacionales se fue quedando a la zaga del sistema que se proponía reemplazar, a medida que el capital se hizo cada vez más internacional, no sólo en sus mecanismos económicos –con el surgimiento de las corporaciones multinacionales–, sino también por medio de acuerdos políticos, con la maquinaria de la OTAN y el grupo de los siete (G-7). El contraste con lo que alguna vez fue el «campo socialista» lo dice todo. Esta época continúa viendo cómo estallan los nacionalismos como pólvora a todo lo ancho del globo, incluso donde alguna vez imperó el comunismo. Pero el futuro le pertenece al conjunto de fuerzas que están superando el Estado nacional. Hasta ahora han sido apresadas o conducidas por el capital, pues en los últimos cincuenta años el internacionalismo ha cambiado de bando. Mientras la izquierda no logre recuperar la iniciativa en este campo, el sistema actual puede sentirse seguro.
¿En qué queda, entonces, el socialismo? La historia nos sugiere una serie de desenlaces típicos ideales, que más o menos resumen el espectro de posibilidades. En una forma estilizada, podemos verlos como paradigmas de distintas versiones para el futuro. La primera posibilidad es que los historiadores del futuro evalúen la experiencia del socialismo en este siglo de manera similar al experimento de los jesuítas en Paraguay. Éste fue un episodio que fascinó a los pensadores de la Ilustración. Montesquieu y Voltaire, Robertson y Raynal, todos reflexionaron sobre su significado. Durante más de un siglo, entre 1610 y hasta entrada la década de los sesenta en el siglo XVIII, los jesuítas domesticaron en comunidades igualitarias a las tribus guaraníes en los territorios corriente arriba del rio de la Plata. En estos asentamientos, cada familia indígena tenía derecho a una parcela propia para su cultivo. El grueso de la tierra, por el contrario, se cultivaba colectivamente, pues era propiedad de Dios. El trabajo era obligatorio para todos los miembros de la comunidad y se ejecutaba al son de música y cantos religiosos. El producto se repartía entre todos los que labraban tos campos, con una reserva para los enfermos, los ancianos y los huérfanos. Había bodegas, talleres, pequeñas fábricas y poblaciones armónicamente construidas, pero no circulaba dinero. Sencillamente, el excedente comerciable de la yerba mate se exportaba a Buenos Aires para pagar las manufacturas que no se producían en la reserva indígena. Los jesuítas prestaban gran atención a la educación de sus feligreses, adaptando ingeniosamente sus deberes doctrinales a las creencias locales. El servicio militar era obligatorio, y la caballería guaraní le prestó excelentes servicios a la monarquía española en los territorios que se hallaban fuera de los dominios jesuítas. Pero no se permitía a ningún funcionario español vivir allí, ningún comerciante (con pocas excepciones especiales) podía entrar. Tampoco se les enseñaba a los indígenas el español. Éstos recibían instrucción en su propia lengua, bajo la autocracia de la Orden de Jesús.
Por su completa inversión del tratamiento otorgado a la población nativa en el resto de América, por su cuidadoso aislamiento del virreinato que lo rodeaba, por su relativa prosperidad (exagerada por la leyenda), el Estado jesuíta en Paraguay atrajo el odio y la ambición de ios terratenientes locales y suscitó los recelos y las envidias de la corte en España. Finalmente, Madrid expidió un decreto Fulminante en que ordenaba la expulsión de la Orden del Paraguay. La operación, conducida de manera despiadada por el virrey, no afrontó resistencia alguna. Los padres obedecieron las instrucciones que les llegaron de Roma y desarmaron a los indígenas, con la promesa de que podrían conservar sus comunidades y de que se les daría la universidad que tanto deseaban. Pero una vez la Orden se hubo ido, les quitaron sus tierras, destrozaron sus asentamientos y la población se dispersó. Hoy en día, todo lo que queda de una experiencia que gozó de la ambivalente admiración de los philosophes es poco más que algunas bellas ruinas de iglesias y acaso la supervivencia de la lengua local.7 En Europa, los jesuítas ajustaron sus ambiciones y gradualmente se convirtieron en una parte inofensiva del escenario general. Su nombre no dejó de ser respetado, pero su causa se vio absorbida por una civilización que se movía en otra dirección. En el siglo XIX, el singular experimento paraguayo fue rememorado con nostalgia por socialistas románticos como Cunningham Grahame, un amigo de William Morris, o despreciado por conservadores racionalistas como Cournot.8 Las generaciones posteriores, si es que llegaban a recordarlo, consideraron el experimento jesuíta como una curiosidad histórica, una construcción social artificial, que contradecía todas las leyes de la naturaleza humana y se hallaba condenada por lo tanto a una rápida extinción. De la misma manera, los historiadores del futuro –incluso los del presente– pueden echar una mirada atrás a los intentos de construir el socialismo en el siglo XX yconsiderarlos como un conjunto de aberraciones exóticas en tierras remotas. Durante un corto tiempo lograron perturbar el curso principal de la historia, pero éste siguió su camino hacia la conclusión señalada, mientras que los experimentos socialistas, condenados a desaparecer, dejaron tan solo inocuas trazas: aquello de lo cual se apropiaron las regiones más avanzadas. Ya en los años setenta hablaba François Furet de «cerrar el paréntesis socialista», para que la civilización pudiese reanudar su largo desarrollo hacia el capitalismo liberal. En la perspectiva de este progreso, la suerte del socialismo sería el olvido.
La segunda posibilidad es que el resultado del socialismo moderno sea interpretado de manera parecida al legado de la primera revolución contra la monarquía por derecho divino. En Inglaterra, hacia 1640, cayeron la dinastía y el episcopado, nació un ejército revolucionario, se fundó un Estado republicano y surgió un extraordinario fermento de ideas radicales. De las filas de los Levellers (niveladores) emergió la más notable de estas ideas en cuanto logro colectivo, la cual encarnó la primera teoría de la democracia moderna. Entre sus exigencias políticas se hallaban el sufragio masculino general, una constitución escrita, cláusulas para proteger las libertades civiles, parlamentos anuales, elecciones populares no sólo de los miembros del parlamento, sino de los oficiales del ejército y de los funcionarios públicos. Este programa se adelantó tanto a su tiempo que muchos de sus puntos, incluso hoy en día, no se han realizado en Gran Bretaña. Esta todavía no es una república, no cuenta con una constitución escrita ni con una declaración de derechos humanos, mucho menos posee parlamentos anuales o un cuerpo de funcionarios electo. El concepto de democracia de los Levellers, producto de la movilización popular durante la Guerra Civil y la experiencia de unas masas representadas en el consejo general del Ejército, no sobrevivió, como movimiento efectivo, a la lucha militar contra la monarquía. Pero el movimiento de los Levellers en la Guerra Civil subsiste como el espectáculo político más impactante de su época. No resulta sorprendente que sus ideales hayan sido admirados con tanta frecuencia por los historiadores contemporáneos.
Con todo, ¿cuál es su verdadero legado histórico? La monarquía inglesa fue reinstaurada en 1660, y cincuenta años más tarde ya se había establecido una firme oligarquía aristocrática, que perduró hasta la época de la Revolución Industrial. Ante este proceso, el recuerdo del fermento radical de la República Inglesa se desvaneció. Ni la Commonwealth ni los Levellers, que habían luchado por democratizar el Estado revolucionario, dejaron huella en la vida política británica. Los Putney Debates9 tan solo fueron descubiertos hacia finales del siglo pasado, y los programas de los Levellers apenas se examinaron seriamente en este siglo. Así como la Revolución Inglesa no dejó instituciones importantes, tampoco quedó un legado de ideas que ejercieran influencia sobre las generaciones subsiguientes. Esto se debe no tanto a su derrota política como al cambio intelectual que se presentó después de haber llegado a su fin. Pues el gran entusiasmo revolucionario de mediados de siglo aún se hallaba formulado en términos esencialmente religiosos. La Guerra Civil desembocó en una Revolución Puritana, cuyos líderes y adeptos más importantes se entregaron a la misión de crear una Commonwealth de los elegidos en un universo espiritual todavía saturado de mitos bíblicos y doctrinas protestantes. Fue este revestimiento teológico lo que la interrumpió ían abruptamente. La Providencia, que era la señal de la bendición de Dios cuando los ejércitos de Cromwell se mantenían victoriosos, se convirtió en la prueba de la ira divina cuando cayó la República, conduciendo a una típica derrota moral. Pero, a un nivel más profundo, el sello religioso de la revolución se tornó anacrónico a medida que la cultura cortesana y las creencias populares se secularizaban en el siglo siguiente.
El resultado fue una brecha de ciento cuarenta años entre esta revolución inglesa y su sucesora histórica en Francia, La Declaración de los Derechos del Hombre, las consignas de Libertad, Igualdad y Fraternidad fueron las secuelas objetivas de los Agreements of the People (Acuerdos del Pueblo) de los Levellers. Pero subjetivamente existía muy poca o ninguna relación entre ellos, porque el lenguaje de la insurgencia política había cambiado. Así, con independencia de las energías de las que se alimentaba, el vocabulario de la revolución era radicalmente secular, incluso en gran parte anticlerical de manera intransigente. Por ello cabe afirmar que la democracia de los Levellers no sufrió con exactitud la misma fortuna que el igualitarismo de los jesuítas, pues al cabo de un siglo el equivalente de éste reapareció mucho más fuerte, explosivo y duradero –pero en la forma de una sustitución de valores–. En este proceso, las ideas en favor de la Causa de Siempre encontraron su expresión en un lenguaje muy distinto, con otras connotaciones y justificaciones. Si algo así fuera a presentarse a finales del siglo XX, el socialismo de hecho desaparecería, pero en una época posterior podríamos esperar que las metas v los valores que lo distinguen se recodificasen en una nueva visión convincente del mundo, objetivamente relacionada pero subjetivamente separada de su predecesora. Algunos pueden imaginar que cierto ecologismo puede llegar a desempeñar este papel, descartando lo que es posible considerar como las dimensiones religiosas del socialismo, su fe en el proletariado y su indiferencia ante la naturaleza, pero rearticulando sus temas principales: sobre todo, el control colectivo de las prácticas económicas en función de la igualdad de oportunidades para toda la humanidad.
Una tercera posibilidad es que la trayectoria del socialismo llegue a parecerse a la del jacobinismo que desencadenó la Revolución Francesa. A diferencia de los Levellers, los jacobinos –menos entregados a la causa de la libertad personal y más eficientes en la construcción de un Estado– accedieron al poder, aun cuando no lograron retenerlo por mucho tiempo. Su gobierno representó la cumbre radical del proceso revolucionario que duró una década, convulsionando el escenario europeo. Como sucedió con la inglesa, que !a precedió, la Revolución Francesa no logró crear un orden político duradero y desembocó igualmente en una dictadura militar seguida por la restauración de la monarquía. Pero esta vez el viejo orden tuvo que ser reimpuesto desde fuera, pues la revolución misma había ido más lejos: había desencadenado una movilización popular mucho más profunda, un desarrollo ideológico más amplio, consecuencias estratégicas más vastas para Europa en general. Por esto mismo se convirtió en un acontecimiento no tan sólo nacional, sino universal, cuyo recuerdo no podía borrarse. Dentro de Francia, justamente porque la restauración fue externa, el legado revolucionario no pudo ser fácilmente reprimido. Transcurridos quince años, París se hallaba cubierta por barricadas y el gobierno se había dado a la fuga. La ‘Monarquía de Julio’ no aguantó mucho más antes de verse consumida por las llamas de 1848. La Revolución Francesa, en otras palabras, fundó una tradición política acumulativa, que inspiró los intentos posteriores de hacer cumplir los principios de 1789 o 1794 no sólo en Francia, sino también en Europa y finalmente más allá de sus fronteras.
Por otro lado, esta tradición pronto sufrió una mutación decisiva. Pues a partir de la matriz democrática burguesa de la Revolución Francesa surgieron las concepciones diferentes y contradictorias a la larga del socialismo moderno. En este proceso no hubo una interrupción en la continuidad temporal del tipo que se presentó entre los Levellers y los jacobinos. El nacimiento de las ideas socialistas se sobrepone efectivamente a la emergencia de las nociones seculares de soberanía popular y de igualdad ante la ley que se convertirían en los fundamentos de la democracia capitalista. Babeuf, el primer pensador de la tradición socialista como tal, fue actor de la Revolución. Saint-Simón, su primer teórico, fue voluntario en la guerra de independencia norteamericana y un testigo de la Revolución, y desarrolló sus doctrinas como reacción a ella durante la Restauración, Fourier publicó su primer esquema de los falansterios bajo el reinado de Napoleón. El mismo Marx se hallaba profundamente impregnado por la herencia de lo que él denominaba con sencillez la «Gran Revolución», e imaginó el levantamiento futuro del proletariado, proyectándolo desde el modelo revolucionario de 1789. Así resulta natural que, cuando estalló la Revolución de 1848, la Segunda República viera un Frente unido entre los viejos jacobinos y los nuevos socialistas, Ledrù-Rollin y Louis Blanc. Incluso hasta la Comuna se conservó la alianza entre ambos en París. Pero, tal como anotaba Cournot acerca de lo que presagiaban las banderas rojas, la proximidad de ambos era engañosa. El socialismo de hecho se presentaba como el heredero de la Revolución, el único programa capaz de conferirles una realidad efectiva a los principios de libertad, igualdad y fraternidad. Pero también constituía una mutación genuina, una especie de movimiento distinto al de los jacobinos. El socialismo aspiraba a un tipo de sociedad distinto al de la República de la Virtud de Robespierre. Quería romper con el respeto que éste mostraba por la propiedad privada, criticaba su interpretación del pasado, reorganizaba la trinidad de 1789 y ponía énfasis en un agente social que tan sólo surgió con la expansión de la industria moderna, tras el final de la Revolución Francesa.
En caso de que este paradigma jacobino fuese pertinente, el socialismo sufriría a su vez una mutación similar, es decir, coincidiría parcialmente con el surgimiento de un nuevo tipo de movimiento que procurase la transformación radical de la sociedad; este movimiento en cierto sentido reconocería su deuda con el socialismo, pero en otros lo criticaría y lo repudiaría fuertemente es, por supuesto, el papel que las feministas le atribuyen la lucha por la igualdad de los sexos. Los orígenes modernos de las campañas por la liberación femenina remontan a la Segunda Internacional. Los textos centrales del movimiento laboral hablaban de la abolición de la desigualdad tanto entre los sexos como entre las clases sociales. La obra de Bebel La mujer en el pasado, el presente y el futuro fue el libro más popular de la literatura de la socialdemocracia alemana, y de la misma manera el texto central del feminismo moderno, El segundo sexo de Simone de Beauvoir, se escribió desde una posición declaradamente socialista. Pero el sufragismo y sus sucesores siempre representaron otra tradición histórica, y, en la medida en que el socialismo le otorgaba cada menos espacio a la igualdad de los sexos en el siglo XX, se incrementó la distancia entre ambos. Las formas contemporáneas de la segunda ola feminista se caracterizan en general por una clara diferenciación respecto a las tradiciones socialistas. Si bien los cambios sociales que ha logrado resultan aún bastante modestos, las consecuencias estructurales que tendría para la sociedad una igualdad real de los sexos parecen imponderablemente grandes. Si en verdad se va a conseguir está por verse pero las feministas bien pueden decir que, en comparación con el futuro incierto del movimiento obrero, la causa de la liberación femenina puede confiadamente calcular que aún queda un largo camino que recorrer.
Por último, hay una cuarta posibilidad. Tal vez, resulte que el destino del socialismo después de todo se asemeja más al de su rival histórico, el liberalismo. Si bien los orígenes económicos del liberalismo moderno se encuentran en la economía política clásica, tal como la esbozaron Smith y Ricardo, y ésta se convirtió en una doctrina política en los tiempos de la Restauración, adquiriendo su expresión clásica con Constant, las dos corrientes no se fundieron totalmente sino hasta mediados del siglo XIX, en la época de Gladstone y Cavour, Luego, como teoría general del libre comercio y del imperio de la ley, de la sociedad mercantil y del Estado limitado, su influencia fue más fuerte que la de los partidos que llevaban su nombre y se convirtió en la concepción de progreso imperante en el Viejo y en el Nuevo Mundo. Hacia comienzos de este siglo, tras haber presidido un crecimiento económico sustancial y la paz internacional, el liberalismo parecía estar dispuesto a guiar a la civilización de la Belle Époque hacia un mundo de aún más prosperidad y menos restricciones en su democracia.
El descenso desde este cénit fue abrupto. Con el comienzo de la Primera Guerra Mundial, la civilización liberal se precipitó súbitamente en la barbarie industrial. Cuando millones de personas caían víctimas de la matanza interimperialista, bajo el liderazgo de sus más respetables políticos e ideólogos, su sistema de valores parecía inclinarse hacia el suicidio moral. El descrédito profundo que esto ocasionó fue seguido de inmediato por el golpe más devastador de entreguerras, la depresión económica más profunda en la historia de la humanidad. Sí la Gran Guerra presagiaba los trastornos del Estado constitucional, la Depresión parecía demostrar la quiebra del mercado libre. Lo peor se hallaba aún por venir. La combinación de los legados de la Paz Versalles y el Viernes Negro condujeron al nazismo al poder, en el seno mismo de la democracia parlamentaria, al tiempo que el mercado mundial se desmembraba en bloques autárquicos. Hacia finales del primer tercio de este siglo, para muchos observadores el liberalismo se desmoronaba, como gran fuerza histórica, desde su interior.
Como ya es sabido, el resultado de estos acontecimientos fue distinto. Tras la horrible experiencia de la Segunda Guerra Mundial, el liberalismo alcanzó una recuperación notable. En su lucha contra el fascismo, la economía norteamericana recuperó su dinamismo y los estados anglosajones su reputación. Con el retorno de la paz, la democracia liberal, sustentada en el sufragio universal, se generalizó por vez primera a todo lo ancho de la zona capitalista avanzada y se consolidó con la ayuda económica y la supervisión política de los Estados Unidos. Al mismo tiempo la economía capitalista mundial se reliberalizó de modo duradero y, en la medida en que revivió el comercio libre, basado en la norma del dólar de oro, un largo boom le trajo rápido crecimiento y prosperidad masiva sin precedentes a toda la OCDE. Comoquiera que se la mire, históricamente fue ésta una doble transformación formidable. EL liberalismo proyecta ahora un tercer logro, de escala comparable: la gradual expansión de su modelo político y económico a Lodo lo largo y lo ancho del mundo menos desarrollado. Casi ningún país en el Tercer Mundo inició su industrialización en términos de mercado libre o comenzó como Estado constitucional. Pero una vez alcanzado cierto nivel de acumulación, se puede observar también en algunas regiones del Sur que se están dando los primeros pasos hacia una democratización en lo político y hacia la desgravación económica. Ésta es, por supuesto, la historia que cuenta Fukuyama.
El socialismo, por su parte, hizo su ingreso a la escena mundial justo en el momento en que el liberalismo estaba entrando en su crisis moderna. En una época en la que la mayoría de los pensadores liberales se regodeaba aún en la euforia de Herbert Spencer, convencidos de que la industria reportaría la paz entre los estados, Luxemburg y Lenin, Hilferding y Trotsky predecían el estallido de la guerra imperialista que daría al traste con los acuerdos de fin de siglo. Fue igualmente la tradición marxista la que previo la posibilidad de la Gran Depresión, y los mismos marxistas los que reconocieron cuáles serían todas las consecuencias del fascismo que emergió de ella. Al mismo tiempo, tal como ya lo había predicho Marx –y tras él, los marxistas rusos–, estalló de hecho una revolución socialista en Rusia. De ella surgiría la creación de un [llamado ‘Estado-comunista’] en lo que, según observadores europeos, durante mucho tiempo sería probablemente la segunda potencia más importante del mundo en el siglo XX. Este Estado se constituyó a la vez en la fuerza más decisiva en la derrota del fascismo durante la Segunda Guerra Mundial, la cual sentó las bases para la recuperación histórica del liberalismo en Occidente, al mismo tiempo que en Asia estallaba otra gran revolución.
Ningún movimiento político logra exactamente lo que se propone y ninguna teoría social consigue jamás prever exactamente qué sucederá. No es difícil enumerar todas las afirmaciones y predicciones falsas de Marx, Luxemburg o Lenin. Pero ningún otro cuerpo teórico en este período –el primer tercio de este siglo– se halló tan cerca de los éxitos dobles, tanto de anticipación como de realizaciones, de la tradición socialista. Por otro lado, éstos se mostraron tan vulnerables al paso del tiempo –y a sus propios crímenes– como los logros del liberalismo. Ya antes de la derrota del nazismo, el régimen de Stalin había emprendido la guerra contra el campesinado y desatado las purgas en dos grandes oleadas de terror masivo… Si con ello se perdió el equilibrio político-moral entre aquél y el liberalismo, el equilibrio económico pronto despojó a Europa oriental de toda ventaja sobre Occidente. La tempestuosa industrialización soviética en los años treinta, que le aseguró la victoria sobre Hitler, se desarrolló ante el transfondo de depresión y estancamiento en Occidente. Pero, después de 1950, el capitalismo entró en su boom más dinámico de toda la historia. Cuando la recesión volvió, veinte años después, su tasa de crecimiento se hallaba muy por encima de la del bloque soviético. Pues a estas alturas éste ya había hundido en un estancamiento económico agudo y una parálisis social bajo un régimen burocrático reaccionario.
La rama socialdemócrata de la tradición socialista, por otro lado, que no se había opuesto a la masacre que resultó la Primera Guerra Mundial y que poco había dado de si para remediar la Depresión, floreció dentro del capitalismo de Europa occidental después de la Segunda Guerra Mundial. La socialdemocracia se convirtió en la pionera de los sistemas de bienestar que harían parecer el capitalismo europeo mucho más humano que sus contrapartes norteamericanas o japonesas. Pero, con el cambio de las condiciones económicas en los años ochenta, estos sistemas también entraron en crisis, pues los partidos, socialdemócratas fueron perdiendo el poder o abandonando su compromiso con las metas tradicionales, Al final de la década, el comunismo se encontraba en todas partes en crisis o se había derrumbado, y la socialdemocracia no tenía rumbo, incluso reconociendo que la socialdemocracia se halla menos desacreditada (pero, asimismo, que tampoco tiene mayor peso), para muchos el potencial histórico del socialismo en general parece haberse agotado totalmente, tal como el del liberalismo hace cincuenta años.
Si el paradigma liberal resultara pertinente, no cabria descartar una redención ulterior del socialismo como movimiento. El liberalismo se recuperó, pese a todas las predicciones, adoptando elementos dispersos del programa de su antagonista, como el control estatal del equilibrio macroeconómico, la protección de la paz social por medio de esquemas de bienestar, la ampliación de la democracia para todos los adultos. El comunismo intentó modernizarse de manera similar, introduciendo elementos del mandato de la ley y de los mercados competitivos. El resultado fue un fracaso absoluto, por lo menos en el bloque soviético. Allí el capitalismo triunfa ahora política e intelectualmente. Por otro lado, la privatización completa de grandes complejos de propiedad –es decir, una reproducción completa del capitalismo y su estructura social concomitante– todavía se halla lejos. Para lograrla se requiere un largo proceso de reestructuración social, bajo condiciones muy arduas, sin precedentes en la tradición liberal. Los recursos necesarios para financiarla ya bordean su límite en los mismos países encargados de la supervisión del proceso. El malestar estructural inherente al capitalismo avanzado, que se traslució en los años setenta, no ha sido superado. Las tasas de rendimiento no llegan ni a la mitad de las del boom de posguerra y se han mantenido a ese nivel sólo gracias a una enorme expansión de los créditos, que retardan así el día decisivo. Una crisis grave en la OCDE trastocaría de modo impredecible todos los cálculos políticos, tanto en Oriente como en Occidente. El estrechamiento de los lazos en el orden capitalista mundial provocará de todas maneras que, por primera vez, también se sienta en el Norte la tremenda presión de la pobreza y de la explotación que pesan sobre el Sur. Todas estas tensiones acaso inspiren un nuevo programa internacional para la reconstrucción social. Si el socialismo lograse responder efectivamente a ellas, no tendría por qué sucederlo ningún otro movimiento. En cambio, se redimiría a sí mismo como programa para un mundo más equitativo y vivible.
Las analogías históricas son poco más que sugerentes. Pero en ocasiones pueden resultar más fructíferas que las predicciones. Sería sorprendente que el destino del socialismo reprodujera con fidelidad alguno de estos paradigmas. Pero el conjunto de futuros posibles ante él es una gama de este tipo. El olvido, la sustitución de valores, la mutación, la redención: cada cual, según su intuición, tratará de adivinar cuál es el más probable. Jesuíta, Leveller, jacobino, liberal: todas son imágenes reflejas en el espejo.
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NOTAS:
1 A Zone of Engagement; «The Ends of History». Apartado 6. Traducción revisada y correguida. El Sudamericano. 19/12/22
2 Collected Works [Obras completas], vol. Il , Toronto, 1965, pp. 207-208.
3 «Market Socialism or Socialization of the Market?» [¿Socialismo de mercado o socialización del mercado?], New Left Review 172, noviembre-diciembre de 1988, pp. 3-44.
4 Véase Models of Democracy [Modelos de democracia], Cambridge, 1987, pp. 267-299.
5 «Fin-de-Siècle: Socialism after the Crash [Fin de siglo: el socialismo después del colapso], en After the Fall, un ensayo que se encuentra a la altura de su propio principio, según el cual «la capacidad que tenga una doctrina de mostrarse autocrítica y de autocorregirse es tan importante como su punto de partida, pues este último puede resultar erróneo o inadecuado en muchos puntos»; p, 180.
6 El ritmo de la revolución ambiental será más acelerado que el de sus predecesoras. La revolución agrícola se inicio hace unos diez mil años y la revolución industrial se ha desarrollado durante dos siglos. Pero si la revolución ambiental ha de triunfar, debe cumplirse en unas pocas décadas (…). Actuar por salir del paso no va a funcionar.» Lester Brown, «Launching the Environmental Revolution [Lanzando la revolución ambiental], State of the World 1992. pp. 174-175.
7. El veredicto de Raynal suena como el de un contemporáneo. Dentro de la seguridad benevolente de las misiones paraguayas, «tal vez nunca se le había hecho tanto bien a la gente, con tan poco daño», pero los guaraníes no se opusieron a la expulsión de los jesuitas porque, pensaba Raynal, habían sucumbido a una especie de melancolía bajo una forma de vida tan uniforme, que los privaba del exceso o del desorden, la emulación o la pasión, así como de la libertad de la selva: Histoire philosophique et politique des etablissements et du commerce dans les Deux Indes [Historia filosófica y política de los establecimientos y del comercio en las Indias], vol. 4, Ginebra. 1780, pp. 303-304, 320-323.
8 R. C. Cunninghan Grahame, A Vanished Arcadia [Una Arcadia perdida], Londres, 1900; Cornot, Revue Sommaire, p. 311. La reflexión moderna más interesante al respecto es la de Bartolomeu Melía, «Las reducciones jesuíticas del Paraguay: un espacio para una utopia colonial», Estudios Paraguayos, septiembre de 1978, pp. 157-168.