19/09/25
Berta Cáceres, lideresa hondureña en la defensa de los derechos indígenas y ambientales, fue asesinada en 2016, un precio que demasiadas veces pagan quienes luchan por la dignidad humana y la justicia social.
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Ante la tumba de Berta Cáceres, agosto de 2025, leyendo las palabras de Pier Paolo Pasolini (1922–1975).
Queridas amigas y amigos,
Saludos desde las oficinas del Instituto Tricontinental de Investigación Social.
Ante la tumba de Berta Isabel Cáceres Flores (1971-2016) en La Esperanza, Honduras, donde nació y murió, observé una mariposa amarilla revolotear alrededor de una buganvilla. Volaba como si nada le importara, yendo de tumba en tumba en el silencioso cementerio. Junto a la de Berta está la de su hermano, Carlos Alberto López Flores (1958-2004), un comunista que estudió en la Universidad Patrice Lumumba de Moscú y fue una influencia vital en el pensamiento de su hermana menor. El otro lado de la tumba de Berta permanece vacío. Aguarda el cuerpo de la madre de Carlos y Berta, María Austra Bertha Flores López, conocida como Mamá Berta, quien tuvo que enterrar a dos de sus hijxs. La mariposa amarilla se cernía sobre la tumba de Berta, donde había flores frescas dejadas por visitantes que, como nosotrxs, llegaron a rendir homenaje a esta legendaria luchadora, asesinada por defender los derechos del pueblo lenca de Honduras y la lucha global por la justicia social.
He visitado tumbas y memoriales como este en distintas partes del mundo: el de Lindokuhle Mnguni (1994–2022), joven presidente de la comuna eKhenana y dirigente del movimiento de habitantes de asentamientos precarios Abahlali baseMjondolo, asesinado en su casa en Durban, Sudáfrica, alguien que escribía con frecuencia respuestas a estos boletines. El memorial de Gauri Lankesh (1962–2017), asesinada a tiros en la puerta de su casa en Bengaluru, India, por matones de la brigada de extrema derecha hindutva, debido a su valiente labor como periodista de conciencia. Así mismo, la tumba de Chokri Belaïd (1964–2013) en el cementerio de Jellaz, en Túnez, asesinado frente a su hogar en un momento en que, como líder sindical, estaba a punto de impulsar un gobierno laico en el país. Están también las tumbas y memoriales de años anteriores: la de Víctor Jara (1932–1973), torturado y asesinado por los agentes de la dictadura de Augusto Pinochet tras el golpe de Estado, en el Cementerio General de Recoleta, cerca de mi casa en Santiago de Chile. El estudio de Mahdi Amel (1936-1987), que su esposa Evelyne Brun Hamdan (1937-2020) mantuvo exactamente como él lo dejó cuando bajó a buscar un par de pantalones de la tintorería y fue asesinado por sus críticas marxistas al sectarismo religioso. Y el memorial de Chris Hani (1942-1993), el gran comunista sudafricano, asesinado justo cuando Sudáfrica comenzaba su transición del apartheid y en el momento cuando él, la voz de la clase trabajadora de su país, habría aportado una sensibilidad proletaria al nuevo gobierno.
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¿Por qué asesinaron a estas personas? ¿Cuál fue su crimen? Cada unx de ellxs creía, a su manera, en la necesidad de expandir las posibilidades de la dignidad humana en el mundo. Para Manifiesto, su última canción, publicada póstumamente por su esposa Joan Jara (1927-2023), Víctor escribió con la melancolía que conlleva saber lo difícil que es construir el socialismo a través de las jerarquías del capitalismo y la violencia que las élites utilizarán para retener su poder:
Guitarra trabajadora
Con olor a primavera
Que no es guitarra de ricos
Ni cosa que se parezca
Mi canto es de los andamios
Para alcanzar las estrellas.
Ninguna de estas personas deseaba el mal para el mundo. Berta luchó para asegurar el derecho de la gente común a decidir cómo debían movilizarse sus recursos para su propio avance. Lindokuhle luchó por el derecho de lxs sudafricanxs de clase trabajadora a vivir en una vivienda digna y a controlar su propio destino. Gauri luchó por el derecho del pueblo indio a razonar y a bañarse en la verdad.
Quienes lxs asesinaron lo hicieron por dinero. La mayoría asesinos a sueldo profesionales, engranajes en una vasta maquinaria de lucro y muerte. A menudo, son los asesinos quienes quedan atrapados en las investigaciones, son acusados y encarcelados. Pero quienes ponen el arma en sus manos y apuntan el cañón hacia las personas marcadas para morir suelen ser invisibles, no acusados y poderosos. Alegan inocencia. Tienen las manos limpias, sin pólvora en los dedos, sin sangre en los zapatos. ¿Quién mató a Berta? ¿Los hombres que fueron arrestados y acusados, o figuras más peligrosas, terratenientes cuyos planes de obtener más ganancias en las tierras altas lencas fueron interrumpidos por Berta y el Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH)? Los asesinos materiales de Belaïd podrían provenir de barrios empobrecidos de Túnez como Ettadhamen, pero los verdaderos criminales tramaban sus planes en las lujosas villas de Les Berges du Lac, como escribimos en un dossier copublicado con el COPINH.
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Gelasio Giménez Barrera (cubano-hondureño), Sin título, 1986.
Un año antes de su asesinato, conocí a Chokri Belaïd en Túnez, donde me deleitó con historias de la lucha para derrocar al gobierno de Zine El Abidine Ben Ali. Tenía una forma lírica de hablar sobre la lucha y el futuro, una sensibilidad poética que traía desde su juventud y sus días como estudiante en Bagdad. A lo largo de su vida, escribió poemas de libertad, los que fueron recopilados por su familia y publicados tras su muerte como Ash‘ār naqashathā al-rīḥ ʿalā abwāb Tūnis al-sabʿa [Poemas inscritos por los vientos en las siete puertas de Túnez]. Uno de estos poemas, probablemente escrito en el punto álgido de la represión política a finales de la década de 1980, se llama lā taṭrudūnī [No me expulsen]:
No me expulsen.
Soy el tiempo, un altar en tu tiempo.
Soy dolor, o un himno antiguo.
Soy una maldición venidera.
Belaïd anhelaba la belleza. La hija de Berta —Bertha, conocida como Bertita— me cuenta que a su madre le encantaba la alegría (y un poco de tequila). A Gauri le gustaba cocinar y disfrutaba de la música rock ‘n’ roll. Lindokuhle era un lector voraz, devoraba a Frantz Fanon y Steve Biko, así como el Manifiesto Comunista. Los asesinos y quienes les pagaron no pueden borrar la humanidad esencial de estas lideresas y líderes de nuestros movimientos. Lxs mataron porque los movimientos y sus dirigentes son “una maldición venidera”, que luchan por una salida de un mundo de lucro y violencia para construir un mundo de dignidad y humanidad común.
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Junto a la tumba de Berta, mientras el genocidio de Israel se intensifica en Gaza y se declara la hambruna, pienso en Bassel al-Araj (1984-2017), a quien conocí en Ramala algunos años antes de que fuera asesinado por la policía israelí en Cisjordania. Bassel volcó su mente brillante en los libros y las ideas, construyendo un cuerpo de pensamiento sobre la ocupación israelí y la resistencia palestina que lo convirtió, para mí, en el Ghassan Kanafani (1936-1972) de esta generación, el gran intelectual comunista palestino asesinado por un coche bomba israelí junto con su sobrina de diecisiete años, Lamis Nijem, en Beirut, Líbano. En un videoclip de la banda gazatí Maimas, publicado tras la muerte de Bassel, él aparece al final hablando sobre la importancia de ser un intelectual comprometido (el cantante de la banda, Haidar Eid, escribió Banging on the Walls of the Tank: Dispatches from Gaza, recién publicado por Inkani Books, con sede en Johannesburgo): “Si no quieres comprometerte, dice Bassel, si no quieres enfrentarte a la opresión, tu papel como intelectual no tiene sentido”. Cuando lo mataron, tenía dos libros cerca: uno del marxista italiano Antonio Gramsci y otro del comunista libanés Mahdi Amel (“el hombre con sandalias de fuego”, como se le conocía en el mundo árabe, un “hombre que caminaría a través del fuego” —al-rajul dhu al-ni‘āl al-nārīyah).
Junto a la tumba de Berta, leí parte del poema Las cenizas de Gramsci (1954) de Pier Paolo Pasolini, en el que visita la tumba de Gramsci y luego parte hacia el mundo más allá del cementerio:
Me voy de aquí, te dejo en el atardecer
que aunque triste, desciende tan dulce
para nosotros, vivos, con la luz cérea
que cuaja por el barrio en penumbra.
Y lo agita. Lo hace más grande, vacío
alrededor y, más lejos, vuelve a encenderlo
de una alocada vida que del ronco
rodar de los tranvías, de los gritos humanos,
dialectales, hace un concierto desvaído
y absoluto. Y sientes, cómo en aquellos lejanos
seres que en vida gritan, ríen,
en sus vehículos, en esos caserones
míseros donde se consume el expansivo
e infiel don de la existencia ─
esa vida no es sino un escalofrío;
corpórea, presencia colectiva;
sientes la falta de toda religión
verdadera; no vida sino supervivencia.
─ Acaso más alegre que la vida ─
igual que un pueblo de animales,
en cuyo arcano orgasmo no haya otra pasión
que la del trabajo cotidiano: fervor
humilde al que da un sentido de fiesta
la humilde corrupción.
…
Es un rumor la vida, y éstos perdidos en ella,
serenamente la pierden
si el corazón les llena: aquí
gozan míseros el atardecer: y en ellos
inermes, poderoso para ellos, el mito
renace… Pero yo, con el corazón consciente
de quien sólo en la historia tiene vida,
¿podré alguna vez más esforzarme con pura
pasión, si sé que nuestra historia se ha acabado?
Pero nuestra historia, como sabía Berta, no termina tan fácilmente. Nuestras luchas son vitales y necesarias y, como sabía Bassel, contagiosas.
Cordialmente,
Vijay
