Fuente: https://elsudamericano.wordpress.com/2021/12/10/la-sentencia-del-tribunal-russel-de-nurenberg-a-estocolmo-genocidio-imperialista-por-jean-paul-sartre/ Jean Paul Sartre
LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL RUSSEL. DE NÜRENBERG A ESTOCOLMO: GENOCIDIO IMPERIALISTA por Jean Paul Sartre
EL CRIMEN1
El filósofo inglés Bertrand Russell acaba de presentar, en Londres, en el curso de una conferencia de prensa, el “tribunal internacional” que él ha tomado la iniciativa de constituir, para juzgar el comportamiento de las fuerzas norteamericanas en Vietnam. Yo formo parte.2 Aquí explico por qué simples ciudadanos tienen el derecho, hoy, de erigirse en “jueces”.
– Le Nouvel Observateur. Se ha dicho del “tribunal” de Bertrand Russell que no podría prestar sino una parodia de justicia, porque estaba compuesto de personalidades partidistas, hostiles a la política norteamericana y cuyo veredicto era conocido por adelantado. Según un periodista inglés, “sucederá como en «Alicia en el País de las Maravillas»: primero saldrá la condena y luego el proceso”.
– Jean-Paul Sartre. Estos son los límites y el sentido de lo que nuestro “tribunal” se propone hacer. Para nosotros no se trata de juzgar si la política norteamericana en Vietnam es nefasta –lo que no presenta ninguna duda para la mayoría de entre nosotros–, sino de ver si, bajo la legislación internacional, ella cae entre los “crímenes de guerra”.
Condenar, en el sentido jurídico, la lucha del imperialismo norteamericano contra los países del tercer mundo que intentan escapar de su dominio, no tendría sentido. Esta lucha no es en efecto sino la transposición, en el plano internacional, de la lucha de clases, y está determinada por la estructura de los grupos presentes.
La política imperialista es una realidad histórica necesaria y ella escapa, por ese hecho, a toda condena jurídica o moral. Solo puede combatírsela, sea tanto como intelectual, mostrando su mecanismo, sea políticamente, tratando de sustraerse a ella (cosa que, a pesar de las apariencias, el gobierno francés no ha hecho realmente), sea por la lucha armada. Reconozco que soy, como otros miembros del “tribunal”, un adversario declarado del imperialismo, y que me siento solidario de todos aquellos que lo combaten. Y el compromiso, desde este punto de vista, debe ser total. Cada uno ve el conjunto de la lucha y se alinea de un lado o del otro, según motivaciones que van desde su situación objetiva a una cierta idea que él se hace de la vida humana. A este nivel, se puede odiar al enemigo de clase. Pero no se lo puede juzgar en el sentido jurídico del término. Incluso es difícil, si no imposible, en tanto que uno se mantenga en el punto de vista puramente realista de la lucha de clases, encerrar a sus propios aliados en líneas jurídicas, y definir rigurosamente los “crímenes” cometidos por su gobierno. Esto se ha visto bien con el problema de los campos stalinistas. O bien se hacían acerca de ellos juicios morales, lo que estaba completamente a un lado de la cuestión, o bien nos contentábamos con evaluar lo “positivo” y lo “negativo” de la política de Stalin, Algunos decían: “Es lo positivo lo que lo lleva”; otros: “es lo negativo”. Tampoco ese era el buen terreno.
En concreto: si el desarrollo de la historia no es dirigido por el derecho y la moral –que por el contrario son sus productos–, esas dos superestructuras ejercen sobre ese desarrollo una “acción en retorno”. Es eso lo que permite juzgar a una sociedad en función de criterios que ella misma ha establecido. Es, pues, absolutamente normal preguntarse, en un momento determinado, sí tal acción no desborda el dominio de lo “útil” y de lo “nefasto”, para caer bajo la égida de una jurisprudencia internacional que se ha constituido poco a poco.
Marx escribía algo parecido, en uno de los prefacios de El Capital: “Nosotros somos los últimos a quienes se puede acusar de condenar a los burgueses, puesto que estimamos que, condicionada por el proceso del capital y de la lucha de clases, su conducta es necesaria. Pero hay momentos, con todo, en que ellos abusan”.
Todo el problema reside en saber si, hoy, los imperialistas abusan. Cuando Talleyrand dice: “Es más que un crimen, es un error”, resume muy bien la manera de la cual siempre se han considerado, en el curso de la historia, las acciones políticas; ellas podían ser hábiles o torpes, útiles o nefastas: pero escapaban siempre a la sanción jurídica. No existía una “política criminal”.
Y después, en Nüremberg, en 1945, apareció por primera vez la noción de “crimen político”. Era sospechosa, por supuesto, pues se trataba de imponer la ley del vencedor al vencido. Pero la condena de los jefes de la Alemania nazi por el tribunal de Nüremberg no tenía sentido si no implicaba: todo gobierno que, en el porvenir, cometa actos condenables, según tal o cual artículo de las leyes de Nüremberg, será justiciable por un tribunal análogo.
Nuestro “tribunal” no se propone hoy sino aplicar al imperialismo capitalista sus propias leyes. El arsenal de la jurisprudencia no se limita, por otra parte, a las leyes de Nüremberg; anteriormente hubo el pacto Briand-Kellogg; la Convención de Génova y otros acuerdos internacionales.
Insisto una vez más: no se trata aquí de condenar una política en nombre de la historia, de juzgar si esa política es o no contraria a los intereses de la humanidad, sino de decir si cae bajo las disposiciones de leyes existentes. Por ejemplo, se puede criticar la política actual de Francia, se puede ser totalmente opositor a ella, como lo soy yo, pero no se la puede clasificar de “criminal”. Eso no tendría sentido. Se lo hubiera podido hacer, en revancha, durante la guerra de Argelia. La tortura, la organización de campos de reagrupamiento, las represalias sobre poblaciones civiles, las ejecuciones sin juicio previo, eran asimilables a ciertos crímenes condenados en Nüremberg. Si en esa época se hubiese constituido un “tribunal” como éste del cual Bertrand Russell ha tenido la idea, yo hubiera ciertamente aceptado formar parte. El hecho de que no se lo haya constituido entonces por Francia, no significa que no se lo deba constituir hoy por los Estados Unidos.
–Se les preguntará bajo qué derecho, puesto que es el derecho lo que invocan, se erigen ustedes en jueces, cosa que no son…
–En efecto. En ese momento se dirá que cualquiera puede juzgar cualquier cosa. Y además ¿la empresa no corre el riesgo de caer por una parte en el idealismo pequeño burgués (un cierto número de personalidades conocidas eleva una protesta en nombre de los grandes valores), por otra en el fascismo según un aspecto vengador que recordaría a Arséne Lupin y toda la literatura fascista? A eso respondería, en principio, que no se trata de condenar lo que fuere a una pena cualquiera. Todo juicio que no es ejecutorio resulta evidentemente irrisorio. Me veo mal condenando al presidente Johnson a muerte. Me cubriría de ridículo.
Nuestra finalidad es otra. Es estudiar el conjunto de documentos existentes sobre la guerra de Vietnam, de hacer venir a todos los testigos posibles –norteamericanos y vietnamitas–, y de determinar en nuestra alma y conciencia si ciertas acciones caen bajo las leyes de las que he hablado. No inventaremos ninguna nueva legislación. Diremos solamente, si lo establecemos, aquello de lo cual yo no prejuzgo: “Tal o tales actos, cometidos en tales lugares, representan una violación de tal o tales leyes internacionales y son, en consecuencia, crímenes. Y he aquí los responsables”. Lo que, si un verdadero tribunal internacional existiera, tornaría a éstos responsables pasibles de tal o tal sanción, en virtud, por ejemplo, de leyes aplicadas en Nüremberg. No se trata, pues, en absoluto, de manifestar la reprobación indignada de un grupo de honestos ciudadanos, sino de dar una dimensión jurídica a actos de política internacional, a fin de combatir la tendencia de la mayoría de la gente a no hacer sino juicios prácticos o morales sobre el comportamiento de un grupo social o de un gobierno.
–¿Eso no lo lleva a admitir que hay una manera condenable de hacer la guerra y otra que no lo sería?
–¡Absolutamente no! La lucha del imperialismo contra ciertos pueblos del tercer mundo es un hecho que yo constato. Me opongo a eso con todas mis fuerzas, en la medida de mis débiles medios, pero no tengo por qué decir si hay una buena y una mala manera de llevar a cabo dicha lucha. En verdad, aunque las pacíficas buenas gentes de nuestras sociedades de consumo quieran ignorarlo, se lucha en todas partes, el mundo está en llamas y podemos tener una guerra mundial de un momento a otro. Tengo por qué tomar partido en la lucha, pero no tengo por qué humanizarla. Debemos solamente tratar de saber si, en el desarrollo de esta lucha, hay personas que “abusan”, o si la política imperialista cae bajo leyes dictadas por el mismo imperialismo.
Se puede preguntar, evidentemente, si es posible llevar a cabo una guerra de represión imperialista sin violar leyes internacionales. Pero ese no es nuestro asunto. Como simple ciudadano, como filósofo, como marxista, tengo el derecho de pensar que ese tipo de guerra lleva siempre a la utilización de la tortura, a la creación de campos de concentración, etc. Como miembro del “Tribunal” de Bertrand Russell, eso no me interesa. Debo solamente tratar de saber si hay leyes que son violadas para reintroducir la noción jurídica de crimen internacional.
Es necesario preguntarnos si las ideas, sin embargo justas, que tenemos de la política –como por ejemplo que hay que juzgarla desde un punto de vista realista, que está determinada por una relación de fuerzas, que hay que tener en cuenta el fin perseguido, etc.–, deben conducirnos, como mucha gente lo ha hecho en tiempos de Stalin, a no considerar la política sino bajo el ángulo de la eficacia, y a aceptar una complicidad pasiva no juzgando los actos de un gobierno sino en una perspectiva práctica. ¿Acaso un hecho político no tiene también una estructura ético-jurídica?
En ese terreno, nuestros juicios no pueden ser formulados de antemano, aún si estamos comprometidos como individuos en la lucha contra el imperialismo. Insisto: yo combato el gobierno de De Gaulle con mi boleta de voto, pero no se me ocurriría la idea de decir que la política gaullista es criminal. Se puede hablar, con indignación, de crimen a propósito del asunto Ben Barka, pero no veo que ley aplicaríamos si quisiéramos condenar al gobierno francés en este caso. Es totalmente diferente cuando se trata de juzgar tal acto de guerra de los norteamericanos en Vietnam, tal bombardeo, tal operación ordenada desde los altos mandos. Querer constituir un verdadero tribunal y pronunciar penas, sería actuar como idealistas. Pero tenemos el derecho de reunimos, como ciudadanos, para devolver su fuerza a la noción de crimen de guerra, mostrando que toda política puede y debe ser juzgada objetivamente y en función de criterios jurídicos que existen.
Cuando en un mitin se grita: “La guerra de Vietnam es un crimen”, se está en el dominio de lo pasional. Esta guerra es ciertamente contraria a los intereses de la inmensa mayoría de los hombres, pero ¿es jurídicamente criminal? Es eso lo que trataremos de determinar, sin poder decir por adelantado cuáles serán nuestras conclusiones.
Hay casos en los que la violación del derecho internacional aparece claramente. Cuando el gobierno de África del Sur, que tiene un simple mandato sobre el Sudoeste africano, rehúsa aplicar una decisión de las Naciones Unidas que le ordena abandonar ese territorio, se coloca abiertamente en una situación de delincuencia internacional. Todo el mundo se da cuenta.
En Vietnam la situación es diferente: allí se producen ciertos hechos que se pueden establecer. Nuestro propósito es ver si caen bajo la ley.
–Algunos le reprochan no juzgar a los vietnamitas al mismo tiempo que a los norteamericanos, y dirán que esos crímenes de guerra son cometidos por ambos bandos.
–Me niego a colocar en el mismo plano la acción de un grupo de campesinos pobres, acosados, obligados a hacer reinar entre sus filas una disciplina de hierro, y aquella de un ejército inmenso sostenido por un país super-industrializado de doscientos millones de habitantes. Por otra parte no son los vietnamitas quienes han invadido América, ni quienes hacen caer un diluvio de fuego sobre un pueblo extranjero. Durante la guerra de Argelia, siempre me rehusé a hacer un paralelo entre el terrorismo o la bomba, que era la única arma que poseían los argelinos, y las acciones y exacciones de un rico ejército de quinientos mil hombres ocupando todo el país. Es lo mismo en Vietnam.
–Esta posibilidad que le será ofrecida, en el curso de “proceso”, de poner en evidencia las normas jurídicas aplicables a la política de todo gobierno: ¿puede desembocar en una acción más amplia contra la política norteamericana en Vietnam?
–Evidentemente. Pero eso sólo podrá venir después. Será a partir de los resultados de nuestra investigación –si ella concluye en una condena–, que se podrán organizar manifestaciones, reuniones, marchas, campañas de firmas. Nuestro primer trabajo será de educación, de información, y nuestras “audiencias” serán evidentemente públicas.
Se nos ha reprochado hacer legalismo pequeño–burgués. Es verdad y acepto la objeción. ¿Pero a quién queremos convencer? ¿A las clases que están en lucha contra el capitalismo y que ya están convencidas (“crímenes” o no) de que hay que batirse hasta el fin contra el imperialismo, o a esa franja muy amplia de la clase media que actualmente se encuentra vacilante? Son las masas pequeño-burguesas a las que hay que sacudir y despertar hoy, porque su alianza –aún en el plano interior– con la clase obrera es deseable. Y es por medio del legalismo que se le pueden abrir los ojos. Por otra parte tampoco es malo recordar a las clases trabajadoras, que han sido arrastradas muchas veces a no considerar sino la eficacia, que hay una estructura ético jurídica de toda acción histórica. En el período post-stalinista en que vivimos, es muy importante tratar de poner en evidencia esta estructura.
–¿Cómo explica usted que las manifestaciones contra la guerra de Vietnam, hayan sido más numerosas y vigorosas en Alemania Occidental, en Inglaterra, en Italia y en Bélgica que en Francia?
–Hay en efecto, en Francia, una cierta impermeabilidad de la conciencia pequeño-burguesa y aún, a veces, de la conciencia obrera. Eso proviene, creo, de que nosotros apenas estamos saliendo de un largo período de guerras coloniales. Hemos estado mucho tiempo “bloqueados” acerca de todos los problemas de importancia mundial –en particular aquellos del tercer mundo–, porque éramos nosotros quienes oprimíamos a Indochina, después a Argelia. Era una época, recuerden ustedes, en que el mundo entero se inquietaba por el desarrollo de las armas atómicas. Los franceses nunca se preocuparon por eso. Nunca comprendieron que su país, que abrigaba bases norteamericanas en su territorio, sería aniquilado como los otros en caso de guerra atómica. No lo comprendieron porque su atención estaba constantemente movilizada por nuestros problemas coloniales.
Hay otra razón de la apatía francesa: es la confusión que logró crear De Gaulle haciendo pasar por una verdadera política antimperialista una afirmación de independencia puramente verbal. El discurso de Phnom Penh, es sólo palabras, puesto que De Gaulle, condenando la política norteamericana, no logra conseguir en el interior, los medios económicos para escapar de la tutela norteamericana.
Pero el hecho de que De Gaulle sea el único jefe de Estado capitalista que denuncia la política de los Estados Unidos, da buena conciencia a los franceses. El mismo ciudadano que, hostil a la independencia de Argelia, ha sido demasiado feliz cuando un jefe venerado puso fin a una guerra imposible de ganar, está hoy muy contento de que las palabras definitivas del gran hombre, con el cual se identifican, provean una justificación a su pasividad: “Puesto que De Gaulle se muestra tan firme sobre Vietnam, es inútil que yo haga más”.
Si los partidos de izquierda estuvieran unidos, deberían dar prueba de que la ambición gaullista de hacer de Francia un adversario serio del imperialismo norteamericano, no tiene sentido puesto que no se apoya sobre una política interior capaz de liberarnos realmente de la estrategia norteamericana.
Hoy, Francia no es sino una esclava rebelde que permanece sumisa al orden estadounidense. El estado mayor de la O.T.A.N, se irá a instalar a otra parte, sea, pero los norteamericanos pueden dejar obreros franceses sin trabajo donde y cuando quieren, pueden paralizar nuestra economía retirando solamente sus computadoras, pueden ejercer presiones enormes contra las cuales nos encontramos sin defensa.
El primer punto de un programa de izquierda debería ser luchar, por una política de inversiones prioritarias –en gran parte públicas– contra la invasión de capitales norteamericanos. Sería muy difícil, lo sé, y Francia no podría hacerlo sola. Sería necesario que se sirviera del Mercado Común, y que pudiera arrastrar a sus socios a practicar la misma política. Ellos también, por el momento, están dominados por el poderío económico estadounidense, pero es factible imaginar que ciertos países, Italia por ejemplo, serían llevados a revisar su actitud si Francia practicara una política de verdadera independencia, económica.
Por el momento, estamos esperando que la izquierda se una. Y no veo que se llene el foso que separa los partidarios y los adversarios del Pacto del Atlántico. El problema está en parte enmascarado porque los comunistas han hecho algunas concesiones para las elecciones, pero permanece planteado y continúa paralizando la izquierda. Tuvimos de ello un ejemplo perfecto cuando Guy Mollet, en la última primavera, quiso dar una moción de censura contra la política extranjera del gobierno. Los comunistas estaban molestos porque ciertos aspectos de esa política les convienen, y dijeron: “Condenemos preferiblemente el conjunto de la política gubernamental, mostrando que no es más satisfactoria en el interior que en el exterior”. Guy Mollet se negó.
En mi opinión, la oposición al Pacto del Atlántico debería ser el principal criterio de una política de izquierda. Hasta diría que el único punto en común entre la posición abstracta de De Gaulle, y lo que debería ser la actitud de la izquierda, es la reivindicación de la soberanía nacional. Soberanía que es necesario reconquistar no para defenderla celosamente –podemos asociarnos a otros países igualmente soberanos y constituir organismos internacionales a los cuales se abandonen ciertos poderes– sino para oponerla al imperialismo norteamericano que quiebra, en todas partes, las estructuras nacionales.
–Supongamos que la izquierda se una: ¿qué podría realizar de eficaz en el caso Vietnam?
–Podría en principio movilizar la opinión. No es fácil, pero hay países donde ha sido posible hacerlo. En Francia, una huelga de cierta amplitud desencadenada en ocasión de reivindicaciones económicas, pero cuyo motivo real fuera la oposición a la política de los norteamericanos en Vietnam, es inconcebible. En Japón –de allí vengo– hubo el 21 de octubre una huelga general “contra el imperialismo norteamericano”. No digo que haya tenido un éxito completo, pero tuvo lugar.
Los franceses también, por supuesto, están “contra” la guerra de Vietnam, pero no sienten que les concierna. No saben que arriesgan ser arrastrados a un conflicto mundial por el desarrollo de una lucha que sólo interesa a los norteamericanos. De Gaulle sí lo sabe. Me sentí muy impresionado por la reacción de los japoneses ante el discurso de Phnom Penh. Dijeron: “De Gaulle ha tenido miedo”. Querían decir que él había medido de repente el peligro de ver su país destruido por algo que no le concernía. Era, en efecto, un discurso de miedo y, desde ese punto de vista, un buen discurso. Pero un simple grito de alarma no sirve para mucho.
Nosotros debemos concebir nuestra lucha, hoy, en la perspectiva de una durable hegemonía norteamericana. El mundo no está dominado por dos grandes potencias sino por una sola. Y la coexistencia pacífica sirve a los Estados Unidos. Es gracias a la coexistencia pacífica y al diferendo chino-soviético –éste resultante en gran parte de aquélla–, que los norteamericanos pueden bombardear Vietnam con toda tranquilidad. Ha habido, es indiscutible, un retroceso en el campo socialista, debido a las rivalidades que lo desgarraban y a la política iniciada por Jruschov. Es así como los norteamericanos se sienten hoy con las manos libres, al punto que el presidente Johnson ha dejado entender en un reciente discurso, que no permitiría a los chinos desarrollar su armamento atómico más allá de cierto punto. Esta aterradora y cínica amenaza no hubiera podido ser proferida si Johnson hubiese estado seguro de que la U.R.S.S. acudiría en ayuda de China.
Esta hegemonía actual de los Estados Unidos no excluye, sin embargo, una cierta vulnerabilidad. A falta de un enfrenamiento directo con el campo socialista –demasiado gravemente dividido–, la solución puede venir de una lasitud de las masas norteamericanas y de una inquietud de los dirigentes de Washington, ante la reprobación creciente del mundo entero y en particular de todos sus aliados.
–¿Cree usted que gestos como el de David Mitchell, ese joven norteamericano que se negó a servir en Vietnam invocando las leyes de Nüremberg, pueden contribuir a una toma de conciencia de los norteamericanos?
–Es precisamente del gesto de David Mitchell y algunos otros que nació la idea de nuestro “tribunal”. Nuestra encuesta, si concluye con la culpabilidad de los Estados Unidos, debe permitir a todos los jóvenes norteamericanos que combaten la política de Johnson, invocar no sólo las leyes de Nüremberg sino también el juicio de un cierto número de hombres libres que no representan a ninguna potencia, a ningún partido. Vale mucho más que nosotros no representemos nada. Lo que invalida a los ojos de los neonazis los juicios de Nüremberg, es que fueron pronunciados por vencedores cuyo derecho se apoyaba en la fuerza. Nosotros, por el contrario, no somos mandatarios de ningún poder, y nadie podrá decir que imponemos nuestra ley a gentes que tenemos bajo la bota. Somos independientes porque somos débiles, Y nuestra posición es fuerte porque no buscamos mandar algunas personas a la cárcel, sino hacer renacer en la opinión pública, en un momento siniestro de nuestra historia, la idea de que pueden existir políticas objetivamente y jurídicamente criminales.
Le Nouvel Observateur, 30 de noviembre de 1966
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2 de mayo de 1967, por la mañana.3
DISCURSO INAUGURAL
Nuestro Tribunal se ha constituido por iniciativa de lord Bertrand Russell, para decidir si las acusaciones de “crímenes de guerra” contra el gobierno de los Estados Unidos, como así también contra los de Corea del Sur, Nueva Zelanda y Australia en ocasión del conflicto vietnamita, son justificadas. En esta sesión inaugural, el Tribunal pretende hacer conocer su origen, su función, sus fines y sus límites; entiende explicarse sin ambages sobre la cuestión de aquello que se ha dado en llamar su “legitimidad”. En 1945 se registró un hecho absolutamente nuevo en la historia; la aparición, en Nüremberg, del primer Tribunal Internacional convocado para juzgar los crímenes cometidos por una potencia beligerante. Hasta entonces, por cierto, había algunos acuerdos internacionales, como el pacto Briand-Kellogg, que intentaban limitar el jus ad bellum, pero como ningún órgano había sido creado para hacerlos aplicar, las relaciones entre las potencias continuaban regidas por la ley de la jungla. No podía ser de otro modo: las naciones que habían construido su riqueza sobre la conquista de grandes imperios coloniales, no hubieran tolerado que se juzgaran sus acciones en África y en Asia. A partir de 1939, la furia hitleriana hizo correr al mundo tal peligro que los aliados, horrorizados, decidieron juzgar y condenar, si resultaban vencedores, las guerras de agresión y de conquista, las torturas contra los prisioneros, las torturas, las prácticas racistas llamadas “de genocidio”, sin darse cuenta de que se condenaban a sí mismos, con esa iniciativa, por sus prácticas en las colonias.
Por esta razón, es decir a la vez porque sancionaba los crímenes nazis y porque, de manera más universal, abría el camino a una verdadera jurisdicción que permitiría denunciar y condenar los delitos de guerra allí donde se producen y sean quienes fueren los autores, el Tribunal de Nüremberg sigue siendo la manifestación de este cambio capital: la sustitución del jus ad bellum por el jus contra bellum.
Desgraciadamente, como sucede cada vez que un órgano nuevo se crea por exigencias históricas, ese tribunal no estaba exento de defectos graves. Se le ha reprochado haber sido nada más que un simple diktat de los vencedores a los vencidos y que no fuera verdaderamente internacional: un grupo de naciones juzgaba a otro. ¿Hubiera valido más seleccionar los jueces entre ciudadanos de países neutros? No sé. Pero es seguro que, aunque las decisiones hayan sido perfectamente justas desde el punto de vista ético, están muy lejos de haber convencido a todos los alemanes. Y esto significa que la legitimidad de los magistrados y de sus sentencias permanece hasta hoy discutida. Y que se ha podido declarar que, sin la fortuna de las armas hubiera sido diferente, un tribunal de Axe hubiera condenado a los aliados por el bombardeo de Dresde o por el de Hiroshima.
Esta legitimidad, no obstante, no hubiera sido difícil de fundamentar. Hubiera bastado que el organismo creado para juzgar a los nazis sobreviviera a esa oficina particular, o que la Organización de las Naciones Unidas, sacando todas las consecuencias de lo que se acababa de hacer, lo hubiera consolidado como Tribunal Permanente por un voto de su Asamblea General. Ese Tribunal hubiera estado habilitado para conocer y juzgar todas las acusaciones de crímenes de guerra, aún si el acusado fuera el gobierno de alguno de los países que, a través de sus magistrados, hubiera dictado sentencia en Nüremberg. Así la universalidad implícita en la intención original se desprendió netamente. Ahora bien, se sabe lo que sucedió: apenas fue juzgado el último alemán culpable, el Tribunal se desvaneció en el aire y nadie oyó hablar nunca más de él.
¿Es entonces que nosotros somos tan puros? ¿No ha habido nunca crímenes de guerra después de 1945? ¿No se recurrió jamás a la violencia, a la agresión? ¿No hubo nunca prácticas “genocidas”? ¿Ningún gran país intentó quebrar por la fuerza la soberanía de una pequeña nación? ¿No hubo oportunidad de denunciar ante toda la tierra los Oradour y los Auschwitz? Ustedes saben la verdad: en estos veinte últimos años, oí gran hecho histórico del mundo es la lucha del tercer mundo por su liberación: los imperios coloniales se han desmoronado, en su lugar naciones soberanas se han afirmado o han continuarlo una antigua y tradicional independencia, rota por la colonización. Todo eso se ha hecho en el sufrimiento, el sudor y la sangre. Un Tribunal como aquel de Nüremberg se ha tornado una necesidad permanente. Antes del juicio a los nazis la guerra no tenía leyes, lo he dicho. El Tribunal de Nüremberg, realidad ambigua, nació sin duda alguna del derecho del más fuerte, pero al mismo tiempo abre un ciclo de futuro creando un precedente, el embrión de una tradición. Nadie puede volverse atrás, impedir que él haya sido, ni puede impedir que, cuando un pequeño país pobre es objeto de una agresión, se retorne con el pensamiento a sus sesiones y se diga: es sin embargo eso, justamente eso lo que en Nüremberg se ha condenado. Así las disposiciones apresuradas e incompletas tomadas por los Aliados en 1945, después abandonadas, han creado una verdadera laguna en la vida internacional. Un organismo que hacía falta cruelmente ha aparecido, se ha afirmado en su permanencia y su universalidad, ha definido irreversiblemente los derechos y deberes, para desaparecer dejando un vacío que es necesario llenar y que nadie llena.
Hay dos fuentes de poder, en efecto. La primera es el Estado con sus instituciones. Pues bien, en este período de violencia la mayor parte de los gobiernos, si tomaran semejante iniciativa, temerían que ella se volviera algún día contra ellos mismos, encontrándose en el banquillo de los acusados. Y además, con mucho, los Estados Unidos son un poderoso aliado: ¿quién osaría pedir la resurrección de un Tribunal cuya primera gestión sería evidentemente ordenar una encuesta sobre el conflicto vietnamita?
La otra fuente es el pueblo, en período revolucionario, cuando cambia sus instituciones. Pero, aunque la lucha siga siendo implacable, ¿de qué modo, las masas, encasilladas por fronteras, lograrían unirse e imponer a los diferentes gobiernos una institución que sería una verdadera magistratura popular?
El Tribunal Russell ha nacido de esta doble y contradictoria constatación: la sentencia de Nüremberg ha hecho necesaria la existencia de una institución destinada a investigar los crímenes de guerra y, si ellos tienen lugar, a juzgarlos; ni los gobiernos ni los pueblos están hoy en condiciones de crearla. Estamos perfectamente conscientes de que nadie nos ha convocado, pero si hemos tomado la iniciativa de reunimos, es porque sabemos también que nadie podía otorgarnos un mandato. Ciertamente, nuestro Tribunal no es una institución. Pero no sustituye a ningún poder instituido: es el resultado, por el contrario, de un vacío y de un llamamiento. No hemos sido reclutados ni investidos de poderes reales por los gobiernos, pero hemos visto recién que aquella investidura en Nüremberg no bastó para dar a los magistrados una legitimidad incontestable… El Tribunal Russell estima al contrario que su legitimidad proviene a la vez de su perfecta impotencia y de su universalidad.
Somos impotentes: es la garantía de nuestra independencia. Nada nos ayuda, salvo el concurso de los comités de apoyo que son, como nosotros mismos, reuniones de personas privadas. No representando ni a gobierno ni a partido alguno, no podemos recibir órdenes: examinaremos los hechos “en nuestra alma y conciencia”, como se dice, o, si lo prefieren, con absoluta libertad de espíritu. Nadie de entre nosotros puede decir, hoy, cómo nuestros debates evolucionarán, y si responderemos por sí o por no a las acusaciones, o si no responderemos, estimándolas quizá fundadas pero insuficientemente probadas. Lo que es seguro, en todo caso, es que nuestra impotencia, aunque resultemos convencidos por las pruebas aportadas, nos prohíbe dictar sentencia. ¿Qué podría significar, en efecto, una condena, aunque sea la más leve, si no tenemos los medios para hacerla ejecutar? Nos limitaremos pues, llegado el caso, a declarar: tal o tal acto cae en efecto bajo la jurisdicción de Nüremberg, es entonces, según ella, crimen de guerra, y si la ley se aplicara sería pasible de tal o tal sanción. En ese caso, si es posible, señalaremos a los responsables. Así el Tribunal Russell no tendrá otra preocupación, en sus investigaciones tanto como en sus conclusiones, que hacer sentir a todos la necesidad de una institución internacional que él no tiene ni los medios ni la ambición de reemplazar, y cuya esencia sería resucitar el jus contra bellum, muerto al nacer en Nüremberg, y sustituir la ley de la jungla por reglas éticas y jurídicas.
Por el hecho mismo de ser simples ciudadanos hemos podido, cooptándonos de manera ampliamente internacional, dar a nuestro Tribunal una estructura más universal que la que prevaleció en Nüremberg. No quiero solamente decir que un mayor número de países están aquí representados: ese punto de vista presentaría muchas lagunas a colmar. Pero, sobre todo, mientras los alemanes de 1945 no figuraban sino en el banquillo de los acusados o, a lo sumo, en la barra como testigos de cargo, ahora varios jurados son ciudadanos de los Estados Unidos: esto significa que vienen de un país donde la política misma está en discusión y que tienen, en consecuencia, una manera propia de comprenderla, y, cualquiera sea su apreciación, una relación íntima con su patria, sus instituciones y sus tradiciones, de las cuales las conclusiones del Tribunal llevarán necesariamente la marca.
Cualquiera sea sin embargo nuestra voluntad de imparcialidad y de universalidad, estamos muy conscientes de que ella no basta para legitimar nuestra empresa. Lo que en verdad queremos es que su legitimación sea retrospectiva o, si se prefiere, a posteriori. De hecho, no trabajamos por nosotros mismos ni por nuestro único ejemplo, y no pretendemos imponer nuestras conclusiones de golpe. En verdad deseamos, gracias a la colaboración de la persona, mantener un contacto constante entre nosotros y las masas que, en todas partes del mundo, viven dolorosamente la tragedia de Vietnam. Deseamos que ellas se instruyan como nosotros nos instruimos, que descubran con nosotros los informes, los documentos, los testimonios, que los valoren y se hagan día a día, con nosotros, su opinión. Cualesquiera que sean las conclusiones, queremos que nazcan de sí mismas, en todos al mismo tiempo que en nosotros; antes quizá. Esta sesión es una empresa común cuyo término final será, según las palabras de un filósofo, “una verdad devenida”. Si las masas ratifican nuestro juicio, este juicio se convertirá en verdad. Y nosotros, en el momento mismo en que desaparezcamos frente a ellas que se transformarán en guardianas y sostén de aquella verdad, nosotros sabremos que habremos sido legitimados y que ese pueblo, manifestándonos su acuerdo, devela una exigencia más profunda: la de que un verdadero “Tribunal contra los crímenes de guerra” sea creado a título de organismo permanente, es decir que esos crímenes pueden ser en todas partes y en todo momento denunciados y sancionados. Estas últimas apreciaciones permiten responder a una crítica que nos hacía, sin malevolencia, por otra parte, un periódico parisiense: “¡Qué extraño tribunal: hay jurados y no hay juez!” Es verdad: no somos sino jurados, no tenemos el poder de condenar ni de absolver a nadie. Por lo tanto, no hay ministerio público. Y hablando correctamente, tampoco habrá acta de acusación. El señor Matarasso, presidente de la Comisión Jurídica, va a leerles un informe sobre los agravios que serán considerados: los jurados, al final de la sesión, tendrán que pronunciarse sobre esos agravios: ¿están fundados o no? Sin embargo, los jueces existen en todas partes: son los pueblos, en particular el pueblo norteamericano. Y es para ellos que nosotros trabajamos.
Tribunal Russell, Ediciones Gallimard, París, 1967
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El “Tribunal Internacional contra los crímenes de guerra en Vietnam”, creado por el filósofo inglés Bertrand Russell, ha celebrado su primera sesión en Estocolmo del 2 al 12 de mayo. Ha respondido por la afirmativa y unánimemente a las dos preguntas que se había formulado:
1) ¿Son los norteamericanos culpables de agresión al Vietnam?
2) ¿Han recurrido a bombardeos “terroristas” para quebrar la resistencia de la población? Aquí relato cómo esa unanimidad ha sido lograda.
Jean-Paul Sartre. –No es verdad que se haya hecho silencio sobre los trabajos del “Tribunal Russell”. La mayor parte de los periódicos han publicado un artículo sobre la sesión inaugural, han dado luego algunos detalles sobre las exposiciones y han presentado, al fin, nuestras conclusiones. Hasta la televisión francesa ha dicho algunas palabras en sus boletines informativos. Todos, sin embargo, soslayaron lo esencial: el drama que tuvo lugar en Estocolmo durante algo más de una semana, un drama que no ha sido vivido solamente por los miembros del Tribunal, sino por todos aquellos que han seguido nuestros debates, comprendidos los periodistas norteamericanos. Y la manera en que hemos llegado a nuestras conclusiones, me parece finalmente tan importante como esas conclusiones en sí mismas.
En el seno del propio Tribunal, por supuesto, es donde el drama ha sido más sensible. Estábamos allí una docena de hombres que se conocían poco o nada, y que no sabían en absoluto adonde iban a llegar. En principio, todos éramos hostiles a la política de Estados Unidos en Vietnam, pero eso no era suficiente para prever el juicio definitivo de cada uno de nosotros sobre los puntos precisos que teníamos para examinar. Personalmente, yo no estaba dispuesto a declarar, al comienzo, que el bombardeo a poblaciones civiles era sistemático y deliberado. Sabía que los civiles eran matados, pero así sucede en todas las guerras y hubiera podido llegar a la siguiente conclusión: los norteamericanos son demasiado negligentes, no toman bastantes precauciones, se burlan de los “desechos” en sus operaciones contra objetivos militares –cosas que ya hubiera condenado–. De hecho, he descubierto poco a poco, al correr de las audiencias, una cosa bien distinta. Me he enterado –confieso que no lo sabía– de que los norteamericanos efectuaban en Vietnam del Norte raids terroristas con objetivo “psicosocial” (como se dice en la jerga estratégica), es decir destinados únicamente a quebrar la moral de la población. Lo que resultó importante, para mí, es el pasaje de esta idea vaga, ya insoportable: “Se matan niños, mujeres y ancianos en Vietnam”, a esta idea precisa y odiosa; “se lo hace a propósito”.
Laurent Schwartz ha demostrado muy bien, en el curso de la conferencia de prensa del viernes último, que adoptando públicamente tal conclusión, cada miembro del Tribunal asumía una gran responsabilidad: arriesgaba en efecto cubrir de ridículo simultáneamente al Tribunal y a sí mismo si desmentidos convincentes le eran opuestos por el gobierno estadounidense. Que eso no haya asustado a ninguno de nosotros, que mi avance de esos diez días haya sido el de todos los demás, que se haya llegado a la unanimidad, el último día, en nuestras conclusiones, eso es lo que me parece significativo.
Esa unanimidad no había sido prevista en absoluto. Tan poco la esperábamos que, la víspera del resultado, discutimos largamente, en sesión privada, para saber bajo qué forma presentaríamos nuestras conclusiones: ¿diríamos simplemente que habían sido adoptadas “por una mayoría de tantos votos”, o permitiríamos a la minoría expresar separadamente su punto de vista? Algunos pedían incluso que cada jurado pudiera motivar individualmente su voto.
La discusión fue muy rigurosa y el carácter internacional del Tribunal no facilitaba el acuerdo, en la medida en que las reglas de procedimiento difieren de un país a otro. Los jurados franceses se pronuncian por mayoría, por ejemplo, en tanto que los norteamericanos no pueden hacerlo sino por unanimidad. Sobre esas cuestiones de forma estuvimos divididos. Ellas llegaron a tomar una importancia tan grande, durante todos nuestros trabajos, que nunca tuvimos ocasión de hablar entre nosotros del fondo del problema. Aunque parezca curioso, cada uno de nosotros ignoraba hasta último momento cómo se pronunciaría la mayor parte de los demás. ¿Cómo podía yo saber lo que había pasado, durante esos diez días, en el espíritu de un norteamericano pacifista y no violento como Dave Dellinger, en el de otro norteamericano como Oglesby, en el de un pakistaní como Mahmud Alí Kasuri, en el de un filipino como Amado Hernández, en el de un inglés como Isaac Deutscher, en los de tantos otros que me habían parecido bastante reservados al principio? Todos habíamos llegado con nuestra óptica particular, inevitablemente marcada por las tradiciones y los problemas particulares de nuestro país de origen. Fue además por esa razón que cada uno estaba tan preocupado en preservar sus derechos.
Durante la última noche, pues, discutimos mucho tiempo y debo decir que no avanzábamos mucho. Entonces tuve una idea –era yo quien presidía aquel día– y dije: “Para facilitar las cosas, podríamos ver desde ya quiénes son aquellos que tienen intención de responder ‘sí’ a las preguntas que nos son formuladas: –¿Hay agresión norteamericana? ¿Hay bombardeo deliberado de civiles?–, bajo reserva de que se encontrará una forma de redacción que convenga a cada uno”.
Votamos y se logró la unanimidad. Ésta fue una sorpresa para todo el mundo, y sobre todo una gran emoción porque resolvía de un golpe el problema de la “legitimidad” del Tribunal. Yo lo había dicho antes: probaríamos nuestra existencia sobre la marcha. Si el Tribunal tenía éxito, es porque tenía derecho de reunirse; si fracasaba es porque no tenía ese derecho.
Y el Tribunal ha tenido éxito, no sólo porque todos sus miembros han sido convencidos, sino porque todos aquellos que siguieron sus trabajos, asistido a las sesiones, oído los testimonios, lo fueron también. Ha tenido éxito porque ningún desmentido serio del gobierno norteamericano le ha sido opuesto. Al contrario, el Pentágono se ha visto obligado a admitir la utilización de bombas de fragmentación “anti-personal” en Vietnam del Norte, lo que hasta el momento no había hecho.
S. Lafaurie. – Un diario inglés ha escrito que había en el seno del Tribunal –como en Washington pero en posiciones inversas–, “halcones” y “palomas”, “duros” y “blandos”. ¿Esa fisura era real?
–No existía. Yo he sido citado como “duro”, por ejemplo, y Vladimir Dedijer como “blando”. Respondería simplemente que mis relaciones con Dedijer, primero impersonales puesto que no lo conocía, se transformaron muy rápidamente en una verdadera amistad, aún reforzada por un acuerdo completo sobre casi todos ios puntos en discusión. Pero, sobre todo, la distinción entre “duros” y “blandos” no tiene ningún sentido. ¿Qué es un “duro”? ¿Alguien que ha decidido condenar de antemano, sin escuchar los testimonios? Entonces yo soy un “blando”, y lo éramos todos. Nuestra unanimidad resulta así tanto más impresionante.
Nuestra principal preocupación ha sido no solo reunir, sino también escoger y controlar las informaciones. No nos conformamos con los documentos provistos por los vietnamitas del Norte. Los hicimos verificar en el lugar, cada vez que pudimos por nuestros propios investigadores. Los vietnamitas nos dijeron, por ejemplo, que una centena de hospitales había sido bombardeada por los norteamericanos. Una de nuestras comisiones de investigación se trasladó al lugar y ha podido verificar, en 8 provincias, 35 de los casos que nos eran, citados. Lo que esa comisión vio correspondía cada vez a lo que describían los informes vietnamitas.
Lo mismo con las bombas de fragmentación. La demostración que Jean-Pierre Vigier ha hecho de su ineficacia contra los objetivos militares era irrefutable y se apoyaba en comprobaciones hechas en el lugar; por ejemplo, que un balín no puede hundirse más de 10 a 20 centímetros en un saco de arena, lo que incluso hace a esas armas ineficaces –contrariamente a lo que pretende el Pentágono– contra los puestos antiaéreos. Sólo pueden servir para matar gente, al azar, en un enorme sector.
Un investigador japonés nos ha declarado que había visto los mapas utilizados por pilotos norteamericanos, sobre los cuales ciertos emplazamientos estaban marcados con una cruz, una de ellas cerca de una iglesia que ha sido bombardeada. Descartamos esta parte de su testimonio, pues no podíamos saber si esas cruces querían decir “objetivos a bombardear” o “atención: iglesia”.
Descartamos también los testimonios filmados de prisioneros norte-americanos en Vietnam. El sonido era tan malo que se nos hubiera podido acusar –un periódico lo hizo, por otra parte–, de haber “trucado” la banda.
Un día se nos sugirió pedir a los vietnamitas que nos enviaran un aviador prisionero. Era una proposición evidentemente irrealizable, porque se ve mal un prisionero de guerra llegando a Suecia entre dos gendarmes y volviendo a partir del mismo modo. Pero no fue por eso que rechazamos la propuesta: fue porque el Tribunal no está para juzgar a los individuos, sino para determinar si tal política es o no una política de agresión, si tal método de guerra cae o no bajo leyes internacionales.
Escuchamos, evidentemente, a testigos norvietnamitas. Estuvo el presidente de la Suprema Corte de Hanoi, el señor Pham Van Bach, y el coronel Ha Van Lau, miembro de la comisión de investigación norvietnamita sobre crímenes de guerra. Estuvieron también simples ciudadanos –un comerciante quemado con napalm, una de cuyas orejas se había “derretido” y uno de cuyos brazos estaba pegado al cuerpo, una joven que tenía una bala en la cabeza, un niño atrozmente quemado, y muchos más, venidos para contar lo que habían visto y sufrido.
Todos testimoniaron con una dignidad, una moderación, una exactitud impresionantes. Ni uno solo trató de transformar al Tribunal en reunión política. No hicieron más que exponer los hechos, y cuando no sabían la respuesta a una de nuestras preguntas lo decían francamente: “Yo no sé”.
–¿Por qué no ha habido testimonios de norteamericanos a favor de su país?
–Los norteamericanos vinieron a testimoniar “en contra”. En particular el historiador Gabriel Kolko, quien demostró muy claramente que la agresión norteamericana a Vietnam no había comenzado con el envío de un cuerpo expedicionario sino mucho antes, desde el día siguiente de la guerra, cuando se esbozó la política norteamericana de implantación en Asia. Ese testimonio ha sido decisivo para el logro de la unanimidad sobre el primer punto de la discusión.
Si no escuchamos a norteamericanos venidos para defender a su país, es porque ninguno se presentó. Dos abogados suecos han escrito espontáneamente al Tribunal para proponerle pleitear por la causa de los Estados Unidos. No aceptamos su ofrecimiento. He aquí por qué. Supongamos que hubieran hecho papilla nuestros testimonios: era tanto mejor para los Estados Unidos y hubiéramos debido inclinarnos ante eso. Era un riesgo que todos aceptábamos al principio. Pero supongamos que los dos abogados no hubieran logrado convencer, que hasta se hubieran ridiculizado ante la acumulación de pruebas que nosotros aportábamos: el gobierno norteamericano y la prensa hubieran clamado de inmediato que era un golpe armado, y que habíamos escogido expresamente a “aprovechadores” prestos a desinflarse. Para nosotros es esencial que toda persona que venga a defender la posición norteamericana ante el Tribunal represente, de cerca o de lejos, a los Estados Unidos. Renovaremos nuestro pedido al gobierno norteamericano. Pero usted ha visto la respuesta lamentable que nos ha dado Dean Rusk4 y que prueba su mediocridad. Si hubiera hablado como hombre de estado, hubiera podido decir tres cosas. O bien (respuesta evidentemente inconcebible): “Ese Tribunal es legítimo y enviamos a alguien para que nos defienda”. O bien: “Ese Tribual es ilegítimo y no enviamos a nadie”. O bien: “Aunque ese Tribunal sea perfectamente ilegítimo, pero en razón de la publicidad que van a tener sus audiencias, enviamos a alguien para que le impida llenarle la cabeza a la gente”. Si un portavoz de los Estados Unidos hubiera llegado diciendo: “son ustedes un hato de bribones, pero pueden hacer daño y vengo a reducir a la nada sus mentiras”, lo habríamos aceptado. El hecho de que los Estados Unidos no hayan enviado a nadie y que el Pentágono haya debido hacer una confesión embarazosa, prueba que el gobierno norteamericano no tiene intenciones de pleitear públicamente por su causa.
–¿Cuál es la opinión de los miembros norteamericanos del Tribunal sobre la evolución de la situación en los Estados Unidos?
–Son bastante pesimistas. Todos me han dicho que el movimiento de resistencia a la guerra no deja de reforzarse, pero que los sondeos indican, al mismo tiempo, que la popularidad de Johnson desciende cuando parece que quiere frenar el esfuerzo militar en Vietnam. Ellos lo explican así: Johnson ha perdido ya el apoyo de las “palomas” y de todos aquellos que se oponen sinceramente a la guerra; aquellos quienes ya no se dejan engañar por sus hipócritas “iniciativas de paz” y que se han vuelto irrecuperables para él. En contrapeso, tiene actualmente el apoyo de los “halcones” y de la derecha, pero no puede conservarlo sino a condición de no “aflojar” jamás. Esto es lo que lo empuja a acelerar más y más la escalada y es lo que, a los ojos de los norteamericanos a quienes he visto, torna la situación terriblemente peligrosa.
–¿Cree usted que los trabajos del Tribunal puedan tener una influencia sobre la opinión norteamericana?
–Por el momento pienso que esta influencia es nula, aunque el “New York Times” haya dado cuenta con relativa objetividad de ciertas deposiciones. Pero reuniremos en un libro los testimonios y documentos que recogimos en Estocolmo. Quisiéramos hacer de él una publicación completa, que representaría al menos dos gruesos volúmenes in octavo; y sobre todo pensamos en reunir extractos en una “colección de bolsillo”. Ya tenemos ofrecimientos de varios editores en diferentes países, comprendiendo los Estados Unidos, Estoy seguro de que todos los norteamericanos que comprarán ese libro se sentirán conmovidos. Y pienso también que muchos lo comprarán.
–En Francia los comunistas han manifestado una cierta reserva con respecto al “Tribunal Russell”. ¿Por qué? ¿Es la posición antichinoísta del P.C. lo que los retiene para sostenerlos más abiertamente?
–Quizá ha habido, al principio, una reserva de ese tipo, pero estaba fundada sobre un malentendido que necesariamente va a disiparse. Yo no conozco las opiniones políticas de todos los miembros del Tribunal, pero ninguno de ellos, en ningún momento, ha marcado con su comportamiento que fuera “pro” o “anti” chino. Por ejemplo, nunca tuvimos que moderar a alguien que hubiera querido politizar nuestras deliberaciones. El problema ni siquiera se planteó.
Le haré notar, por otra parte, que la “reserva” de los comunistas no es tan grande puesto que un miembro del partido, el señor Matarasso, presidía nuestra comisión jurídica, y que otro miembro del partido, Jean-Pierre Vigier, ha hecho ante el Tribunal una de las exposiciones más impresionantes.
Había, al principio, es evidente, una cierta desconfianza respecto a nosotros. Era legítima. Algunos temían que nuestras reuniones concluyeran en un mitin político prolongado durante diez días, Pero, al cabo de dos días, la partida ya estaba ganada. El P.C. sueco nos ha dado su pleno acuerdo. El órgano oficial del P.C. italiano, “L’Unita”, dio cuenta diaria y largamente de nuestras sesiones. El partido laborista turco nos ha enviado un telegrama de solidaridad total. De Polonia, de Checoslovaquia, de Bulgaria, de Rumania, se nos han pedido artículos y entrevistas.
–Se ha anunciado, hace algunos días, que usted había rechazado una invitación para asistir al Congreso de Escritores Soviéticos. ¿Fue por razones políticas?
–Por empezar, se trata de una información equívoca. Yo no “rechacé” una invitación. Indiqué a los soviéticos que acababa de pasar varias semanas completamente alejado de mi trabajo, y que no podía volver a salir ahora. No hay ninguna segunda intención política en mi decisión. A tal punto que sigo siendo uno de los vicepresidentes de la C.O.M.E.S., esa organización que agrupa a los escritores del Este y de Europa Occidental. La C.O.M.E.S. había sido seriamente sacudida en el momento del caso Siniavski-Daniel; hoy, ante la gravedad de la situación, ha decidido retomar sus congresos y tengo la intención de participar en ellos.
–¿Cuándo debe tener lugar la próxima sesión del “Tribunal Russell?”
–Probablemente en octubre. ¿Dónde? No lo sabemos aún. Podríamos reunimos nuevamente en Estocolmo, pero quizá no debamos abusar de la hospitalidad sueca. El gobierno sueco se oponía a que viniéramos, la ley no le permitía impedírnoslo, nos ha dejado hacer por un respeto a la democracia al cual rindo homenaje. En Francia la situación era la misma, salvo el respeto: En el curso de nuestra próxima sesión examinaremos tres puntos:
1) ¿Utilizan los estadounidenses en Vietnam armas prohibidas por las convenciones internacionales, en particular armas químicas?
2) ¿Han infligido, en ciertos casos, malos tratos a sus prisioneros?
3) ¿Cometen actos (reagrupamiento de población en campos, destrucción sistemática de cultivos, etc.) que pueden hacerlos acusar de genocidio?
Sobre esas tres cuestiones no tengo aún ninguna opinión. En octubre podré hacerme una. Pero me basta ya, para condenar la política norteamericana, que el Tribunal haya establecido dos crímenes: el de agresión y el de terrorismo por bombardeo sistemático de la población civil. Y si la sesión de octubre se desarrolla como la que acabamos de mantener, creo sinceramente que ya nadie pensará en plantear el problema de nuestra “legitimidad.
Declaraciones recogidas por Serge Lafaurie.
“Le Nouvel Observateur,” 24 de mayo de 1967
*
DE NÜREMBERG A ESTOCOLMO
El Tribunal Russell es considerado ilegal por el conjunto de gobiernos occidentales. Y el general De Gaulle, al rehusarle la autorización para tener sede en Francia, ha resumido la opinión general de los “poderes” con estas palabras: “Toda justicia pertenece al estado”. Sin embargo este organismo –creado por la iniciativa de un solo hombre, filósofo célebre pero simple ciudadano desprovisto de cargos públicos–, después de su sesión en Estocolmo y de sus primeras conclusiones, ya no necesita probar su legitimidad. Es sobre esta aparente contradicción que quisiera reflexionar, aquí, con ustedes.
El 10 de mayo de 1967, al finalizar nuestra primera sesión, leímos las conclusiones del Tribunal ante los periodistas: “1° ¿El gobierno de los Estados Unidos ha cometido actos de agresión contra Vietnam en los términos de la ley internacional? Sí por unanimidad. 2° ¿Hubo bombardeos deliberados sistemáticos y a gran escala sobre objetivos puramente civiles? Sí por unanimidad”. Y cuando las últimas palabras fueron pronunciadas, cuando el auditorio –comprendidos los corresponsales de prensa– saludó esas conclusiones de pie, con veinte minutos de aplausos, comprendimos que algo se había producido o, si se prefiere, que durante esos diez días durante los cuales habíamos oído y preguntado sin pausa a informantes, testigos y víctimas, seleccionado y criticado documentos, examinado pruebas materiales, asistido a proyecciones de fotos y de films tomados por nuestras comisiones de encuesta en el curso de sus misiones, había tenido lugar un proceso irreversible independientemente de nosotros, que nos había conducido a todos, jurados y público, hasta ese punto sin retroceso, hasta esas respuestas –dadas por nadie a preguntas formuladas por nadie– que se manifestaron de pronto, allá, como una determinación real de la objetividad histórica.
¿Qué había sucedido, en suma? Tan sólo que el resultado de nuestra empresa, escapándosenos poco a poco, se había vuelto sobre ella para legitimarla a posteriori y que, al mismo tiempo que nos designaba objetivamente como jurados, nos liberaba de aprensiones, de relaciones internas aún muy subjetivas, definiéndonos como una reunión de hombres comunes que podían, en cualquier momento, ser reemplazados por otros hombres –igualmente comunes–, y que se resumían en el simple poder humano de decir sí o no con conocimiento de causa.
En efecto, cuando nos reunimos por pedido de lord Bertrand Russell, nos conocíamos muy poco o nada. En aquellos primeros días de Estocolmo, cuando fue necesario decidir un procedimiento jurídico, esa ignorancia recíproca –nombres y obras eran, por supuesto, conocidos por todos, pero no los hombres– nos separaba profundamente. Es que veníamos de todas partes: de las Filipinas, de Cuba, de Turquía, de Pakistán, del Japón, de Europa Occidental y aún de los Estados Unidos. La delegada cubana no representaba a su gobierno puesto que se sobreentendía que no representábamos a nadie: aunque esa heroína de la Revolución estaba de perfecto acuerdo con el proceso revolucionario que transformaba lentamente y seguramente a su país, ella no había sido enviada ni elegida por Fidel, por más que quisiera a Fidel y que Fidel le brindara su confianza. Su juicio, cualquiera que fuese, no comprometía a su país, pero sabíamos que su juicio sería, incluso en esta región nórdica tan lejana del Caribe, el de las masas cubanas que se alinearon junto a Castro, en pocas palabras, que tendría –aunque estrictamente privado– una dimensión colectiva. Por el contrario los delegados de las Filipinas, el Japón, Europa, Estados Unidos, etc. habían venido, a menudo corriendo sus propios riesgos y peligros, contra la voluntad de sus gobiernos. Hasta en su decisión de participar del Tribunal y de responder a las preguntas planteadas, ellos estaban determinados por las contradicciones de sus sociedades, cuya infraestructura permanecía capitalista y se caracterizaban, en consecuencia, por la explotación y la opresión. Por cierto, ellos habían elegido alinearse junto a la masa, pero cada uno lo había hecho a su manera y, aun cuando pertenecieran a una agrupación política –que, por otra parte, no tenía ni la voluntad ni el poder de darles un mandato–, todo lo que se podía decir de ello es que su apreciación de los debates estaría en parte condicionada, quizá, por los principios, los objetivos fundamentales y los hábitos mentales de esa agrupación, y que ellos no podían pretender, al principio, expresar la opinión de la totalidad de las clases trabajadoras en sus países. Por lo demás, aunque esos países se parecieran en lo abstracto por sus estructuras fundamentales, diferían profundamente por su historia y por la naturaleza concreta de su economía, es decir, en concreto, por sus relaciones de producción, por los conflictos humanos, las instituciones y los problemas interiores y exteriores que se les planteaban. Así cada uno de nosotros estaba doblemente separado de los demás: el grupo político del que uno emanaba o al cual estaba más cercano, no representaba necesariamente sino a una parte de las masas trabajadoras, y la representaba a su manera-, las urgencias, las posibilidades, el propio desarrollo económico, las relaciones de fuerza que resultaban de ello y el aspecto particular de la lucha de clases, en pocas palabras la evolución histórica que nos había producido en nuestra singularidad de individuos sociales, todo –incluida la barrera de las lenguas– contribuía a volcar a cada uno en una especie de subjetividad nacional –sin hablar de subjetividad personal– y a hacernos extranjeros todos para todos.
¿Cómo comparar, por ejemplo, a Dave Dellinger, de los Estados Unidos, pacifista y no violento, al poeta filipino Hernández que permaneció años en prisión por haber combatido por las armas el establecimiento en Filipinas del neo-colonialismo norteamericano? ¿Cómo compararlo, en su propio país, al otro jurado, Carmichael, que no pudo venir a Estocolmo pero que se hizo representar, partidario declarado de la violencia como respuesta de la población negra a la violencia permanente de los racistas blancos? Curiosamente, lo que más nos separó al principio –y que nos separaba aún la noche que precedió al voto final–, fueron las superestructuras y, particularmente, una de ellas: la institución jurídica. Tantas reglas diferentes. Era necesario no obstante establecer las nuestras. ¿Qué elegir? Para no citar sino un ejemplo, los Estados Unidos piden a sus jurados que se pronuncien por unanimidad. En Francia basta con la mayoría.
Sobre este último punto debatimos largamente. Para algunos el voto debía ser unánime, para otros, más numerosos, bastaba con que una mayoría se pronunciara. Algunos querían que los miembros de la minoría pudieran declinar sus nombres y hasta motivar públicamente sus votos. Menciono esta discusión, que tomó a menudo un tono muy vivo, porque ella no puede significar sino una cosa: desconfiábamos los unos de los otros. No por cierto como personas: lazos de amistad duraderos que se anudaron en Estocolmo entre hombres que nunca se habían encontrado antes. Además nos estimábamos porque conocíamos nuestro pasado. Nadie dudaba de que cada uno, llegado el momento, se decidiera “en su alma y conciencia”. Simplemente, productos de regiones y hasta de continentes diversos, ninguno de nosotros no podía ni siquiera presentir el conjunto de los procesos que encaminarían a su vecino a la decisión definitiva. Y, aún sin saber todavía cuál sería su propio juicio, cada uno deseaba garantizarse y garantizar a los que le habían dado su confianza, contra una imprevisible decisión que le sería imposible ratificar. Se dijo, en la prensa occidental, que había entre nosotros “halcones” y “paloma”: eso no es verdad si se entiende como tal que, para algunos de nosotros, la suerte estaba echada de antemano, Pero es cierto que los jurados recelaban entre ellos, cada vez, después de un gesto o una palabra mal interpretados, pensando que el otro era “duro” o “blando” y que cada uno quería preservar la libertad y la espontaneidad de los votos.
Nunca abordamos entre nosotros el fondo del problema; nunca debatimos, fuera a puerta cerrada, fuera en conversaciones privadas, acerca de la culpabilidad norteamericana o de los testimonios aplastantes que acabábamos de oír: esa reserva no fue el efecto de una decisión colectiva sino más bien de una especie de temor y de timidez. Nuestras discusiones, a menudo muy ásperas, versaban exclusivamente sobre nuestro status jurídico. Y sin embargo el Tribunal vivía intensamente: en el curso de esas largas jornadas lo que nos acosaba sin cesar, lo que tomaba cuerpo lentamente bajo nuestros ojos y nos obsesionaba después, era aquello de lo que no hablábamos nunca, ese conjunto irrefutable y terrible de pruebas lentamente, pacientemente acumuladas, que no dependía de ninguno de nosotros y que terminaba por crear, por él mismo, un objeto autónomo, horroroso, insostenible: la guerra de agresión conducida por el gobierno y las fuerzas armadas de los Estados Unidos contra Vietnam. Poco a poco volaba en pedazos la fachada mentirosa que el presidente Johnson y sus colaboradores habían construido apresuradamente para engañar a su propio pueblo: las falsificaciones de la historia eran enceguecedoras, se veía desplomarse el pobre aparato jurídico penosamente levantado para probar que la política norteamericana no contradecía la Carta de las Naciones Unidas; lo que aparecía, por el contrario y a plena luz, era la cínica apelación a la fuerza bruta, los raids terroristas indudablemente dirigidos contra la población civil, el empleo de nuevas armas, ineficaces contra los soldados o los objetivos militares, cuidadosamente puestas a punto para abatir los campesinos en el trabajo rural, el encarnizamiento de los aviones sobre las escuelas, los hospitales y leprosorios, los lugares de culto. Estábamos aún separados por nuestras discusiones subjetivas cuando ya, sin tener en cuenta nuestras divisiones individuales, sociales o nacionales, la realidad objetiva –nos unía– y no lo sabíamos.
La última noche, no habíamos avanzado gran cosa sobre el plan formal y jurídico: ¿mayoría o unanimidad? ¿Cómo redactar los textos que serían sometidos a votación? etc. Parecía imposible llegar a un acuerdo. Entonces el que presidía aquella tarde tuvo una idea. Pidió –a título de sondeo–: “Bajo reserva de que se encuentre una forma redaccional que convenga a cada uno, podríamos votar para saber quiénes tienen la intención de responder «sí» a las preguntas que nos son formuladas”. Votamos, pues, y en ese instante recibimos algo como un shock, lo que se podría llamar la evidencia sorpresa: éramos unánimes en declarar al gobierno norteamericano culpable de los dos crímenes de guerra que se le imputaban.
Dije que se trataba de una sorpresa: es porque dudábamos de los demás y de nosotros mismos, encerrados como estábamos en el círculo infernal de la subjetividad; la emoción fue incluso tan fuerte como para que las lágrimas acudieran a los ojos de algunos jurados. Pero, en el mismo momento, esa unanimidad nos liberaba de lo subjetivo y nos revelaba la verdad de esa larga maduración: mientras nosotros nos creíamos divididos, cada uno reaccionaba en silencio como todos los demás. Sobre las deposiciones, las exposiciones, los documentos, no tuvimos todos sino una sola e igual manera de pensar: nuestra unidad colectiva –tan rigurosa que se podía ver en ella casi una identidad–, no estaba en nosotros ni en la pequeña sala donde se llevaban a cabo las sesiones a puerta cerrada; se había hecho fuera de nosotros, en la gran sala del Tribunal, por ese objeto que los investigadores y los testigos habían pacientemente reconstruido y que no era más que el sentido mismo de aquella guerra y de la política criminal del gobierno de los Estados Unidos. Frente a esa guerra puesta al desnudo, frente al recurso cínico de la fuerza negligentemente camuflado por argumentos ad usum intemum, esas famosas diferencias que nos habían preocupado tanto –historias nacionales, culturas, horizontes políticos, problemas propios de cada uno de nuestros países– no se habían sostenido ni un instante. La evidencia –primero una aurora y después, poco a poco, una iluminación– era tal que había hecho de nosotros hombres intercambiables. Unos quince hombres de los cuales cada uno podía reemplazar a cualquier otro, y a quien otras quince personas elegidas no importa cómo, no importa dónde, hubieran podido reemplazar. Era cuestión de ver: nosotros habíamos venido y habíamos visto. No, sin embargo, nuestro acuerdo no se limitaba a eso. No enteramente. Había sido necesario responder a dos preguntas de orden jurídico. Nuestra indignación ante las fotos de hospitales arrasados o ante las víctimas –entre otras un niño cuyos muslos estaban roídos por el napalm– era la misma en todos, y su violencia sufrida igualmente por todos. Pero ese sobresalto ético no contaba en este caso: no podíamos liberarnos de él ni de noche ni de día, pero no era eso lo que se nos preguntaba. En los hechos había leyes internacionales que definían precisamente ciertos actos como crímenes de guerra, y nosotros debíamos decidir si la actuación del gobierno norteamericano y sus fuerzas armadas entraba o no en esa categoría. Esas leyes existían desde 1945: habían sido aplicadas por primera vez en Nüremberg, nadie discutía su validez; lejos de eso, se las había transcripto, bajo forma positiva, en la Carta de las Naciones Unidas: se trataba pues de una determinación objetiva en cuanto a la naturaleza y a la significación de la guerra en Vietnam, y ellas se nos aparecían también en su enceguecedora objetividad. Y lo que descubríamos en el instante inesperado de aquel voto unánime, es que la aplicación de una de esas determinaciones a la otra, de la cualificación jurídica a la operación política y militar de los Estados Unidos, se había hecho a través de nosotros pero, por así decirlo, sin nosotros. Quiero decir que los hechos llamaban a su cualificación con tal rigor, que ninguno de nosotros tuvo que deliberar en su fuero interior y que nuestra respuesta común no emanó para nadie de una decisión subjetiva: se manifestó a los ojos de cada jurado como una constatación. Estaban esos actos y esas leyes, y esos actos temblaban bajo los golpes de esas leyes. Como si la relación entre el estatuto de Nüremberg, que definía la criminalidad de guerra y las actuaciones de los norteamericanos en Vietnam, existiera antes de la creación de nuestro Tribunal e independientemente de él. Y como si el único papel de los jurados consistiera en ser mediadores entre la ley y la actividad incriminada. Para que la aplicación virtual de la una a la otra tomara una realidad concreta, bastaba convocar en un lugar cualquiera a hombres comunes que tomaran conocimiento de esta y de aquella: la conclusión llegaría a través de ellos pero sin su concurso, por así decirlo: ya estaba sacada, bastaba que se apercibieran y lo declararan. Fue entonces cuando comprendimos la verdadera naturaleza de nuestro Tribunal: ciertamente lord Russell había tomado la iniciativa de constituirlo y cada uno de nosotros, respondiendo a su llamado había tomado sobre sí, en suma, la de declararse él mismo jurado. Pero lo que Bertrand Russell había sido el primero en advertir, era que no se trataba en absoluto de inventar enteramente un organismo, sino de dar un órgano a una función que tenía de él la más extrema necesidad, y que la había definido por adelantado.
Esos actos eran condenables, la función de la legislación internacional era precisamente dictar condena contra ellos; faltaban los hombres habilitados para hacerlo. A través de lord Russell, la función creó a su órgano. Cuando la unanimidad nos despojó al fin de nuestras subjetividades demasiado parlanchínas, cuando nos convertimos en no importa quién, sentimos al mismo tiempo que el Tribunal había conquistado su legitimidad. Algún tiempo más tarde, en un mitin, a alguien que me preguntó “¿Por qué decidieron ustedes constituir ese Tribunal y ser jurados?”, pude responder: “Simplemente porque usted, usted no lo ha hecho”. En lo objetivo, una pregunta se había inscripto, así como su respuesta; sólo faltaba que hombres vivientes vinieran a prestar a ésta su desnudo poder de afirmación. Y, puesto que ese solo poder era requerido, escapábamos de golpe al reproche de parcialidad que se nos dirigió tan a menudo antes de nuestra primera sesión, y mucho menos frecuentemente después. Ciertamente, pensábamos todos o casi todos (algunos jurados que no eran marxistas usaban otra terminología), que el imperialismo debía ser combatido y que es una empresa dirigida, como lo ha dicho el Che Guevara, contra la humanidad entera. Pero nuestras convicciones políticas importaban poco. Hay aspectos profundamente nefastos del capitalismo monopolístico que no son, sin embargo, crímenes en el sentido jurídico del término. Las inversiones norteamericanas en empresas francesas son perjudiciales para Francia, ponen en peligro su independencia y amenazan a la clase obrera con un desempleo artificial, cuyo origen puede ser, en todo momento, una decisión tomada en Nueva York y no un problema de mano de obra nacido de una crisis real a escala nacional. Es necesario luchar contra su multiplicación: desde ese punto de vista las clases trabajadoras pueden, encontrar aliados hasta en ciertos medios de la burguesía nacional, se puede forzar la mano del gobierno y obligarlo, en nombre de la plena soberanía que reivindica, a frenar esa afluencia de capitales extranjeros. Pero aunque las consecuencias de esta corriente sean, en efecto, inhumanas, no se traía de definirla jurídicamente como un crimen: en principio porque se trata de un proceso más que de una praxis, luego porque no hay ley, en la Francia burguesa, que pueda aplicársele. Pero en la guerra de Vietnam hay actos, hay agentes responsables, hay leyes relacionadas con esos actos. Nuestra posición política no cuenta más que nuestra indignación ética, se trata de enunciar un juicio de derecho. Que la guerra de Vietnam sea injusta es algo que hoy casi nadie, en Europa, pone en duda entre los gobiernos que se hacen cómplices bajo la presión económica de los Estados Unidos: sólo nos correspondía decidir si la ley internacional la condena y a qué tipo de sanciones se exponían los responsables. Por esta razón sostengo que no era en absoluto necesario para juzgar, en Estocolmo, como nosotros lo hemos hecho, pertenecer al clan de aquellos que luchan activamente contra el imperialismo: bastaba con venir a escuchar y a observar. Por supuesto que un partidario declarado de la Alianza Atlántica hubiera vacilado, sin duda, por política, en condenar a Johnson y a sus cómplices. Pero hubiera estado de acuerdo con nosotros en su corazón, en secreto. A la inversa, no bastaba condenar esta guerra políticamente y moralmente para tener, desde la apertura del juego, una opinión formada. Citaré mi caso: por mi parte me parecía, en general, que respondería que sí a la primera cuestión. Pero era por razones valederas, insuficientes sin embargo sobre el plano jurídico: yo pensaba simplemente –y lo pienso todavía– que no se puede llamar defensiva a una guerra que un país mantiene a miles de kilómetros de sus costas, por medio de un cuerpo expedicionario y de aviones cuyas mismas bases están en países extranjeros.
Al llegar a Estocolmo comprendí mi ignorancia: para decidir era necesario conocer y discutir toda la historia de Vietnam desde 1945, y la de la política norteamericana en el Sudeste asiático a partir de la misma fecha. Sobre la segunda cuestión, por el contrario, no tenía opinión precisa: sabía que los civiles morían cada día por centenas, víctimas de los bombardeos norteamericanos. Esto solo bastaba para hacerme odiar esa guerra. Pero vean ustedes: la propaganda norteamericana es tal en Europa, y la prensa burguesa se hace cómplice tan unánimemente que, más que a una voluntad deliberada, yo atribuía esas masacres a una indiferencia criminal. Si había conservado ese estado de espíritu, hubiera debido responder no al segundo cargo de la acusación. Mi opinión, en ese caso, provenía sin duda de esa timidez, de ese esfuerzo temeroso para no creer en lo peor que es característico de la pequeña burguesía, mí clase de origen. Para hacerme cambiar de idea fue necesaria nada menos que la insostenible luz que se desprendió bruscamente de los hechos reportados y, sobre todo, de las relaciones de expertos sobre la bomba de fragmentación. Todo se ordenó ante mis ojos, implacablemente, todo denunció la intención criminal. Mis temores de ese espíritu de conciliación perezosa, todo fue barrido: aquello era el Infierno, un Infierno prefabricado. Había que decirlo: yo podía juzgar.
Lo sé: muchos de nuestros amigos se han interrogado sobre la utilidad de nuestro Tribunal. La guerra de agresión que los Estados Unidos hacen en Vietnam, que resume muy bien la “Doctrina Truman” y que es por sí misma –como el intervencionismo permanente de los “yankees” en América Latina– la expresión de las estructuras profundas de esa sociedad basada en un capitalismo monopolístico, constreñido a exportar sin cesar sus productos y sus capitales. He aquí el hecho: hay que denunciarla, analizarla, mostrar sus inaceptables consecuencias y combatirla en el terreno de los hechos oponiéndole, por ejemplo, en todos los países que han firmado el Pacto Atlántico, las uniones populares más amplias que harán presión sobre sus gobiernos respectivos para que éstos, llegado el momento, se vean obligados a romper el bloque occidental abandonando la Alianza y la O.T.A.N. ¿Que para eso se necesita el concurso de los juristas? ¿Qué nos importa, después de todo, una legislación internacional cuyos promotores han sido, casi en todos los casos, gobiernos que, a pesar de la fachada levantada por las democracias burguesas, no representaban a sus pueblos? ¿Jurídicamente, dicen ustedes, esta guerra es un crimen? Y después ¿Qué nos importa si el azar quiere que ciertos de sus aspectos entren en contradicción con ciertas estipulaciones que tuvieron lugar en la cumbre? La philoxera no es criminal: se la combate, sin embargo, porque es dañina. Nos basta, para luchar contra ella, que esta operación norteamericana sea dañina para la especie humana y nos ponga al borde de un conflicto mundial. ¿El Tribunal de ustedes, con sus minucias, no procede en el fondo con un legalismo pequeño burgués?
Esas objeciones se me ocurren tanto más fácilmente bajo la pluma, cuanto me las había hecho yo mismo cuando lord Russell tuvo la deferencia de proponerme integrar el jurado. Acepté, sin embargo: es entonces porque ellas no me convencieron. Hoy me convencen menos todavía. Y voy a intentar decir porqué.
En principio se sobreentiende que nuestros trabajos no pretenden sustituir ninguna de las normas presentes de la lucha contra el imperialismo y la agresión de los Estados Unidos contra Vietnam. Diría incluso que ni siquiera pretenden agregarse como un combate de otra especie pero del mismo tipo de eficacia. Demostraré más adelante el objetivo que encarábamos o más bien que es encarado a través de nosotros. Pero, en principio, para tomar las cosas en superficie, me parece –cuando no hay otra justificación– que habría que aceptar ese reproche y asumir nuestro “legalismo”. Si el pequeño burgués es legalista, después de todo, ¿por qué no ganarlo para la unión de las masas contra el imperialismo haciéndole saber que está cubierto por la legalidad?
Pero no se trata solamente de esto. E iremos más adelante si nos detenemos en hacer notar que la propaganda política no es jamás oída por las masas (salvo –y aun así– en los casos de extrema urgencia, a propósito de peligros que la amenazan directamente), si esa propaganda no comienza por develar la dimensión ética de los actos que invita a combatir. La guerra de Argelia, entre nosotros, era ante todo, para millares de franceses que protestaban contra ella, la sucia guerra. Hoy, las fotos que podemos ver en los afiches que denuncian la política de Estados Unidos en Vietnam, son hechos que se nos presentan, por supuesto. Pero esos hechos son los más adecuados para suscitar en nosotros una condena moral: una madre, después de un bombardeo, tiene en brazos a su hijo muerto; en otra parte son vietnamitas muy jóvenes, esqueléticos, que caminan con muletas, tristes víctimas de los bombardeos y el hambre impuestos por el agresor. Es a este nivel elemental y profundo, a la vez, que se conmueve la opinión popular. Hay una moral de las masas, simple y revolucionaria, que, antes de toda educación política, exige que las relaciones entre los hombres sean humanas y condena la explotación y la opresión como acciones radicalmente malas, antes aún de que nazcan las organizaciones que combatirán el procesus del cual esas acciones han surgido. Esa moral tiene razón cualquiera que sea, venga de donde venga la operación que se encara; tiene una dimensión ética porque la praxis, aunque condicionada por las circunstancias anteriores, engendra ella misma la ética en la medida en que las impugna sobrepasándolas hacia un fin que todavía no existe. La praxis es un hecho y es más que un hecho: humana en la medida en que se arranca de las situaciones dadas para hacer la historia, se ofrece del mismo modo al juicio de las masas que la apreciarán desde el fondo de su miseria, según que su objetivo lejano sea reforzar nuestra alienación o acercar la liberación del hombre. En nuestro tiempo, se dice, la moral es la política. Nada más verdadero pero eso no sería posible si, más profundamente, la política no fuera la moral –al menos para las clases trabajadoras–. En otros términos, hay una ética y son las masas quienes son sus guardianas; los gobiernos, cualesquiera que sean, deben responder de sus actos ante ellas. En este conflicto del Sudeste asiático, está claro que el heroísmo increíble de los vietnamitas y su encarnizamiento para reconquistar su soberanía, prefigura a los ojos de los otros pueblos el advenimiento del hombre liberado. De ese advenimiento estamos bien lejos aún, pero el valor de la independencia vietnamita, viene primero, a nuestros ojos, de aquello que ella simboliza, la admonición y, en estos tiempos sombríos y confusos, un paso que nos acerca: la victoria de Vietnam probará que el hombre es posible. No hace falta más para comprender que la empresa norteamericana, al contrario, es objeto ante todo de una condenación radical: si triunfara, probaría que el hombre es un sueño y que no hay en el mundo nada más que la cosa, es decir la ganancia y sus servidores.
Esta dimensión ética de los movimientos populares es capital: lejos de ser un aspecto superestructural, constituye la fuerza original y la cohesión. Basta que exija, para ser rigurosa, el poder revelarse por conceptos exactos y juicios precisos. Me ha pasado, muy a menudo, en mítines, escuchar a un orador tratar de “criminal” la política de los Estados Unidos. Al fragor que le respondía, uno se daba cuenta de que había dado en el blanco. Pero el auditorio se quedaba con las ganas, sentía vagamente que ese calificativo, en principio recibido con una especie de alegría, perdía potencia a medida que revelaba su ambigüedad, ¡Tantas cosas son “criminales” y se parecen tan poco entre sí! Un doctor me decía ayer: “Si su médico no le prohíbe turnar, ¡es un criminal;” ¿Qué relación establecer entre ese especialista un poco demasiado indulgente y el general Westmoreland? Las palabras se usan, se debilitan: “criminal”, de acuerdo; pero en el mitin los participantes exigen más que una vaga denotacion ética que se transforma, en sus cabezas, a falta de rigor, en un malestar subjetivo: lo que ellos quieren es que la sentencia pronunciada, de paso, por el orador, tome y guarde permanentemente el carácter de una determinación objetiva.
He aquí precisamente, me dije antes de responder a lord Russell, para qué este tribunal debe servir. Las masas sienten horror ante la guerra que los norteamericanos hacen a ese pequeño pueblo heroico y pobre; cuando quieren saber si es un crimen, significa que desean enterarse de qué leyes universales lo condenan. Y bien: esas leyes existen y es a partir de ellas que nosotros examinaremos los hechos y daremos las respuestas. El legalismo es pequeño burgués cuando la legislación es burguesa. Pero resulta justamente que las leyes internacionales, a pesar de su origen, sirven a intereses populares. Esto es lo que explicaré rápidamente aquí. Antes de la Segunda Guerra Mundial, entre las naciones, era la ley de la jungla.
Cierto que en 1918 se había insistido blandamente para juzgar a Guillermo II. Pero había bastado que Holanda negara la extradición: los aliados dejaron de pensar en eso. Y, por otra parte, ¿dónde estaban las leyes que hubieran permitido dictar sentencia? No había ni una. La agresión no era condenada en ninguna parte. Más tarde, el pacto Briand-Kellogg apareció como un progreso pero, como ningún órgano había sido previsto para hacerlo aplicar, el acuerdo quedo en letra muerta. Nada de sorprendente en esto; las naciones colonialistas que habían construido su riqueza sobre la agresión, la masacre de poblaciones civiles y el pillaje en regla de países colonizados, no hubieran tolerado que se juzgaran sus acciones según criterios universales. Vino Hitler que tuvo la insolencia de aplicar a los europeos, en Europa, el tratamiento que ellos hacían sufrir, en sus colonias, a aquellos a quienes llamaban los indígenas.
Los Aliados, horrorizados, decidieron desde 1942 crear un conjunto de leyes que les permitiera condenar a los nazis. Así, de repente, el derecho internacional que se limitaba todavía a reglamentar la guerra, fue llamado a prohibirla. El estatuto del Tribunal de Nüremberg es histórico puesto que el jus ad bellum se transforma en él en jus contra bellum: la agresión es declarada crimen de guerra. Este crimen es posible y, en Nüremberg, los jueces lo han castigado. La legislación fue tan exactamente concebida para sancionar los delitos de Hitler que los aliados no se apercibieron de que, al mismo tiempo y con el mismo hecho, condenaban los suyos. Guerras de agresión y de conquistas, masacres de civiles, ejecuciones sumarias, crueldad y brutalidad contra los prisioneros, torturas, genocidio: he aquí lo que entonces fue denominado crímenes. Con todo derecho: pero esas estipulaciones explosivas, después de haber permitido sentar a Goering en el banquillo de los acusados, arriesgaban llevar al mismo banquillo, seguidamente, a Salazar por su política en Angola o –quien sabe– a un ministro francés o inglés. El miedo había llevado a los gobiernos aliados a crear una legislación de vanguardia que, bien utilizada, servía a los intereses de los oprimidos. En el Tribunal de Nüremberg sólo los oficiales y los altos funcionarios enviados por sus gobiernos tenían derecho a constituirse. Pero, por una vez, sin saberlo, no representaban al aparato del Estado, en manos de las clases dominantes: juzgaban en nombre de las masas no solamente a los nazis sino para siempre y por todas partes a todos los hombres que se les asemejaran. Hablando del crimen internacional supremo –la agresión– el procurador general Jackson, que se expresaba en nombre de los Estados Unidos, pronunció hasta estas palabras imprudentes:
“Por más que este derecho se aplique por primera vez a los agresores alemanes, el mismo no podría –si se quiere verlo servir a todo fin útil– excluir otras aplicaciones y debe condenar la agresión cometida por cualquier nación, comprendidas aquellas que aquí llevan a cabo los debates.”
Se comprende que, después de haber juzgado al último culpable alemán, el Tribunal de Nüremberg se haya desvanecido en el aire y que nadie haya oído hablar de él nunca más. La agresión alemana era condenada, sea; pero para evitar que se pudiera hacer recaer sentencia sobre “alguna de las naciones que llevaban a cabo los debates”, no había otro medio que suprimir el único órgano calificado para juzgarlas. El Tribunal ha muerto, asesinado por aquellos que lo crearon: esto significa que no podía sobrevivir –a menos de convertirse en un juguete dócil y un poco ridículo en manos de las grandes potencias– sino como tribunal revolucionario, elegido por las masas para juzgar a los jefes de estado ante demanda de los pueblos. Sea como fuere, sin embargo, no puede impedirse que haya existido ni que las masas, cuando un pequeño país pobre es atacado por una nación rica y poderosa, no se digan: pero si es esto lo que él condenaba como crimen supremo de guerra. Un organismo que hacía falta terriblemente aparece, se afirma en su permanencia y en su universalidad, define irreversiblemente los derechos y los deberes dejando después un vacío que es necesario colmar. Fantasma, ese Tribunal se convirtió en órgano de las masas, o más bien en su necesidad. A él lo reclaman cuando ellas sienten, en un mitin, frente a un afiche, esa sorda insatisfacción de la que he hablado.
De él reclaman la universalización y la objetivación de sus indignaciones éticas. Porque la ética, en este caso, encuentra su finalidad y su plena realización en la jurisdicción. El jus contra bellum expresa la voluntad popular, el nacionalismo y el internacionalismo de las clases trabajadoras. Lo que ellas exigen, siempre sin tener claramente conciencia, es que él se manifieste como su Derecho, la regla absoluta que permite condenar objetivamente a los agresores norteamericanos. Si los gobiernos han dado vacaciones a la legalidad de Nüremberg, es porque sirven a los intereses de las clases dominantes y porque estas quieren, en rigor, condenar las guerras que hacen otros, pero reservándose el derecho, cuando lo consideran útil, de empujar a su país a hacer su guerra.
El Tribunal Russell nació porque era reclamado. No ciertamente porque se lo esperara con conocimiento de causa ni, sobre todo, bajo la forma que ha tomado. Nació como pudo, de la necesidad que se sentía entre las masas de ver que una legislación universal y ratificada por todos los gobiernos –pero que permaneció muerta porque no podía vivir sin ser revolucionaria–, se aplicara después de encuestas y rigurosamente a las acciones precisas del gobierno norteamericano en el conflicto de Vietnam. Nació porque los pueblos querían que se utilizaran los conceptos exactos –el de agresión, por ejemplo–, que equipos de juristas se habían esforzado por definir sin ambigüedad para aclarar esos acontecimientos oscuros y sangrientos. Nadie le otorgó su mandato. ¿Quién lo hubiera hecho? Ni los gobiernos, todos más o menos cómplices, que prefieren el silencio ante todo. Ni las mismas masas, divididas por sus fronteras, presentando la universalidad que se les niega. Pero, lejos de sustituirse a un poder instituido, el Tribunal surgió de ese vacío y de ese llamado. Porque, como lo hemos visto, si las leyes internacionales reclaman ser aplicadas a la política del gobierno de Johnson es, en verdad, a causa de la exigencia popular. Al finalizar nuestra sesión de Estocolmo, hemos recibido una primera legitimación: en la misma medida en que, por nuestra unanimidad, nos habíamos convertido en seres comunes e intercambiables, en la medida en que cualquiera podía reemplazarnos, comprendimos que nos habíamos transformado en los verdaderos representantes de las masas, es decir que habíamos usado del puro derecho de juzgar que pertenece inalienablemente a cada uno y a todos en el seno del pueblo, y que es el fundamento de toda sentencia. Nosotros –hombres de la masa– juzgamos por la masa y, sin ninguna duda, antes de su acuerdo. Pero nuestro juicio no ha logrado aún toda su verdad: es necesario ahora presentarlo a los pueblos, con sus motivos y finalidades. Si ellos lo ratifican, se convertirá en el juicio de ellos y en ellos alcanzará toda su objetividad. Sabremos entonces que nuestra legitimación es total y que las masas, al prestarle su acuerdo, develan una exigencia más profunda: que un verdadero tribunal sea creado contra los criminales de guerra. Un tribunal que emane de ellas y que dé a sus exigencias éticas una dimensión jurídica. Un tribunal revolucionario.
Tricontinental, 3 de Diciembre de 1967
*
EL GENOCIDIO
A la sexta pregunta que le fue formulada: “¿Es el gobierno de los Estados Unidos culpable del crimen de genocidio con respecto del pueblo vietnamita?”, el “Tribunal Internacional contra los crímenes de guerra” reunido en Roskilde, Dinamarca, del 28 de noviembre al de diciembre de 1967, ha respondido unánimemente “sí”. He sido encargado por el Tribunal de redactar las motivaciones de esta respuesta. Helas aquí:
I
La palabra “genocidio” existe desde hace poco tiempo: fue el jurista Lemkin quien la forjó entre las dos guerras mundiales. La cosa es vieja como la humanidad y no ha habido, hasta ahora, ninguna sociedad cuya estructura la haya preservado de cometer este crimen. Queda que todo genocidio es un producto de la historia, y que lleva la marca de la colectividad de donde ha surgido. Este que tenemos que juzgar es el hecho de la más grande potencia capitalista del mundo contemporáneo: como tal es necesario intentar conocerlo –dicho de otro modo–: en tanto cuanto expresa a la vez las infraestructuras económicas de esa potencia, sus fines políticos y las contradicciones de la coyuntura presente.
Nosotros en particular debemos intentar comprender qué es la intención de genocidio en la guerra que el gobierno norteamericano lleva a cabo contra Vietnam. El artículo 2 de la Convención de 1948 define, en efecto, el genocidio a partir de la intención. La Convención se refería tácitamente a crímenes muy recientes: Hitler había proclamado su voluntad deliberada de exterminar a los judíos; hacía del genocidio un medio político y no se lo ocultaba. El judío debía ser condenado a muerte viniera de donde viniese, no por haber empuñado las armas o por haber entrado en un movimiento de resistencia, sino porque era judío, Pero el gobierno norteamericano se ha cuidado mucho de hacer proclamaciones tan claras. Incluso ha pretendido que volaba al socorro de sus aliados, los vietnamitas del sur, atacados por los comunistas del norte. ¿Nos es posible, estudiando los hechos, descubrir allí objetivamente esa intención pasada en silencio? ¿Y podemos, después de ese examen, decir que las fuerzas armadas de los Estados Unidos matan a los vietnamitas en Vietnam por la sencilla, razón de que son vietnamitas? Es lo que se establecerá después de un resumen histórico: las estructuras de las hostilidades de la guerra se transforman al mismo tiempo que las infraestructuras de la sociedad. Entre 1860 y nuestros días el sentido de las hostilidades y de los objetivos militares ha cambiado profundamente, y la conclusión de esa metamorfosis es precisamente la guerra “ejemplar” que los Estados Unidos hacen a Vietnam. 1856: convención para preservar los bienes de los neutrales. 1864: en Génova se intenta proteger a los heridos. 1899, 1907 en La Haya, dos conferencias tratan de reglamentar los conflictos. No es por casualidad si los puristas y los gobiernos multiplican los contactos para “humanizar la guerra” en vísperas de las dos masacres más aterradoras que los hombres hayan conocido jamás. V. Dedijer ha demostrado muy bien en su obra On military conventions, que las sociedades capitalistas están, al mismo tiempo, en trance de alumbrar ese monstruo: la guerra total –que las expresa en su verdad–. Eso se debe a que:
1° Las competencias entre naciones industrializadas, que se arrebatan los nuevos mercados, engendran esa hostilidad permanente que se traduce en la teoría y en la práctica por lo que se llama “nacionalismo burgués”.
2° El desarrollo de la industria, que es el origen de esos antagonismos, brinda el medio de resolverlos en provecho de uno de los competidores, produciendo maquinarias cada vez más masivamente mortíferas.
El resultado de esta evolución es que es cada vez más difícil distinguir entre el fondo y el frente, entre la población civil y los combatientes.
3° Aparecen más objetivos militares –próximos a las ciudades–: las fábricas que, aunque no trabajen para el ejército, conservan al menos parcialmente el potencial económico del país. Luego la destrucción de ese potencial es justamente el fin del conflicto y el medio para ganarlo.
4° Por esta razón, todo el mundo es movilizado: el campesino se bate en el frente, el obrero es un soldado de segunda línea, las campesinas reemplazan a sus hombres en el campo. En el esfuerzo total que mantiene una nación contra otra, el trabajador tiende a convertirse en combatiente porque, finalmente, es la potencia económica más fuerte la que tiene más posibilidades de ganar.
5° En fin, la evolución democrática de los países burgueses tiene por efecto interesar a las masas en la vida política. Ellas no controlan las decisiones del poder, y sin embargo toman poco a poco conciencia de sí mismas. Cuando un conflicto estalla, ya no se sienten extrañas a él. Repensado, a menudo deformado por la propaganda, él se transforma en una determinación ética de la comunidad entera: en cada nación beligerante, todos o casi todos, después de manipulaciones, son los enemigos de todos los ciudadanos de la otra. La guerra acaba de totalizarse.
6° Esas mismas sociedades en pleno crecimiento tecnológico, no cesan de ensanchar el terreno de sus competencias multiplicando los medios de comunicación El famoso One World de los americanos existía ya hacia fines del siglo XIX, cuando el trigo argentino acabó de arruinar a los granjeros ingleses. La guerra total ya no es solamente la guerra de todos los miembros de una comunidad nacional contra todos aquellos de otra: será total también porque corre el riesgo de abrasar la tierra. Así la guerra de las naciones (burguesas) –de la cual el conflicto de 1914 es el primer ejemplo, pero que amenazaba a Europa desde 1900– no es la invención de un hombre o de un gobierno, sino la simple necesidad de un esfuerzo totalitario que se impone, desde principios de siglo, a aquellos que quieren continuar la política por otros medios. En otros términos, la opción es clara: nada de guerra o esa guerra. Es esa guerra la que hicieron nuestros padres. Y los gobiernos –que la vieron venir sin tener la inteligencia o el coraje para evitarla– han tratado vanamente de humanizarla.
Sin embargo, en aquel primer conflicto mundial, la intención genocida no aparece sino esporádicamente. Se trata primero –como en los siglos precedentes– de romper el poderío militar de un país aunque la finalidad de fondo sea arruinar su economía. Pero, si es verdad que ya no se sabe distinguir netamente a los civiles de los soldados, es raro –por esa misma razón– que se tome, salvo algunos raids de terror, a la población señaladamente como blanco. Por otra parte los países beligerantes –al menos los que llevan a cabo la guerra– son potencias industriales, lo que implica, al empezar, un cierto equilibrio: cada una posee, en lo referente a posibles exterminios, una fuerza de disuasión, es decir el poder de aplicar la ley del talión, eso explica que se haya conservado, en el seno de la masacre, una especie de prudencia.
Sin embargo, después de 1830 y durante todo el último siglo, hubo muchos genocidios fuera de Europa; algunos de ellos eran la expresión de estructuras políticas autoritarias y los otros –aquellos de los cuales necesitamos para comprender los ascendientes del imperialismo estadounidense y la naturaleza de la guerra de Vietnam– encuentran su origen en las estructuras internas de las democracias capitalistas. Para exportar mercaderías y capitales, las grandes potencias –en particular Inglaterra y Francia– se constituyen en imperios coloniales. El nombre con que los franceses designaban sus “conquistas”: Posesiones de “Ultramar, indica claramente que no habían podido obtenerlas sino por guerras de agresión. Se va a buscar al adversario a su casa, en África, en Asia, en regiones subdesarrolladas, y lejos de hacer una «guerra total», que supondría al principio una cierta reciprocidad, se aprovecha de una superioridad de armas absoluta para no comprometer en el conflicto sino un cuerpo expedicionario. Éste vence fácilmente –si los hay– a los ejércitos regulares, pero como esa agresión sin pretexto provoca el odio de las poblaciones civiles, como estas son reservas de insurgentes o de soldados, las tropas coloniales se imponen por el terror, es decir por masacres renovadas sin cesar. Esas masacres tienen carácter de genocidio; se trata de destruir “una parte del grupo” (étnica, nacional, religiosa) para aterrorizar el resto y desestructurar la sociedad indígena. Cuando los franceses, después de haber ensangrentado Argelia, en el siglo pasado, impusieron a esa sociedad tribal –donde cada comunidad poseía la tierra indivisa– el uso del Código Civil, que da las reglas jurídicas de la propiedad burguesa y obliga a comparta las herencias, destruyeron sistemáticamente la infraestructura económica del país y la tierra pasó rápidamente de esas tribus campesinas a manos de mercaderes de bienes venidos de la metrópolis. De hecho, la colonización no es una simple conquista –como lo fue en 1870 la anexión por Alemania de Alsacia y Lorena–; es un genocidio cultural: no se puede colonizar sin liquidar sistemáticamente los rasgos particulares de la sociedad indígena, negando al mismo tiempo a sus miembros el integrarse a la metrópolis y beneficiarse con sus ventajas. El colonialismo es, en efecto, un sistema: la colonia vende a precios de favor materias primas y ultramarinos alimenticios a la potencia colonizadora que le vende, en retorno, al precio del mercado mundial, productos industriales. Este extraño sistema de intercambios no puede establecerse salvo si el trabajo es impuesto a un subproletariado colonial por un salario de hambre. Se deduce, necesariamente, que los colonizados pierden su personalidad nacional, su cultura, sus costumbres, a veces hasta su lengua y viven, en la miseria, como sombras a las que todo recuerda sin cesar su “subhumanidad”.
Sin embargo su valor de mano de obra casi gratuito los protege, en cierta medida, contra el genocidio. El Tribunal de Nüremberg iba a nacer, cuando los franceses masacraron en Sétif a setenta mil argelinos. Nadie se dio cuenta entonces, tan corriente era la cosa, de juzgar a nuestro gobierno cómo se iba a juzgar a los nazis. Pero esa “destrucción internacional de una parte del grupo nacional” no podía amplificarse sin perjudicar los intereses de los colonos. Exterminando a ese sub-proletariado, se hubieran arruinado a sí mismos. Por no poder liquidar la población argelina ni poder integrarla, los franceses perdieron la guerra de Argelia.
III
Estas observaciones nos permiten comprender que la estructura de las guerras coloniales se ha transformado después de la Segunda Guerra Mundial. Hacia esa época, en efecto, los pueblos colonizados, esclarecidos por ese conflicto y sus incidencias sobre los “Imperios”, y luego por la victoria de Mao Tse-tung, determinaron reconquistar su independencia nacional. Los caracteres de la lucha estaban trazados de antemano: los colonos tenían la superioridad de las armas, los colonizados la del número. (Aún en Argelia –colonia de población tanto como de explotación–, la relación en ese plan era de 1 a 9.) Durante las dos guerras mundiales, muchos de aquellos habían aprendido el oficio militar, transformándose en aguerridos combatientes. No obstante, la escasez y la pobreza –al menos al principio– de las armas, exigían que las unidades combatientes fueran de número restringido. Su acción también estaba dictada por esas condiciones objetivas: terrorismo, emboscadas, hostigamiento del enemigo, por lo tanto movilidad extrema de los grupos de combate que debían golpear de improviso y desaparecer de inmediato: eso no era posible sin el concurso de toda la población. De allí esa famosa simbiosis entre las fuerzas de liberación y las masas populares: aquéllas, organizando en todas partes las reformas agrarias, el poder político, la enseñanza; éstas sosteniendo, alimentando, escondiendo los soldados del ejército liberador y dándole sus jóvenes para cubrir las pérdidas. No es por casualidad si la guerra popular aparece, con sus principios, su estrategia, su táctica, sus teóricos, en el momento en que las potencias industriales llevan la guerra total al absoluto por la producción industrial de la fisión del átomo. Tampoco es por casualidad si ella tiene por resultado la ruina del colonialismo. La contradicción que ha dado la victoria al F.L.N. argelino, la encontramos en todas partes entonces: en efecto, da el toque de agonía de la guerra clásica (como lo hace en el mismo momento la bomba de hidrógeno). Contra los partidarios sostenidos por la población entera, los ejércitos coloniales no pueden hacer nada. No tienen sino un medio de escapar al asedio que los desmoraliza y se arriesga a terminar en un Dien-Bien-Phu: es “quitarle el agua al pez”, es decir la población civil. De hecho, los soldados de la metrópoli aprenden pronto a considerar como sus enemigos más temibles a esos campesinos silenciosos, porfiados, que a un kilómetro de una emboscada no saben nada, no han visto nada. Y puesto que es la unidad de todo un pueblo lo que tiene al ejército clásico en jaque, la única estrategia anti-guerrilla positiva es la destrucción de ese pueblo, o dicho de otro modo de los civiles, de las mujeres y de los niños. Tortura y genocidio: he ahí la respuesta de los metropolitanos al alzamiento de los colonizados. Y esa respuesta, nosotros lo sabemos, no vale nada si no es radical y total: aquella población determinada, unificada por su ejército de partidarios, politizada, brava, no se dejará intimidar más, como en los bellos tiempos del colonialismo, por una masacre “para dar el ejemplo”. Al contrario, sólo se logrará así aumentar su odio: no se trata pues de aterrorizar sino de liquidar físicamente a un pueblo. Y como eso no es posible sin liquidar al mismo tiempo la economía colonial y, por vía de correspondencia directa todo el sistema colonial, los colonos se enloquecen, los metropolitanos se dejan tragar hombres y dinero en un conflicto sin solución, las masas metropolitanas terminan por oponerse a la continuación de una guerra bárbara, las colonias dan lugar a Estados soberanos.
IV
Existen sin embargo casos en que la respuesta-genocidio a la guerra popular no es frenada por contradicciones infraestructurales. El genocidio total se devela entonces como el fundamento absoluto de la estrategia anti-guerrilla. Y, en ciertas circunstancias, puede incluso presentarse como el objetivo a lograr –inmediata o progresivamente–. Es precisamente lo que se ha producido en la guerra de Vietnam. Se trata de un nuevo momento del proceso imperialista, que se acostumbra a llamar neocolonialismo porque se define como una agresión contra un antiguo país colonizado que ya ha obtenido su independencia, para someterlo de nuevo a la regla colonial. Al principio se asegura –por el financiamiento de un putsch o por cualquier otra jugarreta–, que los nuevos dirigentes del Estado no representarán los intereses de las masas sino aquellos de una delgada capa de privilegiados y, en consecuencia, aquellos del capital extranjero. En Vietnam será la aparición de Diem, impuesto, mantenido, armado por los Estados Unidos, su decisión proclamada será rechazar los acuerdos de Génova y de constituir el territorio vietnamita situado al sur del paralelo diecisiete en Estado independiente. La consecuencia surge necesariamente de estas premisas: hace falta una policía y un ejército persiguiendo por todas partes a los antiguos combatientes quienes, frustrados en su victoria, se designan por ahí mismo y antes de toda resistencia efectiva como los enemigos del nuevo régimen; en pocas palabras, es el reino del terror que provoca un nuevo alzamiento en el sur y vuelve a encender la guerra popular. Los Estados Unidos: ¿creyeron jamás que Diem aplastaría la revuelta antes de nacer? En todo caso, no tardan en enviar expertos, después tropas: helos aquí metidos en el conflicto hasta el cuello. Y nos reencontramos casi muy cerca del esquema de la guerra que Ho Chi Minh libraba con los franceses, aunque el gobierno norteamericano declare, al principio, que no envía sus tropas más que por generosidad, y para cumplir sus deberes frente a un aliado.
Esto es la apariencia. Pero analizando las cosas a fondo, vemos que entre esos dos conflictos hay una diferencia de naturaleza: los Estados Unidos, al contrario de los franceses, no tienen intereses económicos en Vietnam. O más bien sí: empresas privadas han hecho allí algunas inversiones. Pero no son tan elevados como para que no se pueda, llegado el caso, sacrificarlos sin molestar a la nación norteamericana en su conjunto, ni lesionar verdaderamente los monopolios. De modo que, no prosiguiendo el conflicto por razones de orden directamente económico, el gobierno de Estados Unidos no tiene por qué negarse a ponerle fin por la estrategia absoluta, es decir por el genocidio. Esto no basta para probar que dicho gobierno practica el genocidio, sino simplemente que nada le impide practicarlo.
En los hechos, y según los mismos norteamericanos, ese conflicto tiene dos objetivos. Recientemente Rusk ha declarado: nos defendemos a nosotros mismos. Ya no es Diem, el aliado en peligro, ni Ky a quien se socorre generosamente: son los Estados Unidos que están en peligro en Saigón. Eso significa evidentemente que su primer objetivo es militar: se trata de cercar la China comunista, el obstáculo mayor para su expansionismo. Así pues no dejarán escapar al Sudeste Asiático. Han puesto a sus hombres en el poder en Tailandia, controlan dos tercios de Laos y amenazan invadir Camboya. Pero esas conquistas serán vanas si encuentran frente a ellos un Vietnam libre y unido de treinta y un millones de hombres. Es por eso que los jefes militares hablan de buena gana de “posición llave”, es por eso que Dean Rusk dice, con una comicidad involuntaria, que las fuerzas armadas de los Estados Unidos se baten en Vietnam “para evitar una tercera guerra mundial”; o esa frase no tiene sentido, en efecto, o hay que entenderla así: “para ganarla”. En suma: el primer objetivo está comandado por la necesidad de establecer una línea de defensa del Pacífico. Necesidad que, por otra parte, no puede imponerse sino en el cuadro de la política general del imperialismo.
El segundo objetivo es económico. El general Westmoreland lo ha definido en estos términos, a fines de octubre último: “Hacemos la guerra en Vietnam para demostrar que la guerrilla no es positiva”. ¿Para demostrar a quién? ¿A los mismos vietnamitas? Eso sería muy sorprendente: ¿Hay que malgastar tantas vidas humanas y tanto dinero para convencer a una nación de campesinos pobres, que lucha a miles de kilómetros de San Francisco? Y, sobre todo: ¿qué necesidad había de atacarla, de provocarla a luchar para poder luego aplastarla y mostrar la inutilidad de su combate, cuando los intereses de las grandes compañías son allí casi despreciables? La frase de Westmoreland –como la de Rusk citada más arriba– debe ser completada. Es a los otros a quien se quiere probar que la guerrilla es ineficaz. A todas las naciones explotadas y oprimidas que podrían verse tentada a liberarse del yugo yankee por una guerra popular, llevada a cabo primero contra su pseudo gobierno y los compradores sostenidos por un ejército nacional, luego contra las “fuerzas especiales” de los Estados Unidos y finalmente contra los G.I. En suma: en primer lugar, a la América Latina. Y de una manera más general a todo el tercer mundo. A Guevara, que decía: “crear dos, tres, muchos Vietnam”, el gobierno norteamericano responde: “Todos serán aplastados como yo aplasto este”. En otros términos, su guerra, ante todo, como valor de ejemplo. Un ejemplo para tres continentes y quizá para un cuarto: después de todo Grecia también es una nación campesina; se acaba de colocar allí la dictadura en su lugar y es bueno prevenir: sumisión o liquidación radical. De este modo ese genocidio ejemplar se dirige a la humanidad entera; por esa advertencia el 6% de los hombres esperan llegar a controlar sin demasiados gastos el 94% restantes. Bien entendido, sería preferible –para la propaganda– que los vietnamitas se sometieran antes de ser aniquilados. Esto todavía no es seguro y, si Vietnam fuera borrado del mapa, la situación sería más clara: se podría creer que la sumisión se debe a algún desfallecimiento evitable. Pero si esos paisanos no se debilitan ni un instante y si pagan su heroísmo con una muerte inevitable, las guerrillas que todavía están por nacer serán con más seguridad desanimadas. En este punto de nuestra demostración, tres hechos han quedado establecidos: lo que quiere el gobierno de los Estados Unidos es una base y un ejemplo. Para lograr su primer objetivo puede, sin otra dificultad que la resistencia de los mismos vietnamitas, liquidar a todo un pueblo y establecer la Paz Americana sobre un Vietnam desierto; para lograr el segundo debe realizar –al menos parcialmente– ese exterminio.
Las declaraciones de estadistas norteamericanos carecen de la franqueza de aquellas que Hitler hizo en sus tiempos. Pero es que esa franqueza no es indispensable: basta con que hablen los hechos; los discursos que los acompañan, ad usum internum, no serán creídos sino por el pueblo norteamericano; el resto del mundo comprende demasiado bien: los gobiernos cómplices guardan silencio, los otros denuncian el genocidio pero resulta fácil responderles que tal cosa no existió nunca y que están mostrando muy bien, por esas acusaciones sin pruebas, que han tomado partido. En verdad, dice el gobierno norteamericano, nunca hicimos otra cosa que proponer a los vietnamitas –del norte o del sur– esta opción: o terminan la agresión o los destrozamos. No es necesario hacer notar que esta proposición es absurda puesto que la agresión es norteamericana, y consecuentemente, sólo los norteamericanos pueden darle fin. Y este absurdo no es sin cálculo: es hábil formular sin parecer que se formula una exigencia que los vietnamitas no pueden satisfacer. De tal modo quedan dueños de decidir el cese de los combates. Pero a pesar de todo se traduciría: declárense vencidos o “los haremos retroceder a la edad de piedra”, y así resulta que el segundo término de la alternativa es el genocidio. Se ha dicho: genocidio, sí, pero condicional. ¿Es esto jurídicamente válido? ¿Es siquiera concebible?
Si el argumento tuviera un sentido jurídico, el gobierno de los Estados Unidos escaparía a la acusación de genocidio. Pero como lo ha hecho notar Matarasso, el derecho, al distinguir la intención de los motivos, no da lugar a esa escapatoria: un genocidio –sobre todo si se lo ha emprendido desde muchos años atrás– bien puede tener por motivación un chantaje. Se puede muy bien declarar que se lo dejará sin efecto si la víctima se somete, esas son motivaciones y el acto no deja de ser –sin restricción posible– un genocidio por la intención. En particular cuando –como en este caso– una parte del grupo es aniquilada para obligar a la que queda a la sumisión.
Pero observemos más de cerca y veamos cuáles son los términos de la alternativa. Al Sur, esta es la elección: se incendian las aldeas, se somete a la población a bombardeos masivos y deliberadamente mortíferos, se dispara sobre el ganado, se destruye la vegetación por medio de defoliantes, se estropean los cultivos con fumigaciones tóxicas, se ametralla al azar y por todas partes, se mata, se viola, se pilla: esto es genocidio en el sentido más riguroso. Dicho de otro modo: el exterminio masivo. ¿Cuál es el otro término? ¿Qué debe hacer el pueblo vietnamés para escapar a esta muerte atroz? Unirse a las fuerzas armadas de Estados Unidos o de Saigón y dejarse encerrar en aldeas estratégicas, o en esas otras aldeas de la vida nueva que no difieren de las primeras sino por el nombre: en suma, campos de concentración. Nosotros conocemos esos campos por numerosos testimonios: están rodeados de alambradas, en ellos no se satisfacen las necesidades más elementales: sub-alimentación, falta total de higiene, los prisioneros se amontonan en tiendas o en exiguos reductos donde se ahogan, las estructuras sociales son destruidas: los maridos separados de sus mujeres, las madres de sus hijos, la vida familiar –tan respetada por los vietnamitas– ya no existe; como las parejas son dislocadas la natalidad ha bajado, toda posibilidad de vida religiosa o cultural es suprimida. Aún el trabajo –el trabajo para reproducir su vida y la de los suyos–, les es negado. Esos desgraciados ni siquiera son esclavos: la condición servil no ha impedido una cultura profunda entre los negros de los Estados Unidos; aquí el grupo es reducido al estado de conglomerado, a la peor vida vegetativa. Cuando quieren salir, los lazos que se re establecen entre esos hombres atomizados y asolados por el odio no pueden ser sino políticos: así se reagrupan clandestinamente para resistir. El enemigo lo adivina. Resultado: esos mismos campos son dos o tres veces rastrillados: aún allí la seguridad no se adquiere nunca y las fuerzas atomizadoras se ejercen sin descanso. Si, por azar, se libera a una familia decapitada, niños con una hermana mayor, o una joven madre, ellos van a engrosar el subproletariado de las grandes ciudades: la hermana mayor o la madre, sin medios, con bocas que alimentar, acaban en la degradación prostituyéndose al enemigo. Lo que acabo de describir, y que en el Sur es la suerte de un tercio de la población, según el testimonio de M. Duncan, no es sino otra especie de genocidio condenado por la Convención de 1948:
“Atentado grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo.”
“Sumisión intencional del grupo a condiciones de existencia que conducirán a su destrucción física o parcial.”
“Medidas tendientes a dificultar los nacimientos en el seno del grupo.”
“Transferencia forzada de niños…”
En otros términos no es verdad que la elección oscile entre la sumisión y la muerte. Porque la sumisión, en esas circunstancias, no detiene al genocidio. Digamos que hay que elegir entre la muerte violenta inmediata y la muerte lenta a término de una degradación física y mental, O más bien no hay elección, no hay condición que llenar: el azar de una “operación”, a veces el pánico, deciden el tipo de genocidio que cada uno sufrirá.
¿Es diferente en el Norte?
Por una parte, es la exterminación: no sólo el riesgo cotidiano de muerte sino también la destrucción sistemática de infraestructuras económicas: desde diques hasta fábricas de los cuales “no hay que dejar piedra sobre piedra”. Ataques deliberados contra la población civil y, en particular, rural. Destrucción de hospitales, escuelas, lugares de culto, esfuerzo sostenido para abolir las realizaciones de veinte años de socialismo. ¿Sólo para aterrorizar la población? Pero eso no puede lograrse sino por el exterminio cotidiano de una parte creciente del grupo, Y además ese mismo terrorismo, en sus consecuencias psicosociales, es un genocidio: ¿quién sabe si, entre los niños en particular, no determina confusiones mentales que dañarán por un tiempo o para siempre su integridad?
El otro término es la capitulación. Eso significa que acepten que su país sea cortado en dos, y que la dictadura de los norteamericanos, directamente o por interpósitas personas, se imponga a sus compatriotas y más aún: a miembros de su familia de los que la guerra los ha separado. Esa intolerable humillación ¿pondría fin a la guerra? Eso está lejos de ser seguro: el F.L.N. y la R.D.V., aunque fraternalmente unidos, tienen una estrategia y una táctica diferentes porque sus situaciones en la guerra son diferentes. Si el F.L.N. continuara la guerra, los bombarderos norteamericanos, a pesar de la capitulación de la R.D.V., continuarían destrozándolos. Pero si la guerra debiera cesar, nosotros sabemos –por declaraciones oficiales– que los Estados Unidos se mostrarían muy generosamente dispuestos a proveer montañas de dólares para la reconstrucción de la R.D.V. Eso significa muy exactamente que destruirían, por esas inversiones privadas, o por préstamos condicionales, toda la base económica del socialismo. Y también eso es un genocidio: se corta en dos trozos un país soberano, se ocupa una de las dos mitades donde se reina por el terror, se arruina la empresa tan caramente pagada del otro por una presión económica y, a través de inversiones calculadas, se lo tiene bajo la bota; el grupo nacional “Vietnam” no ha sido físicamente eliminado y sin embargo no existe ya; se lo ha suprimido económicamente, políticamente y culturalmente.
Tanto al Norte como al Sur no hay elección sino entre dos tipos de abolición: la muerte colectiva o la disgregación. Lo más significativo es que el gobierno norteamericano ha podido experimentar la resistencia del F.L.N. y la de la R.D.V.; sabe que la destrucción –a menos de ser total– permanecerá ineficaz: el Frente es más poderoso que nunca; el Vietnam del Norte es inquebrantable. Por esa misma razón el exterminio calculado del pueblo vietnamita no puede tener por finalidad sino hacerlo capitular: se le ofrece la paz de los valientes sabiendo que no la aceptará, y esa alternativa de fachada esconde la verdadera intención de llegar progresivamente al escalón máximo de la escalada, es decir el genocidio total. Se nos querrá objetar que el gobierno de los Estados Unidos hubiera podido intentar llegar a ese objetivo de inmediato, limpiando el Vietnam de todos los vietnamitas por una Blitzkrieg. Pero, además de que ese exterminio supone la puesta en sitio de un dispositivo complicado –y, por ejemplo, la creación y la libre disposición en Tailandia de bases aéreas que acorten en cinco mil kilómetros el recorrido de los bombardeos– el fin esencial de la “escalada” era y sigue siendo hasta hoy, preparar para el genocidio a la opinión burguesa. Desde este punto de vista, los norteamericanos han salido muy bien: los bombardeos repetidos y sistemáticos de barrios populosos de Haiphong y Hanoi que hace dos años hubieran levantado violentas protestas, tienen hoy lugar en medio de una especie de indiferencia general que surge del tuétano más que de la apatía. La vuelta está jugada: la opinión toma como una presión suavemente y continuamente acrecentada lo que es, en realidad, una preparación de los espíritus al genocidio final. ¿Es posible ese genocidio? No. Pero eso depende de los vietnamitas, de ellos solos, de su coraje, de la admirable eficacia de sus organizaciones. En lo que concierne al gobierno de los Estados Unidos, nadie puede descargarlo de su crimen bajo pretexto de que la inteligencia y el heroísmo de su víctima permiten limitar los efectos. Se puede llegar a esta conclusión; ante una guerra popular, producto de nuestra época, respuesta a la agresión imperialista y reivindicación de soberanía en un pueblo consciente de su unidad, dos actitudes son posibles: el agresor se retira, hace la paz reconociendo que toda una nación entera se yergue contra él; o bien, consciente de la ineficacia de la estrategia clásica, recurre, si puede sin lesionar sus intereses, al exterminio puro y duro.. No hay otras opciones: pero esa opción, al menos, es siempre posible. Puesto que las fuerzas armadas de los Estados Unidos se incrustan en Vietnam, puesto que intensifican los bombardeos y las masacres, puesto que intentan someter Laos y proyectan invadir Camboya cuando pueden retirarse, no cabe duda de que el gobierno de los Estados Unidos, a pesar de sus hipócritas denegaciones, ha optado por el genocidio.
VI
La intención se desprende de los hechos. Y, como lo ha dicho M. Aybar, ella resulta necesariamente premeditada. Puede ser que, en otros tiempos, el genocidio haya sido llevado a cabo bruscamente, en un golpe de pasión, en el curso de luchas tribales o feudales: el genocidio antiguerrilla, producto de nuestra época, supone una organización, bases y por lo tanto complicidades (sólo tiene lugar a distancia), un presupuesto apropiado: es necesario entonces que se haya reflexionado sobre él y que se lo haya planificado.
¿Significa eso que sus autores hayan tomado claramente conciencia de su voluntad? No se puede decidir sobre esto: sería necesario sondear las entrañas y la mala fe puritana hace milagros. Quizá ciertos colaboradores del Departamento de Estado están tan habituados a mentirse, que logran incluso imaginar que desean el bien de Vietnam. Después de las recientes declaraciones de su portavoz, se puede suponer que esos hechos ingenuos son cada vez menos numerosos: “somos nosotros quienes nos defendemos, y aunque el gobierno de Saigón nos los rogara, no dejaríamos Vietnam, etc…” De todos modos, no tenemos por qué preocuparnos de ese juego del escondite psicológico. La verdad se encuentra sobre el terreno, en el racismo de los combatientes norteamericanos. Por cierto, ese racismo –antinegro, antiasiático, antimexicano– es un dato fundamental que tiene orígenes profundos y que existía, latente o actual, mucho antes del conflicto vietnamita. La prueba está en que el gobierno de los Estados Unidos se ha rehusado a ratificar la Convención contra el genocidio: lo que no significa que tuviera, desde 1948, la intención de exterminar pueblos sino –según sus propias declaraciones– que ese compromiso hubiera sido contrario a la legislación interna de numerosos Estados federados. Dicho de otro modo –pues todo tiene relación–, los dirigentes actuales piensan tener las manos libres en Vietnam porque sus predecesores han querido tomar precauciones con el racismo antinegro de los blancos del sur. Sea como fuere, desde 1965, el racismo de los soldados yankees, de Saigón al Paralelo 17°, se exaspera: los jóvenes norteamericanos torturan, usan sin repugnancia el teléfono de campaña, disparan sobre mujeres desarmadas por el placer de hacer un blanco, golpean a puntapiés a los heridos vietnamitas en los testículos, cortan las orejas de los muertos para hacerse trofeos. Los oficiales son peores: un general se vanagloriaba –delante de un francés que ha testimoniado sobre eso en el Tribunal– de cazar los Vici desde lo alto de su helicóptero y de dispararles con su fusil, en los arrozales. No se trataba, por supuesto, de combatientes del F.L.N., que saben protegerse, sino de campesinos que cultivaban su arroz. Cada vez más, en esos espíritus confusos, el “Vietcong” y el vietnamita tienden a confundirse. Y se dice comúnmente: “Sólo hay buenos vietnamitas muertos”. O, al revés pero que viene a ser lo mismo: “Todo vietnamita muerto es un Vietcong”. Los campesinos se preparan a hacer la cosecha de arroz al sur del paralelo 17°. Aparecen soldados norteamericanos que incendian sus casas y quieren trasladarlos a una aldea estratégica. Los campesinos protestan. ¿Qué otra cosa pueden hacer, las manos desnudas contra esos marcianos? Dicen: “El arroz es tan hermoso, queremos quedarnos para comer nuestro arroz”. Nada más, y eso basta para exasperar a los jóvenes yankees: “¡Son los vietcongs quienes les han puesto eso en la cabeza! ¡Son ellos quienes les han enseñado a resistir!”. Esos soldados tienen el espíritu perdido a tal punto que toman por violencia “subversiva” las débiles reclamaciones que su propia violencia ha suscitado. En el principio de eso hay sin duda una decepción: ellos venían para salvar al Vietnam, para liberarlo de los agresores comunistas; y se aperciben de inmediato de que los vietnamitas no los quieren: del anunciado papel de liberadores pasan al de ocupantes. Es como un comienzo de toma de conciencia: no nos quieren, no tenemos nada que hacer aquí. Pero la impugnación no va más lejos: caen presas de la rabia y se dicen que un vietnamita es, por definición, un sospechoso. Y eso es verdad, desde el punto de vista de los neocolonialistas: comprenden vagamente que, en la guerra popular, los civiles son los únicos enemigos visibles. De pronto empiezan a detestarlos; el racismo hace el resto: se descubre con rabiosa alegría que esos hombres a quienes pretendían salvar, están allí para ser matados. No hay uno solo que no sea comunista en potencia: la prueba es que odian a los yankees. A partir de allí, reencontramos en esas almas oscuras y teleguiadas, la verdad de la guerra de Vietnam: ella se une a las declaraciones de Hitler. Éste mataba a los judíos porque eran judíos. Las fuerzas armadas de los Estados Unidos torturan y matan hombres, mujeres y niños del Vietnam porque son vietnamitas. Así, cualesquiera que sean las mentiras y las precauciones verbales del gobierno, el espíritu de genocidio está en la cabeza de los soldados. Y es esa su manera de vivirla situación del genocidio en la cual el gobierno los ha echado. El testigo Martinsen, un joven estudiante de veintitrés años que había “interrogado” durante diez meses a prisioneros y que no soportaba sus recuerdos, nos ha dicho: “Yo soy un norteamericano medio, me parezco a todos los estudiantes, y he aquí que soy un criminal de guerra”. Y tenía razón de agregar: “Cualquiera hubiera sido como yo, en mi lugar”. Su único error era atribuir sus crímenes degradantes a la influencia de la guerra, en general. No: no de la guerra abstracta y no situada, sino de esa guerra, llevada a cabo por la más grande potencia contra un pueblo de campesinos pobres, que se hace vivir por aquellos que la llevan a cabo como única relación posible entre un país súper industrializado y un país subdesarrollado, es decir como una relación de genocidio que se expresa a través del racismo. La única relación –a menos de cortar en seco e irse.
La guerra total supone un cierto equilibrio de fuerzas, una cierta reciprocidad. Las guerras coloniales se llevaban a cabo sin reciprocidad, pero el interés colonial limitaba los genocidios. El genocidio presente, último resultado del desarrollo desigual de las sociedades, es la guerra total llevada hasta el fin por una sola de las partes sin la menor reciprocidad.
El gobierno norteamericano no es culpable de haber intentado el genocidio moderno, ni siquiera de haberlo seleccionado, de haberlo elegido entre otras respuestas posibles y eficaces a la guerrilla. No es culpable –por ejemplo– de haberle otorgado su preferencia por motivos de estrategia o de economía. De hecho, el genocidio se propone como la única reacción posible a la insurrección de todo un pueblo contra sus opresores; el gobierno norteamericano es culpable de haber preferido, de preferir todavía una política de agresión y de guerra, tendiente al genocidio total, a una política de paz, la única que sea de intercambio, pues ella hubiera necesariamente implicado la reconsideración de los objetivos principales que le imponen las grandes compañías imperialistas, por intermedio de sus grupos de presión. Es culpable de proseguir y de intensificar la guerra, aunque cada uno de sus miembros comprenda cada día más profundamente, por los informes de los jefes militares, que el único modo de vencer es “liberar” al Vietnam de todos los vietnamitas. Es culpable usando la astucia, los rodeos, mintiendo y mintiéndose, de comprometerse cada minuto un poco más, a pesar de las enseñanzas de esa experiencia única e insoportable, en una vía que lo lleva a un punto sin retorno. Es culpable, según su propia confesión, de conducir a sabiendas esa guerra ejemplar para hacer del genocidio un desafío y una amenaza para todos los pueblos. Hemos visto que uno de los factores de la guerra total ha sido el crecimiento constante del número y la velocidad de los medios de transporte: desde 1914 la guerra no puede quedar localizada, es necesario que se extienda al mundo. En 1967 el proceso se intensifica, los lazos del One World, ese universo al cual los Estados Unidos quieren imponer su hegemonía, no cesan de ajustarse. Por esa razón, de la cual el gobierno norteamericano tiene perfecta conciencia, el genocidio actual –como respuesta a la guerra popular– es concebido y perpetrado en Vietnam no sólo contra los vietnamitas sino contra la humanidad. Cuando un campesino cae en su arrozal, segado por una ametralladora, todos nos sentimos golpeados en su persona. Así los vietnamitas se baten por todos los hombres y las fuerzas norteamericanas contra todos. En absoluto en sentido figurado ni en abstracto. Y no solamente porque el genocidio sería en Vietnam un crimen universalmente condenado por el derecho de gentes, sino porque, poco a poco, el chantaje genocida se extiende a todo el género humano, apoyándose sobre el chantaje de la guerra atómica, es decir el absoluto de la guerra total, y porque ese crimen, cometido todos los días bajo todos los ojos, hace de todos aquellos que no lo denuncian los cómplices de aquellos que lo cometen y, para someternos mejor, comienzan por degradarnos. En este sentido, el genocidio imperialista no puede sino radicalizarse: porque el grupo al que se quiere llegar y aterrorizar, a través de la nación vietnamita, es al género humano en su totalidad.
Les Temps Modernes, n.° 259, diciembre de 1967
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NOTAS:
1. Situations VIII. Gallimard. París. 1972. Trad. Eduardo Gudiño Kieffer. Ed. Losada. Bs. As. 1973. pp. 23-33
2 Como así también Simone de Beauvoir, Laurent Schwartz, Lelio Basso (Italia), Lázaro Cárdenas (México), Stokely Carmichael y Dave Dellinger (Estados Unidos), Vladimir Dedijer (Yugoslavia), Isaac Deutscher (Gran Bretaña), Gunther Anders y Peter Weiss (Alemania), Josué de Castro (Brasil), Amado Hernández (Filipinas), Shoichi Sakato (Japón) y Mahmud Alí Kasuri (Pakistán).
3. Situations VIII. Gallimard. París. 1972. Trad. Eduardo Gudiño Kieffer. Ed. Losada. Bs. As. 1973. pp. 52-95