Fuente: Umoya, num. 104 3er trimestre 2021 Patricia Luceño. Comité de Valladolid.
Toda violencia es violencia.
Los discursos neoliberales consiguen diluir luchas y enfrentar activismos, reduciendo la eficacia del movimiento rebelde y perpetuando, de este modo, un sistema construido sobre la violencia sin apenas resistencia civil.
A veces la realidad parece insoportable, ¿verdad?
Estar informada tiene su precio y estar bien informada, uno mucho más alto. Si a esto sumamos tener empatía, practicar la solidaridad y luchar por un mundo más justo, puede llevarnos a vivir con unos niveles de ansiedad que hagan de nuestra vida un camino más difícil de lo que debería ser. El conjunto de malas noticias y la cantidad de causas por las que luchar se presentan como un todo inabarcable que puede llevarnos a un serio bloqueo y a plantearnos aparcar nuestra lucha social.
Algunos ejercicios pueden ayudarnos a afrontar de forma más llevadera esa suma de malas noticias. Uno de ellos es hacer del análisis político una suerte de ejercicio meditativo; dar un paso atrás y observar. Cuando hablamos de violencia en la contemporaneidad, es importante no perder de vista algunas de sus características base. La violencia es estructural porque es consustancial al capitalismo: con su ilusión de crecimiento ilimitado y en un planeta con recursos limitados, el nivel de vida (los privilegios) de unos se sustenta sobre la explotación de los otros. Seamos sinceras, una camiseta no cuesta cinco euros. Y si la compramos por cinco euros, está claro que otras personas (otros seres vivos, en general) la están pagando por nosotras.
La interseccionalidad, por su parte, hace referencia a que se pueden experimentar múltiples tipos de abuso de forma
simultánea. Es decir, los colectivos sobre los que se esgrime la violencia y la opresión son diversos (por clase social, sexo,
orientación sexual, etnia, procedencia, religión…) y una persona puede ser discriminada por varios factores a la vez. Asimismo, no todos los integrantes de un colectivo oprimido se encuentran en la
misma situación de vulnerabilidad. Una mujer de clase social alta, por ejemplo, estará discriminada con respecto a los hombres de su mismo estatus: tendrá menos oportunidades de promocionar, será objeto de más críticas y deberá esforzarse más que si fuera hombre para conquistar determinada posición. Sin embargo, en ningún caso tendrá las mismas dificultades que una mujer de clase media o baja; a lo que podemos sumar otros muchos ingredientes que empeoran la ecuación: ser inmigrante, gitana, tener una discapacidad, etcétera.
Podríamos abordar otras muchas características, pero creo que estas dos son fundamentales para contextualizar la situación de desigualdad en la que estemos trabajando, así como para plantear soluciones a los problemas que crea y tejer redes con otros movimientos para que la respuesta sea más efectiva. También para saber desentrañar el engaño en el discurso neoliberal. Y es que muchas veces obviar la interseccionalidad ayuda a derribar un discurso social. ¡Algo tan simple de identificar cuando se ha educado la vista!
Tampoco podemos olvidar ese relativismo cultural, característico del modernismo, que utiliza la excusa colonial para diluir luchas, devaluando las opiniones de los colectivos oprimidos e impregnando la violencia que sufren de una naturaleza tan confusa que las propias palabras acaban perdiendo su significado, llegando a niveles tales que una mujer blanca no puede llamar
machista a un talibán sin verse cuestionada por ello.
Estos discursos tienen los tentáculos muy largos y pueden causar efectos tan perversos y paradójicos como el
enfrentamiento entre activistas. Está claro que, además de la preocupación por los demás, aquellos se caracterizan por el sentido crítico que los lleva a pensar que algo no funciona bien, por lo que se debe generar un cambio. Esto, unido a la diversidad de sensibilidades, puede provocar que opinemos que otras organizaciones no actúan de forma ética o que hay otras más adecuadas. Y está bien. Pero ¿invalidar otras causas o considerarlas menores?, ¿no parece una réplica del discurso «por qué te preocupas de los africanos con la cantidad de gente que lo está pasando mal en tu país»? Así, el capitalismo vence.
El mismo amor que nos lleva a ayudar a nuestra vecina, a las mujeres afganas o a los inmigrantes que cruzan el estrecho es el que nos motiva a luchar por el medioambiente o los animales. De hecho, habitualmente la conciencia ecológica y la social van unidas, del mismo modo que todos los seres estamos vinculados y cualquier desequilibrio en un ecosistema afecta a todas.
Compartimos el 99,9 % de nuestro código genético con el resto de humanos, el 90 % con los chimpancés, el 84 % con los perros y el 50 % con los plátanos. La parte central de las moléculas de hemoglobina y clorofila son idénticas: un metal (el hierro, en la primera y el magnesio, en la segunda) unido a cuatro átomos de
nitrógeno. Y cuando acaben nuestros días en esta vida, los hongos descompondrán nuestro cuerpo, igual que cualquier otro resto biológico, y pasaremos a formar parte del todo, seremos una parte más del micelio que permitirá la comunicación de los árboles
de cualquier bosque, si es que continúan existiendo.
Cada una tenemos nuestras luchas y nuestros talentos y quizá sea más sensato e inteligente apoyarnos las unas en las otras y construir un frente común en esta realidad multifactorial que intentar hacer una escala de luchas (mi activismo vale más que el tuyo). El baile de egos no es compatible con el triunfo de la justicia. Es el clásico divide y vencerás.
Una trampa más vieja que la tiña, pero que el capitalismo emplea de forma habitual y con gran éxito. ¿Lo vamos a permitir? Toda violencia es violencia.